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2. Poderes de la Nación para instituir normas procesales (a propósito del Código Civil y Comercial de la Nación)

Por Roberto O. Berizonce

2.1. La sempiterna cuestión de la constitucionalidad de las normas procesales incluidas en los códigos de fondo

Es bien sabido que bajo la égida de la Constitución histórica de 1853-60, prevaleció inicialmente la interpretación ortodoxa de sus arts. 67 inc. 11 y 104, fundada por el constituyente GOROSTIAGA cuando contesta, en la sesión del 28 de abril de 1853, las objeciones de ZAVALÍA, argumentando con la interpretación que surge del sistema federal adoptado en sus arts. 1°, 5, 104, 105, 107 y 108.[160]

La tajante distinción que derivaba de semejante hermenéutica axiomática y extrema, que separaba nítidamente las atribuciones legislativas de la Nación y de las Provincias en función de la naturaleza sustantiva o procesal de las normas, entró tempranamente en crisis con la sanción del Código de Comercio de 1862 y especialmente, con el Código de Vélez. El ordenamiento de 1871 incluyó numerosos preceptos de típica naturaleza procesal, que la Corte Suprema Nacional terminó validando al elaborar una doctrina interpretativa generosa y permisiva, que fuera ampliamente acogida por los demás tribunales y, desde luego, apropiada por el propio Congreso de la Nación que continúo incorporando en las leyes complementarias y modificatorias numerosos preceptos procesales. Baste pensar, en relación al lapso que llega hasta fines del siglo anterior, en las leyes 14.159 de usucapión; 14.394, sobre régimen de menores y de la familia; dec.-ley 13.128/57, Carta orgánica Banco Hipotecario Nacional; leyes 17.253 y 17.658, sobre arrendamientos y aparcerías rurales; ley 17.567, sobre patronato de menores; ley 19.134, de adopción de menores; ley 19.551, de concursos; ley 21.342, de normalización de locaciones urbanas; o, en materia mercantil, las leyes 19.550, de sociedades; 17.418, de seguros; dec.-ley 15.348/46, de prenda con registro; dec.-ley 5965/63, sobre letra de cambio; dec.-ley 4776/63, reform. por ley 23.549, sobre cheque, entre muchas otras.

La sanción del nuevo CCyCN, ley 26.994, vuelve a poner sobre el tapete la validez constitucional de lo que se considera un avance del Congreso sobre las potestades locales, a partir de la magnitud cuantitativa de las normas procesales que contiene. La doctrina más temprana, no obstante señalar sus reparos en cuanto esas intervenciones solo han podido ser muy restringidas y de excepción,[161] no ha dejado de subrayar, con realismo, la infructuosidad de los eventuales planteos de inconstitucionalidad, sobre todo a la vista de la tan añosa cuan consolidada doctrina convalidatoria de la CSN, y aun las dificultades ínsitas en la tarea de separar lo sustancial de lo procesal.[162]

En verdad, ya su fuente más directa, el proyecto de Código Civil unificado de 1998 se había deslizado decididamente avanzando en el camino de tentar la simbiosis fondal-procesal –como señalara certeramente MORELLO–[163] con cuña profundísima, en los territorios que siempre regenteó la ciencia procesal, para “usurpar” y diseñar un amplio rosario de puntos genuinamente procesales: tipos de juicios (divorcio), matices de la tutela efectiva de los derechos personalísimos, legitimaciones variadas, casi todo lo de prueba (la carga), acciones reales, etc., etc.. Bien que dejando en claro que una disposición no dejará de ostentar su función estrictamente instrumental solo porque a ella se la regule en un ordenamiento de fondo, se concluye que no media ofensa constitucional, ni metodológica y técnicamente es susceptible de reproche semejante voluntad del órgano legislativo nacional que tiende a asegurar mejor los derechos sustantivos.[164]

Lo que aquí nos proponemos es, en primer lugar, revisar la doctrina de la Corte Suprema de Justicia nacional y el criterio tipificador conceptual de las denominadas normas procesales sustantivas que deriva de aquella. En segundo término, analizar la hipótesis de una visión diversa de los fundamentos que darían sustento a la constitucionalidad de las normas en cuestión, a la luz renovada que se abre desde la perspectiva de la Constitución Nacional reformada en 1994, y especialmente del nuevo núcleo de constitucionalidad y de convencionalidad. Luego, verificar su eventual correspondencia con una visión unitaria del ordenamiento jurídico y aún del postulado de la uniformidad de la legislación procesal. Y, por último, desbrozar la regulación del CCyCN, desde su concepción sistemática pasando por el análisis casuístico sin pretensión mayor que el de un mero muestrario, para justificar la constitucionalidad de sus normas procesales en el marco de su significancia cualitativa y cuantitativa, sin dejar de señalar algunos supuestos “sospechosos” de inconstitucionalidad.

2.2. La doctrina inveterada de la Corte Suprema Nacional

La doctrina del Alto Tribunal desde lejanos precedentes ha validado constitucionalmente las normas procesales contenidas en los ordenamientos fondales. Si bien las provincias tienen la facultad constitucional de darse sus propias instituciones locales y, por ende, para legislar sobre procedimientos, ello es sin perjuicio de las disposiciones reglamentarias que dicte el Congreso, cuando considere del caso prescribir formalidades especiales para el ejercicio de determinados derechos, establecidos en los códigos fundamentales que le incumbe dictar.[165] O bien, el art. 67 inc. 11 CN no impide que se incluyan en las leyes nacionales de fondo medidas de forma razonablemente estimadas necesarias para el mejor ejercicio de los derechos que aquellas acuerdan,[166] o para la efectividad de los mismos.[167] Así, por ejemplo, son válidas las disposiciones contenidas en el código de fondo relativas a la oportunidad de oponer la prescripción,[168] aun cuando la normativa local estableciera algo distinto;[169] o prevalecen las normas nacionales en materia de proceso de usucapión.[170]

Más aún, semejante interpretación, en su reiteración sistemática, parece indicar que se ha ido delineando un criterio interpretativo más generoso y abarcador, que se apartaría de la pauta de la excepcionalidad. La Corte ha terminado por admitir, en ese sentido, que si bien no cabe duda de que los códigos procesales son materia de legislación provincial en función de la cláusula residual, la existencia de disposiciones procesales en el código de fondo –en el caso, el Código Penal–, “parece indicar que el Estado federal ejerce cierto grado de legislación y orientación, en materia procesal, con el fin de lograr un mínimo equilibrio legislativo que garantice un estándar de igualdad ante la ley”.[171] Si bien el precedente está referido a la ley penal de fondo, no existen motivos suficientes que impidan hacer extensiva la argumentación en relación a las normas civiles, y a partir de esa premisa, se impone apreciar el valor significativo de la doctrina que, nos parece, cambia el eje de la argumentación justificativa. En sustento de la validación, recurre a la necesidad de “garantizar un estándar de igualdad ante la ley”, que justifica que el Estado federal puede ejercer “cierto grado de legislación y orientación en materia procesal”. La referencia a un estándar abierto garantizador está condicionado al contenido de la intervención, que no puede exceder “cierto grado” de legislación y orientación, con lo cual se mantiene “el mínimo equilibrio legislativo”. Con esos alcances, parece claro que quedan aventadas las críticas tradicionales, en tanto sin óbice del respeto de las potestades de los gobiernos locales, se validan las atribuciones concurrentes del Congreso con fundamento en la observancia de la garantía fundamental de la igualdad ante la ley, para edictar directivas mínimas, estándares o principios necesarios o útiles para asegurar la efectiva virtualidad de los derechos de fondo. En consonancia, por otra parte, con el argumento esencial de la unidad del ordenamiento jurídico,[172] que analizaremos más adelante.

2.3. Replanteo de la cuestión a partir de la visión diversa que asienta en la reforma constitucional de 1994

Si bien, como es sabido, la reforma de 1994 mantuvo el esquema histórico de distribución de poderes entre la Nación y las provincias, de todos modos trajo consigo innovaciones fundamentales en diversos cuadrantes, sobremanera en el sistema de derechos y garantías con la consagración de un renovado núcleo o bloque de constitucionalidad, que supuso la “constitucionalización” de los nuevos derechos y garantías –entre ellas, el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva y eficiente–, con la singularidad desde el punto de vista metodológico de la apertura “principiológica”;[173] fenómenos de gran resonancia en el íntegro ordenamiento jurídico. Su incidencia llega, para nosotros, siquiera lateralmente, hasta alterar la comprensión del clásico deslinde de las potestades legislativas entre la Nación y los poderes locales, para dictar normas procesales. Es lo que trataremos de demostrar.

2.3.1. “Juridización” de la Constitución y apertura “principiológica”

El fenómeno de la “constitucionalización” de los nuevos derechos y garantías entre nosotros es bien sabido se instala a partir de la reforma constitucional de 1994 y en la confluencia de la incorporación y operatividad de los pactos y convenciones sobre derechos humanos. Se instituye un renovado “bloque de constitucionalidad” asentado en la concepción superadora de un Estado Social democrático de derecho que, sin renegar de los valores democrático-liberales tradicionales, incorpora un catálogo ampliado de nuevas categorías de derechos y garantías –aquellos encuadrados en la segunda y tercera generación–, asentados en renovados valores que ensalzan la dignidad humana como eje central para el ejercicio de la libertad. Como correlato, el modelo del Estado social se erige en palanca para la efectividad en concreto de los derechos sociales, encaminados a la satisfacción de las necesidades mínimas (salud, dignidad, educación, vivienda, estabilidad laboral, seguridad social, etc.) y a la tutela de los derechos colectivos vinculados con el patrimonio común (derechos de consumidores y usuarios, tutela del medio ambiente, acervo cultural, artístico, urbanístico, arquitectónico, derecho a la institucional republicana, etc.).

Y a la exigencia de operatividad de tales derechos corresponde la paralela “constitucionalización” de las garantías judiciales, en consonancia por otra parte con aquel otro “núcleo duro” del corpus iuris transnacional, corporizado en los arts. 8 y 25 del Pacto de San José de Costa Rica. Así, el derecho a tutela judicial efectiva, eficaz y eficiente se ubica en el vértice de la escala valorativa constitucional –la eficaz prestación de los servicios de justicia (art. 114, párrafo tercero, apartado 6º, CN); o la tutela judicial continua y efectiva (art. 15, Const. Prov. Bs. As.)–.

El encumbramiento de los nuevos derecho y garantías, a su vez, por la propia y consustancial morfología de los preceptos de sesgo supremo, básicamente consistentes en normas fundantes, principios, en sus diversos sentidos,[174] relacionados con valores o con las denominadas “directrices políticas”,[175] permite conceptualizar a la Constitución como “principiológica”. No porque antes no lo fuera, sino, en todo caso, desde que ahora existen más y más normas abiertas. Y, en lo que aquí nos importa, porque participan de esa característica esencial las incorporadas de raigambre procesal.

Al margen de tan arduas disquisiciones, en una síntesis apretada y por ello no exenta de arbitrariedad, parece claro que el reconocimiento de los principios jurídicos ha tenido profunda incidencia sobre la concepción clásica de las fuentes del derecho y, correlativamente, sobre la misión de los jueces.

2.3.2. La “constitucionalización” del proceso y el “derrame” de la Constitución “juridizada”

De la amplificación que ha dilatado los principios –y aun ciertas reglas– que recoge generosamente la Carta reformada en 1994, con el agregado del bill of rights interamericano, se derivarían, según se admite corrientemente, “nuevos” bloques o sub-bloques de constitucionalidad, producto de una fragmentación más o menos discrecional que atiende a las materias sustantivas o formales que, ahora, recibieran el refuerzo de su “ascenso” al nivel supremo.

Se alude a un derecho privado constitucional o derecho privado constitucionalizado o, aun, a la constitucionalización del derecho civil o privado[176] –ahora con mayor énfasis desde la sanción del CCyCN–, para resaltar la fuerte influencia que ejerce la Constitución, las reglas supranacionales y la interpretación judicial proactiva, por la operatividad directa de los derechos que se tutelan.[177]

De su lado, la “constitucionalización” del proceso se predica por la magnitud del reconocimiento de los principios básicos de la tutela judicial y de las garantías del amparo y aledañas.

Ahora bien, en tanto la tutela judicial efectiva integra el bloque de constitucionalidad federal, la regulación e implementación corresponde primariamente, en principio, al Congreso, como derecho común aplicable en todo el territorio de la Nación. Se trata del establecimiento de contenidos mínimos, bases, pautas o estándares orientadores para guiar la fiel interpretación y aplicación de los principios y valores supremos.[178] De ahí el fundamento de la validez constitucional in genere de las normas procesales incluidas en el CCyCN (art. 75 inc. 12 CN). Las provincias, a su vez, ejercitan potestades concurrentes para complementar,[179] integrar, ampliar, acrecentar y, en definitiva, perfeccionar el piso de las prerrogativas consagradas en el bloque constitucional y en los ordenamientos de fondo. Se espera de ellas la inclusión de más amplias y mejores garantías,[180] de más afinadas y útiles reglas y procedimientos, para la operatividad efectiva de la tutela de los derechos. El test de constitucionalidad opera de modo recíproco para verificar la correspondencia y equilibrio entre una y otra legislación.

El impacto más trascendente y frontal que ha operado la “constitucionalización” en el terreno procesal ha sido, sin duda, la consagración del derecho fundamental de la tutela judicial eficiente y el afianzamiento de la justicia civil como manifestación de una de las funciones públicas del Estado democrático de derecho, con su correlato del aseguramiento de las garantías fundamentales del proceso y su efectividad en concreto. De ello deriva principalmente la jurisdicción protectora o de “acompañamiento”, diversa de la tradicional jurisdicción dirimente, para la tutela de los derechos y situaciones más sensibles y, por ello, diferenciadas.

2.3.3. El derecho fundamental a la tutela judicial eficiente y sus consectarios: la jurisdicción protectora o de “acompañamiento” para la tutela de los derechos “sensibles”

Aún sin un núcleo explícito, resulta indisputado que la Constitución de 1994 incorporó principios fundamentales que acentuaron la concepción social y la igualdad material en concreto, sustentada en la igualdad de oportunidades, reiterativamente proclamada en sus textos. Y no menos decisivo, receptó las “acciones positivas”[181] a cargo del Estado para asegurar el pleno goce y ejercicio de los derechos fundamentales (art. 75 inc. 23).[182] Precepto éste que junto con el inc. 19, la cláusula del “progreso económico y social”, que enfatiza el desarrollo humano, constituyen la clave de bóveda de la reforma de 1994.[183] Con el acento, todavía, de la protección diferenciada que se confiere en particular respecto de los niños, mujeres, ancianos y personas con discapacidad (art. 75, inc. 23, primer párrafo, in fine).

Por otro lado, como se señaló, adquirió relevancia el derecho fundamental a la tutela judicial eficiente. En la confluencia, precisamente, de los principios dimanantes de los preceptos de los arts. 75 incs. 19, 23; 18, 114, 41, 42, 43 y concordantes del texto supremo, en consonancia con el sistema transnacional de los derechos humanos (art. 75, inc. 22), se encuentra el anclaje del régimen de tutelas procesales diferenciadas de ciertos derechos y situaciones considerados “sensibles” en general y de la propia justicia protectora o “de acompañamiento”, propiciada con anterioridad por destacada doctrina.[184]

2.3.4. La incorporación de las convenciones humanitarias y la responsabilidad del Estado por el incumplimiento de las obligaciones asumidas

Enmarcados como han quedado los principales ejes sobre los que pivotea la reforma constitucional de 1994, hemos de ver si efectivamente viene a incidir, y cómo, la incorporación de las convenciones humanitarias (art. 75, inc. 22, CN), en la distribución y sobre todo en el equilibrio de las potestades de la Nación y de las provincias para el dictado de normas procesales.

Según lo ha expresado la Corte IDH, el art. 1° de la Convención ADH contiene un deber positivo para los Estados, ya que “garantizar” supone el deber del Estado de tomar todas las medidas necesarias, no solo por los poderes políticos sino también incluso a través de decisiones jurisdiccionales, en orden a remover obstáculos que pudieren existir para que los habitantes estén en condiciones de disfrutar los derechos que la Convención consagra.[185] Concomitantemente, el art. 2 consagra el principio del “efecto útil de los tratados”, al establecer que los Estados parte se comprometen a adoptar, con arreglo a sus procedimientos constitucionales y a las disposiciones de la Convención, las medidas legislativas o de otro carácter que fueren necesarias para hacer efectivos los derechos y libertades mencionadas en el art. 1°. La adopción de dichas medidas, ha precisado la Corte IDH,[186] opera en dos vertientes, a saber: i) la supresión de las normas y prácticas de cualquier naturaleza que entrañen violación a las garantías previstas por la Convención o que desconozcan los derechos allí reconocidos u obstaculicen su ejercicio, y ii) la expedición de normas y el desarrollo de prácticas conducentes a la efectiva observancia de dichas garantías. Por lo demás, la sola tolerancia del Estado a circunstancia o condiciones que impidan a los individuos acceder al goce de los derechos, debe ser entendida como una violación al art. 1.1. de la Convención.[187]

Ahora bien, en correlación con el art. 2°, de acuerdo al art. 28 de la Convención Americana –la denominada “cláusula federal”–, tratándose de los Estados parte de la Convención que están constituidos como Estado Federal, corresponde al gobierno nacional el cumplimiento de todas las disposiciones de la Convención, “relacionadas con las materias sobre las que ejerce jurisdicción legislativa y judicial” (apart. 1). Con respecto a las disposiciones relativas a las materias que corresponden a la jurisdicción de las entidades federativas, “el gobierno nacional debe tomar de inmediato las medidas pertinentes, conforme a su Constitución y sus leyes, a fin de que las autoridades competentes de dichas entidades puedan adoptar las disposiciones del caso” (apart. 2).

De todos modos y, en conclusión, asumida la responsabilidad internacional del Estado argentino, éste debe asegurar su cumplimiento, incluso garantizar el progresivo ejercicio de los derechos humanos, actuando de buena fe y evitando eludir la aplicación de la Convención por cuestiones de competencia legislativa interna.[188]

Como derivación del control de convencionalidad que en sede internacional ejerce la Corte IDH con el objeto de analizar la compatibilidad existente entre el derecho interno de los países miembros y la Convención y otros instrumentos internacionales aplicables y mediante un examen de confrontación normativo, el pronunciamiento del tribunal en los casos concretos, cuando fuere condenatorio, conlleva habitualmente un mandato de modificación, derogación, anulación o reforma de las normas o prácticas internas, con la finalidad de proteger o restablecer los derechos fundamentales violados. El mandato está dirigido al Estado obligado y es conocido el efecto virtuoso de las directivas emitidas por los cuerpos supranacionales, que en múltiples supuestos se han derramado como derecho positivo en el ámbito doméstico. Todo ello –afírmase autorizadamente–[189] ha logrado verdaderas mutaciones en los ordenamientos de los diversos países, tanto de origen sustancial como adjetivo.

Si bien en la jurisprudencia de la CSN se han advertido ciertas vacilaciones a propósito de la instrumentación del cumplimiento, por el Estado obligado, de las resoluciones de la Corte Interamericana, en especial acerca de cuál poder es el obligado a cumplirla, de qué modo y con cuál extensión,[190] ha quedado en claro que corresponde siempre dictar las medidas legislativas necesarias a fin de evitar la repetición de los hechos que dieron lugar a la condena y, en su caso, instrumentar las políticas públicas pertinentes.[191]

Más allá de las notorias dificultades en la instrumentación fáctica de la ejecución de las decisiones supranacionales, en los diversos casos, y aún de las reacciones que se suscitan, parece imperiosa una necesaria adecuación del sistema interno. Es que el mandato convencional no puede ser desatendido ni desdibujado en virtud de insuficiencias normativas domésticas, sin que ello implique generar responsabilidad primaria internacional.[192] Como señaló la CSN en un caso paradigmático –“Verbitsky H., s. habeas corpus”, V. 856.XXXVIII– las normas de los tratados internacionales son obligatorias en todo el país y, por lo tanto, no pueden ser infringidas por las provincias. Surge con claridad, entonces, que la legislación provincial podría ser inconstitucional en la medida que aparezca incompatible con una norma internacional (considerando 58); y, en tal caso, corresponde a las autoridades locales “adecuar” su legislación y su práctica a los estándares supranacionales (arts. 1.1. y 2 CADH). Claro que, en todos los casos, el Estado Nacional no puede eximirse de ejecutar sus obligaciones metanacionales aduciendo la falta de acatamiento de las autoridades provinciales.[193]

La compleja cuestión de la potencial responsabilidad internacional del Estado por incumplimiento de las obligaciones asumidas en los pactos humanitarios, no ha sido ajena pues a las preocupaciones de la CSN. A través de su jurisprudencia, evolucionó hasta considerar, en punto a los aspectos sustanciales y formales de su competencia en el marco del recurso extraordinario federal, que en los casos en que se hallare cuestionado el alcance de una garantía del derecho internacional, el tratamiento del tema resulta pertinente en la vía establecida por el art. 14 de la ley 48, puesto que la omisión de su consideración puede comprometer la responsabilidad del Estado argentino frente al orden jurídico supranacional. Ello –como se ha señalado–[194] demuestra la seriedad del compromiso de la Corte en su intención de utilizar su rol institucional en miras de evitar la responsabilidad internacional del Estado, en consonancia, por otra parte, con la política de diálogo institucional con la Corte IDH.

Lo cual viene a ensamblarse, en nuestro parecer, con la sistemática adoptada por el Congreso de la Nación al incorporar numerosas normas procesales al CCyCN que, en último análisis, se sustenta en el mismo fundamento, cual es propender, en este caso, a través de la legislación material unificada, a salvaguardar las eventuales responsabilidades asumidas internacionalmente.

Precisamente, en varios de los casos en que la Corte IDH condenó al país por violación de derechos y garantías fundamentales, quedó involucrado el genérico derecho a la tutela judicial efectiva y eficiente, comprensivo en lo esencial del acceso irrestricto a la justicia, el debido proceso y el dictado de la sentencia y su ejecución en tiempo razonable. Es lo que acaeció en los casos “Cantos”,[195] “Fornerón”,[196] “Furlán”[197] y “Memoli”.[198]

Ha de convenirse –y es el punto que aquí nos interesa resaltar– que por encima de los hechos que sustentaron las condenas en cada uno de esos puntuales precedentes y de la responsabilidad propia de los jueces y funcionarios intervinientes, existe y se denota una situación de crisis estructural que afecta a nuestro íntegro sistema de justicia, que no se encuentra en condiciones mínimas para asegurar a los litigantes la “eficaz prestación de los servicios de justicia”, que reclama la CN, art. 114, párrafo cuarto, 6, in fine. Naturalmente son múltiples y disímiles las razones de semejante disfuncionalidad que compromete la responsabilidad internacional del Estado argentino: los insalvables obstáculos al acceso a la justicia, la excesiva duración en los procesos y el alto costo de las actuaciones, que confluyen en el agravio al derecho fundamental a la tutela judicial eficaz y eficiente, consagrada en los arts. 8 y 25 del Pacto Interamericano.

No menos relevante ha sido que alguna de esas condenas hubiera recaído en procesos civiles en que estaban en juego derechos fundamentales particularmente “sensibles”, teñidos por un marcado interés público, merecedores de tutelas sustanciales y procesales preferentes, diferenciadas. En “Fornerón” los hechos se vinculaban con la violación al derecho de protección de la familia, a través de un proceso de adopción de trámite ostensiblemente irregular,[199] con menoscabo del derecho de los niños y del régimen de visitas a favor del padre biológico. En la causa “Furlan” la ineficacia del sistema judicial venía a menoscabar el derecho fundamental a la salud de un niño con discapacidad, necesitado de un tratamiento médico cuya realización dependía de la efectivización de un reclamo por daños y perjuicios contra el Estado, demorado por más de diez años. En uno y otro caso se exhiben las graves consecuencias de la dilación excesiva de los procedimientos y la violación de la garantía fundamental del plazo razonable, subrayándose la omisión de adoptar disposiciones en el derecho interno para asegurar los derechos establecidos en las diversas convenciones en vigor.

En el marco del sistema de enjuiciamiento civil, la realidad del proceso de adopción al tiempo de los hechos que sustentaron la decisión en el caso “Fornerón”, conducía a que muy frecuentemente, por la defectuosa regulación normativa y la consecuente demora excesiva en el trámite, se violaran los derechos fundamentales de la Convención Internacional de derechos del niño, principalmente en cuanto al derecho de conocer a sus padres biológicos y ser cuidado por ellos, a preservar su identidad, a no ser separados de sus padres contra la voluntad de éstos (arts. 7, 8, 9, Convención cit.). Cuando se preguntaba a propósito de cómo cumplir el Estado esas directivas, para que no sean “letra muerta”, para evitar que la Corte IDH dicte un nuevo fallo “Fornerón” contra nuestro país, la respuesta parecía clara: habrá que reformar la legislación estableciendo que no puede conferirse la guarda con fines de adopción sin que, previamente, el juez competente hubiera dictado una resolución declarando el estado de abandono y en condiciones de adoptabilidad del niño, notificando a los padres biológicos que lo hubieran reconocido, quienes han de ser considerados parte en el trámite y están legitimados para recurrirla.[200]

Lo cierto es que las “lecciones” del caso “Fornerón” fueron recogidas, precisamente, por el nuevo CCyCN, que al regular el procedimiento para la obtención de la declaración de adoptabilidad reconoce el carácter de parte de los padres u otros representantes legales del niño (art. 608, inc. b), imponiendo como obligatoria la entrevista personal con los mismos (art. 609, inc. b). Se trata, desde luego, de la reforma de normas procesales insertas en el ordenamiento sustantivo, que tienden a satisfacer la obligación del Estado de instituir sistemas apropiados para el reconocimiento y la efectividad de los derechos, en cumplimiento de los tratados internacionales. Lo que implica tanto como dejar sin margen de operatividad el ejercicio abusivo del poder jurisdiccional y el abuso del proceso por los propios justiciables,[201] las causas que, casi siempre, son las que afectan la funcionalidad del sistema de enjuiciamiento.

En definitiva, no resulta cuestionable la asunción directa de las potestades del Congreso Nacional en ejercicio del art. 75 inc. 12 CN, para sancionar típicas normas procesales, en tanto imprescindibles para asegurar la efectividad de los derechos y garantías consagrados en las convenciones humanitarias.[202] Lo que es igual: el argumento tradicionalmente desplegado por la CSN para validar, bien por vía de excepción, tales prerrogativas del Congreso, encuentra soporte cuanto menos corroborante, en la obligación asumida por el propio Estado Nacional de cumplir cabalmente las obligaciones internacionales libremente asumidas. Y, a fortiori, evitar las sanciones que se derivarían del incumplimiento.

2.4. El argumento trascendente de la unidad del ordenamiento jurídico como garantía de la igualdad ante la ley

Queda todavía en pos de la justificación del ejercicio de las potestades legislativas del Congreso para instituir normas procedimentales, el argumento asaz relevante de la necesaria unidad del ordenamiento jurídico como garantía de la igualdad ante la ley.

En los sistemas de tradición romanista la fuente formal del derecho por antonomasia está constituida por la ley material, preponderante para asegurar el principio de igualdad y, coetáneamente, apuntalar la seguridad jurídica. Bien que, sin descartar, aún dentro de aquella tradición, los empeños para lograr los mismos objetivos en vía de la denominada doctrina del precedente, en sus diversos senderos.[203] Va dicho entonces que el principio de igualdad y la seguridad jurídica vienen estrechamente enlazados a la ley y la jurisprudencia como fuentes primarias del ordenamiento jurídico.

Ahora bien, éste por definición se configura como un plexo integral y armónico que descarta parcialidades o individualidades separadas y fragmentadas, que se conjuga como un todo a partir del reconocimiento y sometimiento, de todas y cada una de sus partes (instituciones, reglas, procedimientos), a los principios y valores de matriz suprema. Así como no se admiten regímenes sustantivos separados, disociados y aislados del todo y sujetos a reglas específicas de espaldas a los principios fundantes de jerarquía superior, porque se quebraría la rigurosa “polifonía” del ordenamiento jurídico;[204] tampoco, mucho menos, se concibe ya un doble ordenamiento jurídico material y formal, desde que éste no podría ser instituido como un mecanismo con resortes dislocados por un sistema de reglas heterogéneas.[205] Ha sido el excesivo celo de la doctrina clásica procesal por la apetecida autonomía de la disciplina, de sabor propedéutico, lo que ha llevado a sustentar una divisoria de aguas, más artificial que real y práctica, no solo entre el derecho material y el procesal,[206] sino también, entre normas sustantivas y procesales. Por su natural inseparabilidad que impide desacoplarlas, se impone por el contrario bregar por la síntesis acumulativa de preceptivas que se integran y, en conjunto, son imprescindibles para avanzar hacia el objetivo de la eficaz realización del derecho y sus valores.[207]

Todo lo anterior lleva a concluir –siguiendo a MERCADER–[208] que los códigos nacionales, por el destino que originariamente les atribuye el espíritu de la Constitución que los individualiza como factores de la unidad jurídica argentina, aparecen en una situación dominante respecto de las leyes de procedimiento. Es que el Congreso es quien debe crear el orden jurídico pleno y uniforme para todo el país, que es un verdadero principio constitucional.

Al mismo tiempo se despliega otra cuestión singular, más propia de nuestro régimen federal de atribución de competencias para legislar la materia procedimental, en sus dos vertientes de las técnicas orgánico-funcionales –leyes orgánicas del Poder Judicial– y procesales –la normativa formal–. Se trata de la idea de la unificación procesal, planteada desde hace más de un siglo, como lo explicaba MERCADER,[209] que parte de la premisa que razones de igualdad jurídica por la aplicación uniforme de las leyes sustantivas, sustentan la convivencia y necesidad de unificar las normas procesales civiles –no así, las orgánico-funcionales– nacionales (originariamente, federales) y provinciales, en un ordenamiento único que sustituiría el sistema de pluralidad de leyes. El criterio preponderante se inclinaba con matices hacia el sistema de unificación, si bien prevaleció siempre la premisa de una necesaria reforma constitucional para instaurarlo, o bien la concertación de tratados interprovinciales.[210] En una postura intermedia, ALSINA sostenía que existen facultades concurrentes de la Nación y de las provincias, de modo que el Congreso podría legislar sobre los principios fundamentales del derecho procesal, que las reglamentaciones locales deberían tener en cuenta.[211] Debate que estuvo abierto hasta la sanción de la ley 17.454, CPC y CN y la política del gobierno de facto de entonces que impulsó la unificación procesal de hecho, por la recepción del ordenamiento nacional en la gran mayoría de las provincias.

El notorio avance ahora del nuevo CCyCN, con la incorporación de numerosísimas normas procesales a la legislación sustantiva, de algún modo, puede sostenerse, ha venido a consagrar aquel viejo anhelo de la doctrina tradicional de la unificación procesal. Claro que tomando el atajo de la utilización de los poderes del Congreso para, de hecho, lograr aquel objetivo.

Podría afirmarse que, clausurada la vía constitucional por imposibilidad de la reforma y dificultades históricas del federalismo de concertación en esta materia, el propio Congreso Nacional, a través del CCyCN, ha avanzado por el camino de la unificación con el irrebatible argumento de la unidad del ordenamiento jurídico como requisito indefectible para el logro de la seguridad jurídica. Que se compadece, por lo demás, con la concepción del sistema de fuentes para nutrir la interpretación judicial.[212]

Como conclusión, cabe sostener que el principio de la unidad del ordenamiento en que se sustenta la seguridad jurídica tanto como la garantía fundamental de la igualdad ante la ley enraizada en la CN,[213] solo puede concretarse a partir de la idea de la compatibilidad armoniosa de las preceptivas fondales y procedimentales, objetivo superador de las competencias formales asignadas en la distribución constitucional. Y ese propósito de unidad del ordenamiento jurídico a través de la interpretación armonizadora de los preceptos de una y otra naturaleza, con el consecuente reconocimiento de la validez constitucional, como regla, de las normas procesales incorporadas a las leyes sustantivas, viene a empalmar, concediéndole virtualidad siquiera de hecho, con el viejo anhelo de la unificación de las normas procesales. Lo que es igual: lo que históricamente no pudo concretarse por impedimentos constitucionales o fácticos, de algún modo ahora se logra con la sanción del CCyCN: las normas procesales que se receptan en el ordenamiento nacional resultan de aplicación en todas las jurisdicciones del país, con lo que el objetivo de la uniformación procesal se encuentra, en buena medida, realizado. Bien que sea procedente y necesaria la aclaración aquí de la excepcionalidad y los condicionamientos que estrechan el ejercicio de las potestades del Congreso Nacional, como hemos de ver.

2.5. El CCyCN: la concepción del derecho como sistema y los paradigmas

Desde la perspectiva de una visión abarcadora de las normas procesales y especialmente de los principios incorporados al CCyCN, y a la luz del objetivo declarado de la constitucionalización del derecho privado y el establecimiento de una comunidad de principios entre la Constitución, el derecho público y el derecho privado,[214] no puede ponerse en cuestión al menos de modo genérico, la validez constitucional de las aludidas normas procesales. Los argumentos ya desplegados lo confirman.

Ahora bien, se hace menester desgranar, en un análisis particular, las diversas normas en cuestión y clasificarlas en función de sus finalidades u objetivos, en consonancia con los principios y valores que consagra el Código. Y bajo ese cartabón, finalmente, determinar en relación a cada una si sus contenidos encajan en las condiciones a las cuales la tradicional doctrina de la CSN ha sujetado su validez constitucional.

Buena parte de ese análisis ya ha sido anticipado, por lo que aquí se focalizará la cuestión desde el hontanar de los nuevos paradigmas que se acogen en el CCyCN, en el entendimiento de la ventaja metodológica que aporta el análisis conjunto de las diversas normas que puedan cobijarse bajo un mismo paradigma.

2.5.1. Los paradigmas protectorio, de igualdad y no discriminatorio

Ha de verse que los paradigmas protectorio, de igualdad y no discriminatorio concentran y brindan sustento cuantitativamente a buena parte, sino la gran mayoría, de las novedosas normas procesales sancionadas. Claro que no interesan para este análisis las tradicionales normas procesales acogidas por el Código Vélez y ahora replicadas en el nuevo ordenamiento, más inclinadas naturalmente al resguardo de los propios valores en que se sustentaba –derechos de la libertad, de la propiedad, etc.–. Piénsese simplemente en los preceptos formales meticulosamente destinados a la regulación de las acciones posesorias y reales, entre otras.

El paradigma protectorio por definición tutela a los débiles y su fundamento constitucional es la igualdad; considera a la persona concreta por sobre la idea de un sujeto abstracto y desvinculado de su posición vital. El CCyCN –se ha afirmado–[215] busca la igualdad real y desarrolla una serie de normas orientadas a plasmar una verdadera ética de los vulnerables. De las numerosas situaciones existenciales tomadas en cuenta por el legislador sobresalen, sin duda, aquellas relativas a la materia familiar en general, enraizada ahora en una sociedad abierta, pluralista y multicultural. Se ha brindado un marco regulatorio a novedosas conductas sociales –uniones convencionales (arts. 509 y ss.), matrimonio igualitario (arts. 402 y ss.), filiación por naturaleza mediante técnicas de reproducción humana asistidas y por adopción (arts. 558 y ss.), entre otras, por mencionar las más destacadas–.

En paralelo y complementariamente, la función protectoria se expresa en las prerrogativas judiciales sustantivas y también procesales. La figura del juez pasa a ocupar en estos conflictos que involucran “derechos sensibles” en general, y particularmente, en los de familia, el centro de la escena del proceso. De ahí el empeño por conferirle atribuciones y poderes-deberes diversos y novedosos, imprescindibles para que pueda cumplir las nuevas misiones que se le encomiendan en este tipo de conflictos, estrechamente vinculados y sustentados en el orden público singular cuya tutela y efectividad le viene confiado –orden público familiar, interés superior del menor, de las personas con discapacidad, etc.–.[216]

Se estructura con esas finalidades una singular y típica justicia “de acompañamiento” o de protección, para la concretización de las tutelas diferenciadas, en los planos sustantivo y procesal –de ciertos derechos y situaciones consideradas “sensibles”.[217]

2.5.2. La regulación de los procesos familiares

Precisamente, las notas procesales más características de la justicia “de acompañamiento” en los procesos familiares han quedado ahora insertas en el CCyCN, en los principios generales edictados en los arts. 706 y ss., que integran el “núcleo duro” del sistema de enjuiciamiento para esa categoría de la conflictividad. Deben ser aquilatados como contenidos de protección mínimos impuestos por la legislación sustantiva, que se irradian hacia las normativas locales para que, entre sus intersticios, penetren todavía anchos márgenes de regulación integrativa.

Así el art. 706, bajo el acápite Principios generales de los procesos de familia enuncia los de tutela judicial efectiva, inmediación, buena fe y lealtad procesal, oficiosidad, oralidad y acceso ilimitado al expediente. Agrega que “las normas que rigen el procedimiento deben ser aplicadas de modo de facilitar el acceso a la justicia, especialmente tratándose de personas vulnerables, y la resolución pacífica de los conflictos”. A su vez, el art. 709, bajo el acápite Principio de oficiosidad prevé que en tales procesos el impulso procesal está a cargo del juez, quien además puede ordenar pruebas oficiosamente. También se establecen principios relativos a la prueba, como los de libertad, amplitud y flexibilidad (art. 710). Añade que la carga de la prueba recae, finalmente, en quien esté en mejores condiciones de probar (art. cit., in fine). El capítulo de Disposiciones generales se complementa con reglas respecto de la participación en el proceso de niños, niñas, adolescentes y personas con capacidad restringida (art. 707), acceso limitado al expediente (art. 708) y admisibilidad de testigos (art. 711).

Por último, en los capítulos 3 y 4 del mismo Título VIII se estatuye sobre reglas de competencia (arts. 716 a 720) y medidas provisionales (arts. 721 a 723), sea aquellas relativas a las personas en el divorcio y en la nulidad de matrimonio –verdaderas tutelas anticipadas y urgentes, en enunciación no taxativa (art. 721)– y otras relativas a los bienes –cautelares típicas– (art. 722).

No resulta ocioso destacar que los principios generales ahora acogidos por el nuevo ordenamiento sustantivo cuentan con generalizado respaldo doctrinario[218] y la experiencia que se recoge en diversas regulaciones locales,[219] en coincidencia, en buena medida, con la legislación comparada.[220]

Las atribuciones del juez de familia se despliegan todavía en el CCyCN en las diversas vertientes de: a) los poderes de dirección y ordenación, reforzados ahora por la oficiosidad; b) los correlativos de la inmediación.

En punto a los primeros, el principio de oficiosidad autoriza no solo el impulso del proceso sino la ordenación por sí de las pruebas (art. 709); y se irradia en numerosas disposiciones:

a) En materia de tutela, el juez debe proveer de oficio lo que corresponda, cuando tenga conocimiento de un hecho que motive la apertura del trámite (art. 111). Asimismo, le compete ordenar oficiosamente la rendición de cuentas (art. 130) y también la remoción del tutor (art. 136).

b) En el proceso de divorcio, el juez puede ordenar de oficio que se incorporen elementos para analizar la propuesta regulatoria de sus efectos (art. 438).

c) En las acciones de filiación le cabe ordenar según su discreción en atención a las circunstancias del caso, prueba genética sobre material de los progenitores naturales o autorizar la exhumación del cadáver (art. 580).

d) En el proceso de adopción, puede iniciar de oficio el procedimiento (art. 616); a pedido de uno o ambos progenitores o de oficio, el juez debe otorgar, como primera alternativa, el cuidado compartido del hijo con la modalidad indistinta, excepto que no sea posible o resulte perjudicial para el hijo (art. 651).

e) El art. 721, cuando se trata de medidas provisionales relativas a las personas, no exige la petición de parte (como sí lo hace el art. 722 cuando se trata de medidas relativas a los bienes), en el curso de la acción de divorcio o nulidad de matrimonio.

f) En materia de asistencia procesal internacional, los exhortos deben tramitarse de oficio y sin demora, de acuerdo a las leyes argentinas, sin perjuicio de disponer lo pertinente con relación a los gastos que demande la asistencia requerida (art. 2612, parte final).

En cuanto al principio de inmediación, se concreta en sus dos vertientes: como proximidad del órgano jurisdiccional, a través de reglas de competencia para asegurar el acceso a la justicia; y durante el curso del trámite, como “aproximación” y cercanía del juez a los sujetos del proceso –un juez “presente”, en contacto material con las partes– y a las pruebas.

Las reglas de competencia establecidas en sucesivas previsiones para procesos relativos a derechos de niñas, niños y adolescentes (art. 716), de divorcio y nulidad de matrimonio (art. 717), para los conflictos derivados de las uniones convencionales (art. 718), para las acciones por alimentos o pensiones compensatorias entre cónyuges o convivientes (art. 719) y acciones de filiación (art. 720), responden al primer objetivo de asegurar por la proximidad territorial del órgano, el efectivo acceso a la justicia. Se recoge novedoso concepto de “centro de vida” de las personas a cuyo favor se extiende la tutela. Fuera de ello, el Código regula con la misma finalidad otros supuestos de competencia. Así, v.g. en los procesos sobre restricciones a la capacidad la solicitud debe presentarse ante el juez correspondiente al domicilio de la persona en cuyo interés se promueve o del lugar de internación (art. 36, apart. segundo). Asimismo, en el juicio de adopción resulta competente el que otorgó la guarda con fines de adopción, o a elección de los pretensos adoptantes, el del lugar en que el niño tiene su centro de vida si el traslado fue tenido en consideración en esa decisión (art. 615). Para el discernimiento de la tutela, es competente el juez del lugar donde el niño, niña o adolescente tiene su centro de vida (art. 102).

El postulado de inmediación como “aproximación” o cercanía del juez, contacto personal con las partes y las pruebas, se estatuye como principio general en el referido art. 706. Diversas normas lo explicitan a lo largo de todo el ordenamiento, para su puntual aplicación en los diversos supuestos de competencia de los jueces de familia. Así, entre otras, los art. 707, 35, 404, 405, 609 inc. B, 617 inc. b.

Como conclusión, puede aseverarse que los diversos preceptos en consideración en realidad recogen y se inspiran en precisas previsiones contenidas en las convenciones humanitarias: para el caso de niños, niñas y adolescentes, art. 12, Convención sobre los Derechos del Niño y correlativo, art. 27 inc. a ley 26.061; en supuestos de las personas con capacidad restringida, arts. 3, 4 y 13, Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad. Asimismo, en general, en lo pertinente, las 100 Reglas de Brasilia sobre acceso a la justicia de las personas en condición de vulnerabilidad. Tanto que, además, su linaje se deriva de los paradigmas protectorio, de igualdad y no discriminatorio que enarbola el CCyCN.

2.5.3. Validez constitucional (y significancia cualitativa) de las normas procesales relativas a los conflictos familiares y sobre derechos “sensibles”, en general

Lo que llevamos expuesto justifica el aserto del epígrafe. Sea a título de principios generales ya a guisa de normas particulares de desarrollo de aquellos, las analizadas constituyen básicamente instituciones, reglas y procedimientos que resultan necesarios, imprescindibles para asegurar la efectividad de los derechos sustantivos –y más aún, del sistema protectorio que se entrelaza desde la CN, las convenciones sobre derechos humanitarios y las leyes sustantivas de implementación–.[221] Cualitativamente, entonces, las normas procesales del CCyCN constituyen un componente indefectible para la integración del orden jurídico y el aseguramiento de la garantía de igualdad ante la ley.

2.5.4. Significancia cuantitativa de las normas procesales relacionadas con la protección de los derechos “sensibles” en el CCyCN

Resulta de utilidad, todavía, señalar una nota tangencial aunque de valor corroborante de la tesitura que venimos sosteniendo: así como la validez material de las normas procesales en cuestión se asienta –razón cualitativa– en el sistema de valores y principios fundamentales desarrollados alrededor de la reforma constitucional de 1994, puede aseverarse, avalado con una simple compulsa, que la inmensa mayoría –relevancia proporcional cuantitativa– de los nuevos preceptos atienden a asegurar la protección de los “derechos sensibles” en general. O, si se prefiere y desde otro ángulo: el Código de Vélez –al igual que el Código de Comercio de 1862 y las leyes posteriores a las que ya hemos referido– se ocuparon especialmente de asegurar, a través de disposiciones procesales, la efectividad de los derechos enraizados en la Constitución histórica de 1853-60; en paralelo –y con no menor justificación–, el CCyCN puso el acento en el logro del mismo objetivo en relación a los “nuevos” derechos fundamentales. Unos y otros integran indisolublemente el “núcleo ideológico” compartido en este tiempo histórico por nuestra comunidad.

2.5.5. Normas procesales del CCyCN susceptibles de tacha de inconstitucionalidad

No es ésta la oportunidad de adentrarnos en el análisis de todas y cada una de las normas procesales en cuestión. Fuera de aquellas que acabamos de mencionar, quedaría escudriñar en el resto del universo de la nueva legislación fondal.[222] A título solo de muestra representativa resulta útil detenernos, al menos, en la preceptiva sobre el proceso sucesorio.

Dentro del Libro Quinto, sobre transmisión de derechos por causa de muerte, el CCyCN dedica el Título VII al proceso sucesorio (arts. 2335 a 2362), regulando los procedimientos en las distintas etapas de la apertura y competencia, investidura de la calidad de heredero, inventario y avalúo, administración judicial. Puede aseverarse que el CCyCN aborda prácticamente la íntegra regulación procedimental dejando escaso margen para la complementación en los ordenamientos locales. De ese modo, se abandona la larga tradición proveniente del derecho patrio, enraizada en la Ley de Enjuiciamiento Civil española de 1855 y recogida en los sucesivos ordenamientos procesales locales hasta desembocar en los códigos vigentes. Semejante avance carece de antecedentes valederos, que no se exponen en el proyecto del CCyCN, salvo en cuanto a la genérica remisión al proyecto de 1998 –que se proponía “actualizar y agilizar el proceso sucesorio… sin apartarse de lo que actualmente se practica y es positivo en materia tan ligada a la tradición nacional…” (apart. 294)–. No existen razones justificativas de ningún tipo que puedan sustentar el avasallamiento de las potestades provinciales: los preceptos en cuestión no son necesarios ni imprescindibles para asegurar las normas de fondo en la materia, ni resulta atendible la argución de la unidad del ordenamiento jurídico, ni puede encontrarse relación y soporte en el “núcleo constitucional federal” o en las convenciones humanitarias. Por otro lado, el CPCN vigente –y los demás ordenamientos locales que han seguido sus aguas– perfeccionaron en su momento el proceso sucesorio, brindándole una mayor celeridad a los trámites e incluso introduciendo verdaderas y rendidoras innovaciones –como se explicita en la Exposición de motivos de la ley 17.454–. La “sospecha” de inconstitucionalidad comprende un nutrido elenco, cuanto menos, a los arts. 2346, 2348 a 2355, 2361, 2362 (administración judicial); 2341 y 2342 (inventario), 2343 y 2344 (avalúo), 2357 y 2358 (procedimiento de pago de deudas y legados). Claro que, de todos modos, quedan a resguardo las previsiones innovadoras ya introducidas por el CPCN, como las de sus arts. 961, 969, 967, 968 y otras concordantes.

Además de ello, hay un precepto que más palmariamente aún no supera la criba de la constitucionalidad, aunque por motivos que son diferentes. El art. 2340 CCyCN, regulatorio de la sucesión intestada, establece que debe disponerse la citación de herederos, acreedores y de todos los que se consideren con derecho a los bienes dejados por el causante, “por edicto publicado por un día en el diario de publicaciones oficiales”, para que lo acrediten dentro de los treinta días. La norma no encuentra cobijo constitucional en la doctrina de la CSN ni en ninguna de las demás razones que se analizaran; tampoco reconoce antecedente en los proyectos anteriores.[223] No solo resulta innecesaria sino que viene a contrariar de modo evidente el objeto mismo de la publicidad edictal en el sucesorio; el anoticiamiento que se persigue se frustra si la difusión se limita al diario oficial durante un solo día, con el consiguiente menoscabo de la garantía de la defensa de los interesados que se tutela más apropiadamente con la previsión del art. 699 inc. 2, CPCN –y normas similares de los ordenamientos provinciales– que mandan realizar la publicación por tres días en el Boletín Oficial y en otro del lugar del juicio. El art. 2340 CCyCN resulta, en definitiva, inconstitucional.

2.6. Conclusiones

A esta altura de nuestro discurrir podemos consignar algunas sintéticas conclusiones de cierre:

a) En el clásico debate en torno de la constitucionalidad de los preceptos procesales contenidos en las leyes sustantivas, arbitrado desde la doctrina sustentada desde antiguo por la CSN, se ha terminado por admitir un cambio en el eje de la argumentación justificativa de la validez constitucional de tales preceptos. Se trata de un novedoso y decisivo sustento afincado en la necesidad de “garantizar un estándar de igualdad ante la ley”, que permite al Congreso de la Nación ejercer “cierto grado de legislación y orientación en materia procesal”, principio abierto con el cual se mantiene “el mínimo equilibrio legislativo”.

b) La reforma constitucional de 1994, con sus correlatos de la consagración de un renovado “bloque de constitucionalidad”, ha incidido en distintos grados en la comprensión de tal deslinde de atribuciones entre la Nación y las provincias. En especial, el explícito reconocimiento del derecho fundamental a la tutela judicial eficiente, con su consustancial potencialidad, ha venido a brindar renovado soporte a la doctrina tradicional.

c) En paralelo, la incorporación de las convenciones humanitarias y la consiguiente responsabilidad del Estado nacional por el incumplimiento de las obligaciones en ellas asumidas, no ha podido sino gravitar sobre los alcances de las atribuciones del gobierno central, responsable último ante los órganos transnacionales. De ahí que no cabe negar el ejercicio de sus potestades, aún por medio de la legislación sustantiva, para adoptar las medidas necesarias a fin de hacer efectivos los derechos y libertades que integran el derecho humanitario, en aras del aseguramiento del “efecto útil” de los tratados.

d) El ejercicio de las aludidas potestades legislativas del Congreso Nacional para instituir normas procedimentales encuentra, por lo demás, argumento corroborante de trascendencia en el principio de unidad del ordenamiento jurídico como garantía de igualdad ante la ley. Los Códigos de la Nación, en el espíritu de la Constitución, constituyen los factores de la unidad jurídica, emplazándose en una situación dominante respecto de las leyes de procedimientos. A similares propósitos conduce la idea, de antiguo cuño, de la unificación procesal.

e) Por las razones ya referidas, no cabe cuestionar la constitucionalidad de las diversas normas procesales incluidas en el CCyCN. La conclusión es válida desde una perspectiva abarcadora y a la luz del objetivo de la constitucionalización del derecho privado y el establecimiento de una comunidad de principios entre la Constitución, el derecho público y el derecho privado, en correspondencia con el sistema de valores de la reforma constitucional de 1994.

f) A igual conclusión se arriba al desgranarse el análisis de la validez constitucional, focalizándoselo en cada una de las normas en cuestión, a partir de su clasificación en función de sus finalidades y objetivos.

g) Buena parte, sino la gran mayoría de las normas en cuestión constituyen aplicación de los paradigmas protectorio, de igualdad y no discriminatorio. Por caso, la regulación de los diversos procesos familiares y derechos “sensibles” en general, en consonancia con el “núcleo ideológico” compartido por nuestra comunidad.

h) De todos modos, el Código contiene algunas normas “sospechosas” de inconstitucionalidad; vg., las relativas al proceso sucesorio en general.

Cuestiones procesales en el Código Civil y Comercial de la Nación

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