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REMEMBRANZAS
Las manos de mi madre

Cierro los ojos y me remonto nuevamente a mi niñez. Veo con asombro sus manos gastadas y resquebrajadas de tanto trabajo... La casa familiar tenía dos piezas gigantes desde mi perspectiva de niña. La principal de mamá y papá nacía en la vereda. Cual dibujo infantil, en el centro de la pared una puerta verde mitad madera, mitad cuadritos de vidrios esmerilados, para que no se vea hacia adentro, ni hacia afuera. Cada pieza una ventana, haciendo juego con la puerta, con vidrios al relieve. Ambas estaban sostenidas con una columna prismática, de unos 40 centímetros en cada lado, y antes de llegar al techo, sobresalía una losa estéticamente diseñada, donde mamá y papá guardaban las cosas importantes, como medicamentos, linterna, algún objeto necesario y fácilmente perdible. Entonces cuando mamá decía: “Andá a buscar la linterna arriba del árbol”, nosotros sabíamos dónde estaba, pero no alcanzábamos y solíamos poner una silla, varias veces nos caíamos y flor de chichón nos hacíamos. La segunda pieza tenía una salida al patio, y una puerta interna que conectaba con la principal a través de una minigalería que unía, a su vez, al dormitorio de mis hermanas mayores. En esta habitación, soñábamos junto a Clarisa y Zulema a ser señoritas, disfrazándonos y usando los zapatos con tacos de mis dos hermanas mayores Mary y Elma, aunque después ligásemos retos, no los podían esconder de nosotras, ya que la casa no tenía lugares secretos. Esta habitación también daba a la calle con una ventana de madera, con dos alas, por donde me escapaba en las siestas para ir a jugar. Por último, continuando con el formato de la casa, papá había hecho construir, a medida que la familia iba creciendo, tres piecitas en degradé en altura y tamaño con techo de chapa revocada y pintada: comedor, cocina y una piecita de almacenamiento.

Bien tempranito, antes de llamar a su prole, mientras el brasero calentaba el agua, para el mate y el cocido, mamá tomaba la escoba y barría el patio. Ese patio gigante, que se vestía de tierra suelta de tanto tránsito de pisadas infantiles y que en otoño se alfombraba de hojas amarillentas de los paraísos, guayaibíes, granadas y catalpas. Y como si la casa y el patio fueran poco, mamá tenía una quinta. Allí había un pequeño cañaveral, lo suficiente para degustar una caña de azúcar después de una buena helada. ¡Qué fiestas hacíamos en aquella quinta de la infancia! Allí, mamá nos inculcaba el amor a las plantas, diciendo que ellas eran bondadosas, siempre y cuando se las cuidaba. Recuerdo un gran duraznero, plantas de manzanitas verdes, pomelo, granadas y naranja agria con las cuales hacía mermelada. Los almácigos prolijamente trabajados, en ellos sembraba zanahorias, lechuga, acelga, cebollita de verdeo, perejil, remolacha, y preparaba otros espacios para trasplantar. Nos explicaba cómo usar la asada, la pala, la tijera de podar y en qué tiempo debíamos hacerlo. Esta quinta tenía un frente de unos 9 metros, y 15 de largo. En contra de los alambrados laterales había plantas de orégano, albahaca, morrones, tomates, y de porotos formando una muralla de verdes chauchas y aromáticas hojitas. En el alambrado que daba a la vereda, una hermosa enredadera de rositas rosadas y blancas, bien espinudas para que ni perros, ni gatos, ni algún humano se le ocurra saltar. Los vecinos, conociendo de la riqueza que doña Elma (así la llamaban en el barrio) tenía, mandaban a sus hijos a pedir alguno que otro manojo de verduras. Ella no tenía un minuto de descanso. Todo el día y todos los días algo había que hacer. Mamá nos mantenía cerca para enseñarnos de todo un poco, pero en la cocina, ahí no nos quería a ninguna. Quizás porque le comíamos todas las cosas antes de cocinar. Quizás porque tenía temor de que nos lastimásemos con los cuchillos o nos quemásemos como había ocurrido con nuestro hermanito Fredy. El patio fue testigo del duro trabajo de las santas manos. Incansables manos, toscas, callosas y a su vez capaces de acunar a un niño. Ellas lavaban la ropa de todos, de los más pequeños, de los hijos grandes y de papá. Mientras iba y venía de un lado a otro amasando harina, picando verduras, hachando los troncos o palos de leña, para mantener el fuego vivo, cocinar el guiso, encender el horno y cocer el pan, vigilaba atenta las travesuras que de modo inocente fuéramos capaces de hacer. Pero con más nitidez, recuerdo cuando salía el pan dorado, caliente todavía, cortaba en rebanadas y nos repartía una a cada uno para que paremos de llorar. Esas santas manos cosían la ropa, remendando agujeros, por horas enteras, midiendo, cortando, achicando trapos para sus polluelos. Mientras lo hacía soñaba a lo lejos que todos sus hijos tendrían un mejor futuro. Ella nos inculcaba, con una palabra o con un “cinturón”, que el estudio era lo primero para ser mejor. Su sueño truncado de ser maestra, algún hijo o hija lo lograría. Muy despacito, esas manos firmes perdieron la fuerza, ya no hachaban leña, ni amasaban pan, ya no barrían el patio muy de madrugada y la bella quinta se fue transformando en un pastizal. Cuando no pudieron seguir la rutina, sus manos bellas descansaron ya. Desaparecieron aquellas cicatrices y los callos de las palmas mejoraron sus uñas, sus dedos más suaves; es que había llegado la hora de comenzar a cosechar... Nosotros, sus hijos, la cuidamos tanto que mamá solo recibía caricias. Las manos más bellas, más suaves, más simples, son las manos tiernas, las de mi mamá.


Fiesta de Jubilación de Norma y Daniel

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