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Antes observaba los coches que paraban a nuestro lado en los semáforos y me asustaban esas parejas que no hablaban entre sí. Solía reírme de ellas para disimular.

Ahora, en el nuestro, la única voz que suena por encima de la radio es la del GPS palpitando desde los altavoces. A nuestro pequeño le entusiasma escuchar y recitar al unísono el recorrido hasta la escuela, y cada mañana las coordenadas, y cada mañana la elección de ruta, y cada mañana el continúe recto. La voz es de una chica joven, parece cansada, la imagino tumbada y aturdida grabando con desgana esas palabras huérfanas: kilómetros, dieeeez, todas direcciones, giiiire a la izquierda; eslabones fríos que luego son engarzados en mensajes para nosotras, las que siempre nos perdemos, las que nunca sabemos llegar. Temo que el niño aprenda más vocabulario de ella que de mí. De hecho, ya ha comenzado a expresarse de ese modo seudohumano. Porque, ¿cómo se le habla a un hijo?

Sepultada bajo las indicaciones, suena una canción que reconozco y tarareo. El escritor me mira desde el asiento del copiloto, debe de hacer mucho tiempo que no canto. Lo llamo el Escritor desde la primera vez que tuve que mencionarlo, porque todo el mundo sabe qué es un escritor y el aspecto que tiene. Pobre de él si le preguntaban por mí.

Apago el GPS para que no interrumpa el estribillo. Sólo un momento, sólo un momento. El crío se queja y llora. El Escritor me pide que espere, que no lo haga rabiar, ¿qué trabajo me cuesta? Pero sé que cuando baje del coche la canción se perderá en la puerta del colegio, entre la charla de las madres y el beso del niño.

Saboreo cada nota y en cada una de ellas recupero un segundo de aquellos días adolescentes en los que sonaba esta canción y en los que yo perdía horas frente al espejo para hacerme trenzas que después anudaba alrededor de mi cabeza. Entonces mi pelo era bonito; yo supongo que también lo era, tan bonita al menos como todas las jóvenes, demasiado como para ser cualquier otra cosa, demasiado como para saber qué hacer con mis piernas, con mis tetas, con mis brazos, que habían crecido sin más, sin ninguna finalidad o intención. En uno de los acordes aparece una noche de agosto, una en la que dejé que un chico que no me gustaba me besara, sólo porque él sí parecía saber qué hacer conmigo. Sólo esa noche. Muchas veces.

Ya está, ya está. Apago la música y subo el volumen del GPS. Se acaba el llanto y el Escritor me toca la pierna, agradecido. Yo sonrío con los labios pegados, dejo tras ellos mi pequeña historia de los besos, tan ridícula y desnuda ahora sin una banda sonora que la adorne. Intento recordar qué tipo de anécdotas nos contábamos al inicio, cuando aún no sabía el nombre de sus padres y me angustiaba el de sus novias. Decido que en el próximo semáforo en rojo diré algo, le hablaré de aquella noche, de cómo el chico no me gustaba y el beso, sin embargo, sí me gustó. Pero cuando nos detenemos es el Escritor quien se gira hacia atrás y le pregunta al pequeño si recordó guardar la mascota de la clase. Supongo que nos lo pregunta a ambos. Quiero confesar que me olvidé de lavar el peluche y contarle que, a partir de aquella noche de agosto, todo lo que creía saber sobre el amor me pareció mentira. Abro la boca, pero mis palabras se quedan agazapadas, esperando otro momento o el orden correcto en el que salir; mis palabras, que siempre suenan aburridas y nunca cuentan lo que quiero. Porque, ¿cómo se le habla a un marido?

Y continúo recto, y tomo la tercera salida, y giro a la derecha y mi pequeño me avisa de que ya hemos llegado: su destino está a veinte metros, su destino se encuentra en una vía no accesible.

Yo, mentira

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