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EL CAMINO

Portomarín-Palais do Rei

Una vez que concluimos el desayuno reiniciamos el peregrinaje, y lo hice con energías renovadas. Recordarme en la bruma difusa de mis propios inicios pareciera haberme prodigado nuevas fuerzas.

Ignorando a mis compañeros, ando a paso vivo, mi cuerpo transpirado por un sol que lastima y vivifica. Comienzo a cantar a viva voz. Desafino. Emito sonidos semejantes a cánticos guerreros. En mi imaginación soy un soldado que se apresta imprudentemente a entrar en batalla inconsciente de los riesgos que asumiré. El principal es mi pésimo sentido musical, desafino.

El sonido de mi bastón marca los trancos largos. Solo un par de veces me detengo y miro atrás. A mis espaldas ha quedado ya Portomarín y no distingo a mis compañeros de viaje. Pienso en mi mujer y mi corazón se baña en una calidez que me envuelve.

Andando, supero a peregrinos que se apartan para dejarme paso, a la par que alzan sus brazos y adornan su rostro con su mejor sonrisa para saludarme con la consabida consigna: ¡Buen Camino! La fraternidad implícita de los caminantes nos abraza fundiendo a todos en uno.

Comprendo entonces que mi epopeya no es única sino genérica. El homo sapiens me sigue y me adelanta en ruidoso concierto de ayes lastimeros y carcajadas estruendosas. Pienso por un instante en la masa informe e impiadosa que aplasta rezagados en su cruel devenir evolutivo.

Hay dos historias que se escriben en simultáneo, la de la especie y la del individuo. A la primera le tiene sin cuidado la segunda, a la que considera apenas un accidente aleatorio que no obstruye su avance.

Individuo soy, y a pesar de saberme ínfima e insignificante partícula de lo creado, la euforia del caminante me hace sentirme querido e importante.

Ya no había barro en la senda. El día era magnífico. Caminábamos a buen ritmo. Cantaba y pensaba, me sentía feliz. La senda estaba rodeada de árboles y luz. De repente me encontré con una ruta asfáltica que irrumpía contrastando el paisaje bucólico. Para colmo el asfalto se proyectaba hacia lo alto, en un zig-zag desafiante y fatigoso. No había más remedio que caminar al costado de la ruta. Los autos y camiones circulaban a velocidad, desaprensivos e ignorantes de mi peregrinar. Mi mujer y nuestros amigos optaron por una senda y quedamos en encontrarnos al pie del cerro. Pensé que el Camino -sin contar con los furtivos contactos con el Escriba, que parecían formar parte más de lo imaginario que de lo real-, no me había regalado aún ninguna experiencia de esas que uno rotularía como místicas o sobrenaturales. Sumido en esas reflexiones divisé un mojón. Continuando el rito recogí dos piedras, una más grande y otra más pequeña, porque la mente caprichosa me exigía que recordara a los abuelos fallecidos de mi mujer, una pareja envidiable que había sido fundamental en nuestra historia de amor.

Reinicié la aburrida trepada en torno al pavimento. Pensé que era un buen momento para que el viaje me regalara alguna demostración de lo sobrenatural. No había terminado de pronunciar la blasfemia cuando una soberbia pareja de ciervos apareció de la nada. (Un macho con una cornamenta formidable, y la otra menos robusta y sin cuernos, presumo que era la hembra.) Fueron segundos en el que ellos pasaron frente a mis narices. Tan cercana y súbita fue su aparición que caí sentado en la hierba, el corazón desbocado y el olfato impregnado por un fuerte y salvaje hedor animal. Me puse de pie y reí a carcajadas. Los abuelos habían respondido a mis peticiones. A cada peregrino le preguntaba si había visto una pareja de ciervos. Unos me miraban con asombro y otros como a un loco. Nadie había visto nada.

Superado el aburrido tramo del asfalto reingresé por caminos internos que, de a ratos, desembocaban en caseríos dispersos. En uno de ellos me sorprendió un labriego rodeado de perros intentando conducir una yunta de bueyes. Y en otro punto observé a una mujer en cuclillas con una especie de hoz segando algún tipo de cultivo. Eran extrañas postales del Medioevo en pleno siglo XXI. Traspuse un pequeño puente de madera debajo del cual surcaba un arroyo de agua cristalina, y a mi derecha divisé el lugar donde habíamos acordado almorzar. Al pie del cerro. Demoraban. Unos ciclistas habían visto a mi mujer y mis amigos bastante retrasados. El Camino hermana a los peregrinos, nos hace ser familia. Un linaje que guarda un solo objetivo: Santiago de Compostela.

Sentado en una mesa escondida, aunque visible para mis ojos, el Escriba sonreía de oreja a oreja.

Camino de Santiago

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