Читать книгу E-Pack Bianca marzo 2022 - Sharon Kendrick - Страница 6
Capítulo 2
ОглавлениеNazir la miró, atónito durante unos segundos. Estaba mintiendo, por supuesto. No sabía por qué, pero estaba mintiendo. Cuando él decidía satisfacer su deseo con alguna mujer siempre usaba protección. No había sitio para hijos en su mundo. No los quería.
Había sido educado como soldado y no había sitio para la domesticidad de una esposa e hijos en esa vida.
Además, recordaba a todas las mujeres con las que se había acostado e Ivy Dean, con las manos primorosamente colocadas en el regazo y un brillo de desafío en esos ojos de color cobre, no era una de ellas.
Se habría reído si recordase cómo hacerlo.
–Dejadnos solos –dijo entonces.
Los guardias prácticamente se empujaron el uno al otro para salir de la caseta, pero ella no apartó la mirada y no movió un músculo.
No, no era la clase de mujer a la que se llevaría a la cama. Era demasiado pequeña y delicada y a él le gustaba el sexo duro. Prefería mujeres guerreras para no tener que preocuparse de hacerles daño accidentalmente, mujeres capaces de llevar la iniciativa en la cama y fuera de ella.
Sin embargo, no podía negar que había algo casi intrigante en su negativa a obedecerlo. O en cómo lo miraba, con la barbilla levantada a modo de protesta.
No estaba acostumbrado a que desobedeciesen sus órdenes, pero, tristemente para ella, daba igual lo obstinada que fuese. Él era quien daba las órdenes allí.
No era una amenaza física para nadie, pero podría serlo en otros sentidos. Él tenía muchos enemigos, países enteros, y alguien podría estar intentando usarla para llegar hasta él.
Aquella situación era altamente sospechosa y eso significaba que debía descubrir la verdadera razón por la que estaba allí.
–Está mintiendo –le espetó.
–No –dijo ella.
–Demuéstrelo –dijo Nazir entonces.
Ella frunció los labios en un gesto de disgusto.
–Muy bien.
Ivy intentó levantarse de la camilla, pero se tambaleó ligeramente y perdió el equilibrio. Al parecer, estuviese o no fingiendo el desmayo, esperar bajo el sol la había afectado.
El chico que había sido una vez se habría mostrado preocupado, pero ya no había sitio en su corazón para preocuparse por nadie, de modo que lo sorprendió cuando, sin pensar, alargó una mano para tomarla del brazo.
Ella se quedó inmóvil, como una gacela bajo las garras de un león, y el gemido que escapó de su garganta hizo eco en la caseta.
Era una mujer tan delicada, tan suave.
«Hace años que no tocas nada suave… una vida entera».
Turbado por ese pensamiento, Nazir la soltó. Era extraño sentirse afectado de ese modo. Él había perfeccionado el autocontrol y no estaba acostumbrado a una reacción física que no pudiese dominar.
Tal vez era el cansancio, se dijo. De verdad necesitaba un par de horas de sueño.
Ivy se apartó inmediatamente para tomar una vieja mochila de piel apoyada en la mesa. Se inclinó para rebuscar en ella y, un momento después, sacó un fajo de papeles.
–Esta es la prueba –le dijo.
Su tono era amable, pero con un trasfondo de acero.
Nazir tomó los papeles. El primero era el informe de una clínica de fertilidad en Inglaterra. Y allí, en blanco y negro, estaban sus datos personales. Además, había una prueba de paternidad y lo que parecía una nota personal escrita a mano.
Nazir tragó saliva. Había sido mucho tiempo atrás, durante esos tres años en la universidad de Cambridge. Lejos de la mano de hierro de su padre, lejos del palacio y sus estrictas reglas.
Al principio no había querido ir porque sabía que era un castigo, pero su padre había insistido, de modo que no tuvo más remedio que obedecer. Pero si ir a Cambridge era un castigo, lo pasaría bien haciendo todo lo que no podía hacer en Inaris.
Entonces tenía dieciocho años y era un joven lleno de pasión, decidido a tomar a la vida por el cuello y experimentar todo lo que pudiese.
Y eso fue exactamente lo que hizo.
Siempre había sabido que nunca sería padre, que tener una familia era algo imposible para él. Como hijo ilegítimo de la sultana, no podía seguir manchando la sangre real con otro hijo.
Así que una noche de borrachera, jugando al póquer con sus amigos, había perdido una apuesta que consistía en donar esperma.
Era un crío estúpido e inconsciente, pero incluso entonces había sentido cierta emoción al saber que en algún sitio habría un hijo suyo, a pesar de las reglas de su padre.
Más tarde volvió a Inaris y, después de todo lo que pasó, se había olvidado del asunto.
Hasta ese momento.
No podía discutir los hechos. La prueba estaba en esos documentos y, aunque hubiese alguna posibilidad de que fuesen falsificados, él sabía la verdad.
Nazir dobló los papeles y los guardó en el bolsillo de sus pantalones de combate. La mujer abrió la boca para protestar, pero decidió cerrarla sin decir nada.
Una decisión sensata.
–Siéntese y explíqueme esto –le ordenó–. Con todo detalle.
Ivy abrió la boca para tomar aire, la rosada punta de su lengua asomando brevemente entre sus labios. Y Nazir se encontró mirándola fijamente sin saber por qué.
–Antes necesito un vaso de agua.
–No.
Ella enarcó una ceja.
–¿Perdone? Me he visto obligada a esperar bajo el sol, sin una sombra, sin una gota de agua…
–Me da igual.
–Y estoy embarazada. De su hijo.
Estaba retándolo, no había duda. Era un reto de voluntades y, en cierto modo, tenía que admirarla por ello. Solo sus enemigos se atrevían a desafiarlo. O aquellos que tenían ganas de morir. ¿A qué grupo pertenecía aquella mujer?
«Pero tiene razón. Está esperando un hijo tuyo».
Nazir miró la ligera curva de su vientre, velada por la polvorienta túnica, y experimentó una sensación primitiva y ardiente que intentó controlar de inmediato.
–Agua –repitió.
–Sí, por favor –dijo ella, poniendo unos dedos largos y delicados sobre su regazo.
Nazir abrió la puerta y habló brevemente con uno de los guardias. Después, la cerró y volvió al lado de aquella mujer pequeña, pero totalmente segura de sí misma.
En sus ojos detectó cierta desconfianza, lo cual demostraba que era inteligente porque debía desconfiar. Aquella era una fortaleza que él gobernaba con mano de hierro.
Nazir se cruzó de brazos, sosteniendo la mirada de cobre.
Y esperó.
–Antes de explicar nada tengo que beber agua –repitió ella.
–Ya lo sé.
–No le servirá de nada intentar intimidarme, señor Al Rasul.
–No estoy intentando intimidarla, solo estoy mirándola. Si quisiera intimidarla lo sabría, se lo aseguro.
–¿Es una amenaza?
–No, en absoluto. ¿Ha pensado que lo era?
La joven abrió la boca y volvió a cerrarla mientras él seguía mirándola en silencio.
Tenía una piel preciosa, aunque algo quemada por el sol.
«Deberías haberle dado una sombrilla. Al fin y al cabo, está embarazada».
De nuevo, experimentó esa sensación ardiente y primitiva y, de nuevo, la apartó de sí.
No, había hecho bien al no acceder a sus ridículas demandas.
Tenía que proteger su fortaleza y a sus hombres. No podía dejar entrar a cualquiera que apareciese en las puertas con intención de verlo.
Además, había sido idea suya atravesar el desierto, nadie la había llamado. Evidentemente, lo había hecho porque él era el padre del bebé que esperaba, pero era totalmente ilógico que hubiera ido hasta allí para buscar a un hombre al que no conocía.
Tenía los ojos bonitos, pensó, de un inusual color cobre que casi parecía dorado a la luz de las lámparas. ¿Sería su pelo del mismo color? ¿Sería oscuro? ¿Tendría mechas doradas? ¿O tal vez de color miel…?
«¿Por qué estás pensando en su pelo?».
Nazir frunció el ceño al darse cuenta de lo que estaba haciendo. Era el cansancio, se dijo. No había ninguna otra razón para contemplar el color del pelo de una mujer, especialmente una delicada rosa inglesa como aquella.
Alguien llamó a la puerta entonces.
–Entra –dijo él, con los dientes apretados.
La puerta se abrió y un empleado de la cocina entró con una bandeja, que dejó sobre la mesa antes de desaparecer sin decir una palabra.
En la bandeja había un vaso alto de cristal y una jarra. El vaso contenía un burbujeante líquido de color amarillento, con una delicada ramita de menta como adorno.
–Eso no es agua –dijo ella.
–Es limonada –le explicó Nazir–. Necesita reponer electrolitos.
Estaba claro que ella no quería beberla. Podía verlo en el gesto obstinado de su barbilla, pero tenía los labios agrietados y estaba quemada por el sol. Además, debía pensar en su hijo.
Y, evidentemente, la sed era más fuerte que su deseo de llevarle la contraria porque, al fin, tomó el vaso para probar la limonada… y un gemido escapó de sus labios.
Y, como el gemido que lo había afectado de modo tan extraño cuando la tomó del brazo, aquel hizo eco en el vacío que había en su interior. Un vacío que llevaba con él desde que volvió de Inglaterra años antes, tan seguro de sí mismo y de su posición, pensando que ya era un adulto y podría tomar sus propias decisiones, que no estaría atado por las reglas de su país o su nacimiento y que tendría todo aquello que le habían negado.
Y cómo eso había llevado a la desaparición de su madre, al destierro de su padre, y a que él estuviera a punto de ser ejecutado.
Había una razón por la que se sentía vacío y tenía que seguir siendo así. No podía dejar que nada llenase ese vacío salvo el propósito de su vida y ese propósito no tenía nada que ver con una joven inglesa y el hijo que esperaba.
Aunque fuera hijo suyo.
Ivy se olvidó de que estaba en una fortaleza en medio del desierto y de que aún sentía la marca de su mano en el brazo. Se olvidó de que debía plantarle cara a aquel hombre o la aplastaría, a ella y a su hijo.
El líquido estaba delicioso, frío y dulce, con un ligero toque ácido. Tomó otro trago y luego otro más, la fría limonada refrescando su garganta seca. Un vaso no sería suficiente. Necesitaba toda la jarra, pero él se lo quitó de la mano y lo dejó sobre la mesa.
–No –protestó ella–. Tengo sed…
Atónita, Ivy descubrió que sus ojos se habían llenado de lágrimas y parpadeó furiosamente para contenerlas. Ella no solía llorar y no quería hacerlo delante de aquel… gigantesco predador.
–Cuando estás deshidratado es mejor beber a pequeños sorbitos –le informó él–. Beber demasiado o muy deprisa sobrecarga los riñones.
Ivy se miró las manos. Sería una estupidez discutir con él sobre la limonada. Además, seguramente él sabía más que ella sobre los estragos del desierto…
–Estoy esperando –dijo Al Rasul entonces.
Estaba frente a ella, con los musculosos brazos cruzados sobre el ancho torso. La chilaba negra que llevaba se había abierto en el cuello, dejando entrever la bronceada piel de su garganta y parte del torso, que Ivy se encontró mirando por alguna razón inexplicable.
Parecía suave, casi aterciopelada, cubierta por una suave mata de vello oscuro. Ivy se encontró preguntándose cómo sería al tacto…
«¿Por qué estás pensando en tocarlo?».
No tenía ni idea. Ella no solía fijarse de ese modo en los hombres y el pensamiento la perturbó profundamente.
Aunque mirar su rostro, con esos ojos tan fríos y cortantes, no era nada tranquilizador.
Se le quedó la boca seca, más árida que el desierto tras los muros de la caseta, pero contuvo el deseo de volver a tomar el vaso.
–Muy bien –empezó a decir, intentando calmarse–. En fin, yo tengo… tenía una gran amiga que quería ser madre desesperadamente. No estaba casada y no tenía pareja, así que pensó concebir un hijo por inseminación artificial, pero tenía cáncer y estaba recibiendo tratamiento, de modo que le sería difícil concebir y soportar un embarazo –Ivy tomó aire–. Inicialmente tenía buen pronóstico, o eso decían los médicos, así que me ofrecí como madre subrogada. Yo no pensaba tener hijos propios y decidí que era lo mínimo que podía hacer por ella…
–Decidió tener un hijo por su amiga –repitió él, sin expresión.
–Así es. Y Connie estuvo de acuerdo –respondió Ivy–. Tenía algunos óvulos congelados, pero al final no eran viables, así que eligió un donante y usamos los míos. Todo iba bien, pero entonces… –Ivy tuvo que tragar saliva– el cáncer se volvió más agresivo. Los tratamientos fallaron y descubrí que estaba embarazada mientras ella perdía la batalla. Yo no había planeado tener hijos porque mi trabajo lo hace imposible y ella lo sabía, pero acordamos seguir adelante con el embarazo. Poco antes de morir, Connie me pidió que me pusiera en contacto con el donante para hacerle saber que iba a ser padre. Ninguna de las dos quería que el niño acabase en una casa de acogida, pero…
Pobre Connie. Su amiga ansiaba tener un hijo y ella había querido ayudarla. Aunque era un riesgo debido a su enfermedad, habían decidido ser optimistas.
Pero no pudo ser.
Ahora Ivy iba a tener un hijo que no había planeado, un bebé al que no quería ver como hijo suyo porque no lo era. Era hijo de Connie, aunque fuese genéticamente suyo.
Cumplir el deseo de Connie de encontrar al padre del bebé la había consumido desde que murió. Poner al hijo de su amiga en manos de los Servicios Sociales era una opción, pero no quería contemplarla por el momento. Ella sabía cómo afectaban las casas de acogida a los niños y, aunque intentaba mitigar los problemas, a veces era imposible luchar contra un sistema tan rígido.
El hombre no se movió y su expresión no cambió en absoluto.
Ivy se sentía como un ratoncillo bajo la mirada de un halcón, pero volvió a tomar el vaso de la bandeja y tomó un sorbito.
–Así que vino a Inaris desde Inglaterra, buscó un guía al que habrá pagado una cantidad exorbitante, y luego ha recorrido el desierto y ha estado al sol durante horas, arriesgando su vida y la de su hijo, para decirme que está embarazada.
Su tono era frío, helado.
–Así es –dijo Ivy.
–¿Y todo eso porque le hizo una promesa a una amiga?
Ella levantó la barbilla.
–Era mi mejor amiga y yo siempre cumplo mis promesas
–Yo soy un guerrero conocido por mi crueldad. ¿Eso no la asustaba? ¿No se le ocurrió pensar en lo que podría pasar cuando llegase aquí?
Había hecho la pregunta en tono helado, como si no lo afectase en absoluto saber que iba a ser padre.
Ivy tomó otro sorbo de limonada y luego dejó el vaso sobre la bandeja. Localizar a aquel hombre no había sido fácil, pero solo cuando llegó a Inaris se dio cuenta de dónde iba a meterse.
Los rumores sobre él eran tan terribles que, de no ser por la promesa que le había hecho a Connie, se habría rendido y habría vuelto a Inglaterra. Claro que esa promesa daría igual si el padre del bebé resultaba ser el asesino del que hablaba todo el mundo, pero Connie había reunido información sobre él y le había dado el nombre de su contacto en Mahassa, la capital de Inaris.
Según ese contacto, los rumores sobre el jeque eran exagerados y, aunque era un hombre despiadado en la guerra, al parecer a veces ayudaba a aquellos que lo necesitaban.
No era mucho, pero lo suficiente como para que Ivy decidiese arriesgarse. Porque no hacía aquello solo por Connie sino por el bebé. Ella había crecido sin padres y sabía lo terrible que era. Además, lo veía a diario en los niños que vivían en la casa de acogida.
–Según el contacto que mi amiga tenía en Inaris, no era usted tan terrible como decían los rumores –Ivy lo miró fijamente–. ¿Lo es?
Nazir no se molestó en responder.
–Una llamada de teléfono habría sido suficiente.
–Sí, pero no es fácil localizar en internet el teléfono de un «despiadado señor de la guerra».
Él no sonrió. Ni siquiera parpadeó. Seguía mirándola fijamente y el poder de esa mirada era casi una fuerza física que la empujaba.
–Señor Al Rasul…
–Puede llamarme simplemente «señor».
Ivy hizo una mueca.
–No pienso llamarlo así.
–Lo hará. Soy el comandante de esta fortaleza y mi palabra es la ley aquí.
–Pero yo no…
–Dígame, señorita Dean, ¿qué esperaba exactamente al venir aquí?
Ivy intentó contener su irritación. Seguramente no era sensato desafiarlo, por mucho que quisiera hacerlo.
–He venido para informarle de que va a tener un hijo en unos seis meses y para saber qué piensa hacer al respecto –respondió, esperando mostrarse calmada–. Como le he dicho, yo no puedo cuidar del bebé, no tengo medios para hacerlo. Me ofrecí a ser madre subrogada con la condición de que Connie se hiciera cargo del bebé en cuanto naciese. Ninguna de las dos imaginó que… –Ivy no terminó la frase, sintiendo una extraña constricción en el pecho–. Lo que quiero decir es que este hijo no es mío. O al menos, yo no lo veo como tal. Siempre ha sido el hijo de Connie.
–Pero genéticamente es hijo suyo –señaló él.
–Sí, lo sé, pero aun así –Ivy tragó saliva–. Un hijo debe ser querido.
–¿Y usted no quiere este hijo?
–Como he dicho, esa no fue nunca mi intención. Es hijo de Connie.
–¿Hijo, en masculino?
Se le había escapado. En realidad, no lo sabía. No había querido pensar en nombres o en si sería niño o niña.
Eso era algo que debía hacer Connie, no ella.
«Pero Connie ha muerto y este niño no tiene a nadie más».
Ivy se dio cuenta de que había vuelto a poner la mano sobre su abdomen, como para proteger al bebé de sus pensamientos.
–Él, ella, aún no lo sé.
–Pero cree que es un niño.
–Da igual lo que yo crea, lo que importa es qué piensa hacer usted ahora que sabe que va a ser padre.
El jeque la miró de arriba abajo, pensativo.
–Ha dicho que no quería formar una familia. ¿Por qué?
Ivy parpadeó, sorprendida por el cambio de tema.
–Eso no es asunto suyo.
–¿Ah, no? Está embarazada de mi hijo, de modo que todo lo que se refiera a usted es asunto mío.
Esa frase, «embarazada de mi hijo» hizo que Ivy se pusiera colorada.
Qué absurdo ruborizarse por algo así, pensó, avergonzada de sí misma.
En fin, parecía evidente que aquel hombre no tenía el menor interés en cuidar de un bebé y sería ridículo dejar al hijo de Connie allí. El viaje había sido una pérdida de tiempo.
«¿Y qué esperabas?».
«¿Pensabas que ibas a dejarle al bebé como si fuera un paquete?».
En realidad, no había pensado en lo que pasaría cuando por fin lo localizase. No había querido pensar en ello porque la realidad de tener un hijo que nunca había querido tener era demasiado aterradora. Ella no tenía medios, no tenía ayuda familiar. Cuidaba de los niños en la casa de acogida, pero se veía a sí misma como una profesora y una cuidadora, no como una madre. Ella no sabría cómo serlo porque nunca había tenido una madre.
Y estaría totalmente sola.
Además, ¿cómo iba a cuidar de un bebé cuando dedicaba todo su tiempo a dirigir la casa de acogida? ¿Cómo iba a atender a un recién nacido cuando tenía tantos otros niños necesitados de atención?
«No pienses en ello. Ve paso a paso».
Ivy se levantó, intentando contener una oleada de pánico.
–No es algo que pueda interesarle –le dijo, con aparente calma–. Una fortaleza llena de hombres no es el mejor sitio para criar a un niño, pero gracias por recibirme. Si alguien pudiese acompañarme de vuelta a la ciudad, se lo agradecería mucho.
El jeque estaba frente a ella, inmóvil como una estatua de piedra, los ojos de color turquesa tan helados como un glaciar.
–¿He dicho que podía marcharse?
–No, pero…
–Porque si cree que voy a dejar que se marche con mi hijo está muy equivocada, señorita Dean.