Читать книгу Yo, mentira - Silvia Hidalgo - Страница 10

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El Escritor vuelve de clase, todos sus alumnos deben de estar enamorados de él. Alguien dijo: «Si vas a entregarte a un hombre, hazlo a uno capaz de dejar sus miserias por escrito». Creo que fui yo quien lo dijo cuando era más joven.

Nos encuentra tumbados en el sofá. Su hijo alarga los brazos y el padre lo rescata del socavón entre cojines. Me embeleso contemplándolos, se están enamorando y siento envidia.

Yo me enamoré del Escritor cuando trabajaba de cajera. Me contrataron en un supermercado a media jornada mientras estudiaba en la universidad. Nunca he sido algo del todo, siempre he sido una cosa provisional a la espera de ser otra.

Era la peor cajera de todas porque, al menos una vez al día, me enamoraba de un cliente. Había un chico demasiado joven que compraba la merienda en el descanso del instituto. Tenía las piernas enclenques. También me enamoré de un hombre casado que siempre andaba diciéndome: si tuviera veinte años menos, a lo que yo le respondía: o yo veinte años más; y los dos nos reíamos por la ridiculez de mi sugerencia.

Allí llevábamos un uniforme con pantalones color caqui y zapatos de cordones. Me gustaban tanto aquellos zapatos que los utilizaba para ir a clase con calcetines de rombos, no sé qué pretendía, quería parecer extravagante, como esas mujeres que vivían solas y de las que se hacía algún reportaje. Supongo que las chicas de barrio no queremos ser auténticas, para qué, queremos fingir y parecernos a las otras, a las que heredaron el buen gusto, las joyas y la biblioteca de la abuela.

El Escritor esperaba cada día para pagar su baguette en mi caja aunque las demás estuvieran vacías. Un día le pegué un pellizco a su pan y me lo comí mientras le cobraba. No se enfadó. Sigue sin hacerlo, creo que es su falta de interés por lo mundano. No sé si los demás maridos son iguales. Un escritor nunca está del todo contigo, siempre está contigo y con la historia que esté escribiendo. Come y escribe. Escucha y escribe. Besa y escribe. Tampoco sé cómo sería que estuviera presente del todo ni si soportaríamos tanta atención sobre nuestra pareja.

Hoy es el cumpleaños del Escritor, abraza los cuarenta con entusiasmo; él hace tiempo que consiguió ser quien esperaba. Salimos a cenar los dos solos. Desde una mesa elegante criticamos a los otros, a las parejas que se pierden siendo padres. Eso no nos pasará a nosotros, nos decimos, y masticamos un filete caro. Le encanta mi vestido, estoy más guapa que nunca, miente. Es muy dulce. Bebemos vino entre eslóganes: es el mejor de la carta, nos lo merecemos, un día es un día.

Antes, el vino me hacía hablar como si llevara mis zapatos de cordones y una bata de seda con grandes dragones bordados. Ahora nada me saca de mis botas negras anónimas; ahora sólo tartamudeo el nombre del postre.

Cuando volvemos a casa, su madre espera en el sofá. Su nieto se portó muy bien, se puso el pijama solo y no nos echó de menos.

Su madre se marcha y él me sube la falda. Nota, como yo, que estoy mareada. ¿Estás bien?, me pregunta. Sí, miento, y controlo el ir y venir de mis náuseas. ¿Qué más da? Quiero que ocurra, ni siquiera necesito que haya placer. El deseo ya aparecerá. Porque, como las ganas de vomitar, no siempre es espontáneo; también el deseo se puede provocar con mayor o menor éxito y, una vez surge, se alimenta y crece. Crece y crece sin control hasta que se consuma y entonces, sólo en ese momento, desaparece tras una contracción, como toda muerte. Aunque en realidad me bastan sus ganas, que mi cuerpo encuentre el suyo, tan bonito aún, que se confundan y que esa amalgama, incluso conmigo dentro, sí sea algo bello. Necesito que el olor a sexo impregne las sábanas, dormir con los muslos viscosos y despertar con la boca seca y salada, como una náufraga a la que han sacado de los pelos desde el fondo del mar.

Y dar la gran bocanada.

Yo, mentira

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