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EL PEREGRINO

En el último tercio del camino el viajero se detiene a contemplar. Ya no está urgido por el ansia vital que lo empujaba a andar con trancos largos y esforzados, arrastrado por los vientos, despreciando las lluvias y las llagas del verano. Su caminar se ha tornado más cansino. La meta no lo seduce. Los que caminan aprenden caminando. Las piernas saben y no hay prisa por conocer.

A izquierda y derecha de la senda han ido quedando compañeros de ruta, la pérdida de algunos de ellos le resulta inconcebible al Peregrino. Pero el camino apremia y no da tregua. El viajero otea el horizonte y desde esa cima admira la Creación con asombro de niño. Resulta difícil para el Peregrino aceptar que existan caminantes que desprecien o teman al Camino. Al dirigir la vista al firmamento, las nubes y el viento, sumados a la fatiga y a una imaginación febril, dibujan en su mente rostros queridos que hace rato transitan distintos derroteros. Su hálito cálido, traído de otras dimensiones cósmicas, le acaricia el alma. Lo ultramundano, si existe, conforta.

El peregrinaje no se detiene. El mundo sigue girando implacable, las horas se suceden con o sin nuestro consentimiento, al paso de las nubes que, de a intervalos, invitan a un recio sol montañés a colarse entre ellas. Un día empuja al otro, y ese tránsito hunde los pasos en una percepción abismal. Quien viaja lo hace siempre en tiempo presente, acompañado de dos fantasmas: el pasado, que ya nos ha dejado y el futuro, que en vano nos esforzamos en adivinar, como si la adivinanza alcanzara para mutarlo.

La maravillosa incerteza de lo por venir es el acicate con el que suele fantasear el caminante. El mejor paisaje es el que aún no hemos disfrutado -reflexiona el viajero-, sus primeros pasos aparecen lejanos, empañados por la bruma del tiempo y adulterados por la memoria que suele ser un testigo desmemoriado.

El recordar no es fílmico, no se asemeja a una película continua, se trata más bien de una secuencia tridimensional de diapositivas desordenadas, porque si bien son estáticas, huelen y tienen sabor, como lo atestigua la magdalena de Proust, un viajero de antaño que supo buscar su tiempo perdido entre aromas de cocina.

El viajero detiene un instante el divagar y centra su esfuerzo memorístico en aprehender de nuevo los besos de su madre y la risa desafiante de su padre.

El Peregrino tiene la aptitud de hacer presente lo qué pasó y se siente todopoderoso, desafía fugazmente a Cronos, ese malvado que devora impiadoso a sus hijos sin saber que son ellos a quienes debe su existencia, porque es bien sabido que sin mí el tiempo no existe. Soy yo quien existiendo le da vida al Tiempo y a su infatigable transcurrir.

Viene golpeado el Peregrino. La muerte cada tanto se divierte en advertirle su fugacidad y amenaza en tenderle una emboscada en cada recodo. La Parca, ávida de nueva cosecha, hace rondas en torno a otro ser querido. La relación entre el viajero y la Muerte ha sido de desprecio mutuo. No hay odio ni rencores, simple desprecio, ese desdén que sentimos por aquello que no tiene sentido. El Peregrino desprecia a la Muerte porque la considera una falsedad, una impostura que encubre no la Nada, que no existe, precisamente porque el No Ser no puede Ser.

La Muerte desprecia al viajero porque lo ve tan aferrado a su Vida, tan amante de sus respiraciones y tan imbuido en el disfrute de sus propios sentires que no lo entiende. Ella prefiere el miedo, el terror que su nombre inspira. Él la desafía y en pleno rostro le escupe su ansia de seguir viviendo después de muerto.

Sin embargo, el camino no acaba con el Peregrino. Siempre se abren rutas nuevas y lo cósmico lo espera detrás de la frontera aparente de su propia materia.

Y detiene aquí el viajero su vana porfía con la Muerte y el Tiempo porque advierte que debe dejar consigna escrita de su andar. Piensa el Peregrino que debe dar testimonio del Camino, y ayudar a otros a transcurrir sus propios senderos.

Presa del febril ataque de las musas, usualmente esquivas, el viajero saca su cuaderno de apuntes y anota en trazos gruesos un rosario de vocablos engarzados bajo el disfraz de un pensar hecho escritura, y transpira vital al sol de sus montañas mientras tacha, subraya y refuerza con negritas y mayúsculas sus ideas.

Las horas se suceden con su fatal devenir y la noche hace formal acto de presencia sin que el caminante atenúe su febril actividad.

El Peregrino, entonces, se queda dormido en el límite indeciso del alba.

Camino de Santiago

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