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Cuando volvemos a casa, todo huele a podrido.

Se fue la luz o alguien la quitó.

En todas las acusaciones anónimas ese alguien soy yo. Soy el alguien que dejó la leche fuera, que no abrigó lo suficiente al niño, que olvidó recoger la ropa seca cuando empezó a llover. No pasa nada, le puede pasar a cualquiera. Me he convertido en ese alguien y también en cualquiera. Pronto seré nadie.

El congelador estaba lleno de carne. Cuando nos fuimos a vivir juntos nos bastaba con tener una botella de vino frío, pero ahora sí necesitamos las reservas, necesitamos el futuro. La nevera se ha estropeado y habrá que comprar una nueva, diagnostica el Escritor. La sangre ha formado un río burdeos desde el congelador hasta el suelo. Le propongo que, mejor, compremos otra casa, que dejemos esta tal cual, que cerremos la puerta y ya. Se ríe y me dice que no podemos hacer eso. Pero sí se puede, siempre se puede.

Ya lo hicimos una vez, no estábamos seguros de nada, pero no hacía falta, no teníamos miedo. El piso es pequeño, eso fue lo único que dije entonces. Siempre quise tener una habitación, si acaso un rincón sólo mío. Se lamentó de que en ese caso seríamos poco más que compañeros de piso. No pude confesarle que a mí me gustaba la idea, una comedia de enredos vivida en el salón, con peleas de cojines y alguna de verdad en la que un plato acabara roto contra el suelo. Ese crash que obliga a comenzar de nuevo. Pero en una sola tarde compramos una cama de matrimonio y un juez nos convirtió: a él en marido y a mí en mujer.

Los dejo solos con el desastre de la nevera que sangra y voy al hipermercado con una serie de instrucciones sencillas a seguir: blanca, A+, no frost, sesenta centímetros. Las vallas y letreros del aparcamiento me obligan a bajar dos plantas. Doy una vuelta, dos, enciendo las luces y veo que un coche se va. Espero paciente y comienzo la maniobra, la escena vulgar de las cosas difíciles: meter un coche en una plaza, meter un saco de dormir en su funda, meter los muslos en unos vaqueros. Todo debe encajar y quedar ajustado, sin holgura, desde el coito hasta nacer, apurado, que dé miedo no caber, que cueste, que, cuando se consiga, se consiga algo, que una tontería como aparcar el coche parezca un logro. Y el coche no cabe y otro aguarda, siempre hay otros esperando a que tú no puedas; conseguirlo sobre el fracaso de alguien es mucho mejor. El conductor que espera estira el cuello, menea la cabeza y me voy. Me voy de la plaza, del aparcamiento, del hipermercado.

Salgo por la primera salida que veo, que no es la mía. El semáforo no me permite girar a la izquierda, los autobuses me impiden tomar la rotonda. Sigo hacia adelante viendo por el retrovisor cómo mis torres se alejan. De noche los edificios se confunden unos con otros, todos los polideportivos son iguales, todos los McDonald’s son el mismo. Paro en uno, hago la cola de parejas adolescentes que fueron al cine y me tomo una cerveza; ¿dónde estoy? Vuelvo a la carretera y sigo los letreros hacia «Todas direcciones».

Llego a casa y no traigo la cena.

Yo, mentira

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