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Otoño y regreso

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Me entregaron el departamento, sin ganas, protestando. No hay quién alquile en la ciudad incierta.

Vísperas y la espera del invierno bajo el cobijo de un techo; las horas muertas a las que obliga la pandemia saben al budín que se come en las fondas: no importa el relleno, solo calmar el crujir en la panza.

Empecé a leer por curiosidad y también por tener con quién compartir la abulia de las horas, los títulos sugeridos en los mensajes escritos en grandes caracteres sobre el reverso de hojas de impresión, que envía la vecina del edificio del frente.

Relaciones que el ingenio y la soledad de la urbe se esfuerzan por adaptar a las disposiciones de una realidad de película de ficción.

Fundamental para evitar el contagio es evitar el contacto físico, no necesitan explicármelo, lo experimenté en Europa donde la gente toma distancia para hablar con un sudaca, en Italia incluye a sus compatriotas de la costa del mediterráneo, la piel sudorosa, lo que puede trasmitirles nuestro aliento, el temor en los rostros imaginando lo que pudiera contagiarles ese minúsculo hombrecito que le pregunta por una calle, un lugar en el mapa.

No es el caso de la chica del frente que, siguiendo las disposiciones sanitarias por la pandemia, y sin que yo lo solicitara, me dejó una pila de libros en la portería, que el encargado me entregó con los guiños cómplices que suelen hacer los hombres al referirse a una mujer.

Me gustó, de Borges, una cierta inquietud que sugiere y, por lo breve, toques que no dejan marcas, que aunque hagan pensar, no sacuden ni despiertan pasiones. Toques risueños, los guiños, la suspicacia del encargado se me hacen parte de la ambientación de esos relatos. Y los tonos sepia, no los de Borges, los de estos, nuestros días, iguales, un sol sucio, ensañándose, ensanchando el mal humor de la calle; solo el alivio del rocío mañanero que apacienta la lluvia de hojas en esta quietud otoñada que huele a muerto.

Como ya no es posible corretear con lo importado, mi mayor rubro en las ventas, salí, medio a tientas, confiando en mi olfato, a buscar el modo, algo por mi cuenta.

Sin negar la buena suerte que siempre me acompañó, todo lo debo a ese olfato, a mí mismo, por otra parte, si hay que morir, me dije y les digo a los clientes, que sea andando.

Andar por las calles sin gente, con sonidos que salen de los balcones, las ventanas.

Golpear de ollas desde los agujeros de sus celdas, cuerpos encorvados, rostros macilentos, abulia. Anoche me dieron ganas de decirle al tipo del balcón del lado que tanto entusiasmo con la música no lo va a resucitar al corro de vecinos, hay de los que viven y los que protestan, solo yo sé del tufillo que llega de su casa, el olor de los velorios, los rostros, el color, el suyo y el de sus amigos, macilento, la pátina de cera en la piel de los muertos, y el gris de la calle que las luces de la noche, transfiguran.

Los tambores en las fiestas patrias, las campanas que llaman a misa siempre suenan a muerto en los pueblos que he recorrido; todo eso y más querría decirles, pero a qué sumarme al malestar general, mejor no buscarse problemas. Ya ni habrá quien reclame por los productos que he vendido, como las ollas de acero quirúrgico con las que golpean a toda hora.

Recuerdo que fueron de un lote que Pugliese consiguió de un industrial “ahorcado”.

—Difícil olvidar un apellido como el mío, igual al músico —repite la cantinela cada vez que lo visito sumando detalles a la biografía de la “celebridad”, las orquestas típicas en los bailes de club, la vigencia del tango. Yo me limito a escuchar, es de oficio

Callando, ignorante en casi todo, fui adquiriendo saber en la escucha.

—Tengo remanentes estacionados acá, no hay a quién vender con esto de la crisis.

Pugliese conoce la ciudad, ha vivido la noche, pero habla de más, y eso le hace perder frente a alguien paciente como yo: sin decir “esta boca es mía”, me llevé todo el lote de ollas, las de acero y más de doscientas cajas de las de aluminio que revendí en los barrios al precio que, a medida que pasaban los días, con la inflación y la escasez, ponía mayor distancia con el de compra.

—¿A cuánto el lote entero? —dejé la pregunta en suspenso y largué la oferta cuando noté el empalago del hombre en su propio discurso. Titubeó, pero ya estaba hecho:

—Vamos, Pugliese, si lo consiguió por nada. Y, además, usted mismo lo está diciendo: vaya a saber lo que va a pasar con el país.

El corretaje es ir siempre adelante, correr y adelantarse, aunque nadie esté limpiando las calles, las aceras mugrosas, no temerle a la caída, a resbalar sobre los rastros del gasoil; andar sin saltear estaciones, no dejarse llevar por el aspecto de ninguna, una fachada en ruinas puede esconder el mayor tesoro.

Caminar sobre su sombra

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