Читать книгу E-Pack Bianca marzo 2022 - Sharon Kendrick - Страница 9
Capítulo 5
ОглавлениеNazir se sentía lleno de energía y no sabía por qué. Debería estar agotado porque llevaba días sin dormir, pero no era así.
Unas horas antes había encargado a sus ayudantes que averiguasen todo lo posible sobre Ivy Dean y, en ese momento, estaba leyendo el informe.
A primera vista, era una mujer totalmente normal, que trabajaba como directora de una casa de acogida en Londres. No tenía familia y, al parecer, había crecido en la casa de acogida que ahora dirigía.
Trabajaba todo el día en la casa, no viajaba, no salía y tampoco parecía tener muchos amigos. Era una vida poco distinguida y no coincidía con la fiera mujer que había recorrido un desierto para verlo.
Ivy Dean era una mujer capaz y valiente que no había dudado en plantarle cara. Le había dicho que no consideraba hijo suyo al bebé que esperaba, pero se llevaba una mano al vientre en un gesto protector cada vez que se sentía amenazada.
Una mujer con la cabeza sobre los hombros, pero que escondía un volcán bajo la superficie.
Una mujer de contrastes.
Estaba furiosa con él, pero cuando le fallaron las fuerzas y tuvo que llevarla en brazos no protestó. Al contrario, se había relajado sobre su torso, cálida, suave y delicadamente femenina.
Eso lo había sorprendido, aunque no sabía por qué. Tal vez había esperado que fuese tan espinosa y punzante como su personalidad, pero no. Sus curvas eran deliciosas y olía a una sutil mezcla de almizcle y algo dulce que le recordaba el jazmín que crecía en los jardines de la sultana.
No sabía qué lo había poseído para tomarla en brazos y llevarla a la zona de la fortaleza que una vez, siglos atrás, había sido el harem.
Su padre había reformado esas habitaciones para sus encuentros prohibidos con la sultana y, aunque era tentador llevar allí a sus amantes, Nazir no lo había hecho nunca. No quería arriesgarse a revelar el enclave de la fortaleza solo por un par de noches de placer.
Pero no lo había pensado dos veces cuando llevó allí a Ivy. Le había parecido lo mejor. Además, era el sitio más cómodo de la fortaleza.
Que estuviese cómoda o no debería ser tan irrelevante como sus sentimientos, pero ambas cosas le preocupaban y eso era turbador porque él no podía permitirse distracciones.
Y eso sin pensar en el enfado del sultán, que quería desmantelar su ejército, casi tan poderoso como el de Inaris.
Nazir, pensativo, sacudió la cabeza.
La obsesión por la sultana había arruinado la vida de su padre, el destierro convirtiéndolo en un hombre amargado. Pero a él no le pasaría lo mismo. Nazir desahogaba la pasión física, pero se aseguraba de que nadie entrase en su corazón.
Aunque una vez había sido diferente. Cuando era niño, la árida educación en casa de su padre había sido animada por los infrecuentes encuentros con su madre. Vivía para esos momentos, en los que encontraba cariño y comprensión. Momentos en los que alguien le quería, pero que nunca duraban mucho y siempre lo dejaban con una sensación de vacío.
Ese había sido siempre el problema, que quería más. Con el tiempo, había aprendido a conformarse con lo que tenía, pero para sus padres era demasiado tarde.
Todo había sido culpa suya y Nazir lo sabía, de modo que a partir de entonces nunca anheló nada.
«¿Pero dónde te deja este matrimonio, dispuesto a una vida de celibato?».
Nazir se echó hacia atrás en la silla, con el ceño fruncido.
Su padre había sido un hombre débil cuando se trataba de los apetitos de la carne y Nazir despreciaba su deseo por la mujer de otro hombre, aunque su propia existencia se debiera a esa debilidad. Él nunca haría eso. Él era capaz de controlarse como debía hacer un buen líder.
Pero tampoco podía desoír sus deseos físicos porque eso podría afectar a su tranquilidad. Su cuerpo era una máquina y cuidar bien de ella le permitía operar a un nivel óptimo, de modo que no podía negarse un necesario desahogo.
Y eso hacía que la cuestión del sexo fuese pertinente. Si se casaba con Ivy tendría que desahogarse en algún sitio, y no le gustaba la idea de hacerlo con otra mujer.
Podría ser discreto, ese no era el problema. Podría asegurarse de que todos creyeran que le era fiel a su esposa, pero él sabría que no lo era. Si eso le importaba a Ivy o no, y seguramente no le importaría, daba igual.
Él era el producto de una aventura extramatrimonial que había terminado mal para todos, una aventura que le había robado a su madre, que no podía mostrarle abiertamente su cariño, mientras se lo daba todo a su hijo legítimo. No había podido reconocer a Nazir sin arriesgarse a la ira del sultán y eso les había hecho un daño inmenso a los dos.
Nazir no desearía eso para su hijo, de modo que su matrimonio tendría que ser auténtico.
«Tú sabes lo que eso significa, ¿no?».
Extrañamente inquieto, se levantó de la silla y se acercó a la ventana para mirar el bonito patio que era un descanso para los ojos. Las plantas y la fuente siempre lo ayudaban a relajarse, permitiéndole pensar con claridad.
Sin embargo, en aquel momento mirar las plantas y los árboles no lo ayudaba en absoluto. Se sentía impaciente, turbado por una mujer a la que había conocido unas horas antes.
El matrimonio era la única opción. Tenía que reconocer a su hijo y, aunque eso sería arriesgado tanto para Ivy como para el bebé, también sería una protección para ellos. Inicialmente había pensado que solo sería un matrimonio de conveniencia, pero no sería conveniente para él estar sin una mujer.
Y como no quería buscar placer fuera del matrimonio, solo le quedaba una opción.
«¿Y ella?». «¿Y los sentimientos de Ivy?».
Sus sentimientos, como ya le había dicho, eran irrelevantes, pero no podía forzarla a casarse con él. Ivy Dean tendría que aceptar su proposición.
Claro que a él le gustaba el sexo salvaje e Ivy Dean parecía tan frágil… pero tal vez podría convencerla para que compartiese su cama. No sería la situación ideal, pero tendría que conformarse.
«¿Y si ella no te desease?».
Eso sería un problema, claro. Por otro lado, estaba seguro de que no era el caso. Había notado cierta electricidad entre ellos en el puesto de guardia. Ivy no podía apartar la mirada de la suya y, además, había notado que miraba fijamente la porción de torso que asomaba por la chilaba abierta. Y unas horas antes, cuando la dejó sobre el sofá, se había agarrado a él como si no quisiera soltarlo.
Definitivamente había interés en sus ojos, pensó, sintiendo de nuevo la primitiva y posesiva emoción que había experimentado cuando le habló de su hijo.
Pero si aquello no tenía nada que ver con los sentimientos de Ivy, menos aún con los suyos. Se trataba de su hijo, de lo que era mejor para él o ella, nada más.
Alguien llamó a la puerta entonces.
–Entra.
Uno de sus guardias entró para informarle de que habían llegado las cosas de la señorita Dean y también de que ella estaba despierta y la habían llevado a sus habitaciones.
–Encarga una cena para dos en el comedor –le ordenó–. Y asegúrate de que sea una comida adecuada para una mujer embarazada.
Dos horas después, Nazir entraba en el comedor, con una camiseta negra y pantalones de combate. Tal vez no era el atuendo adecuado para hablar de una proposición de matrimonio, pero no veía razón para ser más de lo que era, un soldado, un comandante.
Como había pedido, la cena estaba preparada sobre las mesitas, con pan recién hecho, aceitunas, humus y una ensalada de pollo especialmente preparada para ella. Como toque especial, alguien había encendido unas velitas en pequeñas palmatorias de cristal.
Pensando que debería dar una bonificación al equipo de cocina, Nazir miró alrededor buscando a Ivy, que no parecía estar por ningún lado.
Hasta que la vio, una figura pequeña inclinada frente a la pared, con un pantalón negro de yoga y una camiseta azul, su larga melena oscura sujeta en una coleta.
En una mano tenía lo que parecía un recogedor y en la otra una escobilla.
–¿Qué demonios está haciendo, señorita Dean?
Ella se incorporó abruptamente, clavando en él esos asombrosos ojos de color cobre. Ahora que se había quitado la polvorienta túnica y llevaba ropa más ajustada podía ver claramente su silueta femenina. Era una mujer bien proporcionada, con una figura de guitarra si no estuviese embarazada. La camiseta se pegaba a sus generosos pechos y a la curva de su vientre.
Nazir se sintió transfigurado. Bajo la curva de ese vientre crecía su hijo…
–Ah, es usted –dijo ella, frunciendo el ceño.
La luz de las velas centelleaba sobre el espeso pelo cobrizo, ligeramente rizado en las puntas, y de nuevo Nazir experimentó esa sensación posesiva. Una sensación que calentaba el frío vacío en su interior.
–¿Qué hace?
–Limpiando el zócalo. Estaba lleno de polvo.
–¿Limpiando el zócalo? –repitió él, sin entender.
–Esta es una habitación muy agradable –dijo Ivy, mirando alrededor con gesto de aprobación–. Pero los azulejos del suelo deberían limpiarse y a las alfombras les iría bien un repaso.
¿De qué estaba hablando? Nazir intentó encontrar su habitual tono autoritario, pero parecía haberse evaporado y lo único que quería era acariciar posesivamente su hinchado abdomen y otras partes de su cuerpo. Le gustaría tocarla para ver si esa delicada piel pálida era tan sedosa como parecía. Y entonces tal vez podría saborearla. Estaba seguro de que sabría dulce y, aunque a él no le gustaban mucho los dulces, estaba seguro de que le encantaría su sabor.
Sin pensar, se acercó a ella y le quitó el recogedor y la escobilla de las manos.
–¿Qué hace? –exclamó ella, indignada.
–Esto –respondió él, tirando al suelo los utensilios de limpieza y tomándola por las caderas.
Antes de que pudiese protestar, Ivy se encontró implacablemente atraída hacia el torso de acero.
Con una camiseta negra ajustada y pantalones de combate, el jeque Al Rasul le había robado el aliento en cuanto entró en el comedor.
Era tan alto y atlético como un guerrero, duro como una piedra, viril como ningún otro hombre. El algodón negro de la camiseta se pegaba a sus anchos hombros, ofreciendo un perfecto contraste con su piel bronceada.
Era un hombre intensamente peligroso y ella lo sabía. Lo sentía en los huesos. Sin embargo, no era un peligro físico y también sabía eso. No, aquel hombre no le haría daño. El peligro estaba en otro sitio, aunque Ivy se negaba a reconocerlo.
Su corazón se había acelerado y tenía la boca seca. Las manos del jeque eran cálidas y la sujetaba con firmeza, el hielo azul de sus ojos ardiendo mientras la atraía hacia él.
Había algo primitivo en su mirada, algo posesivo que aceleró aún más su corazón. Y no de miedo. Nadie la había mirado de ese modo. Nunca. Como si le perteneciese, como si fuera suya.
–Señor Al Rasul… –empezó a decir, aunque no sabía si estaba protestando o animándolo.
Él bajó la mirada y deslizó una mano por la curva de su vientre en un gesto escandalosamente posesivo.
Ivy se quedó helada. El roce era muy suave y, sin embargo, hacía que su piel ardiese bajo el fino material de la camiseta. No podía moverse. Apenas podía respirar.
Nadie la había tocado así. De hecho, Connie era la única persona que la había tocado con afecto. Nadie más lo había hecho. Ni en la casa de acogida, ni en el colegio. Y nadie desde que era adulta.
Ese roce despertó algo inquietante en su interior, un hambre que no tenía nada que ver con la comida.
¿Por qué no se apartaba? ¿Por qué dejaba que la tocase como si tuviese todo el derecho a hacerlo?
Porque no lo tenía. No tenía ningún derecho a tocarla. Era un extraño para ella y…
–Pare –dijo por fin, azorada al notar que temblaba de arriba abajo.
El jeque extendió los dedos posesivamente sobre su abdomen.
–Esto es mío –dijo con voz ronca–. Y usted también.
–¿De qué está hablando? Yo no soy suya.
–Sí lo es –insistió él, con un brillo de lava ardiente en los ojos–. Vino aquí con mi hijo y eso la hace mía.
Ivy experimentó una especie de descarga eléctrica y tuvo que hacer un esfuerzo para encontrar su voz. No tenía sentido. Apenas conocía a aquel hombre y, desde luego, él no debería tomarse esas confianzas. ¿Cómo se atrevía a tocarla, a decirle que era suya?
Nadie la había deseado nunca, absolutamente nadie. Había sido la única niña de la casa de acogida que nunca fue adoptada. No había tenido una familia, unos padres que cuidasen de ella. No había tenido hermanos. Había crecido sin que nadie la quisiera. Salvo Connie, que también vivía en la casa y que había sido como una hermana para ella hasta que la adoptaron.
Pero no había estado completamente sola, así que no había razón para sentir esa ansia, ese anhelo. No había razón para querer que siguiese tocándola…
«Es muy peligroso pensar eso».
Ivy se apartó por fin y él la dejó ir, pero el brillo posesivo de sus ojos no se desvaneció.
–Parece que tenemos muchas cosas que discutir. Venga, vamos a cenar.
Ella quería salir corriendo. Por alguna razón, aquel hombre era un peligro para ella.
Un peligro que no podía poner en palabras. Era parecido a lo que había sentido de niña cada vez que unos posibles padres iban a la casa de acogida. Cuando se sentaba allí con ellos, esperando y esperando, irradiando desesperación por todos los poros de su piel.
Esa desesperación los echaba para atrás. Nadie quería a una niña tan necesitada, tan alterada. Había sido una dura lección, pero desde entonces no necesitaba a nadie. Había encontrado su propósito en la vida ayudando a otros niños sin familia, dándoles el hogar que ella nunca había tenido.
«Pero nunca has podido librarte del todo de la desesperación».
Ivy apartó de sí ese pensamiento. Ya no estaba desesperada y no volvería a estarlo nunca.
Y el irritante jeque tenía razón sobre una cosa: sus sentimientos no eran lo que estaba en juego. Tenía que pensar en su hijo y si el peligro era real, el mejor sitio para aquel bebé era estar con su padre, de modo que tendría que olvidar sus miedos y sentarse para hablar con él.
No iba a pasar nada. Se sentía mucho mejor después de haber comido y dormido un rato. Cuando despertó, un guardia la había llevado a una especie de apartamento con un dormitorio, un baño y un saloncito, todo con vistas al precioso patio.
Las paredes eran de azulejos blancos y las ventanas estaban adornadas con cortinas de lino. En el baño había una gran bañera, una enorme ducha y un bonito armario con jarroncitos de cristal llenos de aceites, sales de baño y perfumes.
Las habitaciones eran alegres, frescas y preciosas. No se parecían nada al resto de la fortaleza. De hecho, casi parecía un edificio diferente, una fantasía, el palacio de un sultán.
Su ajada maleta negra parecía más triste en contraste con tanto lujo.
El guardia había abierto un armario de cedro lleno de túnicas de seda en todos los colores, indicándole que podía ponerse la que quisiera.
Cuando el guarda salió de la habitación, Ivy había acariciado una lustrosa túnica durante unos segundos, pero después cerró firmemente la puerta del armario.
Ella no necesitaba túnicas ni sábanas de seda y, después de ducharse, se había puesto su propia ropa, esperando sentirse más segura de sí misma porque necesitaba controlar aquella ridícula situación.
Eso era lo que tenía que hacer, de modo que había ido al comedor a esperar al jeque, decidida a interrogarlo sobre el peligro que había mencionado antes y cómo iba a funcionar exactamente ese matrimonio que proponía.
Había llegado temprano y, sin nada que hacer, le había pedido a un empleado que le diese algo para quitar el polvo del zócalo. Al menos tendría algo que hacer mientras esperaba.
Y entonces el jeque había entrado en el comedor…
Ivy volvió a llevarse la mano al vientre, notando el calor que había dejado la marca de su mano, y pensó que jamás podría librarse de esa marca. Se había instalado bajo su piel, convirtiéndose en parte de ella.
Nazir siguió el gesto con la mirada y ella se puso colorada, como si hubiera revelado un secreto.
Irritada, apartó la mano y se sentó sobre los almohadones que había en el suelo, sintiendo un aleteo en el estómago cuando el jeque hizo lo propio.
–Yo le serviré –murmuró, tomando su plato.
–Puedo servirme sola, gracias.
–Aun así, deje que lo haga.
–No hace falta.
–Le gusta mucho discutir, ¿no?
Nazir puso el plato frente a ella y le sirvió un vaso de agua.
–Y usted es un hombre muy irritante –replicó Ivy.
Pero el pan recién hecho olía de maravilla, las aceitunas negras eran brillantes y gruesas y el pollo estaba cocinado a la perfección.
«Qué exasperante».
«¿Pero tiene sentido estar exasperada?».
«Terminarás haciéndole enfadar y eso no sería bueno para el bebé».
Ivy dejó escapar un suspiro. Era cierto, seguir discutiendo con él era absurdo. Ella no tenía ningún poder allí. Estaba acostumbrada a llevar el control de su vida, pero por el momento no tenía alternativa.
–Gracias por la comida y por la habitación –se obligó a decir–. Pero yo no necesito lujos, no tiene que molestarse tanto por mí.
–No es ninguna molestia. Hace años que no se usan esas habitaciones, aunque mis empleados lo mantienen todo en orden. Aparte del polvo en el zócalo, claro –dijo él, irónico.
Ivy se puso colorada.
–No hay nada malo en intentar tenerlo todo ordenado.
–No, desde luego que no.
Debería irritarle que se burlase de ella y, sin embargo, no era así. Al contrario, hacerlo sonreír era una pequeña victoria. Ella no solía hacer sonreír a la gente y, aunque nunca le había preocupado, se alegraba de haber hecho sonreír al jeque.
–El dormitorio parece hecho para una princesa –murmuró, poniendo humus en un trozo de pan.
–No se equivoca –dijo él–. Esta fortaleza era uno de los palacios del desierto del sultán y esas habitaciones solían ser las del harem.
Ivy sintió un escalofrío, aunque debía confesar que no era del todo desagradable.
–Ya veo.
Él enarcó una oscura ceja, mirándola con expresión enigmática.
–El término «harem» se refiere a los aposentos de las mujeres, no se trata de un club de orgías.
–No, claro. Yo no quería decir…
–No pasa nada, solo quería explicarle lo que es para que no haya malentendidos –Nazir tomó la jarra de agua y se sirvió un vaso–. Esas habitaciones eran de la sultana. Y, más recientemente, de mi madre.
–¿De su madre?
–¿No lo sabía? Soy el hijo ilegítimo del antiguo sultán.
Su tono era aparentemente despreocupado, pero Ivy detectó un brillo en sus ojos que sugería otra cosa.
–No lo sabía.
–El sultán era un hombre cruel y mi madre se sentía sola. Por eso se enamoró de mi padre, que era comandante del ejército de Inaris.
La luz de las velas bailaba sobre los duros ángulos del rostro masculino.
–Ah, vaya.
–Ella venía aquí para alejarse del palacio y mi padre solía venir con ella.
–¿Y ahora la fortaleza es suya? –le preguntó Ivy.
–El sultán se la dio a mi padre al final –respondió Nazir esbozando una sonrisa, aunque una sonrisa más bien triste–. Aunque no era un regalo sino un destierro.
–¿Por qué?
–Porque descubrió su aventura con mi madre. Decir que el sultán estaba enfadado sería quedarse corto.
Ivy no podía contener su curiosidad.
–¿Y qué pasó entonces?
–Da igual, no quiero seguir hablando de la vida de mis padres –respondió Nazir–. Tenemos que hablar de la vida de mi hijo.
Ella se mordió los labios, irritada. No quería sentir curiosidad sobre él y no debería molestarle el cambio de tema. Tal vez más tarde volvería a preguntarle o tal vez se habría olvidado del asunto para entonces. En cualquier caso, daba igual.
–Muy bien –asintió, dejando el tenedor sobre el plato–. No va a seguir adelante con esa idea del matrimonio, ¿verdad? Es ridículo.
Él miró su plato.
–Tiene que comer más. Y, mientras come, le diré lo que va a pasar.
–¿Cómo que me dirá lo que va a pasar? Se supone que vamos a discutirlo.
–Nos casaremos quiera usted o no y se quedará en la fortaleza. Podemos discutir cualquier otra cosa aparte de eso.
Ivy intentó contener una oleada de pánico.
–Pero yo no puedo quedarme aquí. Ya le dije que tengo un trabajo en Inglaterra y…
–No se preocupe por eso. He puesto a cargo de la casa de acogida a una persona excepcionalmente cualificada y, naturalmente, he asignado los fondos necesarios.
«Con qué facilidad has sido remplazada».
–No –dijo Ivy, perpleja–. No puede hacer eso.
Él la miró en silencio durante unos segundos. Pero no era una mirada helada o impersonal sino territorial, como si fuese un emperador examinando las tierras que acababa de conquistar.
–Pero ya lo he hecho, señorita Dean. Y la persona que estaba dirigiendo la casa estos días se siente muy aliviada.
Ivy experimentó una furia sorda. Esa casa era toda su vida. Había crecido allí, trabajaba allí y allí había creado lo más parecido a una familia.
«Y te rechazaron una y otra vez». «¿Por qué quieres quedarte allí?».
Airada, apretó los puños hasta que sus nudillos se volvieron blancos. Querría golpear ese rostro tan arrogante y gritarle que no tenía derecho a meterse en su vida, pero eso no iba a ayudarla.
–No puede tomar esas decisiones por mí –le dijo, intentando calmarse–. ¿Cómo se atreve?
–Si esa casa es toda su vida, entonces su vida es muy triste, señorita Dean. Tal vez sea el momento de ampliar sus horizontes.
La furia crecía dentro de ella. El jeque se había hecho cargo de su vida, apartándola del único hogar que había conocido nunca, diciéndole que tenía que casarse con él, encarcelándola en aquella fortaleza en medio del desierto.
Y todo sin permitirle decir una palabra, como si sus deseos no importasen.
Como si ella no importase.
«Pero es que no importas. Nunca has importado».
–Perdone –consiguió decir, desesperada por alejarse de él. Y de la tentación de darle un puñetazo–. He perdido el apetito.
Ivy se levantó de la silla y salió del comedor.