Читать книгу La cúspide del aire - Sergio Milán-Jerez - Страница 11

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Capítulo 5

Xavi García cruzó corriendo la calle y se detuvo delante del vehículo.

―¿Puedes explicarme qué estás haciendo tú aquí? ―le dijo con brusquedad.

El conductor era ni más ni menos que Ánder Bas. El mismo tipo que había atentado contra la vida de Artur unos meses atrás.

Parecía mentira.

Hubo una época en que trabajaron juntos, pero ahora no podían ni verse.

―Créeme, a mí me gusta menos que a ti ―repuso―. Solo estoy cumpliendo órdenes.

Xavi lo observó un instante.

―¿Órdenes de Marek? ―preguntó.

―¿Quién si no?

Xavi se mostró indeciso. No entendía qué estaba pasando.

―¿Vas a subir o no? ―preguntó Ánder Bas.

Él asintió sin decir nada, rodeó el coche, se metió dentro y cerró la puerta dando un portazo. Entonces se produjo un silencio tenso.

Ánder Bas encendió el motor y miró a Xavi.

―Cada uno sabe lo que tiene que hacer ―dijo―, así que será mejor que aparquemos nuestras diferencias.

Xavi suspiró y le devolvió la mirada.

―Podías haber elegido un coche más discreto.

―¿Por qué lo dices?

―Porque vamos a un pueblo, y allí se conocen todos. Este coche lo único que puede hacer es traernos problemas.

―Entonces, ¿qué propones?

Xavi meneó la cabeza.

―Nada. Es demasiado tarde para improvisar.

Ánder Bas volvió a mirar hacia la carretera, puso la primera y aceleró. Tenían un largo camino por delante.

Por la mañana, el sargento Ruiz y la cabo Morales trasladaron a Barack Alabi de vuelta a la comisaría. Las últimas pruebas habían salido bien y no había ningún pretexto para que siguiera hospitalizado, así que la doctora firmó el alta y lo dejó marchar. Mientras recorrían la carretera, Aitor Ruiz recibió un mensaje del agente Cristian Cardona, que decía que acababan de recibir nueva información sobre la identidad del tipo que había realizado el ingreso para alquilar el todoterreno.

El sargento Ruiz se alegró. La información venía con retraso, por culpa de la inexistente eficiencia del banco en cuestión, cosa que, por otro lado, no acababa de entender. Aun así, era bienvenida.

Se volvió hacia atrás para mirar al detenido, parecía absorto en la carretera, y luego miró a Irene Morales, que conducía el vehículo.

―Los chicos saben quién alquiló el Volvo ―le informó con voz contenida.

Ella apretó el volante con fuerza.

―Ya era hora ―consideró.

Él asintió y volvió a mirar a través del parabrisas.

―Ojalá pudiéramos detenerlo hoy mismo.

―Es posible que esté muy lejos de aquí.

Después de aquel comentario, Aitor Ruiz e Irene Morales no volvieron a hablar durante el resto del camino.

Saint-Cyprien estaba situado en los Pirineos Orientales, a pocos kilómetros de Perpiñán, y disfrutaba de una extensa y bonita playa de arena fina. Sus casas, en su mayoría viviendas unifamiliares y villas de ensueño, se mezclaban con la llanura verde que rodeaba toda su extensión. En el lado este, el agua que se extendía desde el puerto hasta la zona sur de la localidad tenía una curiosa forma, que, desde el cielo, recordaba a un fusil de asalto.

Xavi García y Ánder Bas se hospedaron en un hotel cercano al puerto, donde se veían los barcos que estaban atracados. Escogieron habitaciones separadas, por supuesto; de lo contrario, habrían acabado liándose a puñetazos. El hotel estaba casi al completo de su ocupación y, teniendo en cuenta que era el mes de agosto, resultaba muy difícil poder reservar sin que te pusieran problemas. Hecho que sorprendió a Xavi esa misma noche, cuando llegaron a la recepción y el chico que los atendió les confirmó que dos familias acababan de abandonar el hotel.

Xavi salió de la habitación a las diez menos cuarto de la mañana. Supuestamente, él y Ánder Bas habían quedado en verse a las diez en punto, delante de la puerta del hotel.

En cuanto salió de allí, vio a Ánder Bas manteniendo una conversación con una chica muy guapa. Parecía hablar con demasiada confianza y ella no paraba de reírse.

Aquello le pareció extraño. Pero decidió que no se metería en sus asuntos.

Aguardó de pie y, poco después, la chica se alejó. Entonces, se reunió con Ánder Bas y, tras un frío saludo, entraron en el bar restaurante que había al lado. El aire acondicionado estaba puesto y se agradecía, debido a las altas temperaturas que ofrecía ese día. Xavi prefirió quedarse dentro, y Ánder Bas no puso impedimentos, así que tomaron asiento en una mesa situada en un extremo de la sala, alejada de las otras.

Desayunaron como unos campeones: unas galettes rellenas de pollo y queso ―la masa está elaborada con harina de trigo sarraceno y se diferencia de la crêpe porque ésta contiene harina de trigo normal― y luego comenzaron a hablar.

―He quedado con el tipo a la una del mediodía ―dijo Xavi―. Se llama Antoine Belmont y vive muy cerca de aquí. En principio, no sabe que vengo acompañado.

―¿Y qué importa eso?

―Creo que mucho. He venido hasta aquí para convencerlo de que pague lo que debe. Seguro que no le hará mucha gracia que dos “matones” entren en su casa.

―No te sigo.

―Te conozco. Será más conveniente para todos que hable yo con él.

Ánder Bas lo contempló pensativo.

―¿Y si se niega a colaborar?

―Entonces, ya veremos. Tendré que arriesgarme. Pero tú estate tranquilo.

Ánder Bas se recostó en la silla. Aborrecía tener que recibir órdenes de alguien que, no hacía tanto, trabajaba para él. En ese preciso momento, no tenía claro cómo se comportaría desempeñando su “nuevo rol”.

A las doce y cuarto del mediodía, la jueza Saavedra, titular del Juzgado de Primera Instancia e Instrucción número 6 de Gavá, decretó el ingreso en prisión provisional y sin fianza de Barack Alabi. El detenido, que se había negado a declarar ante la cabo Irene Morales, hizo lo propio con la jueza, y en los cinco minutos que duró su comparecencia, se limitó a decir que no conocía de nada al comercial Ismael Muñoz y negó cualquier relación en el asesinato de John Everton. Respecto a las acusaciones de secuestro, tortura e intento de asesinato contra su expareja, la jueza lo tuvo todavía más claro ―había sido pillado in fraganti en su casa, con un cinturón en la mano, mientras se dirigía a la habitación donde la tenía retenida― y, dada su extrema peligrosidad, no podía dejar que siguiera pisando las calles.

En el registro efectuado a la vivienda de Barack Alabi el día anterior, los investigadores encontraron dinero en efectivo, armas blancas, un kilo de hachís y un portátil. Cristian Cardona se encargó de revisar el ordenador a conciencia. Pero no halló nada que lo relacionara con Óliver Segarra. No obstante, dado lo obstinado que podía llegar a ser en ocasiones, siguió a lo suyo y encontró un archivo en oculto dentro de una carpeta. Cuando lo abrió, se abrió un documento del Bloc de notas, donde aparecía únicamente un nombre que se repetía una decena de veces: Xavi García. Justo al lado, cantidades de dinero comprendidas entre los mil quinientos y los diez mil euros.

A la una menos veinte, Xavi García y Ánder Bas cruzaron la Avenida Armand Lanoux y se internaron en la parte sur de Saint-Cyprien. En cuanto Xavi dio la señal, Ánder Bas salió de la carretera y estacionó el vehículo.

La casa estaba delante de ellos. Tenía el cartel de SE VENDE enganchado en el muro con vegetación que daba acceso a la entrada de la vivienda.

Ánder Bas hizo ademán de bajarse, pero Xavi le pidió que no tuviera tanta prisa.

―Me estoy agobiando en el coche.

―Todavía quedan unos minutos.

―Xavi…

―Deja el aire acondicionado, si quieres.

―¿Estás nervioso?

Xavi respiró hondo antes de responder.

―No es fácil acostumbrarte a esto.

Se quedaron en silencio y, cuando llegó el momento, se apearon del coche y caminaron hacia la casa.

Antes de llamar al timbre de la puerta, Xavi miró a ambos lados de la calle arbolada. Daba la sensación de que estaba desierta. Inquieto, decidió terminar el trabajo inmediatamente. Así que presionó el timbre.

Un hombre vestido con pantalón corto y tirantes blancos abrió la puerta. Tendría unos cincuenta años y no llegaría al metro setenta de estatura, pero tenía la complexión fuerte e imponía respeto.

―¿Antoine Belmont? ―dijo Xavi.

Él los miró y luego dejó que entraran en la casa. El recibidor estaba lleno de cajas y en el salón, por extraño que pareciera, no tenía una sola fotografía. Las estanterías estaban vacías.

―¿Se va a alguna parte? ―preguntó Xavi.

―No tengo más remedio ―contestó en castellano con acento francés―. Marek Sokolof me ha estado robando dos mil euros durante todos los meses. ¿Y sabes qué? No soy rico. Mi negocio no da para tanto. Tengo que pagar a mis trabajadores y después hacer cuentas para que me salga rentable.

―Señor Belmont…

―Ese dinero me pertenece ―le cortó―, y como le dije a él, me niego en redondo a seguir pagándole.

―Usted sabe que no puedo irme de aquí de vacío.

Él asintió.

―Me hago cargo, y por eso no estoy solo en esto.

Xavi y Ánder Bas se miraron extrañados.

De repente, aparecieron cuatro hombres del interior, armados con escopetas, apuntándoles a la cabeza.

―¡Joder! ―dijo Xavi al mismo tiempo que levantaba las manos―. Esto no es necesario.

Ánder Bas también levantó las manos, sorprendido.

El hombre se dio la vuelta, abrió la puerta de madera de un armario empotrado en la pared y sacó un bate de béisbol. Acto seguido, se colocó frente a Xavi y, sin mediar palabra, lo golpeó en la barriga. Xavi cayó al suelo y se retorció de dolor.

Ánder Bas quiso intervenir.

―¡Quieto! ―le ordenó el hombre.

Ánder Bas tragó saliva y no se movió.

El hombre volvió a dirigir su atención a Xavi, que seguía en el suelo. Le dio una patada en el estómago. Acto seguido, le dio otra patada todavía más fuerte, y luego otra más.

―¡Si vuestro jefe quiere mi dinero, que venga aquí a buscarlo! ―gritó―. Y ahora levántate, niñato.

Xavi logró ponerse de pie. Antoine Belmont comenzó a maldecir en su idioma materno, y después los fulminó con la mirada.

―Largaos de aquí, fils de chiennes. Si volvéis a venir por aquí, no seremos tan hospitalarios. Sors d’ici!

Xavi y Ánder Bas salieron corriendo de la casa y se metieron en el Opel Vectra. Los dos estaban atemorizados. Ánder Bas encendió el motor, dio marcha atrás, puso primera y pisó a fondo el acelerador.

Mientras se alejaban a toda prisa, Xavi se tocó con sumo cuidado el costado. Le dolía mucho.

―¡Puta mierda! Creo que me ha roto una costilla ―dijo con preocupación.

Ánder Bas lo miró de reojo y soltó un bufido de disgusto.

―Xavi García ―dijo el sargento Ruiz―. Ésa es la conexión. Sabíamos que se había reunido con Óliver Segarra, y no teníamos ni idea de por qué. Ahora empiezo a verlo todo más claro. Él fue el responsable de contactar con Barack Alabi para que consiguiera un sitio seguro en el que esconder a John Everton.

―La mensajería debe de ser una tapadera ―dijo Irene Morales―. Aunque nunca le han pillado por traficar.

―Hasta hace dos años ―empezó a decir el agente Cristian Cardona―, tenía alquilado un local en un barrio de L’Hospitalet. Parece que la cosa mejoró bastante. Cambió su piso de cincuenta metros cuadrados por un dúplex en el Eixample valorado en casi seiscientos mil euros.

―Eso es mucho dinero ―dijo Joan Sabater―. Parece que le está saliendo muy rentable vender hachís.

Sonó el móvil del sargento. Éste miró la pantalla y lo cogió con la mano.

―Chicos, tengo que contestar ―dijo con la cara un poco desencajada―. Vuelvo enseguida. ―Se levantó y salió de la sala.

Hubo un momento de desconcierto. Después, Lluís Alberti preguntó:

―¿Y qué sabemos de su amigo? Va con él a todas partes. ¿Cómo se llama?

―Artur Capdevila ―aclaró Eudald Gutiérrez.

―Un tipo listo ―dijo Cristian Cardona―. Licenciado en Administración y Dirección de Empresas en la Universidad de Barcelona, trabajó durante tres años como gerente de ventas en una multinacional del transporte. Luego dejó la empresa y ya no volvió a trabajar. Al menos, no hay constancia de que lo haya hecho en ningún otro trabajo legal.

―¿Y dónde vive? ―preguntó Aina Fernández.

―Precisamente tiene un piso en el distrito de Les Corts ―respondió el agente Cardona―, pero sigue llevando el mismo coche de siempre. Por lo que se ve, no es tan ostentoso como su amigo, que se compró un todoterreno de lujo en cuanto tuvo ocasión.

―Bueno, para mí no hay ninguna diferencia entre ellos ―repuso Aina―. Si se dedica a vender esa mierda…

Los dos se miraron el uno al otro. Cristian notó la tensión en sus palabras, y se quedó callado.

―No me digas que nunca te has fumado un porro ―dijo Eudald Gutiérrez.

―No me ha hecho falta ―contestó ella.

―Tampoco te pierdes mucho por no haberlo hecho ―comentó Irene Morales, después de estar callada durante unos minutos―. Sea como sea, Artur Capdevila está al frente del negocio junto a Xavi García. Es obvio que conoce el funcionamiento de todas las operaciones que se están llevando a cabo.

―¿Crees que su amigo le habrá contado que participó en un secuestro? ―le preguntó Lluís Alberti.

―Imagino que lo sabrá ―respondió―. Dudo que lo haya mantenido al margen.

Se hizo un silencio en la sala de reuniones.

―Aun en el hipotético caso de que lo supiera , creo que no lo diría ―dijo Cristian Cardona―. Jamás traicionaría a su amigo.

En ese momento, el sargento Ruiz volvió a la sala.

―¿Habláis de Artur Capdevila? ―preguntó.

Ellos asintieron al unísono.

Él tomó asiento en su silla.

―Por suerte, no necesitamos llamarlo para declarar ―dijo―. Hay demasiados interrogantes en toda esta historia y Xavi García tendrá que ser muy convincente cuando le tomemos declaración.

―¿Y el tema del hachís? ―preguntó la cabo Morales―. Deberíamos de informar.

―Ya lo sé. Pero no queremos pillarlo por traficar. Ése no es nuestro trabajo. Me quedé con las ganas de hablar con Jósef Sokolof, y no quiero que eso vuelva a pasar.

Ella asintió con la cabeza.

―¿Qué quieres hacer?

―No estaría de más tenerlo localizado.

Xavi García abrió lentamente los ojos, como si llevara varias horas durmiendo. Estaba tumbado boca arriba en una camilla, con el torso desnudo y un vendaje que le cubría la zona dolorida del costado. Intentó reincorporarse, pero la cabeza le daba vueltas.

Pasados unos segundos, movió la cabeza hacia un lado y vio la figura de dos hombres que estaban de espaldas. Se esmeró por entender qué demonios estaban diciendo, aunque le resultó una tarea irrealizable.

Uno de ellos se dio media vuelta y vio a Ánder Bas, que lo observaba.

―¿Qué me ha pasado? ―preguntó Xavi con un susurro.

―Te desmayaste en el coche.

El otro hombre también se dio la vuelta.

Bienvenue ―dijo con una leve sonrisa. Tenía bigote y llevaba una bata blanca.

Xavi lo miró en silencio, y luego miró a Ánder Bas.

―¿Quién es?

―Es un amigo.

―¿Es doctor o algo por el estilo?

Él sonrió.

―Algo por el estilo.

―¿Y qué me ha hecho?

―Tienes dos costillas rotas que te estaban impidiendo respirar con normalidad. Te ha puesto un calmante para controlar el dolor. Pero me ha dicho que tendrías que ir al hospital cuanto antes.

Xavi cerró los ojos y los volvió a abrir.

“¡Puto animal!”, pensó.

―De buena nos hemos librado ―comentó Ánder Bas.

No le faltaba razón.

―¿Qué hora es? ―preguntó Xavi.

―Las seis de la tarde.

Xavi tenía cara de preocupación.

―¡Joder! Raquel se va a enfadar. Le prometí que volvería temprano.

―Pues será mejor que la llames. Por lo pronto, no llegaremos a Barcelona hasta las nueve de la noche.

Xavi García maldijo para sí. Después les pidió ayuda para poder reincorporarse. Mientras sufría lo indecible para ponerse de pie, le vino a la mente Marek Sokolof. El tipo estaba acostumbrado a dar las órdenes desde el sofá de su casa, y siempre estaba exigiendo. “Pues esta vez no, Marek ―pensó―. ¡El dinero te lo puedes meter por donde te quepa!

Mar García aprovechó su día de fiesta y se fue con su amiga Rebeca de paseo por las calles de Barcelona: Rambla de Cataluña, Avenida del Portal del Ángel, Paseo de Gracia… También pasaron por delante de La Catedral de Barcelona y se entretuvieron en las paradas que había allí instaladas. Luego, entraron en un establecimiento de comida rápida y compraron un refresco. Aunque eran casi las ocho, el calor seguía siendo sofocante.

A Mar le gustaba entrar en las tiendas y mirar ropa, aunque no se comprase nada. Era un hábito con el que disfrutaba. Además, le venía bien hacerlo, se apuntaba la talla y, cuando llegaba a casa, se metía en internet y hacía uso de la tarjeta.

Aunque ese día tenía otra idea en la cabeza.

Cuando dejó a su amiga en las escaleras de la parada del metro de Plaza Cataluña, delante del Café Zurich, Mar caminó calle arriba, se metió en un aparcamiento y, poco después, salió conduciendo su coche, con las ventanillas bajadas.

Tardó un rato en llegar a la Avenida Diagonal, y unos cinco minutos más en atravesarla, para llegar hasta Les Corts. Condujo por las callejuelas adyacentes del Parque de Cervantes y, cuando consiguió estacionar el coche, anduvo decidida unos cientos de metros y se detuvo delante de un edificio de alto standing. Contuvo la respiración; luego, cruzó el paso de peatones y se metió en el portal, aprovechando que la puerta estaba medio abierta.

El recibidor estaba desierto, así que, sin pensarlo demasiado, atravesó el amplio vestíbulo y subió al ascensor; pulsó la quinta planta y, escasos segundos después, ya se encontraba fuera, en el pasillo, donde había únicamente dos puertas.

Antes de dar un paso, se mantuvo pensativa, como si no estuviera muy segura de lo que estaba a punto de hacer.

Echó un último vistazo al ascensor y caminó hasta plantarse en la puerta del fondo del pasillo; llamó una sola vez y aguardó; poco después, se abrió y apareció ante sus ojos Artur Capdevila, realmente sorprendido, tanto que no articuló ninguna palabra.

―Hola, Artur ―dijo ella, con una extraña sonrisa dibujada en su rostro.

La cúspide del aire

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