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El calor me desvela y echo en falta el ronquido del Escritor. Voy hasta la habitación del pequeño y me lo llevo dormido hasta mi cama. Desorientado, se agarra a mi pijama y me duermo con su aliento cálido sobre mi cuello.

Cuando la luz le hace abrir los ojos, encuentra los míos y sonríe; como un par de amantes, este es el momento en el que más nos queremos.

Me pregunto si es feliz. Me pregunto qué querrán decir los que afirman que alguien les hace feliz, que otra persona les hace feliz; ¿cómo se consigue algo así? Y ¿cómo se permite?

Bajamos al parque, no lleva ningún juguete, dijo que no, que no. Bloquea aburrido la bajada del tobogán. Un niño se detiene junto a él con un triciclo, mi primogénito le da un empujón y se sube. Le grito que no, que no. Pero da vueltas feliz, con su violencia inocente, recién estrenada; no necesita nada más. El padre del niño dice que no me preocupe, pero su hijo llora y llora. Bajo al mío del triciclo y se sienta en el suelo enfadado. Vigila al otro niño, que da vueltas. Mira hacia los lados comprobando si hay testigos y, cuando pasa junto a él, lo empuja de nuevo. El padre me mira esperando mi reacción, sé muy bien lo que quiere. ¡Hasta aquí!, le grito a mi pequeño sicario. Soy la madre que pone límites, sí; lo agarro, lo levanto y llora desconsolado. Así lo llevo, pataleando y entre gritos, de vuelta a nuestra cueva.

Cierro la puerta y va hacia sus juguetes, como si nada, mientras yo sigo indignada reprochándole que no puede comportarse así, que no puede tratar mal a los demás. ¡Sí puedo!, me dice. Sabe que puede, tan pequeño y ya lo sabe. Le explico que todos lo odiarán, que también me odiarán a mí; le pido que lo haga por mami. Pero yo quiero, protesta enfadado. Protesta, choca coches y le da el biberón a un bebé tigre al que le pide que no sea malo.

Huyo a la cocina, me sirvo una copa de vino y me siento en el suelo. Últimamente mi espalda no se basta para mantenerme en pie demasiado tiempo. Me fotografío con el móvil y esta vez sí me miro. Me había imaginado mejor, más estilosa, más francesa. Reconozco en esta foto a mi abuela: sus ojos hundidos, moteados de verde, gris y marrón; su pelo retorcido, coloreado de ceniza y café; los pómulos arrogantes y los labios huidizos. Mi abuela, la casi asesina, la que una noche de abril, con la mejilla aún palpitante, falló con el puñal. Cómo iba a saber ella dónde estaba el corazón de mi abuelo. Escucho a mi pequeña fiera desde el salón, y hace grrr, hace bum bum, hace plof y al rato se calla. Me levanto y acudo corriendo. No lo veo. Se ha escondido. Lo llamo y le oigo reírse tras la cortina. La abro y tiene los pantalones bajados; ha hecho caca en un rincón. Mira su hazaña y se ríe a carcajadas. Me quedo inmóvil, pienso en qué haría el Escritor, qué haría mi madre o una madre cualquiera. Agarro con fuerza su manita, le pongo en ella un trozo de papel y le obligo a recogerla. El pequeño deja de reír, ahora grita, sus carcajadas y alaridos suenan parecido. Me mira y ve algo en mi rostro que lo paraliza, tiene miedo. Agacha la cabeza y lleva, con sus pasitos cortos, sus restos al baño. Vuelve a por más sorbiéndose los mocos, y yo siento que me rompo por las rodillas. Me caigo al suelo frente a él y lo abrazo, lo salvo y me salvo. Le limpio la mano con mi camiseta y me pregunta: ¿estás enfadada, te perdono? Mi salvajito no sabe pedir perdón, siempre es el sujeto. Lo beso y lo abrazo con fuerza. Ahora parece incluso más asustado.

Mi bestiecita, mi heredero, la culpa es mía; haremos una cosa, le propongo: nos iremos a la selva, viviremos en una cueva, una de verdad. Andaremos descalzos y desnudos en verano, yo te enseñaré a leer, a escribir no, escribir es peligroso; ¿quieres eso? Me mira muy serio, ¿y vendrá papi? Me enternece su tono, que tan pequeño ya intuya que papi no vendría, que papi no necesita una selva, que papi funciona. Papi conduce sin chocarse, sabe vestirse, sabe dónde ir si hace calor, si hace frío, si tenemos hambre. A papi lo admiran, papi conversa y lleva razón. Papi sabe querer y que lo quieran.

Papi vuelve, está muy contento, el pequeño se aferra a sus piernas y lo escala. Acudo y estropeo esa felicidad con mis ojeras, mis labios tristes y mi cuello enclenque. Me dice que estoy guapa, que le encanta mi nuca y me la besa. ¡Papi, papi!, interrumpe el pequeño, ¡huele mi mano, he cogido una caca!

Yo, mentira

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