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MI PADRE

Embebido en la euforia del Ser no advertí que caminaba tomado de la mano.

Un hombre, que desde entonces consideré un Gigante envuelto en un cuerpo pequeño, iba a mi lado. Era más bien menudo, pero marchaba erguido, sacando pecho, respirando a pulmón lleno y sonreía mientras el sol le daba de pleno en el rostro que no se molestaba en cubrir. Sus ojos parecían inmunes al resplandor.

Me descubrí hablándole. Él contestaba con monosílabos y sus respuestas parecían repreguntas a mis preguntas.

—¿Dónde estoy? —pregunté.

—Viviendo —respondió.

—¿Por qué caminamos?

—Porque vivir es peregrinar.

—¿Y hacia dónde caminamos?

—No importa, lo importante es caminar.

—Pero andar sin saber adónde vamos es absurdo

—dije.

El hombre detuvo su marcha, me miró con ternura y pronunció entre dientes: “Vamos en busca de la muerte, hijo mío”.

Quedé impresionado. No sabía qué significaba ser hijo. Hasta ese preciso momento era una palabra asociada a la femineidad. Era hijo porque tenía una madre. Ella era caricia, sobreprotección, sensibilidad a flor de piel, impulso, calor interno.

Mi madre fue intuida, aún en la inconsciencia. Me supe hijo sin saber todavía que era individuo. Omnipresente lo materno fue único.

En ese horizonte vital recién vislumbrado aparecía ahora la figura del padre. Mucho, pero mucho tiempo después, supe que lo que poseía en aquel momento no era inherente a la condición humana. No todos tenían madre y padre que te amaran. Eso solo ya era señal de distinción, de regalo inmerecido que no todos apreciamos debidamente.

Entonces pregunté, abrazado y conmovido por la ternura de ese hombre: “¿Papá, no hay otro camino, uno que no conduzca a la Muerte?”.

—No hijo, no. Todos los caminos van a parar a la mar que es el morir. Pero te voy a contar un secreto que algún día se lo contarás a tus hijos y a los hijos de tus hijos.

Nada hay más fascinante para un niño que ser propietario de un secreto.

—LA META NO IMPORTA. LO IMPORTANTE ES EL CAMINO. La pobre gente, esos que desde aquí vemos por todos lados, van de un lado para el otro, tropezando, lastimándose, sufriendo. Buscan afanosamente llegar a algún lado, sin entender que el verdadero milagro de la vida consiste en peregrinar disfrutando cada recodo del Camino. La Meta, la Muerte están en el acantilado final, en ese Finisterre imaginario donde todo se termina o todo vuelve a empezar, pero de otra manera.

Mi mente de niño no entendía del todo los derroteros de los dichos de mi padre, pero retuvo lo esencial. LO IMPORTANTE ES EL CAMINO. Ese es nuestro secreto. Andar, caminar, peregrinar, en eso consiste el vivir. Quien vive camina, y si vive sin andar pues sencillamente está muerto en vida.

Retomamos el peregrinaje y en mi cabeza pugnan mil preguntas que se atropellan entre sí en su afán de hacerse palabras.

—Father —dije, hablándole en idioma ajeno que usaba para darme presunciones de erudito— ¿qué es la muerte?

Pareció restarle importancia a mi pregunta. Se encogió de hombros y compartimos el silencio. Se detuvo bajo la sombra frondosa de un sauce llorón cuyas ramas parecían arañar el suelo.

Al pie del árbol había una roca plana que oficiaba de mesa y un par de rústicos asientos de laja gris. Unos pasos más allá serpenteaba el agua de una acequia que a gritos pedía ser bebida. Mi padre hizo un ademán y me indicó que nos sentáramos. Una vez sentados me miró fijo y comenzó a hablar.

—Me preguntaste qué es la muerte y ahora te contesto: no lo sé. Solo sé que de alguna forma hemos muerto ya varias veces. Todos los seres vivos hemos experimentado el evento más parecido al morir y que yo llamo “Mi Primera Muerte”, y el común de los hombres denomina Nacimiento. Morir no es otra cosa que pasar de un estado a otro del Existir, un cambio de dimensión, un dejar de ser de una forma para empezar a ser de otra manera.

“Fuiste concebido como todos a resultas de una cópula afortunada. Esperma y Óvulo colisionaron hasta configurar esa primera célula que se subdividió millones y millones de veces naciendo y muriendo a velocidad de desenfreno, hasta conformar un conglomerado de huesos y músculos que le dieron forma a lo informe.

En alguna parte he leído que a los cinco años de edad no queda viva en nuestro cuerpo, mero envoltorio de materia, ni una sola de las células que nos conformaron al inicio. Tu inicio fue al cobijo de las entrañas de tu madre. Adherido con firmeza a las paredes de una confortable concavidad acuosa fuiste creciendo en un universo líquido. Eras un apéndice desarrollándose como un parásito en el interior de un cuerpo ajeno, y ni por un instante te apercibiste de esa ajenidad.

Tu madre era sencillamente tu morada, ese hábitat natural en que tu vida se desarrollaba, tal cual hoy se desarrolla en este mundo lleno de colores, sabores y olores que ahora nos circunda. Esa era tu vida y ese era tu entorno. No admitías otra forma de existencia, y la razón es que ignorabas que fuera de allí había otra dimensión insospechada. ¿Te interrogabas entonces sobre el sentido de la muerte? No, tu cerebro minúsculo se limitaba a cumplir las pautas básicas que garantizaran tu supervivencia. Los días y las noches se sucedían fuera de tu mundo que desconocía de soles y de lunas. Alimentarse, Crecer y Sobrevivir eran consignas que te determinaban por una impronta atávica que se remonta a la mismísima aparición del primer humano. Lo que le sucedía a tu madre, sin que tú lo supieras, modificaba y alteraba tu entorno sin que pudieras impedirlo. Estabas habituado a tu hábitat y te aferrabas al mismo desesperadamente. Ver, lo que hoy entiendes por ver, no veías. Tu mundo era sombra, sonidos y sabores. Todo rudimentario, visión y olfato casi nonatos.

Tu Universo no era plácido sino pleno de turbulencias. Las hormonas maternas disparaban tempestades que sacudían tu interior pero ni una sola de tales tormentas generaba el deseo de abandonar tu modo de vivir. Tampoco soñabas con otra manera de existir. Ibas creciendo y adquiriendo forma. Y fue entonces, cuando más fuerte y confortable te sentías, cuando fuerzas extrañas y brutales estremecieron tu persona. Tuviste miedo, mucho miedo. Algo acontecía y no era agradable. No era una tormenta de las acostumbradas. Era diferente. Un tsunami destrozó tu mundo y lo arrasó dejando despojos de sangre y fluidos. Te viste arrastrado por una marejada incontenible que conducía a un túnel estrecho. Todo tu cuerpo se vio aplastado por esa pulsión interna que te expulsaba por un reducto inadmisible de atravesar. La presión era insoportable. Cuando te parecía que no podías más, sucedió algo horrible, llegó la Muerte.

Muerto tu mundo, el cuerpo de tu madre inició de inmediato un proceso de transformación y eliminación de los vestigios de tu Universo prenatal. Al morir, desapareció la cobertura líquida que te envolvía y el aire te causó pavor. Con los puños apretados te matriculaste en el morir, y un aullido desesperado hizo que llenaras de oxígeno tus pulmones. Unas manos enormes y ajenas te mutilaron cortando de cuajo ese tubo que te unía al pasado, y, sin miramientos te expulsaron de la vida a la muerte sin pedirte consentimiento. De haber podido, hubieras prolongado sine die tu existencia en el seno materno.

Pero traspusiste un mundo y pasaste a otro. De lo líquido a lo aéreo. De un estado a otro. Esa muerte no fue placentera. Tampoco deseada, y sin dudas, inevitable. La luz se hizo presente al abrir los ojos y te causó daño y asombro. Formas borrosas y hambre sirvieron para que tu muerte se produjera. Aprendiste a llorar y desarrollaste un verdadero talento natural, indispensable en el nuevo universo que empezabas a transitar. “Los pechos de tu madre se aproximaron a tu boca y aprendiste a alimentarte. Tu Primera Muerte te condujo a una Nueva Vida.

Habías nacido.”

Mi padre hizo una pausa y el silencio nos envolvió dejándonos sumidos en nuestros propios pensamientos. Intentaba entender esos sucesos, que según mi progenitor me habían acontecido, y confieso no haber encontrado ningún rastro en mi memoria que diera fe de la veracidad de ese acontecimiento. No recuerdo esa vida prenatal y menos aún recuerdo haber muerto naciendo.

Pero sucedió, no hay dudas de ello y mi física presencia en este lugar daba prueba acabada de ello.

Lenta, con absoluta lentitud, mi mente entendió lo que mi padre quiso hacer al hablarme de estos temas y de esta forma tan peculiar. Hacer del nacer un primer morir era, al menos, ingenioso y la analogía obvia. ¿Si íbamos a caminar hacia la muerte, porqué no pensar que avanzamos a paso firme hacia un nuevo nacimiento? ¿Sería acaso la muerte un mero cambio de dimensión cósmica?

Papá se puso de pie como adivinando el decurso de mis pensares. Sonrió y me invitó a reanudar el Camino.

—Andando, no te sientas tentado a la holganza, ya descansarás sobremanera en el sobretodo de madera— y profirió una sonora carcajada.

Camino de Santiago

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