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Llega el verano, con su sol amarillo y sonriente en la esquina derecha del dibujo. Imagino rayos interminables, el horizonte intacto; nosotros distintos, otros tres, radiantes, salados, a salvo de todo.

Atravesamos el país en coche, de madrugada, como fugitivos que secuestraron a un niño. Alquilé una casa a casi mil kilómetros, demasiado lejos para unos días, demasiado cerca para que cambie nada. Entre todas, esa, por una foto, la del marco de una ventana a medio abrir, la promesa de un prado inagotable. Viajamos poco, a mí nunca me interesó mucho; mis ojos ven y ven lo que no puedo asimilar, todas las ciudades son iguales, el mismo color del asfalto, los mismos ladrillos de la periferia. Sólo la naturaleza me conmueve de algún modo.

En el norte, el entorno se impone majestuoso, con su verde joven y el gris robusto de sus propias edificaciones, desafiantes a las humanas. La naturaleza sitia las ciudades y allá donde mires siempre está presente. En el sur, el paisaje se ha rendido y replegado, y las chicas de ciudad tenemos que ir a descubrirlo. Allí el oro se esconde tímido bajo la sombra seca de los olivos, pareciera que arde fácil, que se dejara matar. Pero, aunque nunca se haya visto antes, el paisaje no parece nuevo; se intuyen las formas suaves más allá de la vista, se adivinan los caminos, no esconde peligro ni pérdida. Contemplarlo, aunque sea por primera vez, es una sensación parecida a volver.

Cuando llegamos a la casa, subo impaciente, me asomo al balcón y descubro un pino que destaca entre todos los demás. De una rama cuelgan dos sogas paralelas, una junto a la otra. En el tronco, alguien grabó un corazón.

Estos días dormimos revueltos, como tres animales. Apenas estiramos las sábanas y comemos y bebemos cuando nos apetece. Papá y mamá bailan borrachos. El Escritor me lee parte de su manuscrito y comprendo que le resulta tan fácil vivir como escribir o sonreír. Ha escrito notas en el margen, siempre tuvo una letra preciosa, clara y ordenada. Quién pudiera seguir una línea, una idea. Quién pudiera tener claro lo que se quiere decir y saber decirlo. Quién pudiera estar en paz en una página sin devorar los bordes, contar algo y que sea ese algo, que no sea nada más, que no siempre haya un monstruo tras cada palabra.

Embriagada, me atrevo y también le leo algo que garabateé como sonámbula. Me pregunta si lo que escribo es verdad, pero no entiendo de ninguna verdad. Se refiere a si ha ocurrido, como si todo lo que no ha ocurrido fuera por ello mentira. Lo cierto es que todos buscamos una verdad, rotunda e incuestionable, verdades como dobles líneas continuas en la carretera que nos mantengan alerta: eres lo que comes, la piel tiene memoria, tu cuerpo es tu templo.

Yo he ido dibujando sobre mi cuerpo el mapa de un país en guerra. Mi rostro es el emblema, algo raído en los ojos, reconocible aún; la nariz es el mástil, recto, diría solemne. Doy zonas por perdidas; primero se rindieron los muslos, después fue mi culo, terrenos que intento contener en los vaqueros de siempre, pero donde fueron apareciendo pequeños socavones tras cada bombardeo. Me convenzo de que recuperaré mi vientre, no dejaré que acabe esparcido, nadie dibujó jamás una mujer sin cintura. Sólo mis tetas sobrevivieron, se replegaron tras el asalto que duró la lactancia, pero se mantienen dignas, quizás el último bastión. Quamdiu stat Colysaeus stat Roma; quando cadet Colysaeus cadet Roma et mundus. Eso me queda, el mundo sobre mis tetas.

El Escritor, que es mi doble línea continua, me ve dibujando junto a la ventana. Me pregunta qué dibujo y le señalo el pino y las sogas. Sería un columpio, deduce. Un columpio, y cuando lo dice incluso veo la sillita que antes sujetarían las cuerdas y a un pequeño balanceándose con su madre detrás. Y sé que esa bondad suya de ver lo bello que fue algo es lo que nos mantendrá juntos, a pesar de lo civilizado que me parece repartir los fines de semana y los gastos de manutención. Porque permanecer juntos más allá, cuando no se piensa volver a procrear, sólo puede ser fruto de una inercia instintiva; sin duda, de un empeño irracional.

Estas ideas se presentan como fantasmas mientras floto de noche en la piscina. También el casero colocó un cartel con normas civilizadas sobre su uso, incluye prohibiciones y obligaciones, todas evidentes, aceptables, fáciles de cumplir. Aun así no puedo evitar, supongo que debido al frío, orinarme dentro del agua.

Por el día, mi pequeño anfibio me pide que me bañe con él, pero intento leer y broncearme. Debería ponerle crema para el sol; le pido que salga de la piscina y, cuando lo hace, me obliga a levantarme y correr tras él con un espray. Lo atrapo, ya tiene la nariz colorada. Le pido que cierre los ojos, obedece y le disparo. Un segundo, dos, y comienza a gritar.

Los chillidos traen el auxilio del padre. ¡Duele, duele!, aúlla y se frota. No, me defiendo, no le eché crema en los ojos, los tenía cerrados, es para niños, y señalo el dibujo del envase. Su padre lo coge y lo mete bajo la ducha. El pequeño sigue gritando, con los ojos cerrados le tira puñetazos y patadas al aire, pero el Escritor, paciente y fuerte, lo retiene bajo el agua y le aclara los ojos. Sigue sin abrirlos. ¡No, no!, protesta. El padre lo envuelve en una toalla, lo convierte en una pequeña crisálida naranja y lo lleva al césped. Lo acurruca y lo calma. Mira, le susurra, creo que lo de ahí arriba es una ardilla. Entonces sí, ahora el pequeño abre los ojos. ¿Dónde?, pregunta, ¿dónde?, y la decepción hace que se olvide del dolor. El padre me mira y me sonríe para expiarme, y le dice ya está, no ha pasado nada.

No me responsabiliza, quizás me ha dado por perdida. Me arrebata el error y también la culpa, como si yo pudiera vivir sin ella. Ellos entran en casa, pero yo sigo con el espray en la mano, aún humeante y, con los ojos bien abiertos, me disparo a bocajarro.

Yo, mentira

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