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EL CAMINO

El tren los zarandeaba y adormecía. El camarote era muy estrecho y yo estaba acostado en la litera inferior de una cucheta con las piernas ligeramente encogidas mientras escuchaba las respiraciones apacibles de mis compañeros de viaje.

Arriba dormía mi mujer y en la cucheta enfrentada a la nuestra hacían lo propio mi mejor amigo y la suya. El tren nos llevaba desde Madrid a Sarria, allí iniciábamos nuestro peregrinaje.

Ni siquiera el cansancio del jet-lag provocado por el largo viaje desde Buenos Aires había conseguido dormirme. Mi mente circulaba a toda velocidad por derroteros inverosímiles y contradictorios. Los pensamientos se sucedían frenéticos sin orden alguno. Haciendo un esfuerzo de concentración comencé a ordenar mis ideas.

Unos amigos españoles, oriundos de Santander, nos habían hablado con entusiasmo de la famosa peregrinación a Santiago de Compostela. Con la curiosidad infatigable que me caracteriza comencé a leer decenas de libros e incluso a ver películas que narraban el encanto de esta remozada tradición dos veces milenaria.

Supe así que la vieja peregrinación a Finisterre de los tiempos romanos había sido remozada por el

cristianismo y, lenta pero inexorablemente, sobre la base de una mezcla única de tradiciones, folklore, leyendas, supersticiones y creencias, se había cimentado la magia del Camino más famoso de la cristiandad.

En los últimos años el trayecto se había revitalizado y centenares de miles de personas se lanzaban a caminar desde todos los senderos hacia Compostela. Anónimos y famosos, jóvenes y viejos se aventuraban buscando respuestas a sus propios interrogantes. Poco antes de partir invitamos a mi mejor amigo que había enviudado años atrás, y a su nueva mujer, a acompañarnos.

Y ahí estábamos, en mayo del 2015, en el camarote de un tren con destino a Sarria. De a poco el sueño me fue envolviendo en sus brazos y lo real y lo irreal se conjugaron en esa parodia del morir que es el dormir.

La brusca detención del tren me despertó sobresaltado.

Habíamos llegado.

Era muy temprano, y el alba parecía haber retrasado ligeramente su llegada, producto quizás de una ligera bruma que se había apoderado del entorno. Una pequeña estación con el clásico letrero: Sarria. Un vacío pleno de ausencias. Fuimos los únicos en descender, y caminamos el andén como quien retorna a la desprotección del infante. Una muda de ropa en nuestras mochilas era suficiente para la larga caminata por las tierras de Galicia. Procuramos la credencial del Peregrino, y muy temprano iniciamos nuestra caminata.

Se dice que el Camino a Santiago es un viaje interior, un surcar los caminos íntimos de nuestra alma, y aquellos días que conservo amorosamente en la memoria se mostraron pródigos en eventos espirituales que me condujeron a una profunda introspección personal que he querido narrar en estas líneas donde lo ficcional y lo real se mezclan casi sin respetar cronologías ni geografías.

Mi Camino a Santiago fue un andar colmado de preguntas con respuestas a medias y entrelazado caprichosamente por largas charlas con el Escriba, mi otro yo inmaterial, que conoce de mi ser más que yo mismo y que tiene la buena costumbre de aparecer periódicamente en mi vida para obligarme a reencontrarme con mi esencia.

Llovía. Produce vértigo estar envuelto en la espesa niebla gallega, más aun cuando tocaba chapotear por senderos lindantes a precipicios.

Así comenzó el viaje, así nació el libro, con el vano afán de dejar testimonio indeleble de mis pasos.

Camino de Santiago

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