Читать книгу La cúspide del aire - Sergio Milán-Jerez - Страница 13

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Capítulo 7

Diez días después del incidente, Xavi García volvió al trabajo. Todavía tenía el cuerpo dolorido, pero los nervios estaban pudiendo con él. Necesitaba entrar en la mensajería y ver que todo iba sobre ruedas. Por supuesto, confiaba en que Artur estaría haciendo bien su trabajo y no dejaría que los mensajeros hicieran de las suyas, como un tiempo atrás.

En cuanto entró por la puerta, el recepcionista se levantó de su asiento y se le acercó para saludarlo y estrecharle la mano. Había dos clientes esperando, sentados en los sillones de la sala de espera.

Xavi le preguntó si Artur estaba en el despacho. El recepcionista le respondió afirmativamente y, luego, se puso a atender a los clientes. Entonces, él cruzó la sala, abrió la puerta y pasó al otro lado; subió las escaleras, caminó por el pasillo y entró en el despacho. Artur estaba sentado a la mesa, escribiendo en el portátil.

Cuando cerró la puerta tras de sí, Artur levantó la mirada.

―¡Dichosos los ojos! No te esperaba hasta mañana.

―Hola, Artur.

―¿Cómo te encuentras?

Xavi caminó unos pocos pasos y se sentó en la silla que estaba vacía, delante de él.

―Como si me hubieran dado una paliza ―contestó.

Artur sonrió.

―Es que te han dado una paliza.

Xavi también sonrió.

―Por eso mismo lo digo.

Luego, comenzaron a hablar de temas más serios y, cuando llevaban media hora de conversación, Artur sacó a colación la visita de Mar del otro día.

―¿Cómo que ha estado en tu casa? ―preguntó Xavi.

―Se presentó el mismo día que tú te fuiste a Francia.

Xavi se mostró incrédulo.

―¿Y qué cojones le has dicho?

―La conozco desde que era pequeña. Siempre me he llevado bien con ella.

―¡Artur, no me jodas!

―No soy gilipollas ―se apresuró a decir―. No le he dicho que tú participaste en el secuestro de John Everton. Pero creo que, tarde o temprano, lo averiguará.

Xavi tragó saliva. Artur prosiguió:

―Tenías razón: está obsesionada.

Xavi dejó aflorar su inquietud.

―Obsesionada y armada… Eso es una mala combinación.

Artur se encendió un cigarrillo.

―Siéntate a hablar con ella y explícale lo que pasó. ―Le dio una calada y exhaló el humo―. Recuerda que no tuviste elección.

―No estoy seguro de que pueda llegar a entenderlo.

―Si no lo intentas…

Xavi enarcó las cejas y guardó silencio durante unos segundos.

―Nuestra madre pondría el grito en el cielo si levantara la cabeza ―dijo―. Creo que se pondría de su lado, y en el fondo, yo también lo haría.

―Xavi…

―La he decepcionado, Artur.

Él se terminó el cigarrillo y lo tiró al cenicero.

―Hemos trabajado duro para llegar hasta aquí; ¿o no te acuerdas? Pasamos momentos muy jodidos. Como aquella vez que estuvieron a punto de lincharnos. El sirio nos estafó y tuvimos que vender toda su mercancía. Aquella mierda parecía una rueda de camión. No sé ni cómo no nos dimos cuenta.

Xavi asintió.

―Nos lo tragamos.

―¡Vaya si lo hicimos! ―afirmó Artur―. Pero ahora ese malnacido se lo piensa dos veces antes de intentar jodernos.

―Nos respeta.

―Exacto. Si quieres que Mar vuelva a respetarte, entonces tendrás que convencerla de que te obligaron.

Xavi no lo veía tan simple como eso.

―Me da miedo cómo pueda reaccionar.

―Pues… si se entera por otra persona, me parece que el impacto será todavía mayor.

Xavi no hizo ningún comentario. Entonces se impuso un incómodo silencio. Artur tenía que darle una mala noticia y no podía esperar más, así que dijo:

―Hay otra cosa que tienes que saber: Barack Alabi ha sido detenido.

Xavi desvió la mirada hacia el suelo y pensó en lo que se le venía encima.

A las once menos cuarto de la noche, Mar García decidió dar una vuelta en coche por Cuatro Plantas, el barrio chabolista castigado por la droga, donde la policía se resistía a entrar. Cuando pasó por delante de unos niños, éstos empezaron a gritarle y a tirarle piedras; ella subió las ventanillas y contuvo la respiración. Más adelante, se detuvo frente a un edificio rojo de cuatro plantas. Encima de la acera, había estacionados varios coches de alta gama.

Parece el cuartel general de un narcotraficante”, pensó.

Y razón no le faltaba, era, ni más ni menos, que la casa de Marek Sokolof, aunque ella no lo sabía. Aun así, Mar era consciente de que su hermano trapicheaba hachís con tipos que vivían en ese barrio, y como las malas lenguas daban cuenta de que algunos de esos indeseables podrían estar metidos en el “negocio de los secuestros”, creyó conveniente que era hora de investigar por su cuenta. Por suerte para ella, trajo una libreta y un bolígrafo.

No se atrevió a hacer ninguna foto, pero sí apuntó el modelo y el número de la matrícula de los vehículos que tenía enfrente. Después, maniobró para dar la vuelta, antes de que alguien se percatara de su presencia, y condujo despacio, a sabiendas de que volvería a ver a esos renacuajos. Respiró tranquila; ellos seguían allí, pero también sus mayores, y no permitieron que la agredieran de nuevo.

Regresó a la carretera y puso la radio. En ese momento, empezaba a sonar la canción Woman in Love, interpretada por la polifacética Barbra Streisand.

Mar comenzó a tararear la canción y subió el volumen.

Aitor Ruiz se preparó un café de la máquina y se dirigió a la sala de reuniones, donde aguardaba el resto del Grupo de Homicidios. Estaba falto de sueño. Esa noche se había quedado a dormir en casa de Mónica y a punto había estado de pegársele las sábanas. A decir verdad, no tuvo tiempo ni de darse una ducha, que tanta falta le hacía.

Dio un pequeño sorbo mientras meditaba sobre la investigación.

Cuando parecía que estaban avanzando por el buen camino, el castillo de naipes volvía a saltar por los aires. Eso le sacaba de sus casillas.

Aunque, por suerte para ellos, otra puerta se había abierto de par en par.

El encuentro entre Lucas Heredia y Cedrik Weinman reforzaba su línea de investigación, y era motivo para alegrarse. Si quería atrapar a Ángel De Marco y demostrar que estaba detrás del asesinato de Carles Giraudo y de sus dos compañeros, el grupo tendría que focalizar sus esfuerzos en su abogado. Todo pasaba por él, de eso estaba seguro.

Ahora bien, sin testigos a los que poder acudir, era necesario cambiar de estrategia. Daba igual que estuvieran convencidos de que Cedrik Weinman era uno de los tres autores del crimen, si no podían situarlo en el escenario. Por ello, el Grupo de Homicidios se pasó casi toda la semana investigando la relación entre Weinman y el abogado. Tenían que conocerse de antes. Seguro que Weinman había sido contratado para realizar otro trabajo.

Se terminó el café y entró en la sala. Su reloj digital marcaba las 8:30.

Una hora y media más tarde, la reunión seguía su curso. Aitor Ruiz estaba preocupado, temeroso de que el grupo entrase en un callejón sin salida.

―¿Me estáis diciendo que todavía seguimos encallados con Cedrik Weinman?

―Exceptuando su empresa fantasma, de momento no he podido encontrar nada ―dijo Cristian Cardona―. No tiene ninguna propiedad a su nombre, y tampoco está dado de alta en el sistema sanitario.

―Desgraciadamente, no sabemos dónde está ―dijo Lluís Alberti.

―Pero sí sabemos que se reunió con Lucas Heredia ―dijo la cabo Morales.

―Y es muy probable que vuelva a reunirse con él ―apuntó el sargento Ruiz―. Por eso, haremos un seguimiento al señor Heredia. ¿Cuánto hace que conoce a Ángel De Marco?

―El bufete de abogados de Lucas Heredia trabaja a las órdenes de Ángel De Marco desde prácticamente los inicios de Lenyr ―contestó Aina Fernández, que se había encargado de buscar información sobre el letrado―. De hecho, De Marco es su único cliente. Si el empresario se encuentra en apuros, ellos acuden y resuelven el problema sin vacilar.

―¿Conocemos algún caso en concreto? ―preguntó.

Irene Morales respondió con otra pregunta:

―¿Aparte de cuando estuvieron a punto de denunciarnos por acoso?

La pregunta quedó en el aire, dado que contenía una gran carga de ironía, y la agente Fernández prosiguió:

―Se escuchan rumores. Hay gente que dice que Ángel De Marco tiene fama de tocón. Hace diez años, una de sus dos secretarias lo denunció por acoso sexual y tocamientos indebidos. Ella acabó siendo expulsada de la compañía y el caso, que pasó a la justicia ordinaria, se archivó.

Aitor Ruiz no parecía sorprendido.

―¿Cuánto tiempo trabajó para él?

―Cuatro años ―respondió la agente.

―¿Recibió algún tipo de indemnización?

―El despido fue improcedente y le pagaron lo que estipulaba la ley por aquel entonces.

―¿Cómo le afectó?

―Sufrió un trastorno depresivo, que le duró un par de años. Ahora trabaja en el sector de la banca.

Aitor Ruiz reflexionó unos instantes.

―Cuatro años es mucho tiempo. Creo que deberíamos ir a hablar con ella. Quizá sepa algo que pueda ayudarnos.

De camino a Cuatro Plantas, Xavi García había estado pensando en la mejor manera de abordar el ineludible cara a cara con su jefe. Sabía que Marek Sokolof se enfadaría, entraría en cólera y golpearía lo primero que tuviera más a mano. En realidad, ya estaba informado de todos los detalles, gracias a Ánder Bas, pero el tipo quería recibir el parte personalmente de él.

Xavi esperaba que la reunión no se alargase demasiado, puesto que tenía que llevar a Nora al pediatra. La pequeña había cogido su primer resfriado y, fruto de ello, llevaba días que le estaba costando dormir; algo que alarmó mucho a los padres primerizos. Así que, en cuanto saliese de allí, echaría a correr hacia donde estaba su familia.

Aparcó junto a la acera, se apeó y caminó hacia el edificio rojizo.

Un hombre custodiaba la puerta; Xavi lo saludó y entró sin más. Dentro había un jardín largo y espacioso, con una piscina y un camino de piedra que llevaba hasta otra puerta que daba acceso al edificio. Varios gorilas estaban repartidos por el lugar, como si vigilasen a todo aquel que entrase o saliese; uno de ellos registró a Xavi, como medida de prevención, y luego lo dejó pasar.

Xavi se dirigió al cuarto piso. Cuando accedió a la vivienda, vio a Marek Sokolof de pie, dándole la espalda, mirando a través de la ventana. Lo saludó y luego esperó a que él hiciera lo mismo. Pero siguió callado.

―Marek.

Por fin se dio la vuelta.

―Me han dicho que te golpearon con un bate de béisbol.

Xavi asintió.

―Mientras me apuntaban cuatro tíos a la cabeza.

Marek Sokolof lo estudió con aire pensativo.

―Ya sabes cómo funciona este negocio, a veces las cosas son así.

―De eso mismo quería hablarte.

Marek Sokolof le hizo un gesto a Xavi para que se sentara; él hizo lo propio.

―Habla, te escucho.

―No puedo arriesgarme a hacer otro viaje de este tipo, sin que me asegures que no voy a correr ningún peligro. Sabes que haría lo que fuera por esta organización, pero el otro día estuvieron a punto de matarme. Ese francés juega muy fuerte, y no estoy preparado para recibir otra paliza. Mi lugar está aquí, repartiendo tu mercancía.

―Creo que es lo justo.

―¿De verdad?

―¡Claro!

Xavi estaba un poco perplejo.

―¿Qué piensas hacer ahora?

―Antoine Belmont es un ser insignificante; podría dejarlo en paz. Al fin y al cabo, ¿qué son tres mil euros al lado de todo lo que gano?

Xavi quería decir algo, pero Marek Sokolof fue más rápido.

―Pero no lo voy a hacer.

―¿Y entonces?

―Pienso devolvérsela multiplicada por diez.

Irene Morales y Aina Fernández aguardaron durante noventa minutos delante de un edificio bancario de la Avenida Diagonal, hasta que Lydia Alfaro salió por la puerta principal. La mujer iba vestida como una ejecutiva y ocultaba sus ojos tras unas gafas de sol. Llevaba un maletín en una mano y en la otra un cigarrillo que acababa de encenderse. En un momento dado, se detuvo y miró hacia la carretera, como si quisiera llamar a un taxi. Pero, finalmente, rehusó y continuó caminando por la concurrida avenida.

Cuando se internó en los Jardines de Clara Campoamor, las dos mossos la interceptaron y se identificaron. Le explicaron que estaban investigando al dueño de la constructora Lenyr y le dijeron que necesitaban su colaboración.

Ella se mostró reacia.

―¿Hablan en serio? ¿Quieren que les hable de Ángel De Marco?

―Nos vendría bien su ayuda ―dijo la cabo Morales―. Si pudiera contarnos algún detalle sobre él, alguna cosa fuera de lo normal que recuerde.

Ella suspiró.

―No sé. Ahora tengo una vida muy tranquila.

―Y un buen trabajo como subdirectora en la sede de uno de los bancos más cotizados ―añadió Aina Fernández.

Ella asintió.

―Sí. Tuve que reciclarme, y me costó varios años conseguirlo. Al principio era considerada como una apestada y nadie quería trabajar conmigo, todo gracias a Ángel De Marco.

―¿Le guarda rencor? ―preguntó la cabo Morales.

―No quiero hablar de eso.

Irene Morales se mostró empática.

―Imagino que tuvo que pasar por momentos muy difíciles…

Suspiró de nuevo.

―No puede hacerse una idea.

―¿Ha vuelto a hablar con Ángel De Marco?

―No ―contestó―. Ni ganas.

Ellas la miraron como si estuvieran esperando a que dijese algo más. Y no se equivocaron.

―Ángel De Marco es un monstruo, y si piensan que voy a repetirlo delante de un tribunal, lo llevan claro.

―Mi primer año en Lenyr fue muy bien ―dijo Lydia Alfaro a Irene Morales y Aina Fernández, desde una mesa esquinera de un bar de la misma zona comercial―. Diría que casi perfecto. Me llevaba estupendamente con el resto de los compañeros y el trabajo que hacía me entusiasmaba, porque tenía una gran responsabilidad. El segundo año entró a trabajar Isabella ―la otra secretaría― y la carga de trabajo se dividió entre las dos. ―Miró a través del cristal y vio pasar a los vehículos de un lado a otro de la carretera; luego, volvió a mirarlas y prosiguió―: Ese año hubo un importante crecimiento en la empresa, con la adquisición de nuevos proyectos, y Ángel De Marco empezó a decirme que me quedara más tiempo en la oficina. Yo… veía que la nueva estaba ganando terreno y decidí que tenía que echar más horas.

―¿Y qué pasó? ―preguntó Irene Morales.

―Bueno… al principio, él pasaba por mi lado y me tocaba el hombro. No le di mucha importancia. Pero más tarde noté algo extraño en su mirada, como si sintiera deseos hacia mí. ―Puso cara de asco―. Un día, nos quedamos solos en la oficina, Ángel De Marco me pidió que hiciera unas fotocopias y, cuando estaba de espaldas, me tocó el culo; en ese momento no supe cómo reaccionar. Cuando fui a su despacho, le pedí que no volviera a hacerlo. Él simplemente sonrió.

―¿La dejó en paz? ―preguntó Aina Fernández.

―No. En lugar de eso, habló con Isabella para que saliera una hora antes de trabajar. Le dijo que sería temporal, que no se preocupase. Pero lo que deseaba en realidad era quedarse a solas conmigo. Tres meses después, me llamó para que fuera a su despacho, con el pretexto de que tenía que contarme algo importante; así que fui, me senté en la silla y, cuando quise darme cuenta, había cerrado la puerta con llave y había echado la cortina. Le pregunté que qué estaba haciendo, y entonces me agarró y me estampó la cara contra la mesa; me puso un esparadrapo en la boca y me dijo que me deseaba; luego me bajó la falda y las bragas y me penetró a la fuerza. ―Meneó la cabeza con gesto desolado―. Cuando terminó, me dijo que no se me ocurriera decirlo por ahí, que nadie me creería.

―¿Se lo contó a alguien?

―Sí. Contacté por teléfono con la responsable de Recursos Humanos. Al día siguiente, me reuní con ella en una cafetería. Fui directa, le hablé sin tapujos. Me dijo que no me precipitara, que, antes de dar cualquier paso, tenía que pensar en los riesgos. Me repitió varias veces que no podía acusar de violación al dueño de Lenyr y pensar que no habría consecuencias. Yo le dije que no había nada qué pensar, que Ángel De Marco había abusado de mí. Me pidió tiempo y, como no veía voluntad por su parte para denunciarlo, me levanté y me fui.

Irene Morales parecía un poco sorprendida.

―Pero, según tengo entendido, usted denunció a Ángel De Marco por acoso sexual y tocamientos indebidos, no por violación.

Ella asintió con la cabeza.

―Ese fin de semana recibí un correo de la propia responsable, comunicándome que su departamento llevaría a cabo el protocolo de actuación ante agresiones sexuales e iniciaría una investigación interna de lo ocurrido. Pero pasaron dos semanas y nadie se puso en contacto conmigo. Así que presenté mi renuncia y, en mi escrito, amenacé con demandar a Ángel De Marco. ―Hizo una breve pausa y sentenció, casi en un susurro―: Ese fue el inicio del fin.

Ambas policías la miraron en silencio. Ella prosiguió:

―Cuando llegué a mi casa, la encontré patas arriba. Alguien había forzado la puerta. No me robaron nada, pero fue el primer aviso.

―¿El primer aviso? ―dijo la cabo Morales.

―Empecé a recibir llamadas a altas horas de la madrugada y cartas anónimas amenazadoras, avisándome de que no lo denunciara. Un hombre estuvo siguiéndome y rondando mi casa durante medio año; era evidente que Ángel De Marco lo había enviado para intimidarme.

Las tres guardaron silencio. Poco después, Aina Fernández le preguntó:

―Ese hombre del que habla, ¿la agredió?

―Una noche, cuando volvía a casa, intentó sacarme de la carretera.

―¿Está segura de que fue él?

―Sí. Nunca olvido una cara. ―Bebió un sorbo de té y continuó hablando―: A partir de ese momento, todo cambió.

―¿Fue entonces cuando denunció a Ángel De Marco? ―preguntó Irene Morales.

Ella asintió de nuevo.

―Pero no me atreví a denunciarlo por violación.

Volvieron a quedarse en silencio hasta que la cabo Morales hizo una pregunta pertinente.

―¿Cree que seguirá haciendo daño a otras mujeres?

―Ángel De Marco sería capaz de hacer cualquier cosa.

Mar García se encontraba sentada a la barra de un pub con mucho encanto y música en directo de Castelldefels, bebiendo una jarra de cerveza bien fría. Eran las once menos veinticinco de la noche y el local todavía no estaba lleno. Encima del escenario, había tres músicos realizando las últimas pruebas de sonido. Una vez que todo estuvo a punto, el grupo comenzó a tocar una animada versión de We Can Work it Out, de The Beatles. Pocos minutos después, el agente Recasens entró por la puerta y caminó hacia ella.

―Vas a meterme en un lío, García ―le espetó nada más sentarse a su lado. Acto seguido, pidió otra jarra de cerveza al camarero, y, cuando éste se alejó, continuó hablando―: Nunca me había pasado que un novato quisiera hacer de investigador en sus ratos libres.

―Solo podía acudir a mi compañero: eres el único que conoce mi historia. ―Bebió un sorbo de cerveza―. ¿Has podido hacerlo?

―Sí, lo he hecho ―respondió. Alargó la mano y le tendió una pequeña hoja de papel―. Aquí tienes.

Mar la examinó y se la guardó en el bolsillo.

―Muchas gracias ―dijo―. Te debo un favor.

―No me debes nada ―repuso él mientras observaba cómo tocaba el grupo de rock; luego se dio media vuelta, bebió un largo trago de cerveza y la miró―. Escúchame bien, Mar, no puedes utilizar los recursos del departamento para vendettas personales. Si te pillan, te expedientarán. Recuerda que todavía estás en prácticas.

Mar asintió levemente.

―Vale. Te haré caso.

El agente Recasens se la quedó mirando sin decir palabra. No sabía si se estaba quedando con él. Cogió la jarra y la vació de un trago.

―Nos vemos mañana.

Se levantó e hizo ademán de sacar la cartera, pero Mar se lo impidió.

―Descansa, a ésta invito yo.

Él se lo agradeció y se marchó.

Mar se quedó un rato más. Reflexionó sobre si estaba haciendo lo correcto. Después, pensó en su estimado Brian y sus dudas se disiparon de golpe.

La cúspide del aire

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