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Capítulo Seis

Confesiones en el hospital

Antes de marcharnos, recogimos los libros y guardamos la flecha y la enigmática y amenazadora nota en la caja fuerte. Gabi me pidió diez minutos de paciencia, ya que tenía que terminar los últimos ajustes en la Special Bike. Tras ese espacio de tiempo, con puntualidad británica, mi amigo anunció que mi bicicleta estaba lista para la acción. Sin más demora, tras cerrar con llave el Cuartel General, nos marchamos a la ciudad.

Llegamos al hospital enseguida. Al principio no nos querían dejar entrar, pero supimos convencer a la enfermera que nos impedía el paso de que se trataba de un recado importante, y de que no tardaríamos mucho. Dudó bastante porque era la hora de las comidas y el hospital era muy severo en cuanto a las visitas. Finalmente, tras la convincente intervención de Andrés, que era todo un maestro de la elocuencia, nos dieron permiso. Subimos a la cuarta planta, avanzamos por el pasillo, impregnado por el característico olor a medicamentos, aunque mezclado con el aroma de la comida que ya habían servido a los enfermos, y llegamos a la habitación de mi padre.

La puerta estaba entreabierta; todas lo estaban porque se buscaba que corriera el aire para hacer más soportable el calor, que se colaba en el edificio pese al incansable esfuerzo del aire acondicionado. Entramos y cerramos la puerta para poder hablar sin que nos escucharan. Mi padre estaba comiendo; le habían quitado el suero a primera hora de la mañana, tras la visita de la doctora Estevil.

―¡Hola, papá! ¿Cómo estás? ―le pregunté tras darle un beso.

―Bien, hijo, mucho mejor. Hola, chicos. ¿Cómo habéis conseguido entrar?

―Bueno ―balbució Andrés, delatándose culpable―, tuve que convencer a la enfermera de que necesitábamos pasar.

―Ya entiendo ―dijo sonriendo mi padre―. Bueno, y ¿qué hacéis aquí? Tu madre, la tía y Óliver se han ido hace rato a comer. Me han dicho que habíais dormido en casa y que habéis salido a media mañana. ¿No has pasado por casa?

―No, todavía no. Hemos estado en la cabaña… investigando ―dije esperando su reacción.

―¿Investigando? ¿En qué andáis metidos ahora? ―preguntó sin darle la importancia que yo esperaba.

Las dudas nos invadieron. Por un instante nos pareció que mi padre no tenía ni idea de nada. Nuestras miradas se cruzaron intentando comprender qué era lo que ocurría. Intuí que debíamos seguir adelante, porque él debía de conocer las respuestas a aquel misterio que nos tenía en ascuas.

―Papá, verás, queremos que nos lo cuentes todo. Sabemos que estás metido en un lío. No nos mientas, por favor. Dinos qué es la Fuente ―le pedí con el corazón en un puño.

―¿Quién es Nindún-Rinpoché? ¿Cuál es su misión? ―añadió Gabi, visiblemente impaciente.

―No tengo ni idea de lo que estáis hablando ―contestó, tratando de disimular los nervios que lo habían dominado de repente.

―¡No es verdad! ―exclamé apoyándome en la cama con ambas manos y mirándole a los ojos fijamente―. Encontramos un papel enrollado en la flecha que te dispararon ―le revelé y, bajando la voz, añadí―: Yo mismo robé anoche la flecha del archivo de la comisaría. Hemos visto los símbolos, los mandalas. Además, en la nota hay una amenaza escrita en magadhí. Papá, lo hemos traducido y sabemos que te advierten que no te acerques a la Fuente. Pone que el agua es para el destino de Nindún-Rinpoché. Y te amenazan de muerte. ¿No te das cuenta? ―añadí alzando la voz―. Quien te disparó la flecha no quería matarte, sino advertirte. Era un aviso, pero ¡¿por qué?!

El silencio se apoderó de la habitación. Mi padre me miraba fijamente y pude sentir su temor, su miedo; o más bien, su terror. Gabi y Andrés permanecían en silencio, observando, esperando con ansiedad alguna respuesta que arrojara luz sobre aquel misterio.

―Hijo, ¿cómo se te ha ocurrido hacer semejante barbaridad? ¿Robar pruebas?

―Tenía que hacerlo para averiguar quién quiere hacerte daño ―le expliqué mirándolo a los ojos, queriendo que viera en mí la mirada de un adulto, los actos de un hombre, en vez de los de un niño.

―De acuerdo. Mira, te mentí, hijo ―admitió por fin, dando a su confesión un profundo tono de culpabilidad―. Os mentí a todos, a tu madre, a mi tía, a Óliver, a todos ―se lamentó desde el fondo de su alma mientras yo me sentaba a los pies de la cama, sorprendido, nervioso, inquieto; y mis amigos se acercaban para no perderse el más mínimo detalle de aquella reveladora explicación―. ¿Recuerdas mi último viaje? No fui a Italia como os dije. Estuve en Asia, en el Tíbet.

―¡Lo sabía! ―exclamó Gabi, quien se tapó enseguida la boca y recibió un codazo de Andrés, para que se callara.

―Sois muy listos, chicos ―dijo mi padre, esbozando una sonrisa que no encajaba con el gesto de dolor de su rostro―. Pues sí, fui al Tíbet en busca de…

―¡¿De qué?! ¡En busca ¿de qué?! ―inquirí.

Justo en el momento en el que mi padre iba a contestar a la pregunta que nos mantenía nerviosísimos y cuya respuesta nos sacaría de aquel mar de incertidumbre, la puerta de la habitación se abrió y apareció el odioso inspector Delagua, ataviado con su gabardina beis, su cabello rojo y su desagradable y barbuda cara de muy pocos amigos. El Cerilla nos miró con rostro ceñudo mientras mascaba un regaliz de palo. Todos guardamos silencio, lo miramos con inquietud, pugnando con los nervios que podían traicionarnos en cualquier momento. El inspector cerró la puerta tras de sí, empujándola con el pie.

―Buenas tardes, inspector ―saludó mi padre, rompiendo el hielo―. ¿Cómo ha conseguido que le dejasen entrar? Estamos en horario de comidas ―preguntó sonriendo.

―Supongo que con enseñar la placa bastó. La mayoría de la gente respeta a la policía ―añadió con ironía mientras nos lanzaba una mirada de desprecio―. Buenos días, muchachos. Me alegro de que estéis aquí; os andaba buscando.

―¿A nosotros? ―pregunté confiando en que no me castañetearan los dientes a causa del pánico que me iba dominando por momentos.

―A vosotros, claro. Sois famosos en la comisaría ―masculló, lanzando cada palabra como si fueran balas―. Pero antes de explicaros por qué, quiero informarle, señor Monreal ―dijo a mi padre, antes de darle otra chupada al repugnante dulce―, de que la flecha con la que usted resultó herido fue sustraída anoche del almacén de pruebas de la comisaría.

―¿Cómo es eso posible? ¿Qué clase de vigilancia tienen ustedes? Me parece que ha habido una negligencia imperdonable.

―Cálmese. Estamos investigando quién o quiénes han perpetrado ese execrable delito ―dijo sin quitarnos la vista de encima a mis amigos y a mí.

―¿Nos está acusando, inspector? ―preguntó Gabi tras tragar saliva.

―Ufff… Estas cosas son lentas, pero es grave, ¿sabéis? Alguien se coló en el archivo, sustrajo el arma de un crimen e intimidó a una de las trabajadoras de la comisaría. Y como ayer insististeis en ver la flecha, pues se me ha ocurrido que…

―Inspector, está usted equivocado ―protestó mi padre visiblemente irritado, consciente del peligro en que nos encontrábamos―. Los chicos estuvieron en mi casa. Durmieron allí.

―¿Cómo puede saberlo con seguridad si usted estaba aquí?

―Espero que no esté dudando de mi palabra. Le recuerdo que yo soy la víctima de ese crimen. Pero llame a mi mujer si lo que insinúa es que miento ―le instó mi padre ofreciéndole el auricular del teléfono que había sobre la mesilla, junto a su cama, apostando a esa carta nuestra coartada.

―No, no, por supuesto que no dudo de usted ―claudicó el Cerilla―. Discúlpeme, no pretendía insinuar algo así. Verá, señor Monreal ―continuó el inspector, hablando lentamente, mientras saboreaba su regaliz―, ayer hubo una extraña algarabía en la comisaría entre dos muchachos que se peleaban por una bicicleta. Justo en ese momento, aprovechando la distracción de los agentes que estaban de servicio, un tercer individuo se coló en el archivo y sustrajo la prueba. Una secretaria lo sorprendió, pero el intruso, que llevaba la cara tapada, la empujó y salió corriendo sin decir ni una palabra ―explicó, provocando que mis amigos y yo nos mirásemos de manera significativa―. Es un delito muy grave, ¿sabe? Pero lo curioso del tema es que los muchachos que llevaban media hora discutiendo acaloradamente por una bicicleta rota, de repente, se reconciliaron y desaparecieron sin haberse identificado. Bueno, esto es achacable a mis hombres, lo admito ―masculló mientras se pasaba la mano por aquella mata frondosa de cabellos anaranjados―. El caso es que la descripción de los gamberros coincide con la vuestra ―espetó teatralmente, apuntando alternativamente con el regaliz de palo a Gabi y Andrés, quienes dieron un salto hacia atrás, espantados―. Solo por eso me preguntaba si sabíais quién puede ser el sujeto que se coló en las dependencias policiales mientras esos chicos tan parecidos a vosotros discutían tan acaloradamente como rápidamente se reconciliaron después y desaparecieron de la escena del crimen que…

―Mire, inspector ―le interrumpió mi padre haciendo ademán de levantarse, con el rostro cruzado por el dolor―, no voy a consentir que acuse a mi hijo y a sus amigos de un delito que fue cometido con seguridad por los mismos que me dejaron aquí postrado. Hay delincuentes y asesinos sueltos por las calles de nuestra ciudad y usted se dedica a interrogar a niños y a acusarlos de delitos deplorables. No merece usted mi respeto, inspector. Creo que el dinero del contribuyente debería ser utilizado para perseguir y detener a los culpables de los hechos, no para molestar y acusar a unos menores de algo que de sobra sabe que no es cierto. Así que le agradecería que se fuese a buscar a los verdaderos criminales y que dejase tranquilos a estos chicos que solamente pretendían colaborar con la justicia cuando le pidieron ver la maldita flecha.

―Claro, perdóneme, no era mi intención ofenderlo. Disculpad, chicos, comprendo vuestras intenciones y perdonadme si os he molestado ―se disculpó el inspector, impresionado, caminando marcha atrás hacia la puerta―. En cualquier caso ―añadió justo antes de salir―, si recordáis algo que pueda resultarnos útil, por favor, acercaos a la comisaría.

―No se preocupe, señor inspector ―dijo Andrés burlonamente―, así lo haremos. Por lo demás, sabemos que está usted sometido a mucha presión, ya sabe, ladrones, asesinos, violadores, estafadores, corruptos, y un sinfín de problemas que atenazan su dura existencia. No lo sienta, inspector, un error lo comete cualquiera, ¿verdad?

El Cerilla no contestó. Se disculpó otra vez con mi padre y se marchó. Cuando hubo salido, nuestro semblante serio se trocó en gestos de alivio. Agradecimos a mi padre su excelente actuación y que nos encubriera.

―Chicos, lo que habéis hecho no está bien. El inspector tiene razón. Son hechos graves. No puedo defender lo que hicisteis, sin embargo, sé por qué lo hicisteis y os lo agradezco. También soy consciente de que nuestro amigo el inspector no suele estar muy afinado en sus investigaciones. Así que, por esta vez, y sin que sirva de precedente, no le diré la verdad. Lo que sí os exijo es que devolváis la flecha y la nota a la policía. Hacedlo de manera anónima, pero hacedlo. La policía se encargará de las investigaciones y, con suerte, vuestra participación quedará olvidada y archivada.

―Señor Monreal, ¿cree de verdad que la policía descubrirá algo? ―preguntó Gabi.

―Bueno, la verdad es que no lo sé. Lo único que tengo claro es que no quiero que os pase nada. Prometedme que devolveréis las pruebas ―insistió.

―De acuerdo, lo haremos ―dije tras un momento de silencio durante el cual mis amigos y yo nos miramos con intensidad―. Pero, papá, tienes que saber que el mensaje, la advertencia, está escrita con sangre ―añadí.

―Razón de más para que la devolváis. Ellos la analizarán. Quizá haya otras víctimas de las que no sabemos nada. Es un asunto muy peligroso ―aseguró mi padre intentando concluir la conversación―. Bueno chicos, ya sabéis lo que tenéis que hacer. Ahora marchaos; van a venir a hacerme la cura.

―¡No! ―protesté―. No nos iremos hasta que acabes de contarnos lo que ibas a decir cuando entró el inspector. Continúa, por favor.

Mi padre bajó la mirada. Daba la sensación de que tenía miedo, miedo de hablar, de revelarnos aquel secreto, el verdadero motivo oculto tras el atentado, tras su viaje, tras sus mentiras. Me miró, luego a Andrés y a Gabi. Parecía no decidirse a hablar. Nos volvió a mirar, escudriñando nuestros rostros, debatiéndose entre decirnos una verdad que nos iba a empujar hacia peligros inimaginables o mentirnos para tratar de alejarnos de un riesgo que tarde o temprano nos alcanzaría. Nuestra expectación se dibujaba en el rostro. Finalmente, cuando comprendió que persistiríamos hasta conocer la verdad, se decidió a hablar.

―De acuerdo ―comenzó―, ¿habéis oído hablar de la Fuente de la Eterna Juventud?

El secreto del elixir mágico

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