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El estanque de hojas otoñadas

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Crecía la ciudad en su soledad. Las calles se ensanchaban, el gris enorme en un infinito sin estrellas; lejos, extraña, pequeña y abigarrada la ciudad, cerrada sobre sí misma. Calles que se desangran con el corte filoso del hachazo del tren; las huellas de los neumáticos sobre sus propias heridas encostradas.

Almas robadas en los escaparates de los negocios. Y el contraste, ojos pegados a las vidrieras. Ellos no pueden ser robados porque al hambre no le sobran migajas, ni la prisión de algún abrigo.

¿De dónde viene? No reconozco a este que se sienta a mi lado y piensa; sopla en mi oído el viento feraz de la calle; pone ojos en el rostro que solo ha visto un paisaje protocolar.

—Es Marina, es la pandemia —le digo a ese que fastidia en el asiento del lado.

Por qué viajar uno por asiento cuando, apiñados, palpitábamos en un sudor colectivo que no nos hacía volubles.

Hojas amontonadas en los charcos, una luz macilenta pegada a la ventana.

El frío de afuera cuando se abre la puerta; está entrando él, debo llamarlo papá, pero él solo es mi padrastro.

Aunque del otro no tengo recuerdo.

La persiana y la luz de cortante; fogonazo en los ojos, raspa la legaña, aplasta el cuerpo adormilado en la silla.

—Dejame —chilla el niño- Ni siquiera mira el reloj, el instinto y la oscuridad de la calle le dice que aún es temprano.

—Qué pasa con él, —Si ella interviene, se van y no hay nada más que el desayuno frío.

Quizá él simplemente quiso tentarte con el perfume de las tostadas y el café con leche caliente.

—Es un pibe huraño —le dice, pero ella le advierte:

—Dejalo hacer.

Ahora ya no dice, solo enciende la luz y por las tardes llega con el frío del puerto pegado al abrigo de loneta.

También enciende el fuego porque llega antes que ella y a él le tienen prohibido abrir la garrafa de gas.

Es poco lo que debe hacer, sacar la ropa del lavador y tenderla, barrer y pasar el trapo al piso.

Por la tarde va al colegio. No es mal alumno, al contrario.

Cuando ellos llegan ya hizo las tareas; estudió y amplió lo del manual con los escasos libros que hay en la biblioteca de ella.

No ve televisión.

—Un pibe raro —solía comentar él, cuando todavía opinaba.

Cuando baja para el cambio de estación, este otro le dice:

—Quedate en ese tren, no ves que ya no pasa nada.

Pero él baja y luego toma el colectivo nada más que para fastidiarlo.

—Aquella mañana —le dice, porque el tipo, el que camina con él, lo ha seguido al colectivo y se le sienta al lado—. Aquella mañana no hubo nada; nada diferente a los otros días, me dejé llevar. Vení otro día, ahora estoy cansado, no pienso seguirte a ninguna parte.

Cosas del azar. Hasta Miramar no me pidieron el boleto, era el final del recorrido, debía bajar y subir a otro coche que tomaba el camino de vuelta.

Tenía algo de plata, siempre llevaba los ahorros encima. Nunca me pregunté por qué, nunca me importan los detalles.

Un camionero, de esos que necesitan compañía y no preguntan dijo:

—Voy a Bahía y sigo adonde me lleve la carga. —Y después de tensar las sogas con las que ataba la lona de la caja, me invitó—: Por si te interesa, hasta Buenos Aires voy seguro.

Conocí las sierras, le ayudé a descargar los cajones de fruta y verdura. En Olavarría consiguió un cargamento de papa que vendió cerca de la capital al triple de lo que la había comprado.

—Podía haber sacado más —comentó—, pero no hay que ser ambicioso. Hice buen negocio, pibe, me trajiste suerte.

En Buenos Aires, me presentó en la pensión donde paraba habitualmente. Tampoco preguntaron. Tuve suerte con la gente que iba conociendo.

¿El corretaje? Sí, me inicié y aprendí con él. Lo observé negociar, sin emplear palabra, escuchaba. Compraba, vendía, ese primer viaje, fueron varios días de travesía, después hubo otros.

La mujer de la pensión me presentó con gente que revendía importado. Ella tomaba una parte, era lo justo, me cedía un negocio que había sido de ella.

Caminar sobre su sombra

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