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EL CAMINO

Sarria–Portomarín

Sarria muy pronto fue quedando a espaldas nuestras y el fresco de la mañana ayudaba a mantener vivo el paso.

La charla había sido fluida en un comienzo, y de a poco se fue transformando en un soliloquio. Parecía que cada uno de nosotros discutía con sombras interiores.

No estamos solos. Cientos de peregrinos de la más variada procedencia y edad caminan a nuestra par. Cada uno a su ritmo, enfrentando el desafío a su modo y a su manera, un símil de la cotidianidad de la vida.

Un paso es seguido por otro, acompañado en mi caso por el rítmico tintineo del bastón metálico que uso para caminar.

El follaje de los robles, coníferas y castaños que flanqueaban la Rua Maior, esa senda ligeramente barrosa por la que nos desplazábamos, constituía un techo que apenas daba resquicio a esforzados y tenues rayos de sol que, luego de filtrarse, tendrían que batallar infructuosamente con la niebla escondida entre tanta selva.

De a ratos una llovizna tenue acariciaba nuestros rostros sin causarnos mayores molestias, al fin y al cabo veníamos preparados para contingencias más severas.

En ocasiones se apoderaba de mi espíritu una euforia inexplicable... saberme aún pleno y saludable era motivo suficiente para gozar la Vida.

De repente divisamos a la vera del sendero un rústico mojón de piedra adornado con un mosaico de fondo azul y una vieira amarilla con una flecha que indicaba noventa y nueve kilómetros a Compostela.

Una vieja tradición peregrina consiste en dejar una pequeña piedra en la cresta de cada mojón. Se dice que de esta manera vamos descargando en el Camino nuestras penas, tristezas y rencores. Se dice que el alma y el cuerpo viajan más ligeros.

Agradecidos a una existencia que había sido benigna y pródiga en bendiciones, mi mujer y yo habíamos pactado que nuestras piedras fuesen testimonios de Agradecimiento a Dios y a la Vida, que cada una de ellas fuese una gracia para nuestros amigos más cercanos y nuestros muertos más queridos.

Caminamos los cuatro juntos y a la vez solos, envueltos en el misterio de esa senda poblada por cientos de peregrinos, enfrascado cada quien en encontrar su propio sentido al caminar, y quizás a su existencia.

Las cavilaciones dieron paso al apetito. Llegamos a un caserío y allí encontramos una fonda construida con las piedras del lugar. Los sabores y olores se agudizan al andar, y una comida que interrumpe el ejercicio es siempre aproximación al paraíso.

Al reanudar el peregrinaje nuestros músculos parecieron recordar el esfuerzo y se resistían a retornar al ritmo anterior. No siempre detenerse es buena idea. Al cabo de unos minutos nuestros cuerpos recuperaron su entusiasmo y a paso vivo continuamos la marcha.

Mi campera roja impermeable —prestada por un amigo ducho en estos menesteres— demostró ser perfecta y me protegía de la tenue llovizna que de manera intermitente nos asediaba. Los kilómetros se sucedían y una serena satisfacción de sentirnos vivos se apoderó de nosotros.

Indefectiblemente llegó el momento en que divisamos a lo alto el contorno de Portomarín, nuestra primera escala, final de esa primera y hermosa jornada compartida.

Habíamos reservado un hotel. Bastó llegar para darnos un baño reconfortante. Lavamos y extendimos precariamente nuestras ropas, en nuestras mochilas teníamos muy pocas prendas para cambiarnos, lo que nos obligaría a lavar en todas y cada una de las etapas... incomodidades peregrinas que aceptábamos con gusto.

Mientras me bañaba pensaba en aquel extraño encuentro con el Escriba. Decidí no mencionarlo. Hacerlo sería someter el secreto a la incredulidad. ¿Se repetiría?

Reconfortados, limpios y saludables recorrimos Portomarín.

Historia fascinante la de esta ciudad. Nacida al lado de un puente romano construido sobre el Río Miño, ya en 1212 tenía fueros de gobierno y administración conferidos a la Orden de San Juan. Ubicada estratégicamente en el Camino a Santiago, en el año 1962, al construirse el embalse de Belesar, se trasladó íntegramente la ciudad al vecino Monte do Cristo donde está emplazada en la actualidad.

Muchos de los edificios emblemáticos fueron reconstruidos en su nueva sede, pero lo más impresionante resultó ser la iglesia de San Nicolás, de estilo románico erigida por la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén que había sido declarada Monumento Histórico Nacional en 1931. Para su preservación se numeraron todas y cada una de las piedras que la constituían, y fueron transportadas y ensambladas en su nuevo emplazamiento.

Visitamos la iglesia y asistimos a la Misa del Peregrino. Los ritos parecían adquirir renovada belleza en el Camino.

Fuimos a comer a un restaurante muy bonito del lugar en el que había un televisor gigante que transmitía un partido de fútbol. Cenamos viendo a Lionel Messi y regresamos al hotel.

Pronto mi mujer dormía plácida y profundamente. Acostado a su lado me dormí, no sin antes percibir en mi subconsciente la mirada del Escriba que nos contemplaba desde su magnífica irrealidad.

Camino de Santiago

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