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Capítulo 10

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Su boca era como una llama y Nazir era impotente para detenerla. El portentoso deseo que había estado conteniendo durante años se liberó, desterrando su precioso autocontrol.

Soltando su muñeca, enterró la mano en su pelo y tiró hacia atrás de su cabeza para tomar su boca como el conquistador que era.

Ella no protestó, al contrario. Se apretó contra él, recibiendo el apasionado beso como si hubiera estado esperándolo durante toda su vida.

Qué mujer tan ingenua, tan temeraria. Ella no sabía lo que había liberado, pero era demasiado tarde para contenerse. Si quería que fuese un animal, lo sería. Y todo eso que había dicho sobre ser compasivo y generoso… bueno, pronto se daría cuenta de que estaba equivocada.

Él llevaba la destrucción a su paso y la destruiría a ella.

Su boca era ardiente y dulce, y Nazir enterró en ella la lengua, llevándose toda la dulzura. Sin dejar de besarla, agarró su túnica y tiró de ella con fuerza, el ruido de tela rasgada haciendo eco en la habitación. Pero ella seguía sin protestar. Sencillamente, movió los hombros para librarse de la prenda desgarrada y se apretó contra él, cálida, femenina e irresistible.

Algo dentro de él se liberó entonces. El autocontrol tan fieramente ganado, las lecciones de su padre, la fría lógica, el sentido común. Todo eso desapareció bajo un torrente del más intenso deseo que había experimentado en toda su vida.

Sin pensar, la tomó por la cintura y la puso de rodillas sobre el suelo de madera. Ella gimió, pero no era un gemido de protesta, al contrario. Apoyándose en las manos, lanzó sobre él una seductora mirada por encima del hombro. Un desafío para un predador como él.

Nazir se colocó de rodillas tras ella y empujó su cabeza hacia abajo, sujetándola allí, con la cara pegada al suelo, su precioso trasero levantado frente a él como una ofrenda. Jadeando, deslizó la mano libre entre sus muslos e introdujo un dedo en su húmeda carne, y luego otro.

Ella dejó escapar el más delicioso gemido mientras arqueaba la espalda, levantando las caderas. Nazir movía los dedos dentro y fuera una y otra vez, la fricción haciendo que se retorciese de gozo. La sensación de su sexo cerrándose y abriéndose lo hacía gruñir de satisfacción y quería seguir, quería hacerla gritar de placer solo con los dedos, pero el dolor en su entrepierna era cada vez más intenso.

Por fin, apartando la mano, arrancó de un tirón los botones de su pantalón y, manteniendo la presión en su cuello, se enterró en ella por detrás.

Ivy gritó. Seguía de rodillas y él quería cubrirla con su cuerpo como el animal que era, pero recordó que estaba embarazada, de modo que siguió embistiéndola por detrás.

El placer lo volvía loco. Verla con la cara pegada al suelo, las mejillas enrojecidas, los labios abiertos, era la imagen más erótica que había visto nunca.

No parecía importarle estar de rodillas en el suelo, ni que la tuviese inmovilizada, ni que estuviese penetrándola de forma casi brutal. De hecho, recibía sus embestidas empujando hacia atrás, dándole lo mismo que le daba él, con el mismo ardor salvaje.

La pequeña salvaje. La pequeña furia.

Su pequeña guerrera.

«Es tuya, será tuya para siempre. Nunca la dejarás escapar».

El sentimiento posesivo lo abrumaba, pero en esa ocasión decidió no luchar.

Había intentado resistirse, pero no había forma de hacerlo. Ella lo había liberado y allí estaban las consecuencias.

Siguió empujando, enterrándose en ella, estampando su sello y haciéndola suya en todos los sentidos hasta que la habitación se llenó de suspiros y gemidos de placer. El cuerpo de Ivy se cubrió de sudor mientras arañaba la madera del suelo como si pudiese darle lo que necesitaba.

Pero no, solo él podía hacerlo.

Deslizando una mano entre sus muslos, encontró el escondido capullo entre los rizos y lo acarició hasta hacerla temblar, sin dejar de embestirla mientras la acariciaba con los dedos hasta que su convulso grito de placer hizo eco en la habitación.

Pero no era suficiente y siguió empujando con fuerza, espoleándola como se espoleaba a sí mismo hasta que se rompió por segunda vez. Solo entonces se dejó ir, abandonándose al placer sin dejar de moverse dentro de ella, dejando que Ivy Dean lo rompiese en pedazos.

Perdió el control sobre sí mismo y cuando por fin logró recuperarse descubrió que estaba encima de ella, aplastándola con el peso de su cuerpo. Pero no quería moverse, contento mientras respiraba el delicioso aroma a jazmín. Y, durante unos segundos, experimentó una maravillosa sensación de paz.

Una paz que se esfumó al recordar lo que había pasado. Había dejado que su deseo lo abrumase, que ella le hiciese perder el control.

«Te has convertido en aquello contra lo que te advirtió tu padre».

Nazir volvió a experimentar la sensación que lo había ahogado en la terraza. Una sensación que le recordaba lo que era, lo que siempre había sido. El resultado de la debilidad de su padre, un niño con los mismos anhelos, los mismos deseos y los mismos fracasos.

Fracasos que, como él sabía bien, tenían terribles consecuencias. Y, sin embargo, allí estaba, añadiendo otro fracaso a la lista.

¿No había aprendido nada del destierro de su madre, de la vida destruida de su padre? ¿No había aprendido nada después de tantos años perfeccionando su autocontrol?

Al parecer, solo hacía falta que una mujer encantadora lo tocase y olvidaba todas esas lecciones.

«No puedes tenerla, no la mereces».

El aroma de Ivy llenaba sus sentidos, el calor de su cuerpo permeaba cada centímetro de su ser. Era preciosa, fuerte, vital, su pareja perfecta en todos los sentidos.

Y ese era el problema.

Ivy era perfecta para él, todo lo que siempre había querido, pero no podía tenerla porque no la merecía. Su existencia había sido un error, algo que nunca debería haber ocurrido. Su vida no había llevado más pena y ruina a sus padres y llevaría pena y ruina a la vida de Ivy también.

En realidad, ya lo había hecho. Ivy estaba embarazada de su hijo por una estúpida apuesta juvenil. No era culpa suya que su amiga hubiese muerto, pero sí era culpa suya haberla retenido allí. Era culpa suya exigir que se casara con él.

Ella no quería hacerlo, la había forzado.

«Ella nunca te habría elegido a ti, igual que tu madre nunca te eligió a ti».

Una vergüenza que no podía sacudirse hizo que los latidos de su corazón se volviesen ensordecedores.

Al menos debería obedecer las reglas que había impuesto su padre: nada de hijos, nada de esposa o familia. Ningún lazo que pusiera a prueba sus debilidades. Solo la fría tierra, el seco desierto. Esa era su vida y debería aceptarlo.

Nunca debería haber querido nada más.

«No es demasiado tarde, aún puedes arreglar esta situación».

Nazir cerró los ojos un momento. Sabía lo que tenía que hacer, aunque una vocecita le rogaba que no lo hiciese.

Pero tenía que hacerlo, debía poner distancia entre ellos. Tenía que recuperar el control y esa era la única forma.

Con cuidado para no hacerle daño, se apartó de ella y se levantó. Ivy se levantó también y, sin decir nada, cubrió su deliciosa desnudez con lo que quedaba de la túnica.

Le gustaría volver a hacerle el amor porque sabía que nunca volvería a verla de ese modo, pero era mejor así. No tenía sentido hacer aquello más difícil de lo que debería, al menos para él.

Pero cuando Ivy sonrió, el corazón dio un vuelco dentro de su pecho.

Esperaba no hacerle daño… en fin, sabía que iba a hacerle daño, pero no podía ser un gran dolor. Ivy no estaba allí porque quisiera sino porque él la había obligado a quedarse.

–He tomado una decisión –le dijo, intentando mostrarse sereno–. Después de la boda, creo que deberías vivir aquí en lugar de en la fortaleza.

Ella echó la cabeza hacia atrás.

–¿Por qué?

–Es mucho más agradable. Además, el desierto no es sitio para criar a un niño.

–¿No debes estar con tus hombres?

–Yo no me quedaré aquí.

Era lo único que podía hacer. Tenía que casarse con ella para darle su apellido y para protegerla, pero no podían estar juntos. Ella era una debilidad que no podía permitirse.

¿Cómo sería tenerla a su lado constantemente? ¿Cada hora del día?

No, imposible. Perdería el control antes de una semana.

Ivy frunció el ceño.

–¿Cómo que no vas a vivir aquí, conmigo?

–Yo vivo en la fortaleza, con mis hombres.

–Pero…

–Esa es mi decisión, Ivy –la interrumpió él–. Tengo que estar con mis hombres.

Ella parpadeó.

–Ah, muy bien, entonces también yo viviré allí. El patio es precioso y siempre podemos venir aquí a pasar las vacaciones. El niño…

–No –volvió a interrumpirla Nazir.

–¿Cómo que no?

–El bebé y tú os quedaréis aquí.

–Sin ti. ¿Eso es lo que estás diciendo?

Nazir hizo un esfuerzo para volver a ser un comandante, no un hombre.

–No puedo vivir contigo, Ivy.

–¿Por qué no? –preguntó ella, con un brillo de sorpresa en los ojos.

«Le has hecho daño».

Le dolía el pecho, otro recordatorio de cuánto lo afectaba aquella mujer y lo comprometido que estaba su autocontrol.

No debería importarle hacerle daño cuando era lo mejor para los dos. Porque sería lo mejor para ella también. Y para su hijo.

Tenía que matar la compasión y la generosidad que Ivy había intuido en él, que ella había despertado en él. Porque lo comprometía, lo hacía vulnerable. Lo hacía desear cosas que no podía tener.

Él no quería ser un padre como el suyo, frío, débil y emocionalmente yermo. Y por eso debía alejarse de su hijo.

–¿Por qué no? –insistió Ivy.

–Porque no voy a ser la clase de marido que tú quieres –respondió Nazir–. Y tampoco voy a ser la clase de padre que nuestro hijo necesita.

Ella lo miraba, atónita.

–No lo entiendo. Llevamos toda la semana hablando de cómo iba a ser nuestra vida en la fortaleza y…

–Lo sé, pero he cambiado de opinión –dijo Nazir–. Es mejor para ti y para nuestro hijo que estéis alejados de mí.

Ivy lo miró en silencio durante largo rato. Podía ver el brillo de dolor en sus ojos, un dolor profundo que le rompía el corazón.

–¿Por qué, Nazir? ¿Por qué es mejor que nuestro hijo no tenga un padre?

«Nuestro hijo».

Esas palabras le rompían el corazón, pero Nazir decidió desoír su angustia, guardándola en su interior con el resto de emociones débiles y bochornosas que no iba a permitirse.

Ivy necesitaba algo más que un marido ausente, especialmente después de una infancia como la suya, sola y rechazada por todos. Ella merecía a alguien que pudiese darle lo que necesitaba, y no era pasión física sino emoción, cariño, afecto.

Y él no podía darle eso, nunca podría darle eso.

–Porque los dos querríais algo que yo no puedo daros –respondió por fin con tono seco–. Y como no quiero hacerte daño, ni a ti ni al bebé, es mejor que mantenga las distancias.

Suspiró al ver el brillo fiero en los ojos de color cobre. Por supuesto, ella no iba a aceptarlo sin pelear. ¿Cuándo había hecho eso?

Tenía que ponérselo tan difícil como fuera posible. Si quería protegerlos a los dos, tendría que ser duro como una piedra, inflexible. No podía haber un momento de debilidad.

Tendría que darle un golpe mortal para que ella lo odiase.

–¿Y si yo lo quisiera todo? –lo retó ella, la pequeña furia indomable.

Ivy sentía como si tuviera escarpias en el pecho y le costaba respirar, pero no iba a rendirse. El poderoso cuerpo de Nazir aún brillaba de sudor tras el intenso encuentro amoroso, pero su expresión se había vuelto tan dura e impasible como el día que lo conoció.

Aquel era el rostro del frío e implacable comandante, no el del hombre apasionado que la había tirado al suelo para tomarla con todas sus fuerzas.

No era el magnífico hombre que había perdido el control mientras le hacía el amor, el hombre que la emocionaba hasta los huesos con su desatado deseo.

Ivy había disfrutado al saber que ella llevaba el control, que estaba empujándolo al borde del precipicio, pero debería haber sabido también que habría consecuencias, que él no vería esa falta de control como algo natural por la intensa química que había entre ellos sino como un fracaso por su parte.

Y que ella era alguien de quien debía protegerse porque, por supuesto, no se trataba de protegerla a ella y a su hijo sino de protegerse a sí mismo.

–Te llevarías una desilusión porque yo no puedo dártelo todo –respondió él por fin.

Su tono frío, indiferente, hizo que Ivy quisiera volver a esconderse tras su armadura protectora. Querría decir que le daba igual, que lo aceptaba de cualquier modo, pero eso sería repudiar el amor que latía en su corazón.

Amor por el hijo que esperaba y amor por el hombre que estaba frente a ella. Un amor que ya no podía negar porque era demasiado poderoso.

Ella era una luchadora, siempre lo había sido, de modo que dio un paso adelante.

–¿Y si te dijese que estoy enamorada de ti?

Una llama apareció en los fríos ojos azules, pero solo duró un segundo; el fuego aplastado por una avalancha de nieve.

–Lo siento, pero eso no cambiaría nada.

Ivy sintió que se le rompía el corazón. La vieja herida, que nunca había curado del todo, se abría de nuevo, pero debía ser fuerte. No se trataba de ella sino del hijo que esperaban, un hijo que necesitaba un padre y una madre.

–¿Y tu hijo? –le preguntó.

–Ese hijo es la razón por la que debéis vivir lejos de mí. Si te quedas, destrozaré tu vida y también la de nuestro hijo. Y yo no puedo permitirlo.

–¿Qué quieres decir con eso? ¿Por qué ibas a arruinar nuestras vidas?

–Soy un bastardo, Ivy. La prueba de la falta de control de mi padre, la prueba de la debilidad de mi madre. Arruiné sus vidas con mi mera existencia.

–Pero eso no es culpa tuya.

Había furia en las facciones de granito, pero el hielo de sus ojos se derritió por un momento, permitiéndole ver un destello del dolor que había en su corazón.

–Si hubiese respetado las reglas, si me hubiese controlado, las cosas podrían haber sido muy diferentes. Podría haber ayudado a mis padres a estar juntos, pero lo que conseguí fue alejarlos para siempre.

Estaba convencido de ello, podía verlo en su angustiada expresión, y el corazón de Ivy se rompió en mil pedazos.

–No puedes culparte a ti mismo por lo que pasó.

–Claro que sí. Fui yo quien perdió la paciencia y el control. Fui yo quien atacó a mi hermanastro y fui yo quien reveló el secreto, nadie más.

–Pero tú…

–Y eso significa que, durante el resto de mi vida, tengo que vivir según los principios que me enseñó mi padre. No debo tener hijos, ni mujer, ni familia. Ningún lazo emocional.

Los ojos de Ivy se llenaron de lágrimas, un profundo pozo de dolor abriéndose en su pecho.

–No se puede vivir así, Nazir. Eso no es tener nada, y yo lo sé bien porque es lo que tenía hasta que te conocí.

–Pero ahora tendrás a tu hijo y eso será suficiente.

–No, no es suficiente y no lo será nunca. Tu hijo te necesita, Nazir. Yo te necesito.

Pero él seguía mirándola con gesto impasible.

–El trabajo de un soldado es proteger y defender, y eso es lo que voy a hacer, lo que he hecho siempre. Aunque tenga que protegerte de mí mismo.

De repente, Ivy se enfureció.

–¿De verdad crees que es a mí a quien quieres proteger? ¿A nuestro hijo? –le espetó–. Porque no es eso, Nazir. Eres tú quien tiene miedo.

–Yo no tengo miedo.

–Sí lo tienes, estás aterrorizado. Tu madre te rompió el corazón y tu padre doblegó tu voluntad, por eso no quieres volver a arriesgarte –Ivy dio un paso adelante–. ¿Y bien? Dime que no es verdad.

Él la miró fríamente.

–Me arranqué el corazón hace años y, en cuanto a mi voluntad, mi padre no la doblegó. Él me enseñó a ser fuerte. He olvidado sus lecciones durante unos días, pero acabo de recordarlas.

Lágrimas de desesperación nublaban la visión de Ivy y la ira desapareció tan rápido como había aparecido.

–Piensas que el amor es una debilidad, pero no lo es –le dijo, casi sin voz–. Yo te quiero y quiero a nuestro hijo. Y no me siento vulnerable por ello. El amor me ha hecho fuerte y siento como si pudiera escalar una montaña, como si pudiera conquistar el mundo.

–Esa no ha sido mi experiencia –respondió Nazir.

No iba a cambiar de opinión, eso era evidente. Si no estaba dispuesto a cambiar por su hijo, tampoco iba a cambiar por ella e Ivy lo sabía.

De modo que no había más que decir.

Tragándose la angustia, se agarró a la luz que había nacido dentro de ella, al amor por el hijo que esperaba, al amor por su mejor amiga, la única persona que la había elegido a ella.

–En ese caso, no puedo casarme contigo –anunció–. Y no voy a vivir aquí con nuestro hijo, exiliados como tu madre y tu padre.

Nazir la miró sin expresión y esa indiferencia se llevó toda su rabia, toda su pasión, todo su amor, dejando solo un helado vacío.

–En ese caso, lo mejor será que vuelvas a Inglaterra. Por supuesto, yo me encargaré de todos los gastos. No te faltará nada.

Ivy quería decir algo, quería encontrar palabras afiladas como cuchillos para hacerle tanto daño como le hacía él, pero había perdido las ganas de pelear. Nazir había tomado una decisión y, como ya le había dicho una vez, pelearse con él sería malgastar energía. Y ella iba a necesitar toda su energía para cuidar de su hijo.

Y cuidaría bien de él o de ella, lo sabía en su corazón. Tenía mucho amor en su interior y estaba desesperada por dárselo a alguien, de modo que se lo daría a su hijo.

Le daría tanto amor que nunca echaría de menos a un padre que no lo había querido.

–Muy bien. Si eso es lo que quieres, no voy a discutir más –Ivy levantó la barbilla para mirarlo a los ojos–. Es tu decisión, Nazir, no la mía. Yo te habría elegido a ti si me hubieras dejado hacerlo.

–Pero yo no quiero ser elegido, Ivy –replicó él, su tono tan frío como el viento del Norte–. Lo siento mucho.

Todo había terminado. Le había abierto su corazón, se había entregado a él, pero Nazir no la quería.

¿Y qué podía hacer ella?

«Tú no puedes hacer nada. Nadie te ha querido nunca».

No, eso no era cierto. Connie la había querido. Y su hijo la querría. Y, aunque el hombre al que deseaba más que respirar no la quisiera, ya no estaría sola.

Tragándose las lágrimas y el dolor, Ivy asintió con la cabeza antes de darse la vuelta para salir del gimnasio.

E-Pack Bianca marzo 2022

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