Читать книгу El secreto del elixir mágico - Óscar Hernández-Campano - Страница 8

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Capítulo Tres

comienza el misterio

―¿Qué pasa? ―me preguntaron mis amigos, preocupados―. ¿A dónde vas? ―repetían.

―¡Es Óliver! ¡Tengo que ir al lago!

―¿Qué le pasa a tu hermano? ―insistían mientras bajábamos las escaleras―. ¡Daniel!, dinos qué has visto ―me exigió Gabi.

―Algo va mal ―acerté a decir por fin―. Mi hermano está solo en la barca en medio del lago. Y está llorando. Había ido con mi padre a pescar. Le ha debido pasar algo. Mi padre no lo dejaría solo en la barca: Óliver no sabe nadar. Déjame tu bici, Gabi; la Special Bike está hecha pedazos.

―Pero ¿qué has hecho? ¿Te has metido debajo de un autobús? ―preguntó el inventor cuando contempló los restos de mi bicicleta.

―Ya te lo explicaré. ¡Vamos chicos! ¡Deprisa!

―Deberíamos llamar por radio a la policía; nosotros tardaremos un rato en llegar al lago ―propuso Gabi.

―De acuerdo. Hazlo, pero rápido ―le urgí con un nudo en el estómago.

Gabriel conectó el aparato de radio y sintonizó la frecuencia de la policía local. Al principio nadie contestaba sus llamadas de auxilio; solo se escuchaban interferencias. Ajustó el canal y, por fin, alguien respondió. Explicamos lo que ocurría y nos respondieron que una patrulla se dirigiría inmediatamente al lago. Nosotros hicimos lo propio. Andrés en su bicicleta y Gabi, conmigo, en la suya. Pedaleamos como si no hubiera un mañana. Cuando alcanzamos el lago vimos con alivio que un coche patrulla estaba aparcado junto al todoterreno de mi padre. Los agentes habían subido a otro bote que había en el embarcadero y habían remado hasta la barca de mi padre. Vimos a mi hermano en brazos de uno de ellos, sollozando sin consuelo. Corrimos hacia el muelle justo cuando la policía arribaba al embarcadero. Uno de los agentes saltó a tierra con mi hermano en brazos mientras el otro se inclinaba. Entonces descubrimos que mi padre estaba en el bote, tumbado, inmóvil y con una flecha clavada en el pecho. Me abalancé hacia la barca, pero mis amigos me sujetaron. Mi hermano me abrazó y rompió a llorar.

―Muchacho, ¿conoces a este hombre? ―me preguntó el oficial.

―Sí. Es mi padre ―respondí―. Y este es mi hermano, Óliver.

―Nosotros hemos dado la alarma ―explicó Gabi.

―Hay que llamar a una ambulancia, ¡rápido! ―le exigí, asustado.

―Tranquilo, ya está de camino. Tu padre está vivo y se pondrá bien. Parece que la herida no es grave. Van a llevárselo en helicóptero al hospital. No te preocupes, averiguaremos quién ha sido y lo detendremos ―me aseguró el agente intentando calmarme.

―Óliver, ¿estás bien? ―le pregunté a mi hermano, acuclillándome para ponerme a su altura―. Cuéntame qué ha pasado.

―No sé ―farfulló, mientras se frotaba la nariz―. Estábamos pescando cuando se le clavó la flecha… ¡Me asusté mucho! ¡Creía que estaba muerto!

―Tranquilo. Papá está vivo, ya lo has oído. Se va a poner bien. Todo se arreglará ―añadí no muy convencido, pensando en cómo contárselo a mi madre.

El helicóptero apareció enseguida. Las ramas de los árboles cedieron ante el viento huracanado que arrojaban sus hélices. Tuvimos que alejarnos unos metros. Al mismo tiempo, por el sendero, llegaron otros coches de policía llenando el bosque con los aullidos de sus sirenas. Los paramédicos pasaron a mi padre a una camilla y lo introdujeron sin dilación en la aeronave. Mi hermano y yo lo acompañamos durante el vuelo. Andrés y Gabi volvieron a la ciudad en sus bicicletas y uno de los agentes de policía se encargó del todoterreno. Se lo llevó a mi casa. De paso, informaría a mi madre de lo sucedido.

Mi madre llegó al hospital hecha un mar de lágrimas. Nos encontró en la sala de espera. Tenía su melena castaña mal recogida en una coleta. Creo que nunca antes la había visto despeinada. Siempre iba arreglada: le gustaba cuidarse. Su imagen desaliñada y rota de dolor me impactó. Sus bonitos ojos pardos brillaban asustados. Me miró y solo vi preguntas y miedo. Nos abrazamos y nos sentamos a esperar. Mi padre llevaba un buen rato en el quirófano y nadie nos informaba de su estado. Los nervios pudieron más que yo, así que me levanté a pasear un rato. El sonido de mis pasos sobre las baldosas azules rompió el gélido silencio que el dolor y la preocupación habían desencadenado. Gabi me acompañó pasillo arriba. Cuando estuvimos lo suficientemente lejos, me cogió del brazo y me llevó a otra sala de espera, vacía y más silenciosa aún.

―¿Qué pasa? ―le pregunté al ver que quería contarme algo importante.

―Quiero enseñarte algo ―susurró mi amigo de forma misteriosa―. Mira esto ―me dijo con un hilo de voz sacando un trozo de papel del bolsillo de su pantalón―. Lo cogí de la barca de tu padre. Estaba enrollado en la flecha.

―¿Te has vuelto loco? ―pregunté desconcertado―. Gabi, esto es una prueba de un crimen. Seguro que los policías lo están buscando.

―Creo que ni se dieron cuenta de que lo cogí. Estaba todo manchado de sangre y debió de pasarles desapercibido ―explicó mi amigo―. No te enfades, Dani. Sabes que soy muy curioso. No pude resistirme. Además, sabes igual que yo que no averiguarán nada. No podemos presumir de la policía de esta ciudad. Las estadísticas lo confirman. Será un caso más sin resolver, archivado. Pero yo no me rindo fácilmente ―continuó, tratando de convencerme de que me fiara de su criterio―. Fíjate, Daniel, mira lo que hay escrito ―dijo mientras desenrollaba aquel papelito manchado de sangre seca, oscura y triste.

En ese momento sentí algo dentro de mí: un estremecimiento, una corazonada, una palpitación que me asustó. Mientras Gabi ponía ante mis ojos aquella nota, tuve la certeza de que estábamos ante un peligro inimaginable.

―¿Qué pone? No entiendo nada ―acerté a decir al fijar la vista en el escrito.

―Son ideogramas; está escrito en algún idioma oriental. Apostaría a que es japonés. Observa las ilustraciones que enmarcan el texto ―dijo mi amigo señalando con el dedo unos extraños dibujos que representaban a seres monstruosos, demonios y bestias, y que me erizaron la piel―. Esta iconografía es alegórica. Debo consultar unos libros para interpretarla y traducir el texto ―explicó y, mirándome a los ojos, añadió―, aunque te apuesto lo que quieras a que es una amenaza. ¿Sigues pensando que esta nota debe caer en manos de la policía?

―No ―le respondí en un susurro tras una breve reflexión―. Nadie debe enterarse de esto. Creo que deberíamos investigarlo nosotros ―resolví.

―Estoy de acuerdo. Ah, hay algo más. La flecha también estaba repleta de estos grabados. Tal vez sea parte del mensaje. Deberíamos recuperarla ―propuso con seriedad, convencido de que aquello era lo correcto.

Volvimos con los demás posponiendo cualquier decisión para más tarde. Teníamos que contárselo a Andrés y esperar a ver cómo evolucionaba mi padre. Unos minutos después la doctora Estevil salió del quirófano. Anticipándose a nuestras preguntas nos dijo lo que ansiábamos saber. Todo había salido bien, le habían extraído la flecha que, por suerte, no había alcanzado el corazón. Aunque necesitaba quedarse en observación, en tres o cuatro días podría volver a casa. Sentimos un gran alivio. Nos abrazamos emocionados. Antes de marcharse, la doctora nos dijo que en un rato podríamos visitar a mi padre en una habitación.

―Doctora Estevil ―llamé a la cirujana, siguiéndola junto con mis amigos mientras mi madre y Óliver hablaban con la enfermera―. Disculpe, queríamos hablar con usted.

―Claro, decidme, chicos. ¿No eres tú el hijo de Eduardo? ―preguntó entonces, fijando la mirada en mí―. Daniel, ¿verdad?

―Sí, sí, soy yo. Verá, doctora, es muy importante para mí conseguir esa flecha. La necesito, de verdad. Quiero atrapar al que ha atacado a mi padre.

―Tu valor te honra, pero lo siento ―añadió con una sonrisa maternal. Y ante nuestra mirada suplicante, explicó―: Este asunto está en manos de la policía. Ellos atraparán a los culpables.

Y tras regalarnos otra sonrisa, se marchó. Nos quedamos en silencio, sin saber qué hacer. Gabi dijo que ya pensaríamos algo. Entonces le explicamos a Andrés nuestro descubrimiento y, después, fuimos a la habitación de mi padre. Allí encontramos a mi madre junto a la cabecera de la cama, a mi hermano a los pies de la misma, y a mi tía-abuela Margarita. Era una anciana de setenta y tres años, enjuta, espigada, con el cabello plateado y los ojos azules pequeñísimos, perdidos entre las arrugas que habitaban en su rostro. No tenía más familia que nosotros, ya que nunca se casó ni tuvo hijos. Para ella mi padre era como un hijo, y mi hermano y yo, como sus nietos.

En un rincón, oculto en la penumbra, descubrimos al inspector Delagua, un policía mediocre, gris, con el que ya habíamos tenido un par de problemas en el pasado debido a su total incompetencia para detener a alguien, a no ser que lo pillase con las manos en la masa y a plena luz del día. El inspector era un hombre muy alto y delgado, tenía una frondosa cabellera pelirroja y barba y bigote del mismo color. Siempre vestía una gabardina beis, estrecha, tanto en invierno como en verano. Su fisionomía y su peculiar aspecto habían hecho que fuera conocido como el Cerilla. En su mano, como de costumbre, sostenía una libreta en la que tomaba notas de sus pesquisas.

Aunque entramos en silencio, atrajimos las miradas de todos. Un gemido de mi padre captó nuestra atención. Lo vimos parpadear y volver en sí.

―Menudo susto que os he dado, ¿eh? ―bromeó con un hilo de voz, esbozando una sonrisa, mientras miraba a su alrededor.

El inspector esperó a que abrazáramos a mi padre y hablásemos unos instantes con él. Después, tras carraspear de forma exagerada para recordarnos que estaba allí, se acercó a la cama.

―Disculpe, señor Monreal, pero he de hacerle unas preguntas.

―¿Tiene que ser ahora, inspector? Lo acaban de operar ―le espetó mi madre, enfadada, antes de que mi padre pudiera contestar al Cerilla.

―Estela ―intervino mi padre después de un silencio incómodo―, dejemos que el inspector haga su trabajo.

―Gracias ―dijo―. Seré breve, el niño también puede responder. Solo quiero saber si vieron algo o a alguien. ―Tanto mi padre como Óliver, que seguía muy asustado, negaron haber visto nada, solo la flecha, que llegó silbando desde algún lugar del bosque―. Está bien, gracias. Los iré informando en cuanto descubramos algo nuevo. Buenos días ―se despidió al salir.

―¿Este es el policía que va resolver el caso? ―preguntó mi tía, indignada―. Si estuviera aquí Manolo, el guardia civil del pueblo, ya verían esos asesinos.

Tanto mis amigos como yo sonreímos al darnos cuenta de la razón que tenía la anciana. Salimos tras el Cerilla. Lo alcanzamos al final del pasillo.

―Perdone, inspector, tenemos que pedirle algo ―le dije sin rodeos―. Queremos que nos permita ayudarle en este caso. Es muy importante para nosotros ―insistí previendo su respuesta.

―Daniel Monreal, muchacho ―comenzó en tono despectivo dándome un par de palmadas en la mejilla que me dolieron por dentro, en mi amor propio―, te conozco muy bien. Y a tus amigos también. Sé que tenéis la manía de meter vuestras narices en los asuntos de la policía ―añadió señalándonos con un bolígrafo mordisqueado―. Os creéis muy listos, sí. Pero ¿qué os pensáis? ¿Que no seremos capaces de resolver un asunto tan sencillo como este? Anda, niñatos, marchaos a alguna de esas fiestas que hacéis en el instituto y dejad a los profesionales que hagamos nuestro trabajo ―espetó soltando una carcajada despectiva mientras se alejaba de nosotros caminando hacia atrás, lentamente, sin dejar de mirarnos, apuntándonos con su bolígrafo.

―Claro que no serán capaces ―balbució Andrés observando al inspector alejarse por el pasillo.

―Vámonos, chicos. De momento tenemos algo que él no tiene. Y vamos a conseguir esa flecha. Después atraparemos al que intentó asesinar a mi padre ―les dije a mis amigos dándoles sendas palmadas en la espalda, rumiando en mi mente la manera de conseguir el arma del crimen.

Mi madre se quedó en el hospital y mi tía, Óliver y yo fuimos a casa a comer. Después salí en seguida hacia el Cuartel General, donde había quedado con mis amigos. Cuando llegué, los chicos estaban acabando de ordenar el desastre causado por Gabi aquella mañana.

―¿Qué vamos a hacer? ―me preguntó Andrés.

―Sea lo que sea, debemos decidirlo rápido, porque mañana por la mañana se llevarán la flecha y las demás pruebas al juzgado ―nos recordó Gabi desde la silla de su escritorio.

―Está bien. Entonces no hay tiempo que perder ―resolví―. Esta noche tenemos que entrar en la comisaría y apoderarnos de la maldita flecha.

―¿Y cómo se supone que vamos a hacer eso? ―preguntó Andrés―. Sería como meterse en la boca del lobo. La comisaría está llena de policías, de delincuentes, de armas que pueden matar…

―Creo que ya sé cómo entrar en la comisaría sin levantar sospechas… ―dijo entonces Gabi, sonriendo.

El secreto del elixir mágico

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