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Mientras voy viajando

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Una masa humana en torno de las estaciones. Con mi permiso para circular, que muestro a la vigilancia, me ubico en la cola de los aceptados. Me pregunto si toda esta gente tendrá su permiso correspondiente.

Robots, dice un viejo que va tres puestos delante; intenta hablar con todos, pero solo le responde una vieja como él que está en la cola del lado.

—Nos van a poner un código en la frente que diga “registrado”, como decía la propaganda en los setenta.

La que lo precede en la fila se da vuelta y el tipo que la empuja.

—No me tire su saliva, señora.

La veo venir. La mujer se baja el barbijo chillando, que se ahoga, que tiene ochenta años y, apuntando hacia el viejo, se queja de los malos modales.

Un policía la saca de la cola, un grupito la sigue; no tienen permiso, es evidente que es una treta para pasar.

Paso el control sin problema. Apenas salgo de la estación, la calle desierta. Toda aquella aglomeración: ¿adónde iría tanta gente? A trabajar seguro que no, todos muy mayores.

Camino. Hago varias cuadras, nadie en las calles. Los pocos con los que me cruzo evitan acercarse, algunos bajan a la calle. En algún quiosco abierto se forma cola para cargar las tarjetas de teléfono, recorro los barrios donde viven los clientes más seguros, barrios populares, de gente ruidosa, de modales abiertos. Ahora todo es un hablar quedo, apenas susurran, como si temieran decir algo que fuera a escucharse más allá de la acera.

Llego a la avenida; hay más movimiento. Una chica con los pantalones en hilachas, muy a la moda, se detiene a mirar los objetos en la vidriera. El cuerpo se inclina para husmear entre las cosas alineadas en los escaparates; sin embargo, no parece que estuviera interesada en algo en especial. Su rostro y el mío, más atrás, reflejados en el cristal junto con el pedazo de paisaje que nos rodea.

Un cuerpo armado para seducir-. La manera de pararse, la ropa, los adornos que lleva.

Estudiar a la gente, todos pueden ser probables clientes, es una costumbre que se hizo carne. Pero cómo abordar a nadie en la ciudad cerrada sobre sí misma.

El aspecto de la chica no difiere del de Marina, pero más suelta, más moderna, curiosa.

A Marina debo reconocerle su recato, sus maneras de otra época, no necesita decir nada, todo en ella habla de una educación refinada- Bueno, no sé si esta es la palabra; profunda más bien. Ese quedarse escuchando, aunque no esté interesada, no interrumpir, aunque no esté de acuerdo.

Contrastes. Los rústicos guiños del encargado, siempre indagando.

—Tendría que comprarse una tablet. Me dice su amiga que son más baratas que las computadoras- Usted que anda en eso de las ventas de importados, ¿habrá alguna oferta?

Lo dejo hablando, siempre tuve paciencia, estoy cambiando el carácter, debe ser el encierro.

“El amor crece en los sentimientos, el acercamiento de los cuerpos no es todo”.

—A veces creo que a ella no le importo como hombre, “solo amigos” —le dijo a Fermín y lo que uno le dice a este hombre es para que sea retransmitido.

Sensaciones; nada más pensar en ella y comienzan los cosquilleos, no solo ahí, no, más arriba, algo se enciende en el pecho. No creí que alguien despertara algo así, no sé cómo llamarlo, solo estuve con putas, al choque o aliviarme por mí mismo, de esto mucho, un trámite barato y sin complicaciones.

Las mujeres debieran pensarlo antes de la calentura. Tanta muerte por aborto, y los partos, por lo que muestran las películas, puede ser algo cruento.

—Mi abuela murió después del séptimo hijo.

Ella quiere saber.

—Nunca hablás de tu familia, incluso creo que evadís el tema del pasado.

Le cuento acerca de esa abuela.

—Eran santiagueños, la familia de mi padre, murió o se fue cuando yo era pequeño y mi madre ha sido hermética en todo lo que respecta a su familia. Solo sé que cortó lazos con ellos al mudarse a la costa.

»Decía que descendía de una familia de prosapia. Yo no supe el significado de la palabra hasta que aprendí a leer y me dio la manía de buscar todo en el diccionario, como ahora en el Google; buscaba una palabra y luego seguía la cadena familiar, los sinónimos y los antónimos.

»En su biblioteca, muy escasa, por cierto, había libros que hablaban de esa familia con la que no se volvió a ver. Quizá fuera por un romance que tuvo. Ella decía que chocaba mucho con sus padres a causa de las ideas encontradas. Me señaló una novela, que leí pero apenas recuerdo, en la que se hablaba de una heroína de ese tronco familiar. Perseguida por un tirano, la mujer fue tras el rastro del marido. Vivían en un monte, entonces, la cárcel era un destierro, lejos de la ciudad; el marido, que me pareció un cobarde, permitía que la mujer viviera en esas condiciones, En cambio, ella tenía el temple de un soldado, de un general.

Muy perspicaz, Marina: pregunta si lo del temple de un militar es por lo de la obediencia a las reglas, a seguir a aquel con el que estaba unida en matrimonio.

No me incomodó el comentario.

—Otros tiempos —dije.

Hablé largamente, empezaba a dar rienda suelta a la imaginación, adornar los hechos con matices diversos; permitirme alguna mentira. Apenas tenía noción de la lectura cuando leí ese libro. Luego, mi madre ya no quiso hablar del asunto.

—Se trataba de la Delfina Correa, la santa —dije. No estaba seguro del personaje, pero el tren se había lanzado en su carrera y no podía detenerlo.

Marina no se impresionó por la estatura de la heroína, hablaba naturalmente:

—Obedecían al destino, lo azaroso que era todo aquello, quizá no eran tantas las diferencias en esas épocas.

Una vez más me sentía ridículo, no había motivo para envanecerme, me dijo. Y hasta creo que sospechaba que le estaba mintiendo.

Pero las cosas entre nosotros después de esa conversación… No sé por qué estoy usando con tanta soltura el “nosotros”. Lo cierto es que el entusiasmo de Marina creció después de ese día.

Me escribió unas horas después. Me acercaba datos del autor de la supuesta novela, un tal Abelardo Arias. No voy a olvidar ese nombre, aunque por el momento no pienso en leer su libro.

La chica de los pantalones con flecos ha entrado al negocio donde suelo comprar al bulto. En el foco de la luz, el sol del mediodía cayéndole a pleno, su figura y su ropa no desentonan con el barrio. Su aire grácil, ligero, pero un tanto vulgar en comparación con las chicas de mi barrio. Quizá la juventud sea el único bien con que cuentan estas chicas.

Como ella ha entrado al local, dudo si seguir de largo, pero enseguida reacciono. “Caramba”, me digo, “¿de dónde viene esta timidez? Jamás fui pusilánime, esto sí que es nuevo: la gente dentro de un local de ventas siempre te ha impulsado a entrar y desarrollar tu arte. Ellos quieren comprar y vos enganchás el anzuelo, siempre hay pique en tu río”.

—Vení, pibe, pasá que con vos la fiesta es completa —Pugliese levantaba el pulgar hacia arriba en signo de aprobación.

—Te presento a Roxana, o como se llame, jaja. —Le palmea el traste con una de sus manos; con la otra le junta los labios formando una trompa que vuelve algo cómico el rostro de la chica.

—Acercate, Danunzio —insiste Pugliese. —No te va a morder. ¿No ves que le estoy apretando el hocico? —y vuelve a reír.

La complicidad de machos; era la primera vez que me tuteaba, al menos por lo que yo recordaba. El trato era muy abierto, pero siempre de “usted”. La chica se había sonrojado, lo que me hizo pensar que no se trataba de una experta.

Enredado en mi propio cuerpo, argüí algún pretexto; busqué la salida tropezando con las cajas dispersas por el piso, casi me caigo en el escalón de la entrada, llegué hasta la puerta de entrada y. ya fuera del local, aún seguía escuchando la risa del viejo y el vozarrón:

—Por lo menos cerrá la puerta, pibe.

Perdí el contacto, me dije. Un fastidio, el tipo conseguía mercadería muy en precio, no digo barata porque la calidad del producto no daba para vender en el centro. Era mercadería que colocaba todo entre gente de los barrios alejados, entre las mujeres que se dedicaban a la reventa.

Caminar sobre su sombra

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