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Capítulo Cuatro

Incursión en la comisaría

Gabi le dijo a su madre que iba a dormir en mi casa porque queríamos probar un programa de ordenador nuevo. Andrés le dijo a la suya que dormiría en casa de Gabriel para ver la lluvia de estrellas con el nuevo telescopio; y yo, aprovechando que mi madre iba a pasar la noche en el hospital y que mi tía cuidaría de mi hermano, no tuve que inventarme ninguna excusa.

Tal como habíamos quedado, llevé el todoterreno de mi padre al Cuartel General. Aunque no tenía edad para conducir, mi madre me llevaba de vez en cuando al aparcamiento del centro comercial a hacer prácticas. La convencí aduciendo que, cuando cumpliera los dieciocho años, estaría mejor preparado para aprobar el examen. Mi padre no estaba de acuerdo: decía que mientras no fuera mayor de edad no debería hacer cosas de mayores, y que con tantas ganas de ser adulto me estaba perdiendo unos años irrepetibles. Sin embargo, mi madre me había concedido un deseo que aquella noche nos iba a resultar muy útil.

A las nueve y media en punto, Andrés estaba sentado en el sofá, pensativo, Gabi consultaba un par de libros en su escritorio y yo rumiaba en silencio lo que estaba ocurriendo mientras observaba desde la ventana cómo el cielo se iba oscureciendo. Y consultaba mi reloj. Tal y como habíamos convenido, vestíamos ropa sin estampados llamativos y no llevábamos documentación.

―Chicos, no creo que sea buena idea, no quiero meteros en ningún lío. Debería hacerlo yo solo ―dije por fin, tras darle muchas vueltas, a y treinta y cinco.

―Daniel, a mí tampoco me hace gracia, pero no te voy a dejar solo en esto ―respondió Andrés sin dejar de frotarse las manos, como hacía siempre que estaba nervioso.

―No hay de qué preocuparse ―aseveró Gabi acercándose a nosotros―. Somos menores de edad, así que, como mucho, nos imputarían una falta… Peccata minuta. Las leyes son claras; no hay nada que temer. Una vez detenidos, nos tomarán declaración y todo quedará en nada. He estado consultando el Código Penal. Calmaos, de verdad.

―¿Por qué arriesgarnos tanto? ―protestó Andrés, que, pese a las explicaciones de Gabi, seguía sin verlo claro―. Me ficharán, llamarán a mis padres, no me darán becas, quedaré marcado, estigmatizado, señalado para siempre. La gente me verá por la calle y me señalará con el dedo. Dirán: ahí va ese, estuvo en… en un reformatorio. Seré un paria, un renegado, un apátrida….

―¡No exageres! ―lo interrumpió Gabi―. Mantén la boca cerrada y todo saldrá bien. Además, lo más peligroso lo va a hacer Daniel.

―Eso no ayuda, Gabi. Quizá Andrés tiene razón y este plan es una locura ―reconocí―. Tal vez deberíamos limitarnos a estudiar el pergamino.

―Ya te he dicho que sin la flecha es como tener la mitad de las piezas de un puzle. Necesitamos ver todos los signos juntos para entender qué ocurre ―insistió Gabi―. Daniel, no pasará nada. Confiad en mí.

―Sigo sin verlo claro ―protestó una vez más Andrés.

Sin embargo, la seguridad que impregnaba a sus palabras nuestro amigo Gabriel terminó por disipar las dudas que seguíamos albergando. Y movidos por la temeridad y el valor que caracterizan la adolescencia, nos pusimos en marcha. Salimos de la cabaña. Cargamos la destrozada Special Bike en la parte trasera del todoterreno y nos dirigimos hacia la ciudad. Ya no había marcha atrás.

―Recordad: llevamos la Special Bike a la puerta de la comisaría. Andrés y yo empezamos a discutir, pero sin pegar de verdad, fingiendo, ¿eh? ―repasó Gabi el plan, mirando por encima de las gafas a nuestro común amigo, quien sonrió maliciosamente―. Daniel, un par de minutos después entrarás en la comisaría y alertarás a los polis. Aprovecha la confusión para colarte en las oficinas. Aquí tienes un kit de ganzúas, una linterna en miniatura con pilas nuevas y guantes de látex para no dejar huellas. Póntelos en cuanto des la voz de alarma. Tendrás solo unos minutos ―añadió, y un escalofrío me recorrió la espalda al imaginar lo que estaba a punto de hacer―. Nosotros te cubriremos. Si vemos que las cosas se ponen feas, alargaremos el espectáculo. Pero tendrás que darte mucha prisa. ¡Ah! Aquí tienes el plano de la comisaría, cortesía de un colega que me debía un favor… no preguntéis quién, ¿de acuerdo? Es solo un croquis, pero al menos sabrás a dónde tienes que dirigirte.

―¿Con qué clase de gente te relacionas, Gabi? ―preguntó Andrés―. Aparte de nosotros, claro.

―No seas tan exagerado. Solo os diré que es un tipo que ha pasado por la comisaría unas cuantas veces por… problemas informáticos. Nada grave, hombre. Lo importante es que sabemos dónde se guardan las pruebas.

―Pero si me pillan con las manos en la masa…

―Alegaremos trastorno mental o algo así, por lo de tu padre. En cualquier caso, eres menor de edad. Insisto, no hay problema. Si sale bien dispondremos de la prueba principal para investigar quién y por qué intentaron asesinar a tu padre. Si sale mal, nos sentaremos a esperar a que el Cerilla lo solucione.

Conforme lo planteaba Gabriel todo parecía sencillo, pero las dudas y los nervios seguían dominándome. Al fin y al cabo, a pesar de que creíamos que nuestra acción estaba justificada, ya que estábamos convencidos de que la policía y el inspector Delagua iban a ser incapaces de esclarecer aquel crimen, nos disponíamos a infringir la ley.

La noche ya dominaba el cielo y una enorme luna pálida fue testigo de nuestra sigilosa marcha hacia el centro. Avanzábamos despacio, sin llamar la atención. Aunque no había mucha gente por la calle, era la hora habitual para sacar la basura, pasear el perro o, simplemente, tomar algo en alguna de las terrazas de verano que surgían por toda la ciudad a partir de mediados de mayo.

Aparcamos a un par de manzanas de la comisaría y descargamos la bicicleta. Como había algunas personas por allí, decidimos esperar un rato en un parque cercano. Al rato, nos separamos, fingiendo que cada uno se iba a su casa. Gabi se encaminó hacia la comisaría arrastrando la bicicleta, yo di la vuelta a la manzana y Andrés fue hasta la avenida para alcanzarnos después de dar un pequeño rodeo.

Poco después nos reunimos en el lugar convenido, ocultos tras unos coches. Aunque Andrés se retrasó y eso nos puso más nerviosos.

―¡Venga, Andrés! ―exclamé en susurros cuando apareció al fin―. ¿Dónde estabas?

―Perdonad chicos, es que me he quedado viendo las noticias en una tienda de teles. Estaban retransmitiendo desde el Tíbet el entierro de un buda.

―Bueno ―interrumpió Gabi sin hacer mucho caso al joven, ya que permanecía atento al edificio―, basta de charlas. Es la hora. Vamos, Andrés, nos toca. Daniel, calma y rapidez, ¿de acuerdo?

―De acuerdo ―le respondí con un nudo en la garganta.

―¿Cuál habías dicho que es la pena por atracar la comisaría? ―preguntó Andrés en un último intento por hacernos desistir.

―Quién sabe. Diez o veinte años… pero para los mayores. Nosotros, nada ―insistió Gabi, exasperado, estirando de su compañero de pantomima hacia la puerta de la comisaría.

A una distancia prudencial de la puerta principal, y tras mirar a su alrededor para comprobar que nadie los había visto colocarse en el improvisado escenario en el que iban a dar su pequeña representación, comenzaron a discutir, primero en voz alta, y después más acaloradamente, fingiendo que se pegaban. Tras los primeros gritos, que llamaron la atención de la gente que pasaba por allí, entré corriendo en la comisaría y alerté a los agentes de que había una pelea.

Tres policías salieron y otros tres se asomaron a mirar. Yo me deslicé hacia un lado intentando pasar desapercibido. Me arrinconé junto a la máquina de café y aproveché esos primeros instantes de confusión para echar un vistazo a la comisaría. Tal y como aparecía en el plano del colega de Gabi, había una gran sala principal, que era donde yo me encontraba. Allí estaban los agentes de guardia, varios escritorios donde se tomaba declaración a los detenidos, un par de bancos corridos contra la pared para que los delincuentes esperasen a ser interrogados y, detrás de un biombo, varias sillas de plástico dispuestas en forma de U para el resto de la ciudadanía. Al fondo de la gran sala había tres puertas, tal y como señalaba el croquis. La de la izquierda era el aseo, y así lo indicaba un cartel con las siglas WC; la puerta del medio conducía a los calabozos y al garaje; y la de la derecha daba acceso a las oficinas y al almacén de pruebas. Tuve suerte: aquella era la puerta menos visible, aunque de vez en cuando entraba o salía alguien. Decidí acercarme poco a poco, aunque para ello tendría que atravesar toda la sala.

Gabriel y Andrés entraron dando voces cogidos por los brazos por varios agentes. Seguían porfiando sobre la bicicleta siniestrada. Un policía transportaba la Special Bike. Los sentaron en los bancos destinados a los detenidos y, como ellos seguían gritando e insultándose como si fueran enemigos acérrimos de verdad, el personal administrativo se acercó a ver qué ocurría. Yo aproveché la distracción general para ir directamente hacia el baño, pero no llegué a entrar. Con la espalda contra la puerta, me saqué los guantes del bolsillo del pantalón y me los puse mientras sentía la sangre martillearme las sienes. Miré a mi alrededor. Los agentes y los demás funcionarios se reían de mis amigos y no perdían detalle de la discusión que representaban magistralmente. Andrés me miraba de vez en cuando y si notaba que la gente perdía curiosidad lanzaba otra arenga contra Gabi, quien, con el rostro enrojecido y las venas del cuello hinchadas, trataba de seguirle el juego. Supe que era el momento. La distracción era absoluta. Tenía vía libre. Solo me separaban cuatro pasos de aquella puerta. Luego tenía que recorrer un pasillo y atravesar la puerta del fondo, a mano derecha. Pan comido.

Avancé decidido, pero cuando iba a entrar, la puerta se abrió. Un policía de unos cuarenta años, uniformado, salía murmurando: «¡¿Qué demonios pasa esta noche?!». Metí las manos en los bolsillos mientras sentía que la cara se me ponía roja. El agente se me quedó mirando, escrutándome como solo los policías hacen. Por el rabillo del ojo vi una fuente de agua, de esas que lanzan un chorrito cuando se pulsa un pedal. Sin vacilar me acerqué hasta ella y me puse a beber, esperando que aquel tipo dejase de observarme. El policía, que aún me miró un poco más, se alejó por fin, interesado en la bronca que divertía a todo el mundo.

Entonces me abalancé hacia la puerta, la abrí, entré, la cerré con cuidado y me quedé apoyado en ella un segundo para recuperar el resuello. No me extrañó que aquel policía hubiera salido a ver qué ocurría, los gritos se escuchaban perfectamente desde allí dentro. Avancé con paso firme hacia el fondo del pasillo creyendo que lo peor ya había pasado. Sin embargo, las dificultades no habían hecho más que empezar. La puerta del almacén estaba cerrada con llave.

―¡Maldita sea! ―protesté en voz baja.

Saqué la ganzúa del bolsillo y empecé a manipular la cerradura. No era un cerrojo de seguridad, pero yo no forzaba puertas habitualmente, así que, pese a que Gabi me había explicado cómo se hacía ―de pequeño solía colarse en la biblioteca los fines de semana para leer libros exentos de préstamo―, aquella cerradura se me resistía.

―Vamos, vamos, ¡ábrete!… ―rogaba en susurros sin dejar de mirar al fondo del pasillo, consciente de que la sala principal estaba repleta de agentes de policía.

―Vuelvo a la oficina, aquí no hay más que gentuza ―escuché decir a alguien al otro lado de la puerta.

El corazón me latía a mil por hora. Seguía manipulando la ganzúa con todas mis fuerzas, pero sin éxito. En apenas unos segundos la puerta del fondo se abriría y me pillarían con las manos en la masa. Allanamiento, robo con violencia, premeditación, ocultación de pruebas, obstrucción a la justicia… Estaba perdido, por muy menor de edad que fuese. Estaba acabado.

De repente escuché un clac y la puerta se abrió.

En un instante me colé en la sala del archivo de pruebas y cerré tras de mí. Me agazapé en un rincón y entonces escuché claramente el rumor que llegaba de la comisaría, ya que alguien había abierto la puerta del fondo y caminaba pasillo arriba. Deseé con todas mis fuerzas que quien quiera que fuese no se dirigiera al almacén. Oí una puerta que se abría y que se cerraba. Otra vez silencio. Respiré profundamente y poco a poco mi corazón se calmó.

Me puse en pie y encendí la pequeña linterna de bolsillo tras guardar las ganzúas; no podía dejar pruebas de mi incursión. Aquella habitación estaba llena de armarios y archivadores de metal pintados de un amarillo que en la penumbra parecía crema. Estaban ordenados alfabéticamente, así que no fue muy difícil encontrar el que buscaba.

―¡Aquí está! ―exclamé tratando de contener la emoción―. De la L a la O ―susurré y lancé un suspiro al comprobar que por fortuna los archivadores no estaban cerrados con llave. Abrí y comencé a leer los diferentes ficheros, que estaban etiquetados por apellidos―. … Lacalle, … Lamarca, … López, … Luna, … Madinier, … Martínez, … Menéndez, … ¡Eureka! ―exclamé―. Monreal, Eduardo Monreal; aquí está.

Sustraje la carpeta, la abrí y saqué el informe y la bolsa de plástico donde estaba la flecha, aún manchada de sangre. Me quedé en silencio durante un instante, observando aquel dardo ensangrentado que había estado a punto de matar a mi padre. Dudé una vez más, tal vez estábamos cometiendo un gravísimo error. Solo éramos adolescentes; quizá debería confiar más en la policía y en sus investigadores… Pero recordé las palabras de Gabi y me decidí. Enrollé la bolsa de plástico con la flecha en su interior y me la guardé en el bolsillo trasero del pantalón. Devolví el informe a su lugar y cerré el archivador.

Salir de allí tampoco iba a ser tarea fácil. Tendría que ser rápido. Repasé mentalmente el recorrido que me esperaba: salir de aquella habitación, caminar pasillo abajo hasta la puerta que daba a la sala principal de la comisaría, abrirla y disimular con la máquina de agua, con el baño o con lo que fuera. Después, abandonar la comisaría como si no pasara nada.

Me saqué la camiseta del pantalón para cubrir el trozo de flecha que sobresalía del bolsillo. Me acerqué a la puerta e inspiré profundamente. Me disponía a abrirla cuando, de repente, escuché una voz en el despacho contiguo que decía: «Señorita Delagua, vaya por favor al archivo de pruebas y tráigame el expediente número… 20.234/2B, con nombre… García Torres, Amparo García Torres».

Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Miré a mi alrededor buscando una salida. Me pregunté por qué no habíamos tenido en cuenta que podía haber gente en las oficinas aunque fuese de noche, ya que la policía no duerme nunca. Decidí que no volvería a hacer caso a Gabriel y que le cantaría las cuarenta. Bueno, tal vez no esa noche, sino cuando saliera de prisión, en mi vejez, después de toda la vida entre rejas pagando por los delitos que había cometido en los últimos minutos.

Escuché la puerta de la oficina abriéndose y unos pasos que se dirigían hacia el archivo. Escruté otra vez aquella sala buscando un escondite. Si al menos pudiera ocultarme a la vista… aquella oficinista entraría, buscaría su expediente y se marcharía. En dos minutos todo habría acabado. Estaba a punto de entrar y yo seguía sin encontrar dónde ocultarme. La sala de archivos no tenía más mobiliario que varias decenas de archivadores colocados contra sus cuatro paredes. Ni mesas ni rincones escondidos. La secretaria abrió la puerta. Vi una mano que se deslizaba por la pared buscando el interruptor. ¿Qué podía hacer? La puerta se abrió del todo y la oficinista entró, pero no me vio porque en el último instante me había colado detrás de la puerta, confiando en que la dejara abierta tras de sí.

Me quedé inmóvil conteniendo incluso la respiración. Escuché a aquella mujer caminar hasta el fondo de la habitación, abrir un archivador y el ruido metálico de los raíles según desplazaba las carpetas. No sé cuánto tiempo tardó, pero se me hizo eterno. Por fin oí el cajón cerrándose con un golpe seco. De nuevo los pasos. Un silencio desconcertante. ¿Por qué no se marchaba ya? De repente la puerta se movía, mi escondrijo se evaporaba. Deseé que apagara ya la luz y se marchara: el peligro habría pasado. Pero no fue así. La puerta se cerró, pero ella no se fue. En vez de eso la vi frente a mí, observándome con una mirada reprobatoria.

―¡No digas nada! ―le pedí con la voz temblorosa―. ¡No grites, por favor! ¡No voy a hacerte daño!

―No creo que pudieras. ¿Quién eres? ―preguntó, sin ni siquiera una pizca de temor en su voz.

―¡No grites, por favor! ¡No voy a hacerte daño! ―repetía yo de forma estúpida.

―No voy a gritar, pero esto tenemos que solucionarlo de alguna manera ―propuso ella en un tono de voz muy suave que actuó como un bálsamo sobre mis nervios―. Mira, te propongo una cosa. Vamos a salir juntos y les vas a explicar a mis compañeros qué hacías aquí. Seguro que hay una explicación lógica…

No sé qué se me pasó por la cabeza. Pero debió de ser algo parecido a eso que llaman instinto de supervivencia. Salté hacia ella y la empujé. Cayó al suelo y yo salí corriendo de aquella habitación sin pensar en nada que no fuera escapar de allí. En unos segundos llegué a la puerta que daba a la sala principal de la comisaría. La abrí, no sin antes quitarme los guantes de látex, que guardé en mi bolsillo junto a la ganzúa y la linterna, y la atravesé. Por fortuna mis amigos seguían con su numerito, aunque el show había perdido interés para muchos, que ya habían regresado a sus puestos de trabajo. Me acerqué a la máquina de agua para disimular. Después, tratando de mantener los nervios a raya, caminé hacia la salida, sin mirar a nadie, con seguridad fingida. Aquella chica tardaría un par de segundos en dar la voz de alarma. Tenía que salir de allí. Me había visto la cara; ya no podría volver nunca a la ciudad. ¿Qué podía hacer? Gabi tendría alguna idea para ayudarme. Buscaría un cirujano que me operara la cara o me conseguiría documentación falsa para empezar una nueva vida lejos de casa. No podía pensar en eso. Lo prioritario era salir de allí antes de que la oficinista apareciera gritando y apuntándome con el dedo. Caminé hacia la entrada principal. Mis amigos me vieron y siguieron actuando, discutiendo sobre quién tenía la culpa del destrozo de la bicicleta. Dos agentes trataban de calmarlos. Ya tenía un pie en la puerta, estaba prácticamente a salvo. Sentía en la cara el aire fresco de la noche. Ya me creía libre cuando una robusta mano me agarró del brazo.

―¡Eh, chaval! ―dijo una voz severa, y al volverme descubrí que pertenecía al mismo agente con el que me había tropezado unos minutos antes.

―¿Sí? ―musité, muerto de miedo.

―¿Has sido tú el que ha avisado de la pelea entre esos dos?

―¿Eh? Sí, sí. Bueno, yo pasaba por ahí y los he visto discutir…

―Ya podías haberte quedado calladito. Menuda noche que nos están dando. La policía tiene cosas más serias de las que ocuparse.

―Lo siento. No pretendía molestar. ¿Puedo irme ya? ―pregunté con la voz trémula sin dejar de mirar la puerta que llevaba a los archivos y sin entender por qué no aparecía ya aquella chica.

―¿Por qué tienes tanta prisa? Oye, ¿tú no eres el que he visto hace un rato allá, junto a la máquina de agua?

―Yo, bueno, yo… ―El agente me escrutaba con sus pequeños ojos marrones―. Tenía sed.

―¡Pérez! ―lo llamó entonces otro agente, desde detrás de una mesa―, tienes una llamada: tu mujer.

―Recuerda que me he quedado con tu cara… No vuelvas por aquí si no es grave, ¿me entiendes?

―No, señor, digo ¡sí, señor! No volverá a pasar.

El agente Pérez me soltó el brazo y se fue hacia el teléfono. Yo me di media vuelta y salí a la calle. Rodeé el edificio con paso firme pero disimulando la prisa y, cuando me encontraba a cierta distancia, eché a correr. Corrí lo más rápidamente que pude hasta que por fin llegué al coche. Me senté en el asiento del conductor y me quedé en silencio, respirando con dificultad y sin saber qué hacer.

El secreto del elixir mágico

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