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Capítulo 4
ОглавлениеNazir vio rabia y miedo en las delicadas facciones de Ivy Dean. Y también en las chispitas doradas que destellaban en las pupilas de color cobre. Pero le daba igual.
No podía permitir que alguien desobedeciese sus órdenes, fuese quien fuese, y menos delante de sus hombres. Especialmente aquella mujer.
Sus guardias sabían lo que debían hacer y antes de que la pequeña furia abriese la boca para protestar, se la llevaron por el pasillo.
No era un sitio confortable para ella y Nazir lo sabía, pero en esa zona de la fortaleza no había grandes comodidades para una mujer embarazada. Después la llevarían a una habitación más agradable y, además, le había ofrecido comida y bebida.
Había esperado que desobedeciese sus órdenes, por supuesto. Ivy Dean nunca sería una esposa obediente, pero él no quería una esposa. Nunca había pensado en casarse hasta que ella apareció anunciando que estaba embarazada.
Pero no había tardado mucho en tomar una decisión.
Había sido una decisión instantánea y las decisiones instantáneas debían verse con desconfianza en circunstancias normales, pero no en aquella ocasión.
No podía tenerla paseando por la fortaleza y tampoco por Inaris. Cuando se supiese que estaba esperando un hijo suyo sus enemigos intentarían atacarlo. Desde luego, el sultán tendría algo que decir y el peligro, tanto para Ivy como para su hijo, aumentaría de forma exponencial.
Ni siquiera estarían a salvo en Inglaterra. No estarían a salvo en ningún sitio salvo allí, donde tenía todo un ejército para protegerlos.
Así que no podía dejarla ir. Tendría que quedarse con él. Y para no dejar resquicios por los que sus enemigos pudieran colarse para hacerle daño, a ella o al bebé, Ivy Dean tendría que casarse con él.
No era solo para proteger legalmente a su hijo, había otros factores. Crecer siendo el producto de la aventura de su padre con la mujer del sultán no había sido fácil. Su vínculo con la sultana debía ser un secreto porque el sultán era un hombre cruel, capaz de todo. En realidad, Nazir no culpaba a su madre por buscar afecto en los brazos de otro hombre.
Su madre había conseguido ocultar el embarazo hasta que, por fin, decidió marcharse del país durante un mes, con la excusa de unas vacaciones, para tener a su hijo en secreto. Iba acompañada de una criada de confianza, la única persona, aparte de su padre, que sabía la verdad.
Su nacimiento había sido un error y Nazir siempre había sentido esa carga.
Él era el recordatorio constante de la infidelidad de su madre, una amenaza para su sitio en el palacio. Esa era una presión que no desearía para ningún niño, especialmente un hijo suyo. Y, aunque las circunstancias ahora eran muy diferentes, no iba a dejar nada al azar.
Aquel hijo sería reconocido y tendría un padre y una madre. La pequeña furia podría tener algo que decir al respecto, pero sus sentimientos sobre el asunto eran irrelevantes.
Nazir volvió a su oficina y pidió una reunión urgente con sus ayudantes. Su jefe de operaciones, un antiguo Navy Seal, enarcó una ceja al escuchar el anuncio, pero nadie cuestionó su decisión. Nadie se atrevería. Además, aquel era un asunto privado.
Una vez que los necesarios planes se pusieron en marcha, Nazir ordenó que llevasen a Ivy Dean a su oficina. No sería fácil darle la noticia, pero como no iba a hacerle la menor gracia en cualquier caso, lo mejor sería ir directo al grano.
Necesitaría tiempo para hacerse a la idea y se lo daría, aunque no aceptaría una negativa porque había demasiado en juego. Y tampoco dejaría que se fuese de allí. Aquello era necesario y cuanto antes lo entendiese, mejor para todos.
Cinco minutos después, la puerta de su oficina se abrió y uno de los guardias entró con una irritadísima Ivy Dean, que lo fulminó con la mirada.
El cansancio era ahora más aparente. Tenía sombras oscuras bajo los ojos y las rodillas no parecían capaces de sostenerla. No era el mejor momento para darle la noticia, pero no había tiempo que perder.
–Tiene que decirme qué está pasando aquí y tiene que decírmelo ahora mismo –dijo ella, con gesto airado.
Nazir le hizo un gesto al guardia, que salió de la oficina inmediatamente y cerró la puerta.
–Siéntese –le ordenó, señalando una silla frente al pesado escritorio de madera.
Ivy levantó la barbilla.
–Gracias, pero prefiero quedarme de pie.
«Qué mujer tan obstinada».
Nazir se levantó y dio la vuelta al escritorio para colocarse frente a ella. Estaba claro que su presencia la incomodaba y eso era interesante.
–Puede que prefiera sentarse.
–Llevo horas sentada –replicó ella, agitada.
Necesitaba liberar toda esa agitación, pensó Nazir. Cuando sus soldados estaban exageradamente excitados había que canalizar esa energía con intensos ejercicios de entrenamiento. Eso era bueno para relajar la tensión.
Pero, evidentemente, no podía enviar a Ivy a hacer ejercicios de entrenamiento.
«Hay otras formas de relajar la tensión».
Y tampoco haría eso, pensó Nazir, por interesado que estuviese. Se casaría con ella, pero sería un matrimonio de conveniencia. No sería fácil convencerla de que debía casarse con él, así que hablar de asuntos de dormitorio era un puente demasiado lejano en ese momento.
La emoción que sintió al pensar en ello le recordaba que había descuidado sus necesidades físicas durante demasiado tiempo. Bueno, tendría que ponerle remedio.
–Como quiera –dijo por fin–. Pero necesita comer y beber más…
–No, lo que necesito es que me diga qué está pasando aquí –lo interrumpió ella.
–He tomado una decisión sobre mi hijo –anunció Nazir–. Eso es lo que está pasando.
–¿Y cuál es esa decisión? Dígamelo de una vez. Tengo que volver a Mahassa esta noche porque…
–No volverá a Mahassa. Ni esta noche ni mañana.
Ivy parpadeó.
–¿Perdone?
–Va a quedarse aquí, en la fortaleza, donde yo pueda proteger a mi hijo.
–Perdone, pero no le entiendo. ¿Cómo que debo quedarme aquí? ¿Y proteger a su hijo de qué?
–De quién, señorita Dean. En cuanto a lo que de quedarse en la fortaleza, creo que me he explicado con claridad. No puedo permitir que se vaya.
–¿Por qué no?
Nazir había aprendido a estudiar las reacciones de sus hombres para saber cuándo podía presionar y cuándo no hacerlo. Cuándo debían descansar y cuándo estaban aburridos y necesitaban un reto. O cuándo estaban inseguros y necesitaban una inyección de confianza.
Y ella parecía agotada y asustada, y tal vez darle la noticia sería contraproducente en ese momento. Él no era un hombre delicado o considerado porque tenía el corazón de un soldado, pero podía serlo si la situación lo exigía y, evidentemente, la situación exigía que fuese con cuidado.
–Tengo muchos enemigos, señorita Dean, y su presencia aquí habrá sido detectada. Por aquí no vienen muchas mujeres y menos mujeres embarazadas, de modo que alguien sacará las lógicas conclusiones.
Ella seguía mirándolo con el ceño fruncido.
–¿Qué está diciendo?
–Que si vuelve a Mahassa podría estar en peligro porque habrá gente que quiera utilizarla contra mí.
Ivy parpadeó de nuevo.
–No puede hablar en serio.
–Soy un hombre peligroso para mucha gente poderosa, para muchos gobiernos. Y si descubren que está esperando un hijo mío…
Nazir no terminó la frase, pero no tenía que hacerlo. Ivy lo había entendido.
–Así que es usted un despiadado señor de la guerra después de todo.
–Esa es una conversación para otro momento. La realidad es que al venir a Inaris ha puesto en peligro su vida y la de mi hijo. Y es imperativo que siga aquí, donde yo puedo protegerlos.
Ivy palideció y tuvo que agarrarse al respaldo de la silla.
–No era mi intención. Lo he hecho por Connie. Yo nunca…
Nazir se irguió, preocupado al verla tan pálida. Aunque no le gustaba esa preocupación. Una cosa era preocuparse por sus soldados, que dependían de él, pero no por una mujer, aunque esperase un hijo suyo.
–Siéntese –le ordenó–. Parece a punto de desmayarse.
–No quiero sentarme –replicó ella–. ¿Cuánto tiempo tendré que quedarme aquí? Porque yo tengo una vida en Inglaterra y debo volver allí. ¿Y mi habitación del hotel de Mahassa? Todas mis cosas están allí… y mi pasaporte está en la caja fuerte. Si hay algún peligro, lo mejor será que vuelva a Inglaterra de inmediato. Allí estaría a salvo.
Nazir esperó hasta que terminó de hablar, sintiendo cierta admiración por su obstinación y su amor propio. Debía estar agotada y conmocionada, pero seguía discutiendo sus órdenes.
–No, me temo que no estaría segura en ningún sitio salvo en esta fortaleza. En cuanto a sus cosas, he enviado a alguien a buscarlas y las traerán en unas horas.
–¿Durante cuánto tiempo? Tengo una semana de vacaciones, pero luego debo volver a Inglaterra.
Nazir se acercó ella y, sin decir una palabra, la tomó por los brazos para sentarla en la silla. Debía estar conmocionada porque no se resistió, aunque lo miró con gesto aprensivo. Y sí, definitivamente, había miedo en sus ojos.
Después puso las manos sobre los brazos de la silla, acorralándola para asegurarse de que prestaba atención. Además, debería estar sentada cuando le diese la noticia.
Su piel era tan delicada. No estaba hecha para el calor del desierto. Afortunadamente para aquella rosa inglesa, en la fortaleza había el equivalente a un invernadero.
–Tendrá que quedarse aquí al menos hasta que nazca el bebé. Después de eso, podremos negociar.
–¿Qué?
–Antes ha dicho que todos los hijos deberían ser queridos y yo estoy de acuerdo. Yo quiero a este hijo, pero si voy a reclamarlo como mío hay un par de cosas que debe entender. Mi apellido es a la vez un riesgo y una protección, pero quiero que mi hijo lo lleve y quiero que la madre de mi hijo lo lleve también.
Ivy lo miraba sin entender.
–¿Su apellido?
Nazir se dio cuenta de que iba a tener que ser más específico.
–Voy a casarme con usted –anunció–. Y me temo que debo insistir.
Al principio, Ivy no entendía lo que decía. No podía entender lo que estaba pasando.
Odiaba que otras personas tomasen decisiones importantes por ella y, sin embargo, en aquel momento no podía hacer nada al respecto.
No podía volver a casa, le había dicho. Tenía que quedarse allí. Tanto ella como el hijo que esperaba estaban en peligro.
Intentó levantarse, pero el jeque se lo impidió. Era tan grande, tan fuerte que la hacía sentir pequeña, frágil y turbadoramente femenina.
Luego había dicho que tenía que casarse con ella, pero no podía ser verdad. Tenía que haber oído mal. No se conocían. Eran extraños y nadie se casaba con un extraño, a menos que estuvieran en un absurdo programa de telerrealidad.
Ivy lo miró a los ojos. De verdad eran de un color extraordinario, cristalinos como la nieve de un glaciar. Tal frío en medio del ardiente desierto. Él, en cambio, irradiaba calor, pero era un calor peligroso e Ivy sabía que podría quemarla si no tenía cuidado.
–No –consiguió decir por fin–. Eso es una locura. Yo no puedo casarme con usted. ¿De qué está hablando?
Él no se movió. Parecía inamovible, inflexible como el granito. Tenía la sensación de que podría empujar y empujar con todas sus fuerzas y no conseguiría moverlo un solo centímetro.
–No puede negarse –dijo el jeque.
Y ella sintió esa voz en sus huesos, como el ruido sordo de unas placas tectónicas.
–¿Pero y si ya estuviera casada? ¿Y si viviese con alguien?
–¿Está casada? ¿Vive con alguien?
–No, pero…
–Entonces todo eso es irrelevante.
–¿Por qué tengo que casarme con usted?
–Estar casada conmigo le ofrecerá protección legal –respondió él–. Además, la madre de mi hijo debería ser mi esposa.
–Pero eso es medieval. Ahora la gente no se casa solo por eso.
–Me da igual lo que haga la gente. Mi hijo tendrá un padre y una madre y para eso debemos casarnos.
–Pero si no nos conocemos. Somos dos extraños –protestó Ivy–. No nos queremos.
–¿Qué tiene que ver el amor?
–Dos personas se casan cuando están enamoradas –respondió ella, asustada.
De hecho, empezaba a experimentar una oleada de pánico. Normalmente, ella era buena en los momentos de crisis y siempre sabía qué hacer. Nunca se dejaba llevar por las emociones. ¿Entonces por qué sentía como si estuviera a punto de derrumbarse?
Las hormonas del embarazo seguramente. Las hormonas y aquel arrogante e insufrible jeque.
–No sé en qué mundo de cuento de hadas vive usted, señorita Dean, pero esto no es un cuento de hadas –dijo Nazir, con el ceño fruncido–. No se trataría de un matrimonio de verdad sino uno de conveniencia. Públicamente será un matrimonio legal, pero en privado solo será una formalidad.
Ivy dejó escapar un suspiro. Solo sería una formalidad, pensó, sintiendo cierta… ¿decepción?
No, qué absurdo. ¿Por qué iba a sentirse decepcionada al saber que solo sería un matrimonio de conveniencia? Ella no quería acostarse con el jeque, por supuesto que no.
–Lo siento, pero eso no me tranquiliza.
–Sus sentimientos no importan –le espetó el jeque, cerniéndose sobre ella como la propia fortaleza–. La seguridad y el bienestar de mi hijo es lo único importante.
–También es mi hijo –dijo ella sin pensar.
Él enarcó una ceja.
–Pensé que era el hijo de su amiga.
Ivy sintió una oleada de ira contra aquel hombre que había tomado el control de la situación sin contar con ella, haciéndola sentir tan impotente como cuando era la pobre niña huérfana a la que nadie quería adoptar, por buena que fuese, por mucho que sonriese.
Había hecho tantas entrevistas con posibles padres, pero nadie la había elegido. Nadie la había querido y ella no podía hacer nada al respecto. Absolutamente nada.
Ivy se levantó, sin darse cuenta de lo cerca que estaba. Era tan alto y sus hombros tan anchos que la hacía sentir como una cría. Olía como el desierto, ardiente y seco, absolutamente masculino.
Se sentía atrapada por la claridad de sus ojos y por una extraña debilidad, como si estuviese en el mar y la marea estuviese retrocediendo, llevándosela con ella a la deriva.
No se dio cuenta de que se le habían doblado las rodillas hasta que un duro brazo masculino la sujetó por la cintura, apretándola contra un torso que parecía de piedra.
Ivy dejó escapar el aliento mientras ponía las manos en ese torso para recuperar el equilibrio. Parecía como si estuviese hecho de acero y, sin embargo, era muy cálido. Un escudo cubierto por una piel aterciopelada…
Era tan agradable que le gustaría cerrar los ojos y apoyar la cabeza en ese torso como la apoyaría sobre una roca para disfrutar del sol.
Nazir Al Rasul la tenía atrapada y no podía moverse. Había agotado todas sus energías atravesando el desierto y enfrentándose con el formidable jeque… y entonces él había lanzado aquella bomba.
No podía marcharse de allí y debían casarse porque quería reclamar a su hijo.
Estaba tan cansada y, en el fondo, tan asustada. Connie había muerto y ella quería cumplir los deseos de su amiga, pero ya no estaba segura de poder hacerlo. Jamás hubiera imaginado que tendría que hacerlo sola.
La rabia, el dolor y el miedo se mezclaban en su interior y, de repente, sus ojos se nublaron.
Oh, no, había estado a punto de desmayarse y ahora estaba a punto de ponerse a llorar. Era demasiado.
Ivy cerró los ojos y lo oyó murmurar algo que parecía una palabrota mientras la tomaba en brazos.
Debería haber protestado. Debería haber hecho algo para detenerlo, pero no lo hizo.
Las últimas cuatro semanas, desde que Connie murió, habían sido tan duras, tan tristes. Y ya no le quedaban fuerzas.
Notó que la sacaba de la oficina y que atravesaban varios corredores oscuros. Oía voces, sobre todo la del jeque dando órdenes.
Tal vez iban de vuelta a la solitaria biblioteca, pero le daba igual. El hombre que la llevaba en brazos era cálido y fuerte y estaba tan exhausta que le parecía lo más natural del mundo relajarse contra su torso.
No la habían llevado en brazos desde que era niña. De hecho, ahora que lo pensaba, nunca la habían llevado en brazos. Nadie la había tocado en mucho tiempo. No recordaba la última vez…
Tal vez podría quedarse así durante unos segundos. Solo unos segundos.
Ivy apoyó la mejilla sobre la chilaba de lino, respirando su aroma, una mezcla de olor a hombre y esencia de almizcle, que era nuevo para ella. Podía notar los latidos de su corazón, fuertes vibrantes, seguros. No sabía por qué, pero le resultaba extrañamente consolador.
Oyó ruido de puertas cerrándose y entonces el ambiente se volvió menos árido, más húmedo. Casi podría pensar que estaban al aire libre.
Luego sintió que la dejaba sobre algo blando y, sin darse cuenta, se agarró a su chilaba como si no quisiera soltarlo.
Pero ese breve momento de debilidad terminó enseguida. Necesitaba lidiar con la realidad, de modo que abrió los ojos.
Estaba en una amplia sala de techos altos y paredes de azulejos blancos, con algún toque verde aquí y allá. Los suelos eran de piedra blanca, cubiertos por alfombras de seda en tonos azules y verdes, con algún toque rojo y naranja.
Las ventanas daban al fresco patio que había visto antes. Era un sitio precioso y casi podría jurar que oía el canto de los pájaros.
Había varios sofás bajos con almohadones de seda y estanterías de madera llenas de libros.
Se dio cuenta entonces de que él la había dejado sobre un sofá y era tan cómodo que, francamente, no quería moverse. La habitación era encantadora y lo único que quería era dormir durante unas horas y olvidar lo que estaba pasando, pero el jeque se puso en cuclillas frente a ella, mirándola con ojo crítico, como un médico examinando a un paciente.
Esa mirada la hacía sentir tan expuesta y vulnerable que sintió la tentación de volver a cerrar los ojos, olvidarse de él y fingir que no existía. Pero eso no iba a ayudarla.
El jeque Al Rasul existía y era el padre del hijo que esperaba. Un hijo que quería reclamar como suyo y, al parecer, a ella también.
Ivy nunca había sido cobarde y no podía esconder la cabeza en la arena, por mucho que quisiera hacerlo.
–Lo siento, no quería desmayarme –se disculpó.
Intentó sentarse, pero él se lo impidió poniendo las manos sobre sus hombros.
–Tiene que descansar –le dijo con tono autoritario–. Y luego necesita una ducha, ropa limpia y comer algo más. Y, definitivamente, debe beber agua. Y no discuta conmigo –se apresuró a decir al ver que ella iba a protestar–. Es malgastar energía porque sabe que tengo razón.
Era cierto, maldito fuese.
Ivy dejó escapar el aliento.
–No me gusta que me digan lo que tengo que hacer.
–Qué sorpresa –se burló él–. En realidad, a mí tampoco me gusta, pero si alguien me dijese que tengo que comer y yo supiera que necesito comida le haría caso y no perdería el tiempo discutiendo.
En realidad, Ivy no tenía energía para discutir y, además, en aquella habitación tan plácida y fresca no sentía el deseo de hacerlo.
Irritada, tiró del bajo de su polvorienta túnica.
–Decir que no puedo irme de aquí y que debo casarme con usted no ayuda nada –le espetó.
–No, imagino que no, pero debe conocer mis intenciones y quería que tuviese tiempo para hacerse a la idea.
–Seguro que hay mejores formas de protegerme y proteger a su hijo que casándonos.
–Tal vez –dijo él, incorporándose con un movimiento sorprendentemente ágil para tomar una manta en tonos azules–. Pero esa es mi decisión y ahora mismo tiene que dormir. No quiero que vuelva a desmayarse.
Ivy lanzó sobre él una mirada de indignación.
–No me he desmayado exactamente.
–Ah, no, perdone. Ha sido un desvanecimiento.
¿Estaba bromeando? No podía ser, no parecía un hombre capaz de hacer una broma
–¿Un desvanecimiento? ¿Como las damiselas del siglo pasado? No, de eso nada.
La expresión del jeque seguía siendo enigmática.
–Dadas las circunstancias, sería comprensible.
Ivy intentó luchar contra la deliciosa flojedad provocada por la suave manta y el tintineo de la fuente, decidida a no dejar que él dijese la última palabra.
–¿Y qué circunstancias son esas?
Él esbozó una media sonrisa, mirándola con unos ojos que, por una vez, no parecían dos bloques de hielo.
–Duerma, señorita Dean –le ordenó.
Y para su irritación, Ivy se encontró haciendo precisamente eso. Aunque, tontamente, la media sonrisa del jeque pobló sus sueños.