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Ella…

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Los inviernos eran su temor. El cielo se volvía plomizo en las tardes y se extendían hasta la mañana siguiente, la temperatura bajaba. Caminar entre los cerros era toda una odisea, pero igual cumplía con sus quehaceres. La niña alegre muchas veces gemía por el frío en sus manos y pies.

En su caballo, Elma debía recorrer varios cerros para llegar a la emparchada y húmeda casilla de madera que funcionaba de escuela. Allí comenzó su sueño, sus ansias por el conocimiento. Llegó a ser la primera en su clase. Estudiando en cada momento que podía, mientras realizaba las tareas diarias repetía todo lo que estudiaba de memoria en la escuela, en especial los versos, las poesías y las lecturas que su maestra le brindaba abriéndole una ventana a los sueños, a la imaginación y al deseo, ya que en su pobreza los libros eran un lujo. Así alimentaba su mente, corazón y esperanza. Aprovechaba cada minuto que podía estar en contacto con ellos en el aula, porque estaba prohibido llevarlos a casa.

Llegó sólo hasta tercer grado, porque para continuar estudiando debía ir a la ciudad. Así solía pasar en esa época en las escuelas rurales de Misiones, y en cada rincón del país profundo donde la obligatoriedad abarcaba de primero a tercer grado. Elma y muchos niños como ella no tenía los mismos derechos de los que ahora gozamos.

Pero ¿cómo irse de su chacra, de su familia? ¿Con qué dinero? Era imposible y su sueño se rompió como un cristal.

Los años fueron pasando, su amor por sus padres crecía potenciado por la soledad del lugar. Su madre, doña Cándida, mostraba en su rostro un poco cansado, por el paso de los años. La vida era sacrificada en las alturas y junto a su esposo e hija cultivaban tabaco, maíz, mandioca, y lo más importante la caña de azúcar, para consumo propio y también vender en el pueblo.

Una noche, de esas que son tan comunes por la profunda oscuridad, esas noches cuando las estrellas y la luna juegan a las escondidas entre las nubes, esas que se destacan por los movimientos furtivos de los animales que aprovechan la penumbra para agazaparse en busca de su presa y de los gemidos de algunos pájaros sorprendidos por sus acechadores; esas noches donde los árboles susurran historias de vida, amor y locura. Elma se sintió inquieta. No podía conciliar el sueño porque el inseguro rancho donde vivía le brindaba cobijo, pero no tranquilidad. Las puertas sin seguro aumentaban su temor, al cabo de un rato de dar vueltas en su catre, se quedó profundamente dormida.

De repente comenzó a escuchar el ruido seco e inconfundible del trotecito corto de los cascos de su caballo, que se dirigía hacia lo alto del cerro perdiéndose en la inmensidad de la noche como buscando refugio en el cañaveral. El viento veloz y bravo provocaba fricción de las hojas ásperas y secas produciendo una música sin melodía ni encanto, mientras sentía que se ahogaba en la oscuridad. Elma solo escuchaba la respiración agitada y cansada de su caballo zaino. De pronto, pegó un salto del catre, con la poca ropa que vestía salió corriendo del rancho.

Don Hilario Ferreyra, su padre, escuchó el ruido llorón de la bisagra enmohecida en mitad de la noche. Se levantó. Corrió hasta el umbral y, en ese momento, alcanzó a ver a su hija que se perdía a lo lejos. No lo pensó ni un minuto. Descalzo, y desabrigado, corrió desesperadamente hasta que alcanzó a tomarla del brazo. Elma lo miró sorprendida. Lo abrazó y preguntó por su potrillo. Don Hilario la levantó y comenzó a caminar mostrándole que su caballo estaba en el corral como era costumbre.

A la mañana siguiente, mientras trabajaban en los quehaceres diarios, compartían entre risas y miradas cómplices con su padre la aventura vivida entre sueños y realidad. Doña Cándida mientras tanto se dedicaba a “vencer”, actividad de curación o sanación de personas como llamaban en esa zona. Su reputación como curandera era reconocida en el pueblito Cerro Azul. Las mujeres y hombres que la necesitaban sabían que podían contar con ella y con su don. Sanaba con hierbas, yuyos y oraciones. En algunas oportunidades jovencitas iban hasta su rancho a dar a luz. Ella recibía a los bebés y las cuidaba hasta que podían irse.

En ese entorno de amor y trabajo Elma creció.

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