Читать книгу E-Pack Bianca marzo 2022 - Sharon Kendrick - Страница 10
Capítulo 6
ОглавлениеLo siento, señor, pero sigue diciendo que no –se disculpó el guardia, intentando ser diplomático.
Nazir había vuelto a la fortaleza después de un par de días en Mahassa, donde se había reunido con los generales del ejército de Inaris. Al sultán no le agradaba el poder del ejército privado de Nazir y había hecho veladas amenazas sobre lo que podía pasar si no lo desmantelaba.
La situación se complicaba porque esa no era la opinión de sus generales, ya que Nazir invertía millones en el país para beneficio de su gente.
Y se complicaba aún más porque había estado distraído durante las reuniones por culpa de una pequeña furia inglesa que se negaba a verlo.
Nazir despidió al guardia y luego, sabiendo que no iba a ser capaz de concentrarse, despidió también a los dos ayudantes con los que estaba discutiendo un par de posibles contratos.
La boda tendría lugar en una semana y no le quedaba mucho tiempo para convencerla. Sabía que Ivy no era uno de sus hombres y no podía ordenarle que se casara con él de buen grado, pero había esperado que aceptase la inevitabilidad de su matrimonio.
Al parecer, no era así.
No debería haber sido tan directo aquella noche, durante la cena. Claro que él era un soldado y ser directo era lo único que sabía hacer.
Además, no quería que discutiese con él porque las discusiones solo servían para incrementar esa sensación posesiva y ardiente, y él sabía lo que pasaba cuando se dejaba llevar por sus emociones.
Habían sido sus celos y su carácter impulsivo lo que había llevado a su madre al exilio y lo que había destrozado la carrera de su padre. Y esa había sido una dura lección.
No podía volver a sus antiguos patrones de comportamiento y, aunque discutir con Ivy excitaba al cazador que había en él, no podía permitir que aquello se le fuera de las manos.
Había cometido un error cuando la tocó en el comedor, cuando pasó las manos por la curva de su vientre. Debería haberse apartado, pero no pudo hacerlo, incapaz de contener el urgente deseo de tocarla.
Y tampoco ella se había apartado. Había dejado que la tocase, que sintiera el delicado calor de su cuerpo. Sus ojos se habían oscurecido mientras pasaba las manos por su vientre.
Había miedo en sus ojos, pero ese miedo tenía más que ver con su propia reacción que con la caricia, estaba seguro.
Era una mujer inexperta, evidentemente. No era su tipo favorito de mujer, pero la inexperiencia podía ser superada. Solo tendría que ir con cuidado. De hecho, tendría que hacerlo todo con gran cuidado si quería llevarla al altar.
«Entonces tendrás que seducirla».
Nazir no tenía por costumbre esforzarse para seducir a las mujeres. O estaban interesadas en él o no lo estaban y si no era así, entonces tampoco él estaba interesado. Pero nunca había conocido a una mujer que le interesase y no pudiese tener. En realidad, nunca había habido nada que le gustase y no pudiese tener, al menos desde que se hizo adulto. De niño había muchas cosas que deseaba y no podía tener. Por ejemplo, el suave abrazo de su madre o el calor de su sonrisa. Así que ahora tomaba lo que quería o, sencillamente, no lo quería. Así todo era mucho más fácil.
Pero Ivy Dean… ella era diferente. La deseaba y, sin embargo, ella se negaba obstinadamente a hacer lo que le pedía. En circunstancias normales eso haría que dejase de interesarlo, pero Ivy esperaba un hijo suyo y, en lugar de perder interés, su negativa solo hacía que la desease más.
Nazir se levantó y paseó por la oficina, pensativo. No, no iba a obligarla a casarse con él ya que eso no la haría receptiva a compartir su cama, de modo que tendría que seducirla.
Eso era algo que podía hacer. Además, le gustaban los retos.
Pensar eso provocó una excitación que no había sentido en mucho tiempo. Tal vez no era buena señal, pero él tenía un autocontrol excepcional. Además, podía permitirse un poco de emoción.
Claro que para seducirla tendría que conseguir que la pequeña furia aceptase verlo y eso iba a ser complicado. Dada su naturaleza obstinada, seguramente se quedaría encerrada en su habitación indefinidamente. Le daría un par de días, pero su paciencia tenía un límite.
Tal vez tendría que insistir.
Nazir salió de la oficina para dirigirse al antiguo harem. Había guardias en la puerta las veinticuatro horas del día, además de otras medidas de seguridad, y tras una breve conversación con los jóvenes soldados, entró en el corredor.
El tintineo de la fuente le recordaba a su madre, aunque él no había nacido cuando ella se alojaba allí.
Tal vez no debería haberle hablado a Ivy de ella, aunque no había ninguna razón para no hacerlo. Su lazo con la sultana no era un secreto para nadie. Todo el mundo sabía quién era y, aunque su padre se había sentido avergonzado porque la existencia de ese hijo era la personificación de sus debilidades, él no se avergonzaba de ser quien era.
Había pasado su infancia escondido entre las sombras del palacio, viendo cómo su hermanastro se llevaba todo el cariño y la atención de su madre mientras él no tenía nada. Lo habían criado una serie de niñeras contratadas por su padre, con estrictas reglas de cómo debía ser tratado. No podían darle caprichos de ningún tipo. Las emociones eran el enemigo y el autocontrol era fundamental.
Había tenido que aprender a dominar su amor, su odio, sus celos y su rabia, a guardar todo eso en su interior porque si no tenía cuidado podía poner muchas vidas en peligro.
Pero al final las había destrozado.
Nazir entró en el comedor y comprobó que no había ninguna figura inclinada sobre el zócalo, pero oyó la voz de una mujer en el patio.
En el centro, sentada en el pretil de la fuente, Ivy charlaba con uno de los jardineros mientras el hombre podaba un árbol de jacarandá. El jardinero no hablaba su idioma, pero eso no parecía ser un problema y se comunicaban con gestos.
Nazir se detuvo a la sombra de una columna, observándola. Llevaba el mismo pantalón de yoga y la misma camiseta que había llevado la otra noche, el pelo sujeto en una coleta que brillaba bajo la luz del sol. Su rostro parecía iluminado de interés mientras el jardinero indicaba la rama que estaba podando, diciéndole en árabe por qué tenía que cortarla.
Ivy seguía sin percatarse de su presencia y Nazir aguzó el oído, sintiendo curiosidad por saber cómo iba a terminar la escena. Él no tenía gran interés por la jardinería, pero estaba fascinado por aquella extraña conversación.
Su piel, dorada por el sol, hacía que sus ojos pareciesen más claros, más vívidos, como brillantes peniques. Parecía relajada, interesada y curiosa. Incluso estaba sonriendo.
Una mujer guapa, curiosa y ensimismada.
Tal vez sería así en la cama, pensó.
«Entre tus brazos. Mientras le enseñas todo lo que debe saber sobre la pasión».
Nazir experimentó de nuevo la ardiente y posesiva emoción que lo había sorprendido el día que la conoció. Quería tomarla en brazos y llevarla a algún sitio donde nadie los molestase, un sitio donde pudiese devorarla como un león devoraría a su presa.
En ese momento, el jardinero se percató de su presencia y se apartó discretamente. Ivy giró la cabeza para ver qué pasaba y, al ver a Nazir, dejó escapar un suspiro.
–Déjanos solos –le ordenó al jardinero, sin dejar de mirarla a ella.
El hombre obedeció y el patio se quedó en silencio, el tintineo de la fuente subrayando la repentina tensión.
–Le he dicho a uno de los guardias que no quería verlo –dijo Ivy, levantándose.
–Sí, lo sé –admitió él, acercándose–. Pero he decidido que la pataleta ha durado suficiente.
–Esto no es una pataleta.
–¿Ah, no? –Nazir se detuvo frente a ella–. Me dejó con la palabra en la boca y desde entonces se ha negado a verme. No me ha dicho qué es lo que tanto le ha ofendido o por qué está enfadada.
–Creo que es evidente –murmuró ella, perpleja.
–Estás siendo absurdamente cabezota, Ivy –dijo él entonces, tuteándola por primera vez–. Pero te aseguro que eso no sirve de nada.
La curiosidad, la simpatía y el interés que había mostrado durante su charla con el jardinero habían desaparecido y eso hizo que lamentase haberlos interrumpido.
«Claro que podría dirigir ese interés hacia ti».
Ivy apartó la mirada, intentando controlar su ira.
–No quiero hablar con usted –le espetó.
–Ya me he dado cuenta, pero tus opciones son más limitadas con cada hora que pasa y la culpa es enteramente tuya.
–¿Qué opciones? Dijo que tenía que casarme con usted quisiera o no. Luego me ha encerrado en esta maldita fortaleza, me ha quitado mi trabajo y se ha encargado de que no pueda volver a mi casa. Ha tenido la desvergüenza no solo de despreciar mi vida sino de destruirla –Ivy dio un paso hacia él, levantando la cabeza para mirarlo a los ojos–. Dígame, señor Al Rasul, ¿dónde están mis opciones?
Olía a jazmín, pensó, un perfume embriagador, acentuado por el calor de su piel. Sus ojos brillaban, pero no de curiosidad sino de desafío y rabia.
Podía ser cabezota, pero también era apasionada. Un pequeño polvorín que estallaría ante la menor chispa.
Y a él le gustaría encender esa chispa. Le gustaría verla arder, alargar las manos hacia el fuego y prenderse también.
«Esto es peligroso. Deberías mantener las distancias».
Debería hacerlo, pero no era capaz de moverse. La camiseta se pegaba a sus pechos y a la suave curva de su vientre, destacando las generosas curvas. Un mechón cobrizo se había soltado de la coleta y caía sobre su hombro como una madeja de seda, rozando uno de sus pechos.
Nazir tuvo que apretar los puños para no tocarlo, para no rozar el contorno del pezón bajo la camiseta. Quería ver chispas en esos ojos, pero no de rabia sino de deseo.
Era tan cabezota, tan discutidora y quisquillosa. Y él quería ponerla a prueba, presionarla para ver hasta dónde podía llegar. Nunca había conocido a nadie que lo desafiase como lo hacía Ivy Dean.
–Siempre hay opciones –dijo con voz ronca–. Aunque sean opciones que no te gustan.
–¿Dónde están esas opciones? Dígamelo porque yo no puedo verlas.
Ah, desafiarlo así era un error porque estaba disfrutando demasiado. Él era un guerrero y le gustaba pelear. Y también era un hombre posesivo, celoso y apasionado.
Por eso debía tener cuidado, pero en ese momento no podía recordar por qué.
–¿Tus opciones? –Nazir dio un paso adelante–. Podrías, por ejemplo, no haberte acercado a mí.
Ella hizo un gesto despectivo. No parecía alarmada, aunque tal vez debería estarlo. Sí, definitivamente debería estar alarmada.
–¿Ah, sí?
–Y podrías haber elegido no discutir conmigo –Nazir dio otro paso adelante–. Podrías no dejar que te tocase –añadió, poniendo las manos sobre sus caderas y viendo cómo abría los ojos de par en par–. Y probablemente no deberías dejar que te besase, pero creo que vas a dejar que lo haga, Ivy Dean.
–Yo no…
Nazir no dejó que terminase la frase. Inclinó la cabeza y se apoderó de su boca.
Ivy no sabía qué estaba pasando. Debería empujarlo, debería salir corriendo, pero no estaba haciendo nada de eso. Seguía inmóvil y, aunque sus manos estaban sobre el torso de Nazir, no lo empujaba.
No estaba intentando alejarlo de ella. Estaba clavada al suelo, helada, mientras él exploraba su boca con posesiva firmeza.
Nunca la habían besado antes, jamás. Nunca había sentido el calor de las manos de un hombre, nunca una caricia había nublado sus sentidos.
Pero él estaba haciéndolo y era… asombroso.
Sus labios eran ardientes y, al mismo tiempo, más suaves de lo que había pensado, moviéndose sobre los suyos perezosamente, como si tuviese todo el tiempo del mundo, trazando el labio inferior con la punta de la lengua y mordiéndolo después.
Ivy no podía entender las sensaciones que provocaba el beso. Aquel calor, aquella presión que le robaba el aliento. El olor del desierto, el intenso calor de Nazir y ese aroma a almizcle que encontraba inexplicablemente delicioso.
Nazir estaba besándola, el jeque, el comandante de aquella fortaleza estaba besándola y su corazón latía enloquecido.
Él levantó una mano para sujetar su cabeza y deslizó la lengua en su boca con un gesto posesivo, como si tuviese todo el derecho a hacerlo.
Una oleada de emoción la dejó clavada al suelo. Era como una descarga eléctrica que la recorría de arriba abajo. Sabía a… chocolate caliente y a coñac, dos cosas que ella adoraba en secreto. Pero le sorprendía que un beso pudiera saber así. Que un hombre pudiera saber así.
«¿Qué estás haciendo?». «¿Por qué dejas que te bese?».
Dos buenas preguntas para las que Ivy no tenía respuesta porque su cerebro no parecía funcionar con normalidad. Solo podía pensar sentir la boca de Nazir sobre la suya, la presión de sus labios, el calor de su lengua mientras exploraba el interior de su boca y el roce ardiente de sus manos en la cara.
¿Qué había estado haciendo antes del beso? No lo recordaba.
Solo podía pensar en las manos de Nazir, en su boca, en el punto de contacto entre sus cuerpos. Todo lo demás no tenía importancia.
Un gemido escapó de su garganta y, sin saber lo que estaba haciendo, se puso de puntillas y levantó las manos para agarrarse a su camiseta, apretándose contra él, anhelando esas caricias.
Sentía hambre, como si no hubiera comido en días, semanas, años. Llevaba años hambrienta sin saber de qué y allí estaba aquel hombre, aquel jeque increíblemente soberbio y exasperante, mostrándole lo que necesitaba.
A él. Lo necesitaba a él.
De modo tentativo, rozó su lengua con la punta de la suya y fue recompensada por una especie de rugido animal. Nazir la apretó contra su torso y profundizó el beso de un modo exigente y posesivo que la emocionó como nada en toda su vida.
Porque la deseaba, ¿no? Aquel poderoso jeque, con todo un ejército a su disposición, la deseaba a ella.
La emoción se volvió salvaje. Ivy quería más besos, más caricias. Sentía como si fuera a morirse si dejaba de tocarla y se apretó contra él, embriagada por el duro cuerpo masculino que aplastaba sus pechos y por algo largo y duro que presionaba entre sus muslos, haciéndole sentir un calor insoportable.
Ah, la deseaba, sí. La deseaba a ella y le gustaba tanto que la desease. Ivy experimentaba una sensación de poder que jamás había experimentado hasta ese momento.
Nazir deslizó las manos por su espalda y apretó suavemente sus nalgas, empujándola contra el duro caballete entre sus piernas. Luego tomó su labio inferior entre los dientes y lo mordió con cuidado, enviando chispas por todo su cuerpo.
Ivy se estremeció, apretándose contra el tentador caballete. Porque le gustaba. Nunca había sentido tal placer.
«¿Te has vuelto loca?».
«Apenas lo conoces y estás dejando que te bese hasta hacerte perder la cabeza».
El sentido común le decía que se apartase, pero el sentido común parecía algo tan lejano y aburrido en ese momento. Siempre había sentido frío, como si estuviera en la calle, bajo la lluvia, y pudiese ver una chimenea encendida en una cálida habitación a través de las ventanas.
Él era esa chimenea, él era esa cálida habitación. Y ella, que había estado bajo la lluvia durante toda su vida, por una vez quería disfrutar del calor.
Pero entonces Nazir se apartó, dejándola agarrándose al vacío, con los labios hinchados de sus besos, el corazón acelerado y ardiendo de deseo.
Y, de nuevo, sintió frío. Más frío que nunca.
–No –susurró, alargando las manos hacia él.
Pero Nazir dio un paso atrás. En sus ojos había un brillo fiero, hambriento. El color turquesa ya no era helado sino ardiente.
–No te muevas –le ordenó con voz ronca–. A menos que quieras encontrarte tumbada en el sofá.
«Y tú querrías eso».
Ivy tomó aire. No, era absurdo. No, por Dios, ella no quería eso.
Nazir Al Rasul no solo la había hecho su prisionera sino que iba a forzarla a casarse con él. Se había asegurado de que no pudiese volver a Inglaterra y la había insultado. Le había dicho que su vida, la vida que ella había organizado con tanto esfuerzo y de la que estaba tan orgullosa, era muy triste.
«Solo es su opinión». «¿Por qué te importa tanto?».
Era una pregunta que se había hecho a sí misma varias veces en los dos últimos días, demasiado enfadada con el jeque y con la situación como para hablarlo con él.
Una pataleta había dicho él. Y tal vez tenía razón, aunque le doliese admitirlo. Pero la ira no había ayudado cuando anhelaba desesperadamente ser adoptada y tampoco iba a ayudarla ahora, cuando el hombre más exasperante del mundo la tenía prisionera en su fortaleza.
Durante el primer día había paseado por las habitaciones, maldiciéndolo y sintiéndose muy satisfecha consigo misma cuando le dijo a los guardias que no tenía la menor intención de ver al jeque.
El segundo día, aburrida de pasear, había empezado a investigar aquella sección del antiguo harem, buscando algo que hacer. Los empleados de la fortaleza no hablaban su idioma, pero al menos había conseguido que le diesen utensilios de limpieza para adecentar su habitación.
Después llegaron más guardias con un ordenador portátil con acceso a internet y un móvil para que pudiese llamar a la casa de acogida.
También eso le molestó, decidida a encontrar fallos en todo, porque no tenía familia a la que llamar, solo un par de compañeros de trabajo. Además, no quería que Nazir fuese amable con ella. No quería dejar de estar enfadada porque entonces tendría miedo y si tenía que elegir entre estar furiosa o estar asustada prefería lo primero. El miedo hacía que una persona se volviese pasiva y ella no quería ser pasiva.
Había llamado a la casa para hablar con sus compañeros, que se alegraron de saber de ella, pero solo parecían interesados en hablar del formidable donativo de un benefactor anónimo.
Eso también la había enfadado. Por fin, harta de sí misma, había salido al patio para hablar con el jardinero. Siempre le habían gustado las plantas y quería saber cómo podían estar tan verdes en medio del desierto.
Entonces, y aunque le había dicho a los guardias que no quería verlo, Nazir apareció en el patio.
El sol parecía demasiado radiante y tenía frío y calor al mismo tiempo. No sabía qué le estaba pasando. Ella no tenía experiencia con el sexo, ninguna experiencia con los hombres.
Se había dicho a sí misma que no quería ninguna relación porque estaba demasiado ocupada atendiendo a los niños. Además, no había conocido a nadie que la hubiera hecho sentir algo especial y el sexo sonaba como una pérdida de tiempo. Incómodo, bochornoso y, en fin, que no, muchas gracias.
Pero lo que sentía en ese momento refutaba todas sus excusas. Porque eran eso, excusas. Mentiras para olvidar el vacío de su vida. Un vacío que Connie había llenado una vez como amiga.
Pero Connie había muerto…
«Nazir tiene razón. Has vivido una vida muy triste».
Ivy se dio la vuelta abruptamente, los latidos de su corazón casi ensordecedores. Había lágrimas en sus ojos y no sabía bien por qué, pero no quería llorar delante de él. Ese beso la había abierto en canal y no quería que él viese lo que había en su interior, su desesperada soledad y el intenso anhelo que tanto intentaba esconder.
Pasó a su lado, a ciegas, pero él la tomó del brazo y la obligó a darse la vuelta.
–No te alejes de mí –dijo con voz ronca–. Aún no he terminado y tú tampoco.
Ivy tembló, al borde de una crisis emocional.
–Por favor –susurró–. Por favor, suéltame.
–No –dijo él.
Y, antes de que pudiese protestar, la tomó por la cintura y la apretó contra su torso.
El calor de su cuerpo parecía rodearla, calentando esos sitios helados y oscuros que había dentro de ella. Haciendo que quisiera más, haciéndola sentir desesperada.
Ivy no quería rendirse y menos llorar entre sus brazos, pero unas estúpidas lágrimas asomaron a sus ojos. Y solo podía hacer una cosa para distraerlo.
Tomando aire, levantó la cabeza para mirar los tormentosos ojos de color turquesa y, poniéndose de puntillas, se apoderó de sus labios.
Él se quedó tan inmóvil que casi esperó que la apartase. Parecía pensar que lo que había hecho era una transgresión y, aunque necesitaba distanciarse, en el fondo le dolía ese rechazo.
Pero entonces, dejando escapar un gruñido, Nazir le devolvió el beso con fuerza, exigente, introduciendo la lengua en su boca sin miramientos.
Ah, sí, aquello era lo que quería. Era lo que había anhelado durante tantos años. Un anhelo profundo, secreto, que nunca había podido poner en palabras. Pero ahora podía hacerlo, ahora sabía cómo.
Ivy no quería revelar la profundidad de su desesperación y, sin embargo, tampoco podía dejar de apretarse contra él, dejando que la besase e intentando devolverle el beso al mismo tiempo. No sabía cómo hacerlo porque no tenía experiencia, pero no dejó que eso la detuviese.
Él murmuró algo en árabe que Ivy no entendió y, por un momento, pensó que iba a apartarse, pero entonces la tomó en brazos para llevarla al fresco salón.
La dejó sobre uno de los sofás y luego, sin decir una palabra, se colocó sobre ella, atrapándola bajo su poderoso cuerpo. Con las manos a cada lado de su cara, clavó los ojos azules en los suyos con expresión irónica.
–¿Y bien? –le preguntó Nazir, cono tono arrogante–. ¿Me deseas o no, pequeña furia?