Читать книгу La cúspide del aire - Sergio Milán-Jerez - Страница 12

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Capítulo 6

El sábado por la mañana, el Grupo de Homicidios ―excepto el sargento Ruiz, que cuidaba de su hija― aguardó fuera de una casa de apuestas de Gracia. El día anterior, Eudald Gutiérrez recibió un soplo, informándole de que Cedrik Weinman, de veintiocho años, la persona que había alquilado el todoterreno, un Volvo CX60, se pasaría por allí, como venía haciendo cada semana desde hacía un par de años.

Según el confidente, Weinman nunca faltaba a la cita. Entraba, saludaba en español con su marcado acento alemán, se metía en el despacho del dueño del establecimiento y salía por la parte de atrás con una bolsa cargada de dinero. No había que ser muy listo para darse cuenta de que, una de dos, el dueño y Cedrik Weinman hacían tratos de dudosa legalidad, o directamente estaba siendo extorsionado por él.

Por suerte para los investigadores, las dos salidas estaban cubiertas. En el interior, una treintena de personas, en su mayoría hombres, jugaba a la ruleta y al póker, así como otras probaban suerte en las apuestas deportivas. Los agentes Eudald Gutiérrez y Joan Sabater entraron y se mezclaron con la multitud, para disimular; se sentaron delante de unas máquinas tragaperras y se mantuvieron expectantes.

La cabo Morales se encontraba en el portal que estaba justo al lado de la puerta principal, con el teléfono móvil en la mano, por si acaso tenía que pedir refuerzos. Cristian Cardona estaba de pie, frente a la puerta, haciendo como si estuviera hablando por teléfono.

En la parte posterior, Lluís Alberti miraba con atención los movimientos que se iban produciendo en el otro acceso. Sin embargo, en el rato que llevaba, solo había visto un par de veces a un chico salir y tirar la basura en el contenedor. Aina Fernández observaba al cabo desde la distancia. Alguna que otra vez intercambiaron una mirada. A ella le parecía que el cabo Alberti hubiera preferido estar en otro sitio: su cara era todo un poema; y eso que todavía no llevaban ni una hora.

Durante los siguientes cuarenta minutos todo permaneció igual. Pasaron otros veinticinco minutos y el reloj marcó las once y media en punto.

Entonces, cuando todo parecía entrar en una inoportuna fase de anquilosamiento, un hombre con gorra y gafas de sol entró por la puerta principal.

Irene Morales llamó al cabo Alberti, advirtiéndole de que el posible objetivo acababa de entrar; éste, a su vez, se volvió hacia Aina Fernández y le hizo un gesto con la cabeza; ella entendió su significado y tomó posiciones, quedándose a una distancia prudencial de la puerta trasera.

Dentro de la casa de apuestas, Eudald Gutiérrez y Joan Sabater se pusieron de pie.El hombre pasó por su lado y saludó al camarero. Indudablemente era Cedrik Weinman.

Ambos escrutaron sus pasos para ver qué haría a continuación. Y en realidad, fue todo muy previsible: caminó hacia el final de la sala, dobló la esquina y desapareció de su campo de visión.

Los agentes Gutiérrez y Sabater caminaron hacia donde se encontraba Weinman, y se escondieron en el baño de caballeros, que, casualmente, estaba al principio del pasillo. Desde su posición, observaron que el tipo abría una puerta que había a mitad del pasillo y cerraba con rapidez.

Joan Sabater llamó a la cabo Morales.

―Weinman acaba de entrar en una sala. ¿Qué hacemos?

―Dadle tiempo. Si sale por detrás, lo detendremos.

―Vale.

Tras unos minutos, Cedrik Weinman salió al pasillo con una bolsa de deporte en la mano y caminó a paso ligero hacia el otro lado sin mirar atrás. Allí había una puerta que daba al exterior.

En cuanto salió, anduvo hacia el lado izquierdo de la calle. Entonces escuchó una voz que dijo en voz alta:

―¿Cedrik Weinman?

Él hizo caso omiso y aceleró la marcha.

―¿Cedrik Weinman? ―repitió el cabo Alberti, esta vez con un tono de voz más grave―. ¡Mossos d’Esquadra! ¡Deténgase!

Él se volvió un momento para mirarlo.

Aina Fernández, que estaba en el otro lado, caminó a paso rápido, con el arma reglamentaria en la mano, y se interpuso en su camino. Weinman intentó forcejear con ella, pero Aina se lo impidió. Lo tiró al suelo y le inmovilizó un brazo. Luego, Lluís Alberti corrió para ayudarla y, juntos, le quitaron la bolsa y lo esposaron. Sin perder tiempo, lo levantaron, lo llevaron hasta el coche y le metieron en el asiento posterior. Poco después, el Grupo de Homicidios se reunió alrededor del coche.

Lluís Alberti abrió la bolsa y, en efecto, vio que había dinero, mucho dinero.

―Por lo menos hay diez mil euros ―dijo, mirando al agente Gutiérrez.

Él esbozó una ligera sonrisa.

―Puede que a veces mi fuente se equivoque, pero esta vez ha dado en el clavo.

La cabo Morales miró al detenido y luego dijo:

―Tenemos que tomar declaración al dueño de la casa de apuestas, y al resto de trabajadores.

Lluís Alberti hizo un gesto de aprobación.

―Bien, nosotros llevaremos al detenido a comisaría. En cuanto llegue, informaré al sargento.

Ella asintió.

Posteriormente, se separaron. El cabo Alberti y los agentes Aina Fernández y Cristian Cardona se montaron en el coche y se alejaron; el resto del grupo cruzó al otro lado de la calle y se dirigió de nuevo a la casa de apuestas.

Raquel estaba muy enfadada. Finalmente, aquello que tanto temía acabó sucediendo. Se suponía que Xavi se había convertido en el número dos dentro de la organización. ¿Por qué no podía encargarse alguien de rango más bajo? Y, además, ¿cómo podía habérsele ocurrido a Marek la brillante idea de que fuera acompañado por Ánder Bas? No comprendía el modo en que estaba tomando las decisiones.

Por poco me lo matan”, pensó mientras el doctor examinaba a Xavi, que estaba estirado sobre una camilla.

Los tres se encontraban en una habitación de la casa. El doctor hacía veinte minutos que había llegado. La pequeña Nora estaba durmiendo en la habitación contigua.

Verdaderamente, Raquel quería que Xavi dejara atrás esa mala vida y se dedicase en cuerpo y alma a la mensajería. Ése era su mayor deseo, aunque no resultaría fácil.

―No quiero meterme donde no me llaman ―dijo el doctor―, pero, si ha sufrido una agresión, tendría que denunciarlo.

Xavi miró a Raquel y luego sonrió levemente al doctor.

―Gracias por su preocupación. ―A continuación, añadió tímidamente―: Ya me las arreglaré.

Él asintió.

―Claro. ―El doctor recogió sus cosas y volvió a dirigirse a Xavi―. Recuerde lo que le he dicho: reposo absoluto. Y nada de celebraciones locas con los amigos. ―Bromeó intentando quitar hierro al asunto―. Ya sabemos todos como acaba eso.

Xavi no sabía si reír o llorar; el dolor era insoportable cada vez que respiraba.

―Lo tendré en cuenta, doctor.

Él volvió a asentir, y entonces Raquel lo acompañó hasta la puerta.

―Gracias por todo, doctor.

―Llámeme para lo que necesiten ―dijo. Abandonó la vivienda silenciosamente y se encaminó hacia el ascensor.

Raquel cerró la puerta y regresó con Xavi, que tenía mala cara.

―Ya has oído al doctor ―dijo―. Esta semana toca estar en casa. No hay nada más que hablar.

Xavi hizo una mueca. Aún no había hablado con Marek Sokolof acerca de lo ocurrido, y tampoco tenía el ánimo suficiente para enfrentarse a él, porque seguramente que se enfadaría, y mucho. Aunque, en esos momentos, pensándolo fríamente, le daba igual.

Marek solo pensaba en enriquecerse y en expandir su imperio criminal. Ni siquiera hablaba de su hermano Jósef en las reuniones, si no era para sacar a relucir la despreciable figura de la rata”. Era un hombre difícil y apático, y parecía como si no tuviera un corazón latiéndole dentro de su pecho.

―¿Puedes acercarme el móvil? ―le pidió―. Me gustaría hablar con Artur.

Raquel lo cogió ―estaba encima de un pequeño mueble de almacenaje― y se lo entregó.

―Voy a ver cómo está la pequeña ―dijo.

Xavi asintió con una sonrisa y, con cuidado, marcó el número de su amigo. Raquel se dio la vuelta y abandonó la habitación.

El cabo Lluís Alberti aguardó pacientemente en la minúscula sala donde se iba a llevar a cabo la toma de declaración del detenido, Cedrik Weinman, mientras repasaba unos apuntes de su libreta. En ese momento, el detenido entró en la sala, acompañado de dos policías uniformados, y tomó asiento. En cuanto se quedaron solos, Lluís Alberti le informó por escrito sobre los motivos de su arresto ―por una parte, era sospechoso de haber matado a dos agentes de la autoridad; por la otra, había intentado agredir a la agente Aina Fernández― y, posteriormente, se dispuso a empezar el interrogatorio.

Como el tiempo apremiaba, no se anduvo con rodeos.

―¿Dónde está el doctor Abdul Abbas? ―preguntó.

Cedrik Weinman se rascó la cabeza.

―No conozco a ese hombre.

―Sabemos que usted alquiló el todoterreno que fue usado para interceptar el vehículo policial que custodiaba al doctor Abdul Abbas. Esa noche, dos compañeros nuestros fueron asesinados a sangre fría a manos de dos hombres que portaban sendos fusiles AK-47.

Cedrik Weinman se mostró impasible.

―¿Es un delito alquilar un coche? Creo recordar que me lo robaron.

Lluís Alberti soltó una risita irónica.

―¿Se piensa que voy a creerme que fue víctima de un robo?

―Usted es libre de pensar lo que quiera.

―Tampoco le sonará la empresa “Credit Galiley”, de la que usted es administrador, ¿verdad?

―Veo que me han investigado.

Lluís Alberti asintió.

―Hemos intentado localizar su oficina, pero nos ha resultado imposible encontrarla.

―Me gusta moverme de aquí para allá. Soy una persona muy inquieta.

El cabo Alberti se lo quedó mirando fijamente.

―Por curiosidad, ¿puede explicarme cómo funciona su empresa? Tengo entendido que ha recibido varias denuncias de clientes descontentos.

―Yo no diría eso.

―Ah, ¿no? Todos ellos coinciden en lo mismo: al principio, ustedes son muy serviciales, resolviendo todas las dudas que uno pueda tener. Pero, en cuanto reciben la transferencia por sus supuestos servicios de gestoría, misteriosamente dejan de responder a los correos electrónicos.

Cedrik Weinman no vaciló.

―¿Y esto tiene relevancia por…?

―Por su credibilidad ―señaló Lluís Alberti.

―Me están acusando de haber participado en el asesinato de dos agentes de los Mossos d’Esquadra por el simple hecho de haber alquilado un todoterreno. ¿Sabe cuántos robos de coches se producen al año en Barcelona?

Lluís Alberti meneó la cabeza sin poder creer lo que estaba escuchando.

―¿Y por qué no lo denunció? Tenemos constancia de que tampoco avisó a la empresa que alquiló el coche.

Cedrik Weinman hizo una mueca.

―Tenía que haberlo hecho, pero no lo hice. Supongo que se me pasaría.

De repente, Lluís Alberti endureció el rostro.

―¿Dónde estuvo esa noche, señor Weinman?

―¿Y cómo quiere que me acuerde? Han pasado varios meses de aquello.

―Entonces, ¿no tiene una coartada para ese día?

―Yo no he dicho eso. ―Se quedó pensando unos segundos y luego dijo―: Sí, ahora me acuerdo. Estuve toda la noche jugando al póquer en Winner Pass.

―¿La casa de apuestas?

―Sí.

―¿Alguien puede corroborarlo?

―Todos los trabajadores ―contestó con tono tajante.

Lluís Alberti hizo unas anotaciones en su libreta.

―¿Y qué puede decirme de los nueve mil setecientos cincuenta euros que hemos encontrado en su bolsa? ―preguntó―. Es una cantidad importante de dinero para llevar encima.

―¿Usted nunca ha dejado dinero a un amigo?

―Sí ―contestó―. Pero no casi diez mil euros.

―Yo soy muy generoso, cabo Alberti.

Hubo un silencio.

Alberti apuntó esa última frase; le pareció ingeniosa.

―Dice que esa noche estuvo en Winner Pass.

―Hasta que cerró el local.

―Tenemos dos testigos que afirman haber visto a tres hombres montados en el Volvo que usted alquiló: el conductor y otros dos que, como le he dicho antes, abrieron fuego contra nuestros compañeros.

―Ya le he dicho que yo no estuve allí.

―Entonces, ¿no le importaría pasar por una rueda de reconocimiento?

―En absoluto. Aunque dudo que sus testigos hayan podido ver el rostro de esos hombres con claridad.

Lluís Alberti arrugó el entrecejo, irritado.

―¿Cómo puede estar tan seguro?

―Según usted, ese desgraciado crimen ocurrió de noche. Podrían haber visto a cualquiera.

―Ya veremos ―repuso el cabo Alberti; luego se levantó y salió de la sala.

Aina Fernández y Cristian Cardona aguardaban en la sala común de Homicidios. Llevaban un rato ensimismados frente a la pantalla de su ordenador. Cuando el cabo Alberti apareció delante de ellos, dejaron lo que estaban haciendo y le prestaron atención.

―Cedrik Weinman tiene respuesta para todo ―dijo él, malhumorado.

―¿Dónde dice que estuvo? ―preguntó Cristian Cardona.

―En Winner Pass ―contestó―. Aunque también sabe que el visionado de las grabaciones se destruyen pasados quince días. Aunque quisiéramos, no podríamos comprobarlo.

―¿Y los trabajadores de la casa de apuestas? ―preguntó Aina Fernández―. Me imagino que algo tendrán qué decir…

El cabo Alberti asintió.

―Se supone que ellos son su coartada. Llamaré a la cabo Morales. Espero que sigan allí. ―Se llevó la mano al bolsillo y cogió el teléfono móvil; acto seguido, se alejó un poco e intentó ponerse en contacto con ella; afortunadamente, tardó un par de tonos en contestar.

Fue entonces cuando el cabo Alberti le explicó cómo había ido el interrogatorio con Cedrik Weinman. Ella escuchaba sin perder detalle, apoyada en su coche. Joan Sabater y Eudald Gutiérrez aguardaban de pie en la acera, a pocos metros, hablando entre ellos.

―Volveré a entrar a Winner Pass ―dijo Irene Morales tras permanecer un rato callada―. Aprovechando que estamos en la ciudad, pediré a los chicos que localicen a los testigos.

―Me parece bien ―dijo Lluís Alberti al otro lado de la línea.

Unos instantes después, colgaron el teléfono.

Alrededor de las dos menos cuarto del mediodía, Mar García atravesó la Ronda de Dalt, en dirección a Barcelona, y se desvió en la salida 7, que daba entrada a Sant Gervasi-La Bonanova, un barrio modernista de clase acomodada que se extendía hasta la colina de la montaña del Tibidabo. Como buena conductora, esperó a que el semáforo cambiase de color y bordeó la glorieta que se encontró de frente.

Al cabo de unos minutos, había estacionado el vehículo y caminaba hacia la entrada del cementerio, con un ramo de flores en la mano. En ese momento, el corazón le latía con más fuerza de lo habitual.

Cuando llegó a la lápida de Brian Everton, un intenso sofoco recorrió todo su cuerpo. Sobre ella, había un ramo de rosas azules, que tenía una nota que rezaba: Para el mejor sobrino del mundo”. Se notaba que lo habían colocado recientemente, puesto que la lápida estaba limpia y aseada.

Se sentó frente a la lápida y, con la mano que tenía libre, acarició la inscripción grabada con su nombre. Luego, estuvo mirándola unos diez minutos en completo silencio, hasta que empezó a desahogarse en voz alta:

―Oh, Brian. Nos han quedado tantas cosas por hacer, tantas cosas por compartir, que… ―Tragó saliva―. Lo encuentro tan injusto. Todavía no entiendo por qué estás aquí y no conmigo. No logro comprenderlo, pequeño. ―Hizo una pausa―. Lo nuestro fue un amor intenso, ¿verdad? Recuerdo que al principio estabas a la defensiva, porque decías que no querías enamorarte. Tiene gracia, ¿no crees? En el amor no hay reglas impuestas, uno siente lo que siente y se deja llevar; así es cómo yo lo veo. ―Unas lágrimas brotaron de sus ojos―. Lo peor es que tengo que seguir con mi vida, y a veces no sé cómo hacerlo. Siento que estoy perdida. ―Respiró profundamente―. Creo que no podré pasar página hasta que sepa la verdad. ¡Necesito saberla!

Mar dejó el ramo de flores sobre la enorme lápida y se levantó.

―Te lo prometo ―dijo―: Haré todo lo que esté en mi mano para honrar tu memoria. ―Se pasó las manos por la cara y se secó las lágrimas―. Y ahora, he de irme, pero no creas que no volveré a verte.

Hizo otra respiración profunda.

Acto seguido, tocó la lápida por última vez y susurró:

―Cuídate mucho.

Joan Sabater y Eudald Gutiérrez recorrieron la calle de Lepanto y siguieron su camino por la calle de Aragón. Al volante estaba el agente Sabater, que no apartaba la mirada de la carretera. Cuando traspasaron el cruce de la Avenida Diagonal, Sabater le preguntó a su compañero:

―¿Te acuerdas de dónde vivía la pareja?

―Me parece que cerca de la Plaza Tetuán. Creo que tengo el número de teléfono de ella.

―¿Vas a llamarla?

Eudald Gutiérrez permaneció unos segundos en silencio mientras buscaba el número en la agenda; cuando lo encontró, levantó la cabeza y miró a su compañero.

―Creo que será lo mejor ―respondió.

Continuaron por el Paseo de San Juan y se detuvieron en una calle aledaña a la plaza. Cuando se apearon del vehículo, Eudald llamó por teléfono.

―¿La señora Sandra Laguna? ―preguntó al escuchar una voz de mujer al otro lado de la línea―. Soy el agente Gutiérrez, del Grupo de Homicidios de la Región Policial Metropolitana Sur. ―Se oyó unos golpecitos y luego una voz masculina, que se elevaba como si estuviese conversando con ella―. ¿Me oye?

De repente, la voz masculina se calló y el teléfono se quedó sin línea.

Joan Sabater vio la cara de sorpresa de Eudald, y le hizo un gesto para que le explicara qué estaba pasando.

―Qué extraño ―dijo él―. Se ha cortado.

―Prueba otra vez.

Eudald asintió. Entendía que aquello no era normal. Así que llamó por segunda vez… pero el teléfono estaba apagado o fuera de cobertura.

―Vamos a hacerles una visita a su casa. Tengo la sensación de que no quieren hablar con nosotros.

Se pusieron en marcha, sin pestañear.

Unos minutos después, se detuvieron ante un edificio que tenía unos ventanales de cristal en forma de cilindro, que sobresalían un poco de la pared exterior.

―Tiene que ser aquí ―dijo Eudald.

Joan Sabater se alejó unos metros y miró hacia los balcones, para ver si alguien se asomaba. Eudald Gutiérrez llamó al timbre.

La pareja vivía en un segundo piso. Cuando Eudald llamó por tercera vez, Sandra Laguna se asomó con mucho sigilo, para no ser descubierta, pero ya había sido vista por el agente Sabater. Ella vio que éste le hacía un gesto con la mano para que abriese la puerta de la calle.

No le quedaba más remedio que colaborar.

Se dio la vuelta, entró dentro y segundos después la puerta se abrió.

Ambos subieron deprisa por las escaleras hasta el segundo piso, donde aguardaba Sandra Laguna con la puerta abierta.

―Buenas tardes, agentes ―saludó.

―Buenas tardes ―saludaron ellos al unísono.

A continuación, Eudald le preguntó:

―¿Va todo bien?

Ella asintió con cierto nerviosismo.

―Sí, muy bien. ¿Les apetece pasar?

―En realidad, venimos a hablar con ustedes ―dijo Joan Sabater con seriedad.

En silencio, ella se apartó y los dos policías accedieron a la vivienda. Luego, cerró la puerta y los tres caminaron hacia el comedor.

―¿Dónde está su marido? ―preguntó Eudald Gutiérrez.

―Está en el lavabo; ahora saldrá. ¿Quieren sentarse?

Joan Sabater echó una mirada rápida al pasillo. Eudald Gutiérrez respondió por los dos:

―Estamos bien, esperaremos de pie a que salga.

Un minuto después, Asier Iriondo apareció en el comedor, vestido con una camiseta negra del grupo Mägo de Oz. Llevaba una venda en el brazo derecho, algo que no pasó desapercibido para ellos.

―Hola, señores ―dijo―. ¿Qué podemos hacer por ustedes?

―¿Qué le ha pasado? ―respondió Joan Sabater con otra pregunta.

―Me quemé hace unos días.

―¿Cómo? ―inquirió.

Se acarició el brazo.

―Cocinando.

―Qué mala suerte.

―Sí, y que lo diga. Bueno… ¿Qué hacen aquí?

Joan Sabater sonrió levemente.

―Ah, claro ―dijo. Luego su semblante cambió―. Hemos detenido a un sospechoso de la muerte de nuestros dos compañeros. Necesitamos que lo identifiquen.

―¿Cuándo? ―preguntó Sandra Laguna.

Joan Sabater se volvió hacia ella.

―Ahora ―contestó.

―¿Y si no pudiéramos?

―Si se negaran ―intervino Eudald Gutiérrez―, entenderíamos que no quieren ayudar al Cuerpo de los Mossos d’Esquadra a detener a un asesino de policías.

El matrimonio se miró, nervioso.

―Tampoco hemos dicho que no queramos ―repuso Asier Iriondo.

Hubo un prolongado silencio.

―¿Qué van a hacer? ―preguntó Joan Sabater al cabo de un rato.

―Iremos a la comisaría ―respondió el hombre.

―Bien. Les esperamos abajo. No tarden mucho en bajar.

Los dos mossos salieron del piso y, mientras caminaban por el pasillo, Joan Sabater le preguntó a Eudald Gutiérrez:

―¿Te has creído eso de que se ha quemado?

―No.

―Yo tampoco.

El camino hacia la Jefatura de los Mossos d’Esquadra en San Feliú de Llobregat fue tranquilo, sin sobresaltos. El matrimonio condujo todo el rato detrás de ellos, intentando no desviarse bajo ningún concepto.

Cuando llegaron a las inmediaciones de la Región Policial Metropolitana Sur, Eudald Gutiérrez les dijo que fueran a buscar aparcamiento, que les esperaban en comisaría.

Ellos asintieron. Asier Iriondo pisó el acelerador y el coche se movió lentamente.

Poco después, los agentes Sabater y Gutiérrez llegaron a las dependencias policiales, bajaron la rampa y estacionaron el vehículo.

Se reunieron con sus compañeros en la sala de reuniones. Joan Sabater andaba con la mosca detrás de la oreja. La cabo Morales hacía cinco minutos que había llegado y no traía muy buenas noticias.

―Los trabajadores de Winner Pass confirman que Cedrik Weinman estuvo en su local la noche que se cometieron los asesinatos.

―Menuda mierda ―dijo Lluís Alberti.

Irene Morales se encogió de hombros.

―Seguro que lo están encubriendo ―dijo Aina Fernández, enfadada.

―Da igual lo que nosotros creamos ―repuso la cabo Morales―, necesitamos pruebas.

En ese instante, un agente uniformado abrió la puerta de la sala.

―Buenas tardes ―saludó―. Sandra Laguna y Asier Iriondo están subiendo.

Los dos cabos se miraron; luego, Irene Morales se dirigió hacia Joan Sabater y Eudald Gutiérrez.

―¿Os encargáis vosotros?

Los agentes contestaron afirmativamente y salieron de la sala.

Con la rueda de reconocimiento preparada, Asier Iriondo miró detenidamente a los cinco individuos, que se mostraban de pie a través del cristal; Cedrik Weinman era el número dos. Eudald Gutiérrez estaba a la izquierda del testigo, aguardando una respuesta. Al otro lado había un abogado de oficio, asistiendo al sospechoso.

Sandra Laguna esperaba en otra sala, para cuando le llegase su turno.

―No ―respondió finalmente Asier Iriondo―. No es ninguno de ellos.

―Vuelva a mirar, por favor ―dijo el agente Gutiérrez.

El hombre negó con la cabeza.

―Ya se lo he dicho ―repuso―. No puedo hacerlo. No logro visualizar la cara de esos tipos. Pasó todo muy deprisa.

―¿Alguien se ha puesto en contacto con usted?

Asier Iriondo lo fulminó con la mirada.

El abogado cambió el semblante ante la pregunta del agente Gutiérrez.

―¿Cómo se atreve? ―preguntó Asier Iriondo.

―No se ofenda ―contestó Eudald―. Tenía que preguntárselo.

―¿Está insinuando que mi cliente ha amenazado a sus testigos? ―preguntó el abogado.

―Yo no insinúo nada.

La tensión era palpable en el ambiente.

―Creo que ya he terminado ―dijo Asier Iriondo―. Es el turno de mi mujer.

―Sí, claro ―dijo Eudald Gutiérrez―. Acompáñeme.

A continuación, llevó a Asier Iriondo hasta la sala de espera, donde aguardaba Sandra Laguna. Ella se levantó de su asiento, le cogió de la mano y se marchó, esta vez con Joan Sabater.

Sin embargo, ella dijo lo mismo.

El Grupo de Homicidios tenía la sensación de que el matrimonio había sido amenazado para que no delatara a Cedrik Weinman. Eso, indudablemente, planteaba una serie de interrogantes: ¿Cómo demonios se habían enterado de la existencia de los dos testigos? ¿Había un agente corrupto que les pasaba información? Y si fuera así, ¿de qué departamento? Las opciones eran muchas, muy diversas y no dejaba en buen lugar al Cuerpo.

―¿Vamos a tener que soltarlo? ―preguntó Aina Fernández.

Lluís Alberti contestó.

―Si mañana no encontramos ninguna prueba que lo sitúe en la escena del crimen, me temo que sí.

El lunes, a las nueve de la mañana, Cedrik Weinman fue puesto en libertad. El sargento Ruiz, junto a los cabos Irene Morales y Lluís Alberti, quisieron estar presentes en ese desagradable momento.

Mientras recogía sus pertenencias, Cedrik Weinman no dejaba de sonreír y de echar miradas furtivas a los tres mossos, que lo observaban de pie y en silencio.

―Ya se lo dije, señores, todo ha sido un malentendido ―dijo Cedrik Weinman al cabo de un momento, mirándolos con desdén. A continuación, abrió la bolsa y comprobó que no faltase nada; luego volvió a mirarlos―. Ah, por cierto, gracias por haber cuidado de mi dinero. Sin duda, no podría haber estado en un lugar más seguro.

―Desgraciado ―susurró Lluís Alberti.

El sargento Aitor Ruiz le hizo un gesto con la mano a su compañero, puesto que no quería que se armase jaleo.

―Ya puede irse, señor Weinman ―dijo muy serio―. Aquí no se le ha perdido nada.

―Por supuesto que me voy, sargento Ruiz ―contestó desafiante.

“¿Cómo sabe mi nombre?” , pensó el sargento, desconcertado.

Cedrik Weinman se colgó la bolsa sobre el hombro, se dio la vuelta y caminó deprisa hacia la puerta de salida.

El sargento Ruiz se volvió rápidamente hacia sus compañeros y les dijo:

―Que Fernández y Sabater lo sigan: quiero saber dónde va ahora. ―Ellos asintieron―. Yo iré a hablar con la subinspectora Pacheco.

El teléfono móvil de Cedrik Weinman sonó en cuanto pisó la calle. Respondió con una voz lenta y pausada y una voz de hombre dijo:

―¿Algo de lo que tengamos que preocuparnos?

―No ―contestó él―. Die katalanische Polizei weiß nichts. (La policía catalana no sabe nada).

La voz soltó una risita.

―Bien. Camina hacia el centro y no mires atrás. En el segundo cruce verás un coche negro, estacionado a tu izquierda. Súbete. Te estoy esperando.

Cuando colgó, Cedrik Weinman aceleró el paso.

Unos metros más arriba de la cuesta, Aina Fernández y Joan Sabater se miraron y decidieron caminar más rápido, para no perder a su objetivo. Después de recorrer ciento cincuenta metros, vieron cómo Cedrik Weinman cruzaba el paso de peatones.

―¿Adónde coño irá con tanta prisa? ―se preguntó Joan Sabater en voz alta.

Aina no dijo nada. Aunque vio un coche negro demasiado solitario, un Chrysler 300C, con unas impactantes llantas oscuras.

Cedrik Weinman iba directo hacia el vehículo.

Mientras cruzaban la calle, Aina sacó el móvil de su bolsillo y lo encendió. Sin tiempo que perder, y con cierto disimulo, comenzó a hacer fotos sin parar.

En efecto, Cedrik Weinman subió al coche.

Cuando el Chrysler aceleró, Joan Sabater miró a su compañera. Estaba trasteando su teléfono móvil.

―¿Has conseguido fotografiar la matrícula?

Ella asintió sin levantar la vista de la pantalla.

―Sí, ¡y no creerás quién era el conductor!

Joan Sabater quería saberlo. ¿A qué esperaba para decírselo?

―¿Lo conocemos?

Ella amplió la fotografía que había en la pantalla y se la mostró.

―Claro que lo conocemos. Era Lucas Heredia, el abogado de Ángel De Marco.

Joan Sabater se quedó perplejo, mientras observaba con detenimiento la imagen.

La cúspide del aire

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