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EL PEREGRINO

La Primera Muerte

Estábamos chapoteando los caminos bajo una lluvia intensa. La niebla, poco a poco fue disipándose. Descansamos en un recodo que ofrecía el trayecto y me quedé como en un ensueño, entonces me pregunté: ¿quién soy?, ¿dónde estoy?, ¿qué hora es? Vuelvo del sueño, un extraño anticipo del morir y mis sentidos emprenden la cotidiana tarea de ubicarme.

Abrí los ojos y observé a alguien que se me asemejaba. Fijé mi mirada en ese otro y una fiereza incomprensible parecía definir sus facciones.

El otro rió, y su risa pareció provenir de mi cuerpo.

Con voz ronca lo interrogué: ¿Quién sos?

Asombrado levantó sus cejas y me contestó con una voz que me recordó la mía.

—Soy el Escriba, se supone que no puedes verme ni oírme, soy tu sombra sigilosa, el eco lejano de tu alma sin cuerpo.

Mientras hablaba observé que en sus manos tenía aferrado un puñado de papeles que yo había escrito.

—¿Qué querés de mí? —pregunté con algo de recelo.

—Contar tu vida. Eres el Peregrino, eres Hombre y como tal, tu objetivo es el Camino. Vive, no escribas, deja esta tarea menor para mí, tu otro Yo está condenado a escribirte.

La conversación era surrealista y para percatarme de su realidad concreta miré a mi alrededor. Estaba sentado en la misma piedra de aquella senda gallega en la que me había detenido a descansar. Cabía pensar entonces que la magia del Camino había procurado este encuentro tan inusual. Preso de una extraña euforia decidí aprovechar la oportunidad.

Me levanté y mostrándole los papeles, le dije:

—Leámoslo juntos, mejor aún, conversémoslo en compañía. ¿Entendés la diferencia? La palabra escrita es dura, pétrea y, al decir romano, no vuela. En cambio la oralidad es compañera de la confidencia, amiga de lo fugaz, se dice y se desdice al conjuro del tiempo. Lo escrito duele y es perenne —Yo sabía que no podría impedir ser escrito y solo buscaba un pretexto para usar al Escriba de escucha y espejo de mis dichos.

Ya no sabía quién usaba a quién. Pero estaba dispuesto a jugar según sus reglas.

—Este es mi Camino, mi peregrinaje dibujado en letras de molde —dije señalando mis escritos.

—Veo que te gusta la filosofía —me dijo—. Para qué indagar el qué y el porqué de las cosas.

Soy Filósofo porque soy hombre. No me importa si es útil filosofar, aunque no puedo evitarlo, le contesté.

No lo sé, pero tengo que intentar saberlo. Soy un eterno buscador de respuestas a las preguntas esenciales.

—¿Y dónde pretendés encontrar las respuestas? —dijo el Escriba.

—En el camino.

—Retomemos tu Diario. ¿Dónde sitúas tu comienzo?

—atinó a preguntar.

—Leé —respondí, ofreciéndole un puñado de hojas cuyo encabezado rezaba:

“Mi Primera Muerte”.

La consciencia, ese primer atisbo del ser, puedo remontarla alrededor de mis primeros tres años. Antes de ello fui seguramente, pero no lo recuerdo. Esa parte de mi vida no está almacenada en mi memoria, o debe estarlo allá en lo recóndito, en ese lugar inaccesible donde depositamos los trozos de un pasado cuyo recuerdo no resulta imprescindible.

No recuerdo, y sin embargo caminaba. Mejor dicho, era conducido por el Camino. En los inicios de mi andar no podía valerme por mí mismo. Para todo requería asistencia. Nada me era posible lograr sin auxilio externo.

Mi yo era un inútil envoltorio que pedía y lloraba como todo lactante, sin el cual estaba condenado a muerte.

Ya sin el atávico instinto de supervivencia y la omnipresente figura de mi madre, ese ser en el que fui durante mi primera Vida tuve que desdeñarlo en el horizonte de mi Primera Muerte, pues sencillamente, sin ella nunca hubiera sido.

Un día, me aparecí a mí mismo en el medio del camino. El sendero era ancho, enorme y estaba lleno de gente. A izquierda y a derecha, arriba y abajo, adelante y atrás, por todos lados había gente. Muchos andaban, algunos corrían, otros parecían descansar, y todos transitaban por sendas diferentes que, ocasionalmente, se entrecruzaban para luego volver a bifurcarse.

¿Por qué estaba en esa planicie verde y surcada por manantiales de agua cristalina, al mismo tiempo que veía cómo otros pobres diablos desollaban sus manos escalando rocas cortantes y puntiagudas? No lo sabía, habría de averiguarlo algún día.

Todos y cada uno de mis sentidos sensoriales y espirituales trabajaban para tomar un registro acabado de las maravillas de mi entorno y, al mismo tiempo, preparaba mi armadura espiritual; una mochila que llevaba para enfrentar las contingencias de mi tránsito vital, y que gracias a ella preservaba la brutal consciencia de estar vivo.

Ese instante mágico tenía la dicha de percibirlo, y habiendo tomado consciencia, estaba decidido a no abandonarlo. Entonces supe que Yo era algo distinto, único, irrepetible. Ni mejor ni peor, simplemente diferente, sencillamente Yo.

Ese canto sublime al Ego que es el despertar de la consciencia de nuestro propio Ser, se apoderó de inmediato de mí, y mi primera visión del Mundo fue a través de la subjetividad inmensa de mi propia individualidad que, una vez adquirida, pugnaba por afianzarse.

Camino de Santiago

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