Читать книгу El secreto del elixir mágico - Óscar Hernández-Campano - Страница 15

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Capítulo Diez

comienza la guerra

Sentí como si un puñal hubiese atravesado mi piel. Un dolor agudo, en el pecho, en el corazón. Era mi casa lo que esta vez había sido violentado: mi hogar, el hogar de mi familia. Fuese lo que fuese, el horror me invadió, el solo hecho de pensar en mi madre y en mi hermano, solos, a merced de quien había planeado tan siniestro misterio, me causaba escalofríos. Fue como una visión, por aquella ventana, pude contemplar, desesperado, el desastre. Era como si todo en lo que había creído se derrumbase de repente. Nada volvería a ser igual, nunca.

El miedo me paralizó. Andrés fue hacia la puerta, que estaba entornada. Gabi me puso una mano en el hombro. Solo entonces reaccioné. Susana me cogió de la mano y echamos a correr hacia la casa. Todo estaba revuelto, muebles, adornos, libros y discos. Parecía que un terremoto hubiera sacudido el salón.

―¡¡Mamá!! ¡¡Óliver!! ―grité una y otra vez, sin recibir respuesta, recorriendo desesperado toda la casa.

―¡Un momento! ―nos alertó Susana en el pasillo de arriba, pidiéndonos con un gesto que guardásemos silencio―. Me ha parecido oír algo ―explicó justo antes de que se escuchase un sollozo que procedía del dormitorio de mis padres.

Traté de abrir la puerta, pero estaba cerrada con pestillo. Ni siquiera lo pensé, me lancé con todas mis fuerzas y el cerrojo saltó por los aires.

―¡¡Mamá!! ¡¡Óliver!! ¡Soy yo, Dani! ―grité al encontrar la habitación vacía.

―¡Espera! ―indicó Susana, señalándome el vestidor.

Ante la mirada nerviosa de mis amigos, me acerqué y lo abrí de golpe. En un rincón, acurrucado entre la ropa, encontré a mi hermano pequeño. Sollozaba desconsoladamente, temblando, con la mirada perdida y muerto de miedo. Me asusté mucho; jamás había visto aquella expresión en su cara. Sin saber muy bien qué hacer, pronuncié su nombre. Ni se inmutó. Lo repetí más fuerte, pero seguía sin reaccionar. Me asusté. Lo agarré por los brazos y lo obligué a mirarme. Grité su nombre una y otra vez, sacudiendo su pequeño cuerpo, hasta que reaccionó. Al reconocerme, me abrazó con todas sus fuerzas rompiendo a llorar.

―Tranquilo, Óliver ―le susurré al oído mientras le acariciaba el pelo―, ya estoy aquí. No temas, nada malo te va a pasar ―le repetía al tiempo que volví al dormitorio. Mi hermano me abrazaba con todas sus fuerzas. Pude sentir el terror que lo dominaba. Me senté en la cama, con él sobre mi regazo―. Tienes que contarme lo que ha pasado ―le pedí sin obtener respuesta―. Cuéntamelo, por favor. ¿Dónde está mamá? ―le pregunté tratando de que mis nervios no alteraran el tono de voz sosegado que mi hermano necesitaba.

Como lloraba sin parar, balbuciendo palabras ininteligibles, mientras le castañeteaban los dientes, Susana se acercó, se acuclilló delante de nosotros y lo acarició. Sacó un pañuelo de su bolsillo y le enjugó las lágrimas mientras le decía con un tono dulce y relajante que era un chico muy valiente. Mi hermano la miró con curiosidad. Yo también me sumí en la candidez de su rostro y me dejé mecer por su voz. Susana le pidió que le contara qué recordaba. Tras unos segundos, Óliver comenzó a musitar palabras que poco a poco cobraron sentido. Sin dejar de sollozar, pero visiblemente más calmado, nos explicó que cuando estaba merendando, después de los dibujos, alguien había llamado a la puerta. Dijo que mi madre fue a abrir después de reñirle por ver la tele tan de cerca. De repente, escuchó un golpe, un alboroto, y entonces vio a unos hombres extraños irrumpiendo en casa. Arrojaron a mi madre al suelo, junto a él. Mi hermano dijo que mamá lo abrazó fuerte para protegerlo. Aquellos señores preguntaban por mí y por una flecha. Óliver se quedó callado un momento, recordando, y entonces dijo algo extraño. Nos explicó que aquellos hombres hablaban de una forma muy rara. Suponiendo que eran los tibetanos que habían seguido a mi padre, le preguntamos si eran chinos ―término con el cual mi hermano englobaba a todos los orientales―. Para nuestra sorpresa, dijo que no. Al referirse a la rareza del habla, la comparó con el de una mofeta que salía en unos dibujos animados muy populares.

―¿Una mofeta…? ―preguntó Susana, desconcertada.

―¡Franceses! ―exclamó Andrés― Óliver, ¿te refieres a esa mofeta que siempre persigue a una gata negra que tiene una franja blanca pintada en el lomo? ¿Una mofeta que dice «Oh, la, la, mi queguida señoguita, es usted magavillosa», y cosas así, pronunciado de esa forma las erres?

Mi hermano escuchó atentamente y a los pocos segundos, asintió.

―¿Franceses? Eso no tiene sentido ―aseveró Gabi, pensativo.

―Continúa, Óliver ―le pedí.

Mi hermano retomó su relato contándonos que los hombres, muy furiosos, habían empezado a destrozar toda la casa buscando la flecha. Sus ojos volvieron a reflejar el pavor cuando nos contó que, al no encontrarla, habían empezado a abofetear a mi madre preguntándole por mí. Óliver se esforzaba en contener las lágrimas, aunque su voz se quebró cuando dijo que ella no había dicho nada. A continuación, tras una larga pausa, explicó que se la habían llevado y que vio por la ventana que la habían obligado a montar en un coche negro muy largo.

―¡¡No puede ser!! ―grité― ¡¡La limusina!!

―Seguro que la dejaron en algún sitio antes de ir al Cuartel General ―dijo Andrés sin estar convencido de ello.

―¿Qué he hecho? ―me reproché con la voz rota recordando la bola de fuego que envolvió el vehículo que nos había perseguido.

―Y otro coche igual se fue hacia la plaza ―dijo entonces Óliver, provocando nuestro desconcierto.

―¿Otro? ¿Había otra limusina? ―le pregunté desesperado, casi gritando.

―Sí, había dos coches negros, muy largos. Los vi por la ventana. En el que metieron a mamá fue hacia la derecha y el otro a la izquierda.

―¿Dos coches? ¡Dos! ―exclamé sonriendo, aliviado de repente, feliz por saber que el coche que había explotado seguramente no era el mismo que el que se había llevado a mi madre, ya que había partido en dirección opuesta a la que llevaba hacia la colina.

Una angustia insoportable se había trocado en un alivio contenido. Abracé de nuevo a mi hermano que, de repente, pareció recordar algo más. Rebuscó en los bolsillos de su pantalón hasta que, tras registrarlos todos, encontró lo que afanosamente buscaba.

―Cuando los hombres malos se fueron… y se llevaron a mamá, me quedé llorando. No sabía qué hacer. Entonces oí algo. Me asomé a la ventana y vi uno de los coches grandes. Había venido otra vez. Pensé que volvían a por mí. Subí corriendo y me escondí en el armario de mamá. Tenía miedo, no quería que me metiesen en el coche grande ―explicó de forma entrecortada mi hermano, con el terror reflejado en sus ojitos―. El hombre malo me encontró, Dani. Grité, cerré los ojos y grité. Le pegué y le di patadas, pero no le hice daño. El hombre malo me dio una bofetada y luego me dijo que tenía algo para ti, y me dio esto. Después se fue ―dijo entregándome un papel arrugado que reconocí enseguida.

―¡Es un mensaje! ¡Es idéntico al de la flecha! ―exclamé contemplando los símbolos que orlaban el papel.

Gabi cogió la nota y la observó con detenimiento. La escudriñó en silencio, estudiándola. Al momento nos miró con gravedad, preocupado. Su mirada me asustó; sentí un estremecimiento. Sin decir una sola palabra, extendió su mano hacia mí y me devolvió el mensaje. Yo miraba aquel trozo de papel como si me fuera a morder, como si quemara, como si fuera a electrocutarme. El mensaje, en tinta roja, estaba escrito en nuestro idioma. La caligrafía era torpe y descuidada, como si lo hubieran redactado en movimiento, con prisas, sin esmero. Aunque también rezumaba maldad, odio, y horror.

Mientras mi hermano lloriqueaba apoyado en mi hombro y mis amigos me miraban, leí en voz alta aquellas líneas.

Daniel Monreal, esta nota está escrita con sangre de la mano diestra de su madre. Si no quiere leer otra que esté escrita con sangre de su corazón, deje de buscar el Manantial Sagrado, la Fuente de Eternidad.Olvide a su madre, ella ya no pertenece a su mundo.Ahora ella tiene una misión y un destino unidos a la gloria de la Luz de Nindún-Rinpoché.

El silencio se adueñó de la habitación cuando terminé de leer. Mis amigos, mi hermano y Susana me habían escuchado conteniendo a dura penas las lágrimas, observando el vacío que inundaba aquel dormitorio, hasta hacía tan poco, núcleo de un hogar feliz.

―¡¡Malditos!! ―rugí al fin, exteriorizando una rabia infinita―. No saben quién soy si se piensan que esto se va a quedar así, si creen que no voy a salvarla. ¡Malditos sean! ―grité mientras reducía aquel mensaje a una bola en la que condensé mi ira.

Cerré los ojos con todas mis fuerzas. El silencio reinante solo era perturbado por los sollozos de Óliver. Instantes después me puse en pie, me enjugué las lágrimas con el dorso de la mano y miré fijamente a mi hermano.

―Óliver, haz la maleta ―dije con determinación―. Te vas a pasar unos días con la tía. Mis amigos y yo ―añadí mirando a Susana y a los chicos, que asintieron― vamos a rescatar a mamá.

―Dani, tengo mucho miedo. ¿Mamá va a morir? ¿Nos van a matar los hombres malos? ―me preguntó, volviendo a deshacerse en lágrimas.

―No, Óliver, no va a morir. Puedes estar tranquilo. Nadie va a morir. Voy a rescatarla. Tienes que prometerme que vas a ser fuerte, porque seguramente estaré fuera de casa unos días. Pero muy pronto volveremos a estar todos juntos, como siempre. ―Y tras una pausa en la que Susana se me acercó y me puso su mano sobre el hombro, dándome apoyo, concluí―: Vamos a salvar a los dos, a mamá y a papá.

El secreto del elixir mágico

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