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Mi niño odia que me pinte los labios, lo expresa así, es muy vehemente, ¿por qué, por qué?, se queja. Luego me prohíbe que le dé un beso cuando lo dejo en el colegio.

Ha llegado a esconderme algunas barras de labios; otras, que doy por perdidas, aparecen en el último bolso que utilicé, en el bolsillo de una chaqueta o en la guantera del coche; lugares donde las busco algunas mañanas, esas en las que antes de entrar en la oficina me miro en el espejo retrovisor y me digo: al menos, podrías intentarlo.

Hoy me he pintado los labios de rojo, pero antes de llegar a mi puesto, paso por el lavabo y beso un papel para suavizar el tono. Me lavo las manos, puñado de huesos con uñas descuidadas. Entra una compañera de mi planta y me pide que vigile la puerta, no quiere encerrarse en un retrete. Se desabrocha la camisa y coge un sacaleches que escondió en el bolso. Sobresaliendo de la cinturilla de su falda adivino su plan, como yo lo tuve, de volver a la normalidad a través de una faja. En esa normalidad no caben el vientre hinchado o las tetas que supuran leche. La joven se abre el sujetador y se retira unos discos de celulosa; con ellos se evita el código mojado sobre la blusa que vendría a decir «mujer, no deberías estar aquí».

Le paso unas toallitas y la chica mira orgullosa cómo el bote se va llenando. Cada marca horizontal del medidor señala un nivel de peor a mejor hembra. Cuando termina, se da calor en los pezones para que vuelvan a ser, como mis labios, invisibles, discretos, profesionales.

Camino de vuelta a mi sitio unos pasos por detrás de mi compañera. Recuerdo aquellas noticias sobre una mujer que parió mientras estaba en el supermercado o en el metro, e imagino su placenta desprendida y oculta bajo la falda.

Mi jefe viene a buscarme, primero me pregunta si estoy bien; nos enseñaron a utilizar la cercanía al hablar con el personal en unas clases de liderazgo. Acto seguido me interroga por la joven Pantera, si la veo comprometida, proactiva, válida. Sí, sí, sí, respondo. No quiero que vuelva a su planta, echaría de menos su risa, su taconeo hasta la impresora y el movimiento de sus manos cuando me explica las gráficas que ha sacado.

Lo llaman por teléfono y contesta en inglés. Yo debería haber ocupado su puesto, pero él estudió fuera, aprendió inglés, algo de francés, va al gimnasio cada día, tiene tres hijos y, aun así, siempre, siempre lleva la camisa bien planchada. Hace un tiempo que dejé de pensar en mis opciones. En mi mente hay una puerta pintada de negro tras la que guardo las imágenes de lo que yo iba a ser. Cuando termina la llamada, me pide los informes, me pregunta si ya tengo los datos, quiere que le envíe las presentaciones que no se utilizarán nunca, y yo digo sí, sí, sí, y mi cabeza comienza a moverse de arriba abajo de forma involuntaria como la del perrito del salpicadero con los baches de la ciudad.

Sentada de nuevo frente al ordenador, oigo las pulseras de Pantera y anhelo el trajín alegre de monedas entrando y saliendo del cajón con llave del supermercado. Si alguna vez he logrado ser algo genuino fue cuando era cajera. Todo lo que vino después, sonreír en la foto de la orla, rellenar el currículum, decir «sí, quiero» o comprarme una camisa blanca para mi puesto en finanzas, lo he hecho más de mentira. Dejé de ser aquella cajera para convertirme en un serás.

El serás es el Yanna de las chicas listas, el Valhalla de las jóvenes que prometen. Nadie desvela la ofrenda a pagar en la puerta.

Poco a poco me he convertido en una apátrida y ahora vivo sobre una autovía, una Gaza de asfalto que divide la ciudad; a un lado los viejos edificios, un pelotón de gigantes con uniformes ya descoloridos desde los que siguen llegando los sonidos de las carruchas al tender y algún ¡hijodelagranputa!; al otro lado, un muro pálido de contención antiruido a través del cual se escapan conversaciones en un idioma extraño sobre vinos, moda y viajes. Un idioma que se aprende y se imita, pero en el que nunca se sueña.

Yo, mentira

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