Читать книгу La cúspide del aire - Sergio Milán-Jerez - Страница 9

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Capítulo 3

El lunes por la tarde, después de finalizar su jornada de prácticas en la comisaría de los Mossos d’Esquadra de Gavá, Mar García cogió la bolsa de deporte y se metió en su coche, rumbo a El Prat. La mañana había sido bastante movida y su compañero, el agente Recasens, con nueve años de servicio a sus espaldas, tuvo que esmerarse a fondo, para hacer entrar en razón a un tipo que había entrado a robar en una gasolinera, mientras llegaban los refuerzos. El ladrón era un viejo conocido de la policía autonómica y, para más inri, era la tercera vez que robaba en el mismo establecimiento; además, siempre actuaba con la misma indumentaria: ropa de chándal, capucha y cuchillo de cocina. Cuando registraron su vehículo, que estaba a pocos metros del lugar de los hechos, encontraron cerca de seiscientos euros, una caja de chicles y preservativos. Inmediatamente, pasó a disposición judicial y el Juzgado de Primera Instancia e Instrucción número 1 de Gavá decretó su ingreso en prisión.

Mar se sintió entusiasmada durante todo el camino, sabiendo que había colaborado en la detención de aquel delincuente. En cuanto estacionó en el aparcamiento Cal Gana, apagó el motor y sacó un papel doblado de uno de los bolsillos de la bolsa. Se trataba de la portada de un periódico de tirada nacional y decía lo siguiente:

ÓLIVER SEGARRA, PRINCIPAL SOSPECHOSO DEL ASESINATO DE JOHN EVERTON

Los Mossos d’Esquadra detienen al exitoso empresario en la sede de Everton Quality, en un momento clave para el futuro de la compañía

Mar se quedó mirando el papel: la fotografía en color de Óliver Segarra ocupaba el resto de la página; luego le dio la vuelta y continuó leyendo. Se interesó por las preguntas que el periodista se hacía en el último párrafo:

¿ Qué motivo llevaría al exitoso empresario a, supuestamente, matar a su antiguo socio? ¿Es casualidad que también haya muerto el resto de la cúpula o nos encontramos ante una conspiración?

¿Casualidad? ―pensó―. Nada más lejos de la realidad.

Volvió a doblar el papel y lo dejó donde estaba; después recogió las cosas y salió del vehículo. Como siempre, uno de los chicos que trabajaba para su hermano, la vigilaba. Mar contó hasta diez. Estaba cansada del mismo numerito, día tras día, pero tampoco tenía ganas de discutir con nadie. Al fin y al cabo, se limitaban a observarla y no decían una sola palabra, aunque, claro, le resultaba extraño. A su modo de ver las cosas, su hermano Xavi no se daba por vencido en su afán por protegerla, quizá se pensaba que claudicaría. Pero de ninguna de las maneras, Mar había tomado una decisión y no pensaba echarse atrás.

Salió del aparcamiento y cruzó la calle.

Su amiga Rebeca Méndez la esperaba en el parque de La Solidaritat. Rebeca y ella se conocieron en Everton Quality; de hecho, todavía trabajaba allí. Mar quería saber de primera mano cómo estaban los ánimos en la que “había estado su antigua casa”. Además, sabía que con Rebeca podía desahogarse y hablar con absoluta confianza. Era de las pocas personas que, aunque llevasen mucho tiempo sin verse, siempre estaba ahí para ayudarla.

Ismael Muñoz se sentía frustrado.

Un poco antes de las cinco de la tarde, tuvo que abandonar su puesto de trabajo en la inmobiliaria Gloria House, bajo la penetrante mirada de odio de su jefa, y coger el transporte público, para dirigirse a San Feliú de Llobregat; casualmente, su vehículo no arrancaba.

Gritó para sus adentros.

Odiaba tener que compartir espacio reducido junto a otras personas. El mero hecho de montarse en un autobús, para cruzar Barcelona, ya le ponía nervioso. Hubo un momento en que estuvo a punto de bajarse a mitad de camino. Después pensó que quizá no sería una buena idea y aguardó en su sitio, sentado con las piernas juntas, impregnado de sudor, agobiado por los chillidos de la mujer que tenía a su lado. Si hubiera estado un par de paradas más con esa gritona… le hubiese cogido el móvil y lo hubiera destrozado, estampándolo contra el suelo.

Pero no conseguiría nada peleándose con una desconocida. Tenía cosas más importantes de las que preocuparse.

El sargento Ruiz le había citado en la comisaría a las seis de la tarde.

“¿Qué quiere de mí esta vez? ―pensó―. ¡Joder!”

En cuanto entró en la comisaría, sintió una desagradable sensación.

Uno de los dos policías uniformados que en ese momento estaba en el mostrador, lo acompañó hasta el interior de las dependencias policiales. Le dijo algo, pero él no entendió absolutamente nada. Parecía que estaba flotando. Y de repente, sin darse cuenta, se encontraba sentado en una sala relativamente pequeña, ante una mesa cuadrada y una silla vacía, esperando a ser ocupada.

Dos minutos más tarde, el sargento Aitor Ruiz entró por la puerta con una carpeta bajo el brazo. Tenía una expresión sosegada, pero, a la vez, denotaba una gran concentración.

Tomó asiento y le dijo:

―Volvemos a encontrarnos, señor Muñoz.

Él se puso serio.

―Pensaba que no tendría que volver a pasar por esto ―manifestó con exasperación.

―Como le dije la otra vez, cabía la posibilidad de que volviese a ser citado para hablar con nosotros, y así ha sido.

Él asintió con la cabeza sin decir una sola palabra.

Aitor Ruiz lo analizó con la mirada.

―Muy bien, voy a tomarle declaración ―dijo al fin.

Ismael Muñoz sintió una punzada en la boca del estómago.

―De acuerdo.

El sargento Ruiz fue directo al grano.

―¿Conoce a Jósef Sokolof?

―No. Conozco a mucha gente, pero nunca había oído hablar de ese nombre.

Empiezas mal”, pensó Aitor Ruiz.

―¿No? Entonces, ¿puede explicarme qué hacía con él en Colliure, un pueblo del sureste de Francia?

Ismael Muñoz estuvo a punto de atragantarse.

―¿Cómo dice?

El sargento abrió la carpeta, sacó un puñado de fotografías y las fue extendiendo sobre la mesa, de manera que Ismael Muñoz pudiera verlas con claridad.

―Como ve, no hay ninguna duda.

Ismael Muñoz se pasó la mano por la frente, dando síntomas de nerviosismo.

―Ya lo veo. Pero…

―¿Qué tiene que decirme ahora?

―No… no puedo ayudarle.

―Mire, Ismael, sabemos que Jósef Sokolof es un importante narcotraficante, que actualmente está cumpliendo una larga condena en prisión. Sus principales operaciones están relacionadas con el tráfico de hachís, la extorsión y el secuestro.

Ismael Muñoz volvió a mirar las fotografías, luego dejó escapar un largo suspiro.

―Hemos hablado con su jefa ―le hizo saber el sargento―, y nos ha confirmado que no dispone de ningún inmueble en Francia, por lo que deducimos que su encuentro no fue casual ni tampoco para cerrar un acuerdo comercial.

Ismael Muñoz se mostró dubitativo.

―Quizá nos equivoquemos ―prosiguió―, pero sospechamos que usted alquiló un edificio a Jósef Sokolof, concretamente el edificio donde encontraron muerto a John Everton. ¿Se acuerda? Eso le convertiría en cómplice de asesinato.

―Vamos a ver…

―Explíqueme qué relación guarda con él.

Ismael Muñoz se levantó.

―Si se enteran de que estoy hablando con la policía… si se enteran de que estoy aquí… me matarán.

Aitor Ruiz se sorprendió al escuchar esas palabras.

―Haga el favor de sentarse.

Ismael Muñoz respiró hondo y volvió a su asiento.

―¿De quién habla? ―preguntó el sargento Ruiz.

Ismael Muñoz no sabía qué decir.

―¿Alquiló ese edificio a Jósef Sokolof?

Ismael Muñoz meneó la cabeza en señal de negación.

―No. A él lo conocí poco después.

―Entonces, ¿a quién se lo alquiló?

―A veces me gano un sobresueldo, dejando que otros ocupen los inmuebles que tenemos libres, durante un corto período de tiempo. Pensaba que era un buen negocio… Yo no sabía que iban a matar a nadie.

―¿A quién se lo alquiló? ―repitió.

―No lo sé.

Aitor Ruiz soltó un bufido irónico.

―¿No lo sabe?

―Siempre actúo a través de un intermediario. No quiero saber nada de nombres.

―O sea que, lo que pase en esos inmuebles, no es de su incumbencia.

―Así es. Yo proporciono un servicio. Lo único que me interesa es cobrar mi parte del dinero.

―Ya… ―Aitor Ruiz comprendió lo miserable que podía llegar a ser una persona. El tipo que tenía enfrente había demostrado que su escala de valores estaba por los suelos―. Dígame el nombre de ese intermediario.

―¿Quiere que me maten?

―Quiero saber la verdad. Por lo que a mí respecta, lo único cierto es que una persona murió a balazos en un edificio que fue alquilado por usted, a escondidas de su jefa.

―Le repito que yo no sabía…

―Pase lo que pase ―le cortó―, será acusado de cómplice de asesinato.

Ismael Muñoz estaba muy tenso.

―Está bien, está bien. ―Tragó saliva―. Se llama Barack Alabi. Vive en Sants, cerca de la estación de autobuses.

Aitor Ruiz cogió el bolígrafo y apuntó ese nombre en la libreta, después lo miró fijamente.

―Y ahora volvamos a Jósef Sokolof. ¿Cómo se conocieron?

Ismael Muñoz le aguantó la mirada, bajo una extraña sensación pesarosa, como si hubiese sabido desde siempre el destino que le aguardaba.

Irene Morales y Cristian Cardona se habían desplazado hasta unos apartamentos de alquiler de Gavá, situados en primera línea de playa. Estaban sentados en un sofá mientras escuchaban atentamente a la mujer de unos cuarenta y cinco años y pelo corto que se sentaba frente a ellos.

―Será difícil que mi madre pueda hablar con ustedes. Su situación es… complicada.

Los dos investigadores mostraron sorpresa.

―¿Por qué? ―preguntó la cabo Morales.

―Mi madre tiene ELA: Esclerosis Lateral Amiotrófica.

―Vaya, lo siento ―dijo Irene, visiblemente afligida.

―Hace tres años que vive conmigo ―continuó hablando la mujer―. Yo me encargo de cuidarla, y un fisioterapeuta viene dos veces por semana.

―¿Cuándo fue diagnosticada de… de ELA? ―preguntó Irene con prudencia.

La mujer respiró hondo y suspiró resignada.

―Hace tres años y medio, a mediados de diciembre de 2008. Hoy por hoy, mi madre se encuentra en una fase de desarrollo de la enfermedad. No tiene movilidad en las piernas, el habla empieza a verse afectada y hemos tenido algún caso aislado de atragantamiento.

Irene Morales asintió.

―Sabemos que su madre fue una de las modistas más importantes de la década de los ochenta en Cataluña. ¿Cómo vivió la desgracia de tener que cerrar el taller?

―Imagínese… la alta costura era su vida. Recuerdo sus lágrimas, sus noches en vela… Fue muy duro para ella tener que desprenderse de una parte tan importante de su vida. ―La mujer hizo una pausa corta―. Pero bueno, así fueron las cosas.

Irene asintió de nuevo.

―El edificio era de su propiedad, ¿verdad?

―Sí ―respondió la mujer.

―¿Recuerda a quién se lo vendió?

―Han pasado muchos años, pero el nombre debería de aparecer en el contrato de compraventa.

―¿Lo tienen aquí?

La mujer se mostró pensativa.

―Tendría que preguntárselo a ella.

―¿Está…?

―Sí, está viendo la tele en la sala de estar. ¿Quieren pasar a verla?

Irene Morales era un poco reacia.

―¿De verdad podemos? No queremos molestarla.

La mujer asintió y les pidió que la siguieran.

Cuando entraron en la habitación, Irene y Cristian vieron a una mujer de alrededor de sesenta y cinco años, sentada en una silla de ruedas basculante. En efecto, la televisión estaba encendida.

La mujer se acercó hasta su madre, se puso frente a ella para que pudiera verle la cara y se agachó.

―Mamá, unos policías han venido a verte.

―Ah, ¿sí? ―dijo Ángela Darriba.

La mujer les hizo un gesto para que se acercasen y apareciesen en su campo de visión.

―Hola ―saludó Ángela Darriba, al verlos.

―Hola ―dijeron Irene y Cristian al unísono.

A punto de caer la tarde, aunque el cielo seguía estando azul, Mar García y su amiga Rebeca Méndez charlaban mientras paseaban por el embarcadero del parque de La Solidaritat. De pronto, Mar se detuvo y fijó la mirada en el agua; luego, la miró.

―¿Y el Departamento de Informática? ―preguntó.

Rebeca Méndez sonrió, pero no dijo nada.

―¿Qué ocurre? ―dijo Mar.

―¿No te lo conté?

Mar negó con la cabeza.

―Una de las primeras medidas que tomó Óliver Segarra fue deshacerse de los tres “intocables” y eliminar el departamento. Ahora se encarga de todo una empresa externa.

Mar no podía creerse lo que estaba escuchando, ya que, cuando ella trabajaba en Everton Quality, hacían lo que les daba la gana, sin rendir cuentas a nadie.

―Eso sí que no me lo esperaba.

Se produjo un silencio que duró más de lo necesario; entonces Rebeca Méndez lo rompió:

―¿Y tú cómo estás? Porque no creo que hayamos quedado para hablar exclusivamente de Everton Quality.

―Encontrándome a mí misma ―contestó con una sincera sonrisa.

Rebeca Méndez no sabía muy bien cómo tomarse esa respuesta.

―El trabajo me va bien para no pensar ―prosiguió―. Pero, cuando llego a casa y me quedo sola, los recuerdos florecen, como si volviera a vivir todo lo que pasó por primera vez.

―Necesitas tiempo para sanar las heridas.

A Mar le vino a la mente la última conversación que tuvo con su hermano Xavi.

―No sé si eso es lo único que necesito ―repuso.

Dieron media vuelta y anduvieron lentamente de regreso a casa.

Eran las ocho de la tarde y el Grupo de Homicidios se encontraba en la sala común de la comisaría de San Feliú.

Antes de entrar en materia y hablar sobre la declaración de Ismael Muñoz, la cabo Irene Morales les informó de lo que les había contado Ángela Darriba: el edificio había sido comprado por la constructora Lenyr, y lo mejor de todo era que tenían en su poder la fotocopia del contrato de compraventa. Aquella revelación confirmaba, no solo la participación de Ángel De Marco para hacerse con esos edificios, sino un patrón establecido, al menos en dos de ellos.

Después de que Irene terminase de hablar, el sargento Ruiz explicó cómo le había ido y contó cuáles eran sus impresiones, entre ellas que sería absolutamente necesario localizar a Barack Alabi, antes de que fuera demasiado tarde.

―¿Qué sabemos de él? ―preguntó.

―Barack Alabi es el cabecilla de una banda criminal que opera en el distrito de Sants-Montjuic ―respondió el agente Eudald Gutiérrez―. Alabi es el mayor de seis hermanos: todos están metidos en el negocio; se dedican al robo de vehículos de alta gama y a su posterior venta en el mercado negro. Tienen fama de ser unos tipos muy duros.

Aitor Ruiz arqueó las cejas.

―¿Antecedentes?

―Aunque parezca mentira ―prosiguió Eudald―, todos menos él; y la lista es larga: agresión, atentado contra la autoridad, robo a mano armada, estafa, simulación de delito… El hermano pequeño es boxeador: un mastodonte de casi dos metros de altura llamado Samir, conocido por su mal genio.

―¿Se reúnen en algún sitio? ―intervino la cabo Morales.

Eudald asintió.

―Tienen un taller mecánico, desde donde blanquean el dinero de los robos.

―¿Por qué no les han cerrado el negocio? ―preguntó el cabo Alberti.

―Porque han tenido mucha suerte ―contestó―. Las pruebas no han sido concluyentes, y, además, su abogado cobra cuatro cifras la hora.

Hubo un silencio.

―Bueno, en principio solo iremos a por Barack Alabi ―dijo el sargento Ruiz―. Sus hermanos no nos interesan.

La última media hora, el Grupo de Homicidios la dedicó para perfilar todos los pormenores del operativo. Gracias a Ismael Muñoz, sabían que Barack Alabi vivía en una calle muy cercana a la estación de autobuses de Sants, y era evidente que en algún momento saldría a la calle para reunirse con sus hermanos. Eso quería decir que también deberían tener vigilado el taller mecánico. Según Ismael Muñoz, Barack Alabi era un tipo de costumbres y no había ni un solo día que no se hubiera pasado por el local; le gustaba tener controlados a sus hermanos, sobre todo al más pequeño, que estaba continuamente metido en peleas.

El sargento Ruiz consideraba prioritaria la detención de Alabi, y no dudó en repetirlo varias veces durante el transcurso de la reunión. Cuando se quedó solo, estando en su despacho, llamó a la subinspectora Pacheco y le informó debidamente de sus avances. Estaba claro que necesitarían contar con más efectivos. Antes de colgar, ella le dijo que haría las gestiones pertinentes, para que pudiesen recibir el apoyo de sus compañeros del Área Básica Policial de Sants-Montjuic.

Aitor Ruiz permaneció pensativo un instante. Luego consultó su reloj. Eran las nueve y cuarto. Suspiró, y entonces se acordó de que había quedado con Mónica; se le había ido el santo al cielo. Seguramente estuviera en el restaurante, esperando su llegada.

Pensó en llamarla, pero, antes de que le diera tiempo, empezó a sonar su móvil.

―Hola, Mónica ―contestó rápidamente.

―Hemos quedado para cenar, ¿te acuerdas? ―dijo ella.

Aitor Ruiz recogió sus cosas de la mesa.

―Llegaré en unos minutos.

―¿Todavía sigues ahí?

Aitor Ruiz soltó una risita.

―Lo siento. Acabo de salir de una reunión.

Ella se rió.

―Pues date prisa o empezaré sin ti.

Aitor Ruiz le prometió que llegaría enseguida y colgó; luego apagó la luz del despacho, cerró la puerta y se marchó rápidamente de allí. Necesitaba relajarse.

La cúspide del aire

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