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Capítulo 3

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Ivy Dean no recibió esa noticia con agrado. Estaba claramente furiosa, fulminándolo con esos fascinantes ojos de color cobre dorado. Como el buen whisky escocés con el que a veces se daba un capricho después de una operación particularmente difícil.

Por supuesto, no estaba contenta con la situación y él no esperaba que lo estuviese, pero sus sentimientos no tenían importancia.

Ella había decidido ir a buscarlo, una tarea difícil para muchos hombres más experimentados que ella, y si pensaba que no iba a tener interés en el embarazo estaba equivocada.

Al ver cómo se llevaba una mano al vientre sin darse cuenta mientras le explicaba por qué había quedado embarazada para su amiga, Nazir se había sentido invadido por un extraño sentimiento posesivo.

Su padre había sido muy claro: no podía tener hijos. Y sí, cuando era joven se había sentido resentido por tantas reglas, tantas órdenes. Solo más tarde, cuando lo estropeó todo, entendió que su padre no había impuesto reglas arbitrarias por capricho.

No era solo tradición que un hijo ilegítimo de la casa real no pudiera tener más hijos, también lo hacía mejor soldado. Los lazos emocionales eran debilidades que un comandante no podía permitirse y era mejor limitarlos.

Así que Nazir había aceptado su destino. Aunque no había restricciones sobre el matrimonio, nunca podría tener un hijo propio.

Y, al final, había decidido que el matrimonio tampoco era para él. Su padre, que una vez había sido comandante en jefe del ejército del sultán, le había mostrado el camino que debía seguir y él lo había seguido, poniendo toda la energía en su vida de soldado.

El destierro de su padre y su propia existencia significaban que nunca tendría un puesto en el ejército de Inaris. De modo que, tras la muerte de su padre, Nazir había creado su propio ejército, tan poderoso que muchos gobiernos y numerosas empresas privadas lo contrataban con «propósitos estratégicos».

Tenía reglas, naturalmente. No aceptaba contratos para dar golpes de Estado o para desestabilizar gobiernos. Jamás asesinaría a civiles inocentes ni firmaría un contrato con un criminal que quisiera proteger sus propios intereses.

Tenía un estricto código moral y esperaba que sus soldados lo siguieran a rajatabla.

Un «mercenario ético» lo habían llamado en algunos medios de comunicación. Le daba igual. Él invertía el dinero en su ejército y en Inaris. Y, aunque no tenía nada que ver con su hermanastro, el sultán, o el palacio en general, en ciertos círculos era conocido como «el poder detrás del trono», para irritación de su hermanastro.

Pero Fahad no se atrevería a tocarlo. Nazir era demasiado poderoso.

Claro que un hijo lo cambiaba todo. Su hijo, para ser exactos.

Su hijo prohibido.

Él no había esperado tener hijos. Había pensado que esa tonta apuesta en Cambridge sería su única contribución a la reserva genética, pero el destino parecía tener otras ideas.

Y él, que nunca había dejado pasar una oportunidad, no iba a hacerlo ahora.

Tendría que pensar en las implicaciones, evidentemente, pero una cosa estaba clara: ella tendría que quedarse.

–¿Cómo que no va a dejarme ir? –le espetó Ivy.

–Yo creo que lo que he querido decir es evidente.

–Pero yo…

–Usted está deshidratada y quemada por el sol –la interrumpió él–. Su guía ha desaparecido. ¿Cómo piensa volver a Mahassa, a pie?

–Usted podría pedirle a alguien que me llevase.

–No voy a pedirle a uno de mis hombres que la lleve a la ciudad.

–Pero…

–Además, ha venido para saber si yo estaría interesado en ese hijo, ¿no? Pues tendré que pensarlo durante un tiempo ya que no es algo que hubiese anticipado.

–Pero yo no puedo…

–Y usted se quedará aquí hasta que lo haya decidido…

–¡Déjeme hablar! –lo interrumpió ella, furiosa.

De repente, el sentimiento posesivo se convirtió en otra cosa, en algo turbadoramente primitivo.

Él era un soldado y le gustaba pelear, le gustaban los retos. Era algo que también disfrutaba en el dormitorio, por eso le gustaban las mujeres fuertes. Sobre todo, las que lo desafiaban.

Tenía la sensación de que, aunque la señorita Dean parecía una delicada rosa, en realidad tenía una voluntad de hierro y un carácter que intimidaría a muchos hombres.

«Te gustaría poner a prueba ese carácter».

Ah, sí, claro que le gustaría, pero no era ni el sitio ni el momento. Y ella, definitivamente, no era la mujer apropiada.

Tal vez desahogaría sus deseos más tarde, con otra mujer. Tenía un par de «amigas» a las que podía llamar con ese propósito y siempre se mostraban encantadas de verlo.

Nazir miró a la furia que tenía delante, preguntándose si debía dejar pasar la interrupción. No lo haría si fuese un hombre…

«Pero no es un hombre, es la madre de tu hijo».

El sentimiento posesivo se volvió más poderoso, una sensación ardiente que no le gustaba nada, de modo que la aplastó.

Las emociones eran el enemigo de una cabeza despejada. Su padre le había enseñado que un soldado debía divorciarse de sus emociones, aunque las suyas propias hubieran sido, al final, un terrible error.

Obedecer órdenes no requería pensar o sentir y dirigir hombres solo requería un frío intelecto. Un buen líder dirigía con la cabeza, no con el corazón. Esa era una lección que Nazir había aprendido desde muy joven.

–No puede retenerme aquí. Soy ciudadana británica y estoy registrada en el consulado –protestó ella–. Si me ocurre algo, vendrán aquí y pondrán todo patas arriba hasta que me encuentren. No puede amenazarme.

Él la miraba con toda tranquilidad, sin interrumpirla porque sabía que, tarde o temprano, se quedaría sin palabras y sin aliento. Y entonces se daría cuenta de que daba igual lo que dijese o lo que hiciese. Él había tomado una decisión. Le había dado una orden y tendría que obedecer.

–No creo haberla amenazado de muerte, señorita Dean. Solo he dicho que tendrá que quedarse aquí.

Ella levantó la barbilla.

–Su reputación dice otra cosa.

–Pero, como ya se habrá dado cuenta, son solo rumores que yo hago correr para desanimar a mis enemigos y a las visitas indeseadas.

La expresión airada de Ivy Dean casi lo hizo reír y eso lo sorprendió. Pocas cosas lo hacían reír. La vida del comandante de un ejército no estaba llena de alegrías y la expresión en el rostro de la señorita Dean era una agradable distracción.

No le tenía ningún miedo y parecía decidida a salirse con la suya a pesar de estar en una fortaleza llena de soldados de élite que podrían matarla si él daba la orden.

Aunque no lo haría, por supuesto. Jamás le haría daño a una mujer, pero ella no parecía entender que debería tener miedo. Era casi como si no la impresionase.

Bueno, pues eso tendría que cambiar.

–No puedo quedarme más que un par de horas –insistió Ivy–. Quiero volver a Mahassa antes de que anochezca.

No estaría en Mahassa antes de que anocheciese, pensó Nazir. Podría llevarla allí en uno de sus helicópteros, pero no iba a hacerlo. Aún no. Tenía que pensar en las implicaciones de la situación antes de tomar una decisión y hasta que eso ocurriese Ivy Dean se quedaría allí, donde podría vigilarla. A ella y a su hijo.

–Se quedará aquí el tiempo que tenga que quedarse –le informó, mirándola de modo frío, impersonal, como miraría a uno de sus hombres.

Y ella se llevó una mano al abdomen en un gesto protector. Lo había hecho un par de veces, pensó Nazir. Tal vez no era tan ambivalente sobre el bebé como decía.

De nuevo, experimentó esa sensación posesiva, como si le gustase que Ivy Dean se mostrase protectora con su hijo.

Su hijo. Hijo de los dos.

Fuera cual fuera su decisión final, el bebé era una oportunidad y tenía que tratarla como tal.

Ella parecía cansada y era lógico. Había recorrido el desierto para hablar con él. Había que tener valor para hacer eso. Y todo para cumplir la promesa que le había hecho a una amiga.

–Usted sabe que no voy a hacerle daño –dijo de repente, sin saber por qué–. Está a salvo aquí.

Ella levantó la barbilla de nuevo en un gesto orgulloso.

–¿Cree que le tengo miedo? –le espetó, mirándolo de arriba abajo.

–Debería tenerlo –respondió él, intentando disimular que, en el fondo, admiraba su temeridad.

–Pues no lo tengo.

Nazir intentó disimular una sonrisa. Estaba claro que no iba a dejarse impresionar y eso era algo a lo que no estaba acostumbrado.

Claro que sería más convincente si no se hubiese puesto colorada. O si no estuviera mirando su torso, que había quedado al descubierto bajo la chilaba abierta.

Interesante.

Él no era un hombre que ignorase los detalles, por insignificantes que fuesen, y tal vez ese detalle le sería de utilidad más adelante.

–Puede que quiera revisar esa opinión. Además, a pesar de lo que piense de mí, está cansada y necesita líquidos. Y probablemente también necesita comer algo.

–Estoy bien. No se preocupe por mí.

Nazir abrió la puerta y dijo algo en árabe a los guardias. Uno de ellos se dirigió hacia la entrada de la fortaleza y el otro entró obedientemente en la garita.

–Vaya con él, señorita Dean –le ordenó–. La llevará a la biblioteca.

–Estoy bien aquí, gracias.

–Irá donde se le diga que vaya –replicó Nazir, irritado–. Ser tan testaruda no es más que una pérdida de tiempo.

Ella lo fulminó con la mirada, pero por fin asintió con la cabeza.

–Muy bien.

El sutil tono retador despertó en él un calor indefinible, pero hizo caso omiso. Debía tomar una decisión sobre la señorita Dean y el hijo que esperaba, su hijo, pero lo haría pensando con la cabeza y, definitivamente, sin hacer caso de otras partes de su cuerpo.

«Pero disfrutarías haciéndola tuya».

Nazir apartó de sí ese pensamiento. Su propio disfrute era la última de sus preocupaciones y nunca permitía que jugase un papel en sus decisiones.

–No debe aventurarse por el resto de la fortaleza –le advirtió–. Se quedará en la biblioteca, ¿entendido?

–¿No se supone que estoy a salvo aquí?

–Sí, lo está, pero no quiero extraños paseando por el recinto como si fueran turistas. Y no hay nada más que decir –le advirtió Nazir al ver que abría la boca–. Será mejor que obedezca, señorita Dean. Si no lo hace, no le gustarán las consecuencias.

Ivy no quería seguir al guardia, pero no tenía alternativa. O iba con él o…

«No le gustarán las consecuencias».

El eco de las palabras del jeque arañaba sus terminaciones nerviosas como papel de lija.

Había querido negarse, decirle que no podía hablarle así, pero mostrarse testaruda no valdría de nada. No, por desagradable que fuese, en eso tenía razón. Y también tenía razón al decir que debía comer algo.

Incluso podría admitir que estaba cansada, aunque era exasperante que el jeque se hubiese dado cuenta cuando ella intentaba por todos los medios no mostrar debilidad.

Pero cuando le dijo que no iba a marcharse de allí se alarmó. Sabía que él necesitaría tiempo para hacerse a la idea de que iba a ser padre, pero pensó que volvería a Mahassa y esperaría allí durante un par de días hasta que decidiese lo que quería hacer y después tomaría un avión de vuelta a Inglaterra.

No quería estar fuera mucho tiempo porque los niños la necesitaban y, aunque la persona a la que había dejado a cargo de la casa en su ausencia era competente, la verdad era que no se fijaba mucho en los detalles.

Ignorando una punzada de preocupación, ya que no podía hacer nada al respecto, Ivy siguió al guardia al interior de la fortaleza, que era inesperadamente fresco. Los gruesos muros de piedra lo protegían del calor del desierto.

Ivy escuchaba el ruido de las botas del guardia sobre el suelo de piedra mientras la llevaba por una serie de corredores hasta una amplia habitación con un par de estanterías y varias mesas y sillas en el centro. Era un lugar espartano, pero estaba muy limpio.

El guardia señaló una de las sillas, se dio la vuelta sin decir una palabra y cerró la puerta tras él.

Ivy se quedó de pie un momento, mirando alrededor. No había nada blando, nada confortable, ni un sofá en el que tumbarse o un simple sillón. Las sillas eran de madera, pero desde las ventanas podía ver un patio asombrosamente verde, un alivio para los ojos después de recorrer el árido desierto. El patio estaba lleno de plantas y árboles e incluso había una fuente, el alegre sonido del agua traspasando los gruesos muros de piedra.

Qué extraño encontrar aquel paraíso en medio de una fortaleza gobernada por un notorio caudillo del desierto.

Ivy volvió a pensar en Nazir Al Rasul, en sus asombrosos ojos, tan claros y tan fríos. No parecía un hombre que disfrutase de un jardín. No parecía un hombre que disfrutase de nada en realidad.

¿Qué clase de padre sería? Uno severo, claro. Y muy estricto. Seguramente no le gustaban los niños. Desde luego, no se había mostrado contento al recibir la noticia.

¿Pero de verdad quería involucrar a un hombre como él en la vida del hijo de Connie?

Tal vez había sido un error ir allí.

«Pero al menos el niño tendría un padre, algo que tú nunca tuviste».

Ivy se dio la vuelta y paseó por la biblioteca, turbada por unos pensamientos que no tenían nada que ver con la situación. Lo que importaba era el hijo que esperaba y si lo mejor para ese hijo era tener un padre, aunque fuese el severo Nazir Al Rasul, tendría que lidiar con ello.

«¿Pero y si no quiere saber nada de su hijo?».

Ivy se detuvo. Había hecho lo posible para no pensar eso porque no tenía respuestas. El tratamiento de Connie había fracasado de repente y no tuvieron tiempo para hacer planes. O daba al bebe en adopción o se quedaba con él. Y como la idea de dar al hijo de Connie en adopción le resultaba insoportable, la única solución sería quedarse con él.

«¿Madre tú? Lo dirás de broma».

Ella no sabía nada sobre la maternidad o sobre la familia porque no había tenido una propia. Hija de una mujer soltera, los Servicios Sociales se habían hecho cargo de ella a los tres años, cuando su madre murió.

Había crecido en la casa de acogida que ahora dirigía, la única niña que no había sido adoptada. Habían sido unos años muy difíciles, pero al final todo terminó bien ya que el responsable oficial de la casa valoraba su organización, por eso le había dado el empleo.

Pero ser organizada no la convertía en una buena madre. Una madre debía querer a su hijo y su experiencia con el amor era inexistente. En la casa de acogida habían atendido sus necesidades, pero no le importaba a nadie. Nadie la había querido.

¿Y cómo iba a darle a un niño lo que ella no había recibido nunca?

Podría intentarlo, desde luego, ¿pero y si no lo conseguía? Le había prometido a Connie que cuidaría de su hijo…

Una mujer vestida con un uniforme negro entró entonces con dos bandejas en las manos. Después de saludarla con la cabeza, dejó las bandejas sobre una de las mesas y luego volvió a salir sin decir una palabra.

Ivy miró las bandejas, asombrada. Había esperado un sencillo sándwich y un vaso de limonada, pero aquello era un banquete.

Había sándwiches con diferentes rellenos, cortados con todo cuidado y perfectamente colocados sobre una de las bandejas. En la otra, un plato de delicadas magdalenas que parecían recién hechas y una jarra de limonada con una ramita de menta.

Ivy frunció el ceño. Parecía algo que servirían en un hotel de cinco estrellas, no una comida preparada en una fortaleza en medio del desierto.

¿Quién lo habría preparado? Porque aquello era claramente el trabajo de un chef, no el simple cocinero de un cuartel.

Ivy quería encontrar algún fallo para no tener que comérselo, pero sabía que solo era porque el jeque la ponía nerviosa con su autoritaria actitud.

Pero esa no era buena razón para no comer cuando le hacía tanta falta. Y si no por ella, al menos debía hacerlo por el bebé, de modo que se tragó el orgullo y se llevó uno de los sándwiches a la nariz ya que había ciertas cosas que no podía comer estando embarazada. Aquel sándwich en particular olía a pepino y se le hizo la boca agua. Cuando por fin le dio un mordisco tuvo que admitir que estaba delicioso.

Cinco minutos después se había comido todos los sándwiches y todas las magdalenas, que eran ligeras como el aire.

También se bebió la limonada, más que irritada al escuchar la voz del jeque en su cabeza advirtiéndole que bebiese despacio cuando ella querría bebérsela de un trago. Pero eso sería un error. Dejarse llevar por su carácter siempre era un error.

Mientras bebía, se acercó a las estanterías para mirar los títulos. Eran clásicos y parecían no haber sido abiertos nunca. En realidad, era una biblioteca muy pobre.

Como no encontró nada de interés, paseó distraídamente por la habitación. En general, no le gustaba estar sentada y prefería ocuparse en algo, pero allí no había nada que hacer. Tenía el móvil en la mochila, pero estaba descargado y no veía enchufes en la habitación.

Suspirando, empujó la puerta, convencida de que estaría cerrada con llave, pero no era así. El largo corredor estaba completamente silencioso, pero podía oír voces a lo lejos y también ruido de máquinas.

El jeque le había dicho que no se moviese de la biblioteca, pero no podía esperar que se quedase allí sin hacer nada. Tal vez debería buscarlo y preguntar cuánto tiempo iba a retenerla en la fortaleza. Además, ¿cómo iba a descansar cuando no había más que duras sillas de madera?

«El problema no son las sillas».

Ivy no quería pensar que estaba sola en medio del desierto, en una fortaleza llena de hombres. O en el autoritario jeque.

En realidad, su aprensión tenía más que ver con una presencia diminuta que, sin embargo, la afectaba poderosamente. Una presencia a la que había intentado resistirse con todas sus fuerzas mientras enredaba sus diminutos tentáculos en su corazón.

Podía decirse a sí misma que era hijo de Connie y no tenía nada que ver con ella, pero su amiga había muerto y ese bebé no tenía a nadie más. Y ella tenía miedo porque temía defraudarlo, temía no ser la clase de madre que el bebé merecía.

Connie debería haber sido su madre…

«Connie ha muerto. Solo quedas tú».

Ivy tomó aire, llevándose las manos al vientre sin darse cuenta. Aquello era por Connie y por el bebé. Tenía que descubrir qué estaba pasando y no podría descansar hasta que lo hiciese.

Armándose de valor, salió al estrecho pasillo y se detuvo un momento, aguzando el oído. Decidió ir hacia la derecha, siguiendo el sonido de las voces, con el corazón acelerado.

–La biblioteca no está en esa dirección, señorita Dean –dijo una voz a su espalda.

Ivy se detuvo, conteniendo el aliento. ¿De dónde había salido el jeque? No lo había visto, no lo había oído. Había aparecido como un fantasma.

Los anchos hombros de Nazir Al Rasul bloqueaban el estrecho pasillo. Seguía llevando la chilaba negra y su torso bronceado era visible entre los bordes de la tela.

Y, al parecer, su respuesta en la garita no había sido una aberración momentánea porque sintió la misma oleada de calor que había sentido entonces.

Era ridículo. ¿Qué le pasaba?

Había visto más de un torso desnudo, si no en la vida real, al menos en la televisión y en el cine. Y ningún torso desnudo había hecho que se ruborizase.

Se irguió todo lo que pudo, que no era mucho ya que era más bien bajita. La altura y anchura de aquel hombre hacía que el pasillo pareciese aún más estrecho, oscuro e impenetrable.

De repente, Ivy experimentó una sensación de claustrofobia. Sus ojos de verdad eran de un color extraordinario, clarísimos, enmarcados por unas pestañas largas y espesas, pero tan fríos como la luz de un reflector barriendo las esquinas de su alma, dejando al descubierto todos sus secretos.

–No iba a la biblioteca. Si puede llamarse biblioteca a ese sitio –respondió por fin con voz temblorosa–. Iba a buscarlo.

–Le ordené que no se moviese de allí.

Ivy tragó saliva.

–Dijo que no quería que pasease por aquí como si fuera una turista, pero no estoy paseando. Iba a buscarlo. Quería saber qué está pasando.

–Ha desobedecido una orden.

Ella suspiró.

–Yo no soy uno de sus soldados, señor Al Rasul. No estoy a sus órdenes, así que no he desobedecido.

Si la respuesta lo había enfadado no dio señales de ello. Su expresión seguía siendo helada e Ivy sintió el absurdo deseo de hacer algo que lo enfadase, que lo hiciese reaccionar. Algo que provocase un brillo en esos helados ojos azules, algo que turbase de algún modo esa máscara inexpresiva.

«Y solías preguntarte por qué nadie te había adoptado».

Bueno, ella sabía por qué. Tenía un carácter fuerte y odiaba que le diesen órdenes. Al parecer, eso era indeseable en una niña, pero eran rasgos muy útiles para una adulta e Ivy había aprendido a usarlos a su favor, especialmente cuando se trataba de proteger a los niños de los que era responsable.

Pero lidiar con trabajadores sociales y funcionarios era muy diferente a lidiar con un hermético jeque, que en ese momento se volvió hacia uno de sus guardias.

–Acompaña a la señorita Dean a la biblioteca –le ordenó–. Y luego cierra la puerta con llave.

E-Pack Bianca marzo 2022

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