Читать книгу La cúspide del aire - Sergio Milán-Jerez - Страница 10

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Capítulo 4

El jueves por la mañana, tres días más tarde de iniciarse el operativo, el Grupo de Homicidios seguía sin tener noticias de Barack Alabi.

Aitor Ruiz empezaba a desesperarse. Había agentes controlando el taller mecánico, día y noche, por si las moscas, pero el jefe del clan no daba muestras de querer trabajar. Era como si se hubiera volatilizado.

Durante aquellos días, vieron a sus hermanos entrando y saliendo del taller, con caras largas y el teléfono pegado al oído. Incluso el horario de cierre, del martes al miércoles, se alargó hasta pasadas las doce de la noche. Evidentemente, no era normal. Algo estaba pasando. Por otro lado, ninguno de ellos se había acercado a su casa, para comprobar que estuviese bien.

Aquí hay gato encerrado, pensó el sargento Ruiz.

Reunió a parte de su equipo ―Lluís Alberti y los agentes Eudald Gutiérrez y Aina Fernández, que se acababa de incorporar; el resto estaba apostado cerca del taller― y les comentó que ya estaba bien de esperar y que volverían a llamar al timbre de su puerta. La primera vez no dio resultado, pero quizá ahora tuvieran más suerte. Así pues, acompañados de media docena de agentes uniformados, se dirigieron hacía su casa: un espacioso ático, desde donde se podía ver la Estación de Sants.

En el portal, un vecino advirtió su presencia y los dejó pasar. Rápidamente, iniciaron la subida por las escaleras, mientras que Aina Fernández y otros dos agentes se quedaron abajo, en la retaguardia. Cuando llegaron arriba, frente a la puerta, el sargento Ruiz y los demás se pusieron en posición.

Repentinamente, escucharon un ruido de cristales rotos en el interior del piso; todos se sobresaltaron.

Unos segundos después, uno de los agentes comprobó que la puerta no estaba cerrada del todo; miró al sargento Ruiz y éste hizo un gesto de asentimiento. Acto seguido, entraron en el piso empuñando las armas y, cuando llegaron al comedor, vieron a un hombre de espaldas. Iba vestido únicamente con una camiseta y unos calzoncillos, y llevaba un cinturón en la mano. Se dio la vuelta y los miró con gesto hostil.

―¿Qué coño hacen en mi casa? ―vociferó. Parecía estar colocado.

Todos apuntaban su pistola directamente hacia él. Aitor Ruiz tomó la palabra.

―Soy el sargento Ruiz, del Grupo de Homicidios de los Mossos d’Esquadra. ¿Es usted Barack Alabi?

―Sí, soy yo ―respondió algo confuso.

Aitor Ruiz echó un vistazo a su alrededor. Encima de la mesa había restos de cocaína y un poco de marihuana, junto a un vaso de tubo repleto de lo que se presuponía que era alcohol; además, vio una botella rota de whisky tirada en el suelo. Ahora ya sabía qué se había roto.

―Tenemos que hablar con usted ―dijo.

―Ahora no puedo hablar ―repuso con la voz entrecortada.

Aitor Ruiz arrugó el entrecejo.

―¿Dice que no puede? Suelte el cinturón ahora mismo.

Barack Alabi meneaba la cabeza mientras trataba de mantener el equilibrio.

―Ustedes no lo entienden. ¡Es una puta!

Todos los allí presentes se miraron entre ellos, sin saber a qué se estaba refiriendo. Entonces, oyeron un grito ahogado, que provenía de una de las habitaciones que estaba al otro lado de la vivienda.

―¿Quién hay con usted? ―preguntó Aitor Ruiz con apremio.

Barack Alabi se tambaleó hacia un lado y hacia el otro y, finalmente, cayó al suelo. Los agentes aprovecharon rápidamente el momento, lo redujeron y le quitaron el cinturón; luego lo esposaron. Aun así, desde el suelo, Barack dijo:

―Todavía no le he dado su merecido. ¡Ya verás cuando te coja!

El sargento Ruiz y el cabo Alberti corrieron hacia el otro extremo de la casa y, cuando se asomaron a la habitación, no podían dar crédito a lo que estaban viendo: había una mujer semidesnuda estirada en la cama, con las manos y los pies atados. Tenía todo el cuerpo lleno de moratones y no paraba de temblar entre sollozos. Entraron, la pusieron a salvo y llamaron a Emergencias.

―Muchas gracias ―dijo ella casi en un susurro.

Aitor Ruiz la ayudó a incorporarse y el cabo Alberti le acercó su vestido, que estaba en los pies de la cama. Después, le dieron un poco de espacio para que pudiera vestirse.

Una hora más tarde, el Grupo de Homicidios se había llevado detenido a Barack Alabi y había tomado declaración a la mujer que tenía retenida en su casa. Se llamaba Dunia y era su exnovia. Según sus palabras, Barack era un “celoso compulsivo al que tenía un miedo atroz”. Ella dijo que hacía unos meses que habían dejado la relación, pero que él no lo aceptaba. Que llevaba tiempo siguiéndola y que, hacía tres días, apareció por sorpresa por la puerta de un bar musical y se la llevó a la fuerza. También dijo que esperaba que se pudriera en la cárcel, y les pidió que hicieran todo lo posible para no volver a verlo nunca más.

Cuando el sargento Ruiz le explicó que eran de Homicidios y que no habían venido por ella, se quedó anonadada. Aunque sabía que los negocios de Barack “no eran del todo legales”.

Después, los técnicos sanitarios la transportaron en una camilla y la metieron en la ambulancia. Aina Fernández decidió subir al vehículo y la acompañó hasta el hospital, para que no estuviera sola.

Menudo elemento, pensó Aitor Ruiz mientras veía cómo se alejaba la ambulancia.

El asunto se había complicado de mala manera. A los posibles cargos de cómplice de asesinato por la muerte de John Everton, ahora tendrían que añadir los delitos de secuestro, tortura e intento de asesinato.

Para colmo, el estado de Barack Alabi no era el más adecuado para tomarle declaración. Pese a que intentó que lo metieran en un calabozo vacío, el agente uniformado que lo custodió no le hizo ni caso. Su compañero, un chaval de dieciocho años, había sido detenido, junto a otras dos personas, por reventar los retrovisores de una treintena de vehículos que estaban estacionados en un aparcamiento. El joven intentó mantener una conversación con Barack Alabi, pero éste no quiso saber nada. En ese momento, su cuerpo parecía haber dado un tremendo bajón, puesto que se había estirado en el colchón y se había quedado dormido.

El sargento Aitor Ruiz y los cabos Alberti y Morales se quedaron conversando en el despacho del primero, a la espera de nuevos acontecimientos. Aitor Ruiz estaba sentado en su asiento. Alberti y Morales se encontraban frente a él, sentados uno al lado de otro.

―Encima tenemos que aguantar que el “señorito” duerma la mona ―dijo Aitor Ruiz irritado.

―Pues creo que tiene para un buen rato ―opinó Lluís Alberti.

―Si por mí fuera ―empezó a decir Irene Morales―, le mojaría la cabeza con agua fría, le daría un antiinflamatorio y lo sentaría en una sala; no perdería ni un minuto más. Si no llegáis a aparecer, quizá estaríamos hablando de otro cadáver.

Los dos la miraron, pues tenía mucha razón. Ese hombre había perdido totalmente la perspectiva, y se lo podía considerar un peligro andante.

―Volveremos a hablar con él en un par de horas ―dijo el sargento―. Mientras tanto, revisaremos el material que hemos encontrado en su casa. Con suerte, hallemos algo que lo relacione con Óliver Segarra.

El cabo Alberti miró la hora en su reloj: era casi la una del mediodía.

―¿Podemos comer antes? ―preguntó.

Aitor Ruiz se aclaró la garganta.

―Por supuesto. Reunid a todos y nos vemos abajo en diez minutos.

Irene Morales y Lluís Alberti asintieron con la cabeza, se dieron la vuelta y salieron del despacho.

A las dos del mediodía, Xavi García se reunió con Marek Sokolof en un reservado de El Mosquetero, un restaurante situado cerca del Puerto Olímpico, una de las zonas de mayor interés turístico en Barcelona. El establecimiento, especializado en pescados y mariscos, tenía una terraza con vistas al mar y estaba decorado con elegancia y un toque informal digno de agradecer, dando a entender que todo el mundo estaba invitado y que no hacía distinciones.

Cuando terminaron los postres, empezaron a hablar de cosas importantes.

―Mi hermano todavía cree que hay un traidor entre nosotros ―dijo Marek Sokolof.

Xavi García lo miró con atención, intentando pensar muy bien su respuesta.

―Puede que haya sido un loco que quería conseguir su minuto de gloria. Quizá trabaje para la competencia y quiera debilitarnos.

―Loco o no, voy a seguir investigándolo hasta que averigüe quién es. Todo esto no me cuadra. La detención de Jósef se produjo en unas condiciones muy extrañas. La policía sabía perfectamente que el coche iba cargado de droga. ¿Cómo podía saberlo? Solo hay una manera: alguien dio el chivatazo. Estoy seguro de que fue la misma persona que habló con Óliver Segarra.

El ritmo cardíaco de Xavi se aceleró, aunque por fuera no diera esa impresión.

―Marek… no te precipites. No tenemos pruebas.

―Pero las tendremos ―repuso―. Y tú me ayudarás a conseguirlas.

La preocupación de Xavi aumentó de forma considerable. Asintió con aire reflexivo.

―Bien ―dijo Marek Sokolof―. Ahora hablemos de “nuestros amigos franceses”.

―Tú dirás.

―Tengo un cliente que no quiere pagar.

―¿Y qué puedo hacer yo para que cambie de opinión?

―Quiero que le hagas entender qué es lo que más le conviene. En otras circunstancias, enviaría a mi hermano. Pero ya sabes que eso es imposible. El hecho de que él esté en la cárcel no debe repercutir negativamente en el negocio. No me lo puedo permitir.

―¿Y cuándo tendría que hablar con él?

―Lleva un par de meses dándome largas. Y no voy a aguantar más: quiero mi dinero esta misma semana.

Xavi seguía preocupado. Nunca había hecho de matón. Las otras veces, siempre le habían pagado sin oponer resistencia. Llegaba al punto acordado, recogía su bolsa o maletín y se largaba por donde había venido, sin más complicaciones.

―Tranquilo ―dijo Marek―, no irás solo.

Eso no lo tranquilizaba.

―¿Quién me acompañará?

Marek Sokolof se rió, sin venir a cuento.

―Es un conductor de primera. Seguro que os lleváis bien.

―¿Lo conozco?

Extrañamente, Marek continuó sin dar más detalles sobre su identidad.

―Esta noche pasará a recogerte a las diez y media. Procura estar preparado. Odia la impuntualidad.

Eran las tres menos cuarto, cuando el sargento Ruiz recibió una llamada proveniente de la comisaría. Aitor Ruiz y su equipo hacía un rato que habían vuelto al trabajo y, en esos momentos, se encontraban en la sala común, buscando pruebas contra Barack Alabi.

―Soy el agente Vázquez ―dijo la voz al otro lado de la línea.

―¿Podemos hablar con Alabi? ―preguntó Aitor Ruiz, esperanzado.

―No exactamente ―respondió.

La esperanza se esfumó de golpe.

―¿Qué ha pasado?

―Su estado ha empeorado.

―¿Cómo?

―Ha empezado a vomitar y, poco después, se ha desmayado.

―¡Mierda!

―Hemos tenido que llamar a Emergencias. Se lo han llevado hace cinco minutos. Los sanitarios nos han dicho que seguramente tengan que hacerle un lavado de estómago.

―¿Por qué me avisas ahora?

―Lo he llamado dos veces, sargento, pero me ha salido el contestador.

Aitor Ruiz apartó el teléfono de su oído y comprobó que fuera cierto. En efecto, decía la verdad.

―Vale ―dijo al cabo de unos segundos―. ¿A dónde lo llevan?

―A Sant Joan Despí.

―Vale ―repitió, intentando mantener la calma―. Supongo que irá acompañado.

―Sí. Un agente iba con él dentro de la ambulancia, y una patrulla los seguía justo detrás. ―Hizo una pausa y añadió―: Lo tendrá difícil si intenta escapar.

Aitor Ruiz dio un suspiro.

―No cantemos victoria antes de tiempo.

―¿Sargento?

―Que no lo pierdan de vista en ningún momento ―contestó―. No sabemos si es una estratagema para darse a la fuga.

El agente mostró su conformidad y colgó.

Aitor Ruiz se levantó de la silla y se volvió hacia la cabo Morales.

―Irene, nos vamos al hospital.

Ella lo miró sorprendida.

―¿Malas noticias?

―Lo sabré cuando lleguemos.

El hospital, en funcionamiento a principios del año 2010, estaba situado a menos de cuatro kilómetros de la comisaría, de manera que el camino se hizo relativamente rápido y llegaron allí en unos veinte minutos. Estacionaron en el aparcamiento público de pago y entraron en el hospital, donde vieron a los tres agentes uniformados que custodiaban a Barack Alabi.

Entonces, se acercaron con paso decidido.

―¿Habéis hablado con alguien? ―preguntó Aitor Ruiz.

―De momento no ―contestó uno de ellos―. Nos han dicho que nos informarían en cuanto pudieran.

―¿Cómo lo habéis visto?

―La verdad es que estaba bastante mal ―dijo otro―. No creo que estuviera fingiendo.

El sargento Ruiz e Irene Morales intercambiaron una mirada.

―Gracias, chicos ―dijo él―. Podéis iros; ya nos encargamos nosotros.

Unos veinte minutos después, mientras aguardaban en la sala de espera, un hombre de mediana edad y regordete, vestido con un traje azul oscuro, entró y caminó directo hacia ellos, como si supiera exactamente con quién debía hablar.

―Soy el abogado de Barack Alabi.

Ellos se identificaron.

―Qué rápido ha venido ―le dijo Aitor Ruiz, mostrándose desconfiado.

Él sonrió.

―Quiero comprobar si la detención de mi cliente se ha realizado con todas las garantías.

―Pues claro que sí ―respondió Aitor Ruiz.

―Su detención se produjo a las diez de la mañana, y no ha sido trasladado a un hospital hasta bien entradas las tres del mediodía. ¿Estoy en lo cierto, sargento?

―Sí, pero…

―O sea que, durante unas cinco horas, a mi cliente se le ha denegado su derecho a tener asistencia médica. Me parece excesivo, sargento.

―¡No ha pasado de esa manera!

―¿Puede decirme por qué han tardado tanto en traerlo hasta aquí?

―No ha habido ninguna irregularidad ―contestó, entre el asombro y la vergüenza―. Como a todos los detenidos, se le informó de que tenía derecho a visitarse con un médico, si lo deseaba, pero se negó en redondo.

―Quizá mi cliente no estaba en sus cabales para decidir por él mismo, ¿no lo ha pensado?

―¿Eso va a decir en el juicio? ―replicó el sargento Ruiz, visiblemente molesto. Acto seguido, se acercó a él y le dijo en voz baja al oído―: Su cliente secuestró, golpeó y torturó a una mujer durante tres días. Así que no me venga con tecnicismos.

Irene Morales le puso la mano en el hombro a Aitor Ruiz, para que la cosa no pasara a mayores.

―Bueno, veamos qué tienen que decir los doctores ―dijo finalmente el abogado y, luego, se apartó y los dejó a solas.

Una hora después, apareció una doctora en la sala de espera y se dirigió hacia donde ellos estaban.

―Buenas tardes ―saludó.

Los dos mostraron sus identificaciones. El abogado se mantuvo al margen, pero con el oído en “modo escucha”.

―Sargento Ruiz y ella es la cabo Morales. ¿Cómo está?

―Se encuentra un poco mejor, pero ahora no pueden pasar a verlo ―dijo la doctora―. Estamos haciéndole varias pruebas. Debido a su estado, creemos conveniente que esté en observación y pase la noche hospitalizado.

―¿Quiere decir qué es necesario?

Ella asintió con gesto airado.

―Lo que no entiendo es por qué no han traído antes a este hombre. Le hemos hecho la prueba de alcoholemia y mostraba una tasa de más de 2 gramos por litro de sangre. También hemos encontrado cocaína en su organismo, pero en mucha menor medida.

―Lo hemos traído cuando hemos podido ―repuso.

Ella hizo una mueca.

―Ya… Una pregunta, sargento, ¿sería posible dejarle las manos libres? Solo será un momento.

A Aitor Ruiz le cambió la expresión de su rostro.

―Haga lo que tenga que hacer, doctora ―dijo―. Pero está detenido y no vamos a quitarle las esposas.

Ella asintió pensativa, luego, se despidió y se alejó rápidamente.

El abogado caminó unos pocos pasos, se colocó al lado del sargento Ruiz y dijo:

―Yo también me voy, señores. Espero que las pruebas salgan bien y no tenga que denunciar a su comisaría. Será bueno para todos.

Aitor Ruiz estuvo a punto de perder los papeles, pero el abogado fue hábil y se fue de allí enseguida, dejándolo con la palabra en la boca.


Esa tarde noche, Xavi García estuvo hablando largo y tendido con Raquel, su pareja y madre de su hija, sobre el viaje en coche a Francia. Ella no estaba de acuerdo con que pasara otra noche fuera. Era la novena o la décima vez que las dejaba solas, ya había perdido la cuenta.

Xavi intentó persuadirla, diciéndole que saldrían de allí temprano, en cuanto terminasen de comer, pero ella se sentía ninguneada y desprotegida.

Durante los últimos meses, Xavi había pasado más tiempo fuera que dentro de casa. Era como si no tuviese tiempo para ellas; al menos, Raquel tenía esa amarga sensación. Necesitaba a un padre entregado, no a alguien que estuviese más preocupado de sus negocios que de su propia familia.

Además, aquello de que iban a estar más tranquilos, a raíz de la detención de Jósef, había quedado en agua de borrajas. Si quería ir a comprar al supermercado y él no estaba ―como pasaba la mayoría de las veces―, debía de ir acompañada de un guardaespaldas; si quería dar un paseo por el parque con su hijita, el dichoso guardaespaldas tenía que permanecer detrás de ella; si quería quedar con alguna amiga fuera de casa, como, por ejemplo, en una cafetería o en un centro comercial, pasaba tres cuartas partes de lo mismo.

Francamente, Raquel sentía que estaba perdiendo intimidad. De modo que eso también fue un motivo de disputa.

Xavi respiró mientras contaba hasta diez. No quería elevar el tono de voz, ya que la pequeña Nora estaba durmiendo. Lo único que pudo hacer fue mostrarse empático y comprensivo.

Ella, aún enfadada, terminó cediendo al cabo de un rato, pero se lo advirtió:

―Móntatelo como quieras, pero, la próxima vez, el viaje lo hará otro. Tienes una hija que te necesita; yo te necesito. Y no puedes irte a Francia cada vez que el loco de tu jefe te lo pida. Ese trabajo no es para ti.

Xavi estaba algo dudoso.

―Tienes toda la razón ―dijo―. En realidad, yo no tendría que hacerlo. Pero, de momento, no hay otra persona disponible; y no la hay porque Marek no se fía de nadie.

―Solo de ti…

―Eso parece. Pero ya es hora de que se espabile sin mí. ―Xavi encendió el móvil y vio que eran las diez y veinte―. El conductor estará a punto de llegar, si no lo ha hecho ya. ―Tomó aire―. He de irme, pero te prometo que no volveré a marcharme.

Raquel acercó sus labios a los de él y se dieron un beso. Acto seguido, Xavi cogió la bolsa de cuero que estaba colgada sobre el respaldo de una de las sillas y se la echó al hombro. Antes de salir por la puerta, observó a su hija detenidamente y la besó en la frente.

Cuando llegó abajo, vio un vehículo estacionado delante de su casa, que le sonaba una barbaridad. Era un Opel Vectra de color verde, tuneado de arriba abajo. Sin lugar a duda, sería muy difícil pasar desapercibido.

Suspiró para sus adentros.

Sin embargo, la cosa no había acabado. Cuando se percató de quien lo conducía, lo único que salió por su boca fue un débil susurro:

―¿Tú?

La cúspide del aire

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