Читать книгу La cúspide del aire - Sergio Milán-Jerez - Страница 8
ОглавлениеCapítulo 2
Al día siguiente, la cabo Irene Morales y el agente Joan Sabater se dirigieron a la inmobiliaria Gloria House, ahora situada cerca del Turó Parc. Llegaron quince minutos antes de las dos del mediodía, y se quedaron apostados en la acera de enfrente, esperando la hora de cierre. Poco después, la dueña de la inmobiliaria, Gloria Ballesteros, salió del establecimiento, junto a otra mujer, y cerró la puerta con llave. Los dos policías esperaron a que se despidieran para acercarse a ella; cuando los vio venir, se sorprendió.
―¿Qué les trae por aquí?
―¿Podemos hablar con usted? ―preguntó Irene Morales.
Ella se quedó pensando un instante.
―Mmm. ¿Tiene que ser ahora? Abro en un par de horas y mi casa me queda un poco lejos.
―No le robaremos más de diez minutos ―dijo Joan Sabater.
―¿Ha pasado algo?
―No se preocupe ―dijo Irene Morales―. Solo queremos que nos confirme un par de cosas.
Alrededor de las cuatro de la tarde, Olivia Pacheco, subinspectora al frente del Área Territorial de Investigación de la Región Policial Metropolitana Sur, examinó detenidamente los papeles que tenía en las manos, bajo la atenta mirada del sargento Ruiz, que no perdía detalle de sus movimientos. Se encontraban sentados en el despacho de ella, y a juzgar por la posición corporal del sargento, no parecía estar muy a gusto.
―¿Alguien más tiene conocimiento sobre esta información? ―dijo la subinspectora, después de estar un rato en silencio.
―Solo lo sabemos nosotros dos, además de Óliver Segarra y su abogado.
―Que nosotros sepamos…
―Sí, y bueno… tampoco podemos olvidarnos de su informador.
―¿Sabemos de quién se trata?
―No, pero debe de ser muy bueno. Este trabajo de investigación no podría hacerlo cualquiera.
La subinspectora Pacheco se mostró cauta.
―Esta información es extremadamente delicada. Antes de dar cualquier paso, tenemos que comprobar la veracidad de su contenido.
―Claro, eso mismo había pensado yo.
La subinspectora Pacheco asintió.
―Quiero que sigáis investigando a Ángel De Marco. Tenemos que encontrar pruebas que lo vinculen con el asesinato del empresario Carles Giraudo.
Aitor Ruiz se mostró conforme. Luego dijo:
―Si de verdad existe tal organización, ahora entiendo por qué quisieron silenciarlo.
―Sí. Quizá les pidió algo que no estaban dispuestos a aceptar.
Aitor Ruiz frunció el ceño.
―¿Qué quieres decir?
―Las personas que atesoran tanto poder, suelen disfrutar de enormes privilegios, y si no, intentan imponerlos a la fuerza, sea como sea.
―Pero ¿por qué? Carles Giraudo era un violador que disfrutaba haciendo daño a sus víctimas. Las pruebas, así como el testimonio de una de ellas, determinan que disponía de grandes recursos para poder llevar a cabo sus “actividades”. ¿Por qué iba a arriesgarse tanto?
―Acuérdate de Miquel Ripoll, el tipo que iba a declarar en la Audiencia Provincial: su muerte también se produjo en extrañas circunstancias. Por alguna u otra razón, ambos no estaban muy de acuerdo con el modo en que se estaban haciendo las cosas.
Aitor Ruiz tomó aire y lo expulsó con lentitud.
―Tengo la sensación de que Ángel De Marco, ni ninguno de los otros protagonistas, no tienen ni idea acerca de estos documentos. Si es así, eso nos daría cierta ventaja para maniobrar.
―¿En qué estás pensando?
―Bueno, creo que tendríamos que pasarnos por las cinco direcciones que están dentro de nuestra jurisdicción, y a ver qué nos encontramos. Sería un buen punto de partida.
―Muy bien, sargento. ―Cogió los papeles, los metió dentro de la carpeta y se la devolvió.
Ninguno de los dos dijo nada durante unos segundos, hasta que el sargento Ruiz hizo la siguiente pregunta:
―¿Hablará con la fiscal Mera?
―Voy a esperarme un poco. No creo que sea una buena idea ponerla al corriente. Cuando tengamos algo más, será informada.
Aitor Ruiz se quedó más tranquilo.
Xavi García y Artur Capdevila se encontraban sentados a la mesa de un reservado de La Universidad. Ambos fumaban un porro, acompañándolo con un café con leche y un rooibos de tiramisú, respectivamente. En ese instante, discutían sobre el encarcelamiento de Jósef Sokolof, producido hacía unos meses por la División de Investigación Criminal de Barcelona de los Mossos d’Esquadra.
―Creo que, si hubiera seguido haciendo preguntas, al final hubiese descubierto que fui yo quien habló con Óliver Segarra ―dijo Xavi.
Artur lo miró con paciencia infinita.
―Se te fue un poco la chaveta.
―¿Eso crees?
―¿Cómo coño se te ocurre presentarte delante de Óliver Segarra y decirle en su cara que es un asesino?
Xavi torció el gesto.
―Porque lo es ―sentenció―. Esa noche cometí un tremendo error y me arrepentiré durante toda mi vida. Además, no tenía que verlo, pero lo vi, entrando a escondidas en aquel edificio.
―Fue su decisión. Y creo que motivos no le faltaban, para hacer lo que hizo.
―¿Lo justificas?
―Para nada. Solo digo lo que he visto en las noticias. Si ha matado a ese hombre, que cumpla su condena, como todos. Nosotros tenemos un negocio que atender y no podemos permitirnos el lujo de cagarla, y tú te metiste de lleno en la boca del lobo.
―En ese sentido, la cosa está más calmada.
―Ya, ¿pero a qué precio?
―Tendremos que apañárnosla.
―Pero con los ojos bien abiertos ―repuso―. Marek sigue siendo fuerte, pero con su hermano Jósef era temible. ―Soltó un suspiro―. Tampoco me tranquiliza lo que pueda hacer Ánder Bas a partir de ahora: ¿quién te dice a ti que no vuelve a buscarme para terminar su trabajo? Ese desgraciado no tiene nada que perder.
―Marek fue muy claro con él.
Artur dio una larga calada al porro y luego expulsó el humo por la boca.
―Espero que no te equivoques. No me gustaría volver a poner en peligro a mi novia.
Xavi estuvo a punto de decir algo, pero se contuvo; en lugar de eso, cogió la taza y le dio un sorbo al café con leche. En realidad, su amigo tenía razón: Ánder Bas era una persona bastante desequilibrada, que, en un momento dado, podía armar un altercado de grandes dimensiones.
―Por cierto ―comenzó a decir Artur―, no hemos vueltos a hablar del incidente que tuviste con tu hermana.
Xavi hizo una mueca de reflexión.
―No hay mucho que contar. Mar sigue enfadada conmigo, y dudo mucho que se le pase. ―Respiró profundamente―. Joder, nunca la había visto así. Si no llega a ser porque los chicos estaban conmigo… no sé qué hubiera pasado.
Artur se terminó el rooibos.
―¿Has hablado con ella? ―preguntó.
―Lo he intentado, pero no ha habido manera. Vino al hospital el día que nació Nora, y sé que ha subido a casa, cuando yo no estaba. ―Hizo una leve pausa y añadió con resignación―: Está claro que no quiere coincidir conmigo.
―Tendrás que darle tiempo.
―¿Tiempo? No la conoces. Todavía piensa que estoy protegiendo al asesino de Brian, cuando realmente es a ella a quien protejo.
Artur dejó el porro en el cenicero y se recostó en la silla. Meditó durante unos instantes y dijo:
―Y a todo esto, Xavi, Marek Sokolof no sabe nada, ¿verdad?
―Espero que no. Les hice prometer a los chicos que no se lo dirían a nadie. Aunque me preocupa más que Mar se crea que ya es policía y vaya haciendo preguntas por su cuenta.
―¿Crees que ese sargento de los Mossos habló con ella?
―¿Quién si no? Seguro que lleva mucho tiempo detrás de Óliver Segarra. Por eso se enteró de nuestro encuentro.
Artur sintió un escalofrío.
―¿Qué sabrá de nosotros?
Xavi lo miró intensamente y luego dijo:
―Lo suficiente para empezar a preocuparnos.
El Grupo de Homicidios, excepto la agente Aina Fernández, que todavía seguía de baja tras sufrir una herida por arma de fuego en el tiroteo con Bedisa Bachilava, pasó toda la tarde en la sala de reuniones del Área Territorial de Investigación de la Región Policial Metropolitana Sur, intercambiando las últimas novedades sobre las dos investigaciones que tenían encima de la mesa: el triple asesinato de Everton Quality y el asesinato de Carles Giraudo, al que, desgraciadamente, había que añadir los asesinatos de dos agentes de los Mossos, abatidos a tiros, cuando custodiaban al doctor Abdul Abbas, todavía desaparecido. La cabo Morales empezó hablando de Ismael Muñoz, el comercial que encontró el cuerpo sin vida de John Everton, en un edificio en alquiler de L’Hospitalet de Llobregat. Después de mantener una charla con su jefa, Gloria Ballesteros, llegaron a la conclusión de que era el momento idóneo para volver a tomarle declaración. Aunque Jósef Sokolof estuviera entre rejas, era evidente que había una conexión entre ambos.
Lluís Alberti también habló sobre el hallazgo de un todoterreno de la marca Volvo, que coincidía con la descripción facilitada por los dos testigos de la gasolinera: quince días antes, una patrulla de la comisaría de los Mossos de Badalona, en una de sus vueltas rutinarias, se topó con dicho todoterreno, en el Polígono Industrial Badalona Sur. Los propios agentes reconocieron que no se hubieran parado si no hubiera sido porque la parte trasera del vehículo carecía de matrícula; al introducirla en la base de datos, descubrieron que pertenecía a una empresa de alquiler de coches de lujo, radicada en Sant Sadurní d’Anoia ―un municipio de la comarca del Alto Penedés, de la provincia de Barcelona―. Cuando el Grupo de Homicidios tuvo conocimiento de este hecho, enseguida se puso en contacto con la empresa. De hecho, fue el propio cabo Alberti quien se encargó de hablar con el dueño. Éste le contó que el coche había sido alquilado por una empresa llamada “Credit Galiley”, que ofrecía préstamos personales, casualmente un par de días antes de que localizaran el paradero del doctor Abbas. El alquiler se contrató para seis meses y se pagó en su totalidad, a través de un ingreso en efectivo al número de cuenta facilitado por el empresario. Al investigar a la empresa, el Grupo de Homicidios descubrió que estaba inactiva desde el año 2009 y que tampoco había cumplido con sus obligaciones con la Agencia Tributaria.
El agente Cristian Cardona buscó la empresa por Internet y no tardó mucho en encontrarla. La web todavía seguía activa. Cuando buceó por los distintos apartados de su contenido, Cristian encontró una dirección y un número de teléfono móvil. La oficina estaba supuestamente en un edificio de alquiler temporal para empresas, radicada en Barcelona. El teléfono parecían tenerlo de adorno, ya que, después de incontables llamadas, jamás pudo contactar con ellos: casi siempre estaba apagado o sonaba una voz femenina que indicaba que “el buzón de la persona a la que llama está lleno”. Luego, Cristian llamó al edificio de oficinas y el telefonista le informó de que no existía ninguna empresa con el nombre de “Credit Galiley”, trabajando allí en esos momentos.
Todo era muy extraño. Se encontraban ante una empresa fantasma, que se había cuidado muy bien las espaldas, para intentar no dejar rastro. Aunque había algo con lo que esa organización quizá no contaba: el dinero siempre deja una huella.
Otra cosa sería que la susodicha entidad bancaria les pusiera trabas para colaborar con ellos, algo con lo que, desafortunadamente, solían toparse muchas veces, escudándose en la Ley de Protección de Datos. La realidad era que, si no tenían apoyo judicial, difícilmente podrían seguir hacia adelante, y eso les exasperaba, ya que podría ralentizar el curso de la investigación.
Mientras la cabo Morales hablaba, el sargento Ruiz estuvo pensando en cómo era posible que el todoterreno apareciese quince días antes en un polígono industrial. “¿El doctor Abbas ha estado en Badalona? ―se preguntó―. ¿Estará allí en estos momentos o simplemente ha sido una casualidad que una patrulla encontrase el vehículo?”
Tragó saliva.
La imagen de sus dos compañeros muertos lo teletransportó a aquella fatídica noche. Si algo había aprendido de ese día era que nunca se podía dar nada por hecho, y mucho menos cuando detrás de toda esa trama había gente tan poderosa, protegida por una parte de las altas esferas.
Para Aitor Ruiz, lo peor de todo fue tener que presentarse en casa de aquellas dos mujeres y decirles a la cara que no volverían a ver a sus maridos. Que habían sido asesinados en acto de servicio por cumplir con su deber. Que harían todo lo posible por encontrar a los culpables. Nada de lo que dijo él y el sargento Armengol pudo aliviar su dolor, y cuando salieron de su domicilio y cerraron la puerta, el sentimiento de culpa de Aitor Ruiz lo embargó sin que pudiera remediarlo. La operación estaba bajo su mando y, en cuestión de unos segundos, todo se fue al traste.
Soltó un suspiro.
Ahora, más que nunca, era primordial descubrir quién había realizado el ingreso en aquel banco. Era evidente que habría tenido que mostrar su documento de identidad.
Aitor Ruiz se pasó la mano por el pelo y, después de estar un rato escuchando a su equipo, dijo:
―Informaré a la fiscal Mera para que podamos acceder cuanto antes a los datos personales del titular que hizo el ingreso.
Todos asintieron.
―Quien quiera que sea ―prosiguió―, tiene mucho que contarnos.
El fin de semana, como si de turismo se tratara, el Grupo de Homicidios se dedicó a visitar las direcciones que aparecían en los documentos que Óliver Segarra había facilitado al sargento Ruiz. Para ser eficientes, se dividieron en tres equipos: Aitor Ruiz y el agente Cristian Cardona, la cabo Morales y Eudald Gutiérrez y, por último, el cabo Lluís Alberti y el agente Joan Sabater. Los primeros se encargaron de ir a la ciudad de Tarragona, donde se encontraban dos de las cinco direcciones; los segundos condujeron hasta un municipio de Lérida llamado Mollerusa, donde había una de ellas; por su parte, Lluís Alberti y Joan Sabater recorrieron dos municipios de Gerona: Palafrugell y La Escala.
Cuando llegaron a la primera dirección, un poco antes de las once de la mañana, Aitor Ruiz y Cristian Cardona se dieron cuenta de que el edificio se encontraba en las inmediaciones de la Catedral de Tarragona. Se trataba de una edificación moderna, de no más de cinco años de construcción, que constaba de cuatro plantas, con balcones de escaso tamaño, que daban al exterior. Estaba rodeado de bares y establecimientos varios, de modo que dieron una vuelta de reconocimiento y se metieron en el bar que había justo enfrente.
El interior del local estaba vacío y disponía de varias mesas en la terraza, que en ese momento tampoco estaban ocupadas. Ambos pidieron dos botellas de agua, una fría y la otra natural, y se sentaron en una de las mesas de fuera. Al cabo de un minuto, el camarero les trajo la bebida y un par de vasos de cristal; luego regresó dentro y se puso a limpiar la barra.
Mientras bebían y discutían sobre el motivo de su visita, familias hogareñas y grupos de turistas, ataviados con gorras y cámaras de fotos, caminaban de un lado a otro, con la luz del sol golpeándoles en la cara.
Pasados unos minutos, en medio de la conversación, el camarero se colocó al lado de los policías.
―Perdonen mi atrevimiento, señores ―dijo―. Me he dado cuenta de que no paran de mirar ese edificio.
―Sí ―reconoció el sargento con una sonrisa―. El contraste es brutal.
―¿Lo dice por el resto de los edificios?
Él asintió.
―No digo que no estén bien cuidados, pero se nota mucho la mano de obra nueva en ese inmueble. Los vecinos deben de estar contentos.
―Tiene razón ―admitió―. Pero no siempre ha sido así.
―Ah, ¿no? ―intervino Cristian.
El camarero negó con la cabeza.
―Durante muchos años, ese edificio estuvo abandonado.
Los dos policías mostraron un interés mayor. El hombre continuó hablando:
―Antes de convertirse en una edificación de viviendas, fue un taller de alta costura. El más importante de Tarragona, en realidad.
―¿Y qué le pasó? ―preguntó Aitor Ruiz.
―La crisis del 93 se lo llevó por delante, como tantos otros negocios de la zona. ―Hizo una pausa― Hasta mi padre estuvo a punto de cerrar el bar, pero, ya ven, aquí sigo, al pie del cañón…
Los dos policías se miraron y luego el sargento Ruiz le preguntó:
―¿Y los dueños abandonaron el local, así, sin más?
―Por lo que yo sé, lo vendieron, pero, como les he dicho, estuvo muchos años vacío, sin que nadie mostrase interés. Aunque…
―¿Qué? ―dijo Cristian con el ceño fruncido.
―Bueno, tampoco quiero asustarles.
Aitor Ruiz sonrió.
―No se preocupe, nos gusta escuchar buenas historias.
El camarero se rascó la nariz.
―Lo cierto es que siempre había movimiento ―dijo bajando el tono de voz―, sobre todo de noche.
―¿Qué quiere decir? ―preguntó el sargento, intrigado.
―Yo no sé lo que montarían allí dentro ―siguió hablando con el mismo tono―, pero, de vez en cuando, se formaba un trajín de vehículos que aparcaba por los alrededores. Gente rara entrando y saliendo del edificio.
Aitor Ruiz y Cristian Cardona volvieron a mirarse.
―Algunos parecían okupas, pero otros matones de mucho cuidado ―El camarero soltó un suspiro de alivio―. En fin, eso forma parte del pasado. Ahora se puede caminar tranquilamente de noche sin temor a que pueda pasarte algo.
Cristian Cardona terminó de beberse su vaso de agua.
―Qué lástima que cerrase ―dijo―. ¿Recuerda el nombre de ese taller?
―¡Cómo olvidarlo! Ángela Darriba.
Ambos asintieron. En ese instante, una mujer entró por la puerta.
―Siento haberles molestado ―dijo el camarero―. A veces, hablo más de la cuenta. ―Se dio la vuelta y caminó hacia el interior del bar.
Los dos policías no hicieron ningún comentario. Cuando el camarero volvió, le pidieron la cuenta, pagaron y se alejaron de allí. Mientras caminaban, Aitor Ruiz sacó su móvil del pantalón, lo encendió y empezó a ojear los nombres de la agenda; luego se volvió hacia atrás y pensó: “En ese lugar tuvieron que pasar cosas terribles.”
Más adelante, después de varios minutos caminando calle abajo, Aitor Ruiz y Cristian Cardona llegaron a la Plaza de la Fuente, donde podía verse el Ayuntamiento de Tarragona al fondo. Sin pausa, se adentraron por el centro del paseo pavimentado, envuelto en un ambiente bullicioso y distendido, y el sargento Ruiz llamó a Irene Morales, que tardó un poco en contestar.
―¿Qué habéis descubierto? ―preguntó.
―La dirección nos ha llevado a un solar con un edificio en construcción.
―¿Y bien?
―La constructora encargada de las obras es la empresa Lenyr.
―Es decir, la empresa de Ángel De Marco.
―Así es. La obra llevaba cuatro años parada. A principios de enero, reanudaron su actividad.
Él asintió en silencio mientras caminaba. El agente Cardona lo miraba.
―Nosotros nos hemos encontrado con un pequeño bloque de viviendas ―dijo Aitor Ruiz―. Un vecino nos ha contado que ese edificio, años atrás, fue un hervidero de personas, algunas de dudosa reputación.
―¿Te cuadra con la historia de Emma González? Ella dijo que el edificio donde la violaron estaba en un polígono industrial, situado a las afueras de Valencia.
Él se mostró pensativo antes de responder.
―Tal como yo lo veo, esta organización compra edificios o solares en desuso. Antes de llevar a cabo la correspondiente rehabilitación, y durante un tiempo indeterminado, las mujeres, que previamente han sido secuestradas, son llevadas allí, para acabar siendo violadas por esos ricachones. ―Se aclaró la voz―. Si se les puede llamar así. ―Esto último lo dijo con ironía.
Irene Morales reflexionó.
―Entonces, por esa regla de tres, el edificio que se encuentra en Valencia tendría que haber sido comprado por uno de ellos.
―Eso creo. Pero, para poder saberlo, es probable que en un futuro tengamos que pedir ayuda a Madrid.
―Eso significa…
―Lo que ya hemos hablado otras veces: colaborar con la Policía Nacional.
Irene Morales guardó silencio.
―Yo ya me he hecho a la idea ―comentó él―. Pero antes de que llegue ese momento, deberemos tener clara toda la información. La subinspectora Pacheco nos ha dado un poco de margen, aunque no me fiaría demasiado. ―Miró al agente Cardona y concluyó―: Siento que el tiempo se nos agota.