Читать книгу La cúspide del aire - Sergio Milán-Jerez - Страница 7
ОглавлениеCapítulo 1
Miércoles, 25 de julio
El esperado encuentro entre Óliver Segarra y el sargento Ruiz se produjo casi dos semanas después de haber hablado por teléfono. Para ello, Aitor Ruiz se dirigió al centro penitenciario de Brians 2 de Sant Esteve Sesrovires, donde Óliver y su abogado esperaban en una sala habilitada para las comunicaciones familiares, sin cristal de por medio.
Llegó a las nueve y media de la mañana, tal y como habían quedado. Cuando tomó asiento en la silla, dio las gracias al funcionario uniformado y éste salió de la habitación y cerró la puerta. A decir verdad, tenía unas ganas enormes de saber qué quería de él, y más aún cuando vio una carpeta encima de la mesa. Sintió la tentación de abrirla, pero rehusó hacerlo. La educación estaba por encima de todo, al menos, eso creía…
―Se preguntará por qué le he hecho venir hasta aquí ―dijo Óliver Segarra, con gesto serio.
―Pensaba que sería la última persona a la que usted querría ver ―respondió con sinceridad.
―Yo también pensaba lo mismo ―manifestó, tras un suspiro, mientras bajaba la mirada y sus ojos se posaban en la carpeta.
Aunque llevaba menos de dos minutos en aquella habitación, el sargento Ruiz supo de inmediato que Óliver Segarra tenía una jugada maestra guardada bajo la manga, como si lo conociera de toda la vida. Si algo había aprendido de él, era que nunca dejaba nada al azar, por muy mal que le fueran las cosas, y éste, sin duda, era un momento terriblemente complicado.
―La respuesta está en esa carpeta, sargento. Ábrala y échele un vistazo.
El sargento procedió y empezó a revisar su contenido. Cinco minutos después, miró a Óliver y dijo:
―Aquí hay personas muy influyentes.
―Muchos de ellos se jactan de decirnos a todas horas lo que está bien y lo que está mal.
El sargento Ruiz carraspeó. Había un nombre que le resultaba más familiar que el resto: Ángel De Marco, dueño de la constructora Lenyr.
―¿Habla de conspiración? ―preguntó.
―Hablo de una organización criminal que está actuando en estos mismos momentos, mientras usted y yo hablamos.
―¿Y qué cree que podría hacer un sargento de Homicidios?
―Lo que yo no podré hacer desde aquí: justicia.
―¿Se da cuenta de lo que me pide?
―Nunca he estado tan convencido de algo —respondió.
Aitor Ruiz miró al abogado de Óliver Segarra y luego volvió a echar un vistazo a los documentos que portaba en sus manos mientras contenía la respiración.
―¿Sabe que será otra unidad la encargada de llevar el caso? ―preguntó―. Si entrego esta documentación, ya no podré hacer nada.
Óliver lo observó con atención y asintió levemente.
―Espero que sepa hacerla llegar a las manos adecuadas.
El sargento Ruiz se notaba un poco nervioso.
―Ahora mismo no tengo la menor idea de por dónde empezar…
―Igual no tenga que buscar muy lejos.
En el rostro del sargento Ruiz se dibujó una expresión de extrañeza.
―Ah, ¿no?
―No es el único de su familia que ha sabido hacerse un sitio en los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad.
―Creo que no lo sigo.
Óliver miró a su abogado, y éste asintió con la cabeza.
―Su hermana acaba de ascender al grado de inspectora ―aseveró el preso―. Según tengo entendido, dirigirá próximamente la Brigada Central de Crimen Organizado de la UDYCO1.
Aitor Ruiz sintió rabia al enterarse en aquellas circunstancias.
―Hace mucho que no hablo con ella ―repuso con seriedad―. Primero tendría que comunicárselo a mi superior.
―Esta investigación levantará ampollas ―dijo Óliver―. Se lo ruego, haga todo lo posible para que ambos cuerpos trabajen conjuntamente.
―No depende de mí.
―Con toda esta información, sargento, hasta su peor enemigo le abriría las puertas del cielo. ―Sonrió―. De eso no le quepa la menor duda.
Xavi García, sentado en una silla junto a la mesa del comedor, observaba con atención a su hijita, que se acababa de quedar dormida en su cuna. Raquel, su novia, también descansaba estirada en el sofá y con los ojos cerrados. Esa noche, igual que las anteriores, había sido difícil conciliar el sueño, ya que la pequeña se mantuvo despierta y lloró varias veces antes de que les dejase descansar durante dos horas seguidas. Ahora podía disfrutar de un pequeño remanso de paz y, ciertamente, lo agradecía. En ese instante, el reloj marcaba las doce del mediodía.
Xavi cogió su teléfono móvil y lo encendió: tenía una llamada perdida de Marek Sokolof.
Desde que su hermano Jósef había quedado fuera de circulación ―la cárcel sería su lugar de residencia durante una buena temporada―, las cosas habían cambiado bastante en las calles de Barcelona. El murmullo de un posible traidor entre sus hombres, provocó que se volviese mucho más precavido que de costumbre, hasta el punto de que había dado orden de que nadie lo llamase por teléfono, bajo ningún concepto, excepto Xavi. Por otro lado, había personas que le debían dinero, muchísimo dinero; cuando éstos se enteraron de que Jósef no podría pasarse a recoger su parte, se alegraron enormemente. Sin embargo, Marek no se anduvo por las ramas. Reunió a un grupo de hombres y les ordenó que se pasasen por cada barrio, zona por zona, parque por parque, para que todo el mundo supiese que nada había cambiado y que todo seguía igual que antes.
Incluso Xavi había recibido la visita de esos tipejos indeseables. Ahora tenía que pagar semanalmente, vendiera lo que vendiese, por no decir que tenía que encargarse de que el dinero proveniente de Francia llegase sano y salvo a los bolsillos de Marek. Eso, muy a su pesar, significaba tener que realizar continuos viajes, de aquí para allá, dejando a su familia sola durante gran parte del día.
Xavi pensó que “muerto el perro, se acabó la rabia”. Pero nada más lejos de la realidad. Se equivocó por completo y, al final, pagaron justos por pecadores. Sin éxito, intentó convencer a Marek en la primera reunión que mantuvieron, para que le diera el trabajo a otro, pero éste ya había tomado una decisión y era irrevocable.
El problema de Marek era que no terminaba de confiar en los suyos, y el miedo a poder perderlo todo sobrevolaba su cabeza. Xavi lo vio en sus ojos y, en cierto modo, le pilló por sorpresa. Nunca le había visto tan preocupado como aquel día.
Jósef era su brazo ejecutor. La fuerza bruta y el témpano de hielo cuando las palabras carecían de sentido y no tenía más remedio que poner en vereda a aquellos ingratos que se atrevían a cuestionar su autoridad. No sería a corto plazo, o quizá sí, pero el hecho de no poder contar con él acabaría debilitándolo, y sus enemigos, porque tenía muchos, no tardarían en asomar la cabeza.
Seguramente a Xavi no le interesaba perder el apoyo de Jósef si las cosas se ponían feas, pero tampoco podía permitir que siguiera haciendo preguntas.
Su bienestar dependía de ello.
Aspiró aire y lo exhaló lentamente.
Ahora tenía una enorme carga de trabajo, y tenía que salir airoso costase lo que costase. Menos mal que Artur, su amigo y socio del alma, se encargaba de la otra mitad, porque si no fuera así, entonces le resultaría prácticamente imposible poder conseguirlo.
Se levantó y salió del comedor, para dirigirse a su habitación y llamar por teléfono a su amigo.
―Buenos días ―respondió Artur al otro lado de la línea―. ¿Te veré por la mensajería?
Xavi se masajeó las sienes.
―Hoy pasaré todo el día en casa ―dijo ―. Llevo una semana muy jodida.
―Deberías darte unas buenas vacaciones. ¡Te las mereces!
―En eso mismo estaba pensando yo, pero me temo que serán otros los que las disfruten por mí.
Artur rió.
―Cuando te decidas, nos vamos juntos.
Xavi también rió.
―Eso dalo por hecho. ―Hizo una breve pausa―. ¿Has tenido problemas con la entrega de los pedidos?
―Ninguno ―contestó Artur rápidamente―. Tenemos cinco ciclomotores y una furgoneta recorriendo la ciudad, todos funcionando a pleno rendimiento.
―Bien. Ya veo que no me necesitas. ―Esto último lo dijo en un tono gracioso.
―Procura descansar.
Xavi suspiró. No recordaba el día que había dormido más de cinco horas en los dos últimos meses.
―Mañana saldré pronto. ¿Desayunamos juntos?
―Si te parece, nos vemos en el Pudding Coffee Shop a las nueve. Tengo que pasarme por la gestoría a entregar unos papeles, y mañana es el último día.
―Vale. Allí nos vemos.
Xavi colgó y volvió con su familia.
A las dos del mediodía, el sargento Aitor Ruiz aparcó su coche en la zona residencial de Finestrelles, en Esplugas de Llobregat, y se dirigió a casa del inspector Carrasco. Seguía llevando su llave, aunque tuvo que mandar que cambiasen la cerradura por otra mucho más segura. Cuando entró por la puerta, Diego Carrasco lo esperaba sentado a la mesa, que estaba lista para poder empezar a comer.
La fisioterapeuta se asomó al comedor en ese instante. Llevaba puesto el delantal, para sorpresa de Aitor Ruiz.
―Solo hace falta servir los platos ―dijo con una sonrisa.
―Se lo agradezco, de verás, pero no hacía falta que nos hiciera la comida ―repuso el sargento, visiblemente ruborizado.
Ella seguía sonriendo.
―Para mí no es ninguna molestia.
Aitor Ruiz miró al inspector y éste le sonrió. A continuación, Diego Carrasco dijo:
―Eva, puedes marcharte a casa.
―¿Está seguro, inspector?
―Nos las apañaremos. ―Sonrió levemente―. El sargento Ruiz es un barman de primera, ¿verdad, sargento?
Él asintió.
―Sí. Muchas gracias.
La fisioterapeuta recogió sus cosas y se despidió hasta el día siguiente. Cuando se quedaron solos, Aitor Ruiz fue directo a la cocina. Abrió la cazuela y vio que había preparado botifarra amb mongetes ―en castellano, butifarra con alubias blancas―: un plato típico de la gastronomía catalana. Olía delicioso, así que no perdió el tiempo en tonterías: llenó los platos y los llevó a la mesa. Como el inspector todavía tenía problemas de visión, se sentó cerca de él, a su derecha.
En silencio, comenzaron a comer. Pasado un rato, el sargento Ruiz dijo:
―Esta mañana he estado en Can Brians.
Diego Carrasco cogió la servilleta y se limpió la boca, luego volvió a dejarla en su sitio.
―¿Ha hablado con Óliver Segarra?
El sargento Ruiz asintió con la cabeza.
―Más que eso ―carraspeó―. Óliver Segarra me ha entregado una carpeta con información muy valiosa, que, de alguna u otra manera, está relacionada con mis dos investigaciones.
―¿A cambio de qué?
―A cambio de nada.
Diego Carrasco frunció el ceño.
―¿Así, sin más?
―Lo he visto muy tranquilo. Creo que, en el fondo, piensa que no acabará siendo condenado. El abogado basará su defensa en que no tenía motivos para asesinar a John Everton. Pero usted y yo sabemos que eso no es así.
Con un poco de dificultad, Diego Carrasco cogió el vaso de agua y le dio un sorbo. Luego, apartó su plato, que estaba casi vacío.
―Aitor… todavía no he decidido lo que voy a hacer.
―Usted es la llave de este caso.
―Ya hemos hablado sobre eso muchas veces.
Aitor Ruiz siguió apretando, con la intención de que reaccionase.
―Hace unos meses intentaron matarlo. ¿En serio va a decirme que merece la pena seguir protegiendo a John Everton?
―No es tan sencillo.
―Inspector…
―Necesito más tiempo.
―Tiempo es el que no tenemos ―repuso Aitor Ruiz―. La jueza Saavedra ha fijado las cuestiones previas el 10 de septiembre.
―Tendrán que seguir investigando por su cuenta.
―¿Han vuelto a intentar hacerle daño?
―No.
―¿Me lo diría?
El rostro de Diego Carrasco se tensó.
―¡Por Dios Santo!, pues claro.
Aitor Ruiz volvió a asentir con la cabeza. Cuando quiso decir algo, el inspector Carrasco se le adelantó:
―Hábleme de la carpeta. Ha dicho que contiene información muy valiosa.
Aitor Ruiz se dio cuenta de que el inspector quería cambiar de tema, de modo que no se opuso.
―Óliver Segarra me ha entregado en bandeja una supuesta trama de secuestros y violaciones a mujeres a nivel internacional, que incluye nombres de empresarios y personalidades muy influyentes. A uno de los implicados lo estamos investigando, en este momento, por el asesinato de Carles Giraudo. Se trata de un poderoso constructor de Madrid, que tiene contactos al más alto nivel. Fíjese si tiene recursos, que intentamos hablar con él y tuvimos que salir de la sede de su empresa, para evitar que nos pusiera una denuncia por acoso. ―Hizo una corta pausa y añadió―: Ese tipo está muy bien protegido y no dejará que nadie se acerque a él.
―¿Hay pruebas de peso contra ellos?
―Sobre el papel, se podría decir que sí, pero se debe investigar a fondo.
―Deberás informar de esto a la subinspectora Pacheco.
―Eso es lo que me tiene un poco preocupado.
Diego Carrasco lo miró con cara rara.
―¿Por qué?
―¿Es de fiar?
―Tendrá que serlo.
De repente, los dos se quedaron en silencio; poco después, el inspector Carrasco se encargó de romperlo.
―Haga una copia de todo, sargento.
―Ya lo he hecho ―sentenció.