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Un secreto a voces

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El pueblito Cerro Azul pintoresco y tranquilo. Su colosal paisaje de altos cerros se viste de magnífica vegetación. Allí se mezclan las especies más extravagantes que se pueden hallar en la zona virgen y temeraria. En las mañanas, cuando el sol penetra en la espesura de la selva misionera, se puede descubrir los distintos tonos de verde. Algunas de estas plantas, en la primavera, dejan ver sus flores exóticas multicolores y se respiran dulces fragancias naturales. Los hilos de agua recorren extensas distancias como pinceladas plateadas. Con cada remolino cristalino se desprenden melodiosos ritmos musicales que se confunden con los cantos de las aves formando así una sinfonía casi perfecta. Las distintas especies animales muestran la existencia de vida en cada centímetro de este lugar creando así una gran obra de arte.

Allí en medio del paisaje se elevan orgullosas las casillas de madera húmeda, que carcomidas algunas por las termitas y otras por el paso del tiempo, se dejan ver desde la altura del camino ondulante. Desde sus chimeneas, el denso humo que surca el cielo sirve de señal a los distantes caminantes en los profundos valles.

El pueblo que recién nacía era festivo, alegre. En el patio central que servía de plazoleta se celebraban las fiestas religiosas y los carnavales que se convertían en excusas para las reuniones de familiares y vecinos. Allí doña Cándida, don Hilario y Elma tenían asistencia perfecta como cada habitante, por más que el camino fuera largo y tuvieran que cruzar dos o tres cerros.

Esas fiestas eran la oportunidad de mostrar su belleza. Con casi 14 años Elma era vestida cuidadosamente por su madre que evitaba que se distinga su cuerpo desarrollado, por lo que después de la ducha, y con una venda de lienzo de unos 30 centímetros de ancho, que servía de corset reductor, comenzaba a envolver a su hija como un ritual desesperado, pensante, silencioso. Después le ponía su sencillo y elegante vestido.

En esas fiestas Elma veía cómo las niñas de su edad tenían hermanos, con quienes jugaban y se divertían. Observaba estas escenas en silencio preguntándose siempre por qué era hija única. Una noche de esas, donde el regreso a casa se volvía cansador, preguntó en voz alta:

—Mamá, ¿por qué no tengo hermanitos? —Los dos se hicieron los sordos. Pero volvió a insistir.

Parecía que el momento de tener una charla seria, había llegado. El camino, donde por la hora reinaba una densa oscuridad, pero que los caballos conocían de memoria, de repente se volvió lúgubre, pesado, peligroso. Doña Cándida sintió que su corazón se rompía y que cada latido sonaba en la vastedad del lugar, haciendo eco… sintió temor, sintió que su cuerpo se estremeció, pero también pensó que era mejor, “no le vería la cara a su hija”, así que mostrándose lejana y fría explicó su imposibilidad de tener hijos, por lo que la adoptó. Dolió conocer esa verdad, sus ojos derramaban las lágrimas más amargas y calientes de toda su corta vida, su pequeño y tierno corazón, que no conocía otro amor que el amor a sus padres, se detuvo unos segundos y luego latió con tanta celeridad que sintió debajo del corset cómo su sangre fluía. Desde ese momento en adelante la pregunta “¿quiénes son mis padres?” se presentaría regularmente. Para ella nada fue fácil. El resto del camino transcurrió en un hondo y cruel silencio. Su padre pitaba su armado, ligeramente, ajeno a los hechos…

Los días se sucedían como si lo vivido aquella noche no hubiera sucedido o como si todo hubiera sido un sueño… Pero la vida continuaba y llegó el día de la fiesta patronal, a la que doña Cándida era infaltable. El ritual del corset se volvió a realizar, pero ahora todo era cuestionado en su interior. En el silencio trataba de no respirar, de no darle motivos para ningún diálogo, ni llamada de atención. La miraba de reojo y se preguntaba: ¿será que todas las madres visten así a sus niñas? Estaba confundida, no entendía por qué tanta desconfianza hasta en los detalles más pequeños…

Llegaron a la fiesta y Elma, sin saberlo, era la atracción con sus pocos añitos… mientras se llevaba adelante la misa, se sentía observada.

Después se armaba la fiesta, la comida era distribuida y compartida. Mientras tomaba una porción de pan amasado por su madre, a sus espaldas escuchó rumores en bocas de las viejas chismosas que nunca están ausentes en las reuniones de pueblos, esas para quienes no existen los secretos, que su madre consanguínea era una señora de origen brasileño y que quizás por ahí venía su elegancia y belleza, Elma se quedó como petrificada escuchando cada palabra. Decían que la joven había dado a luz a dos hermosas bebés, y que en su dolor le contó a doña Cándida que no iba a poder criarlas. Así es que, conociendo su vientre infértil, doña Cándida se ofreció y la adoptó como propia.

Nunca pudo comprobar si esa historia era verdad y menos aún se atrevió a preguntar.

Con el tiempo, volvieron las cosas a la normalidad, aunque en su corazón la intriga quedó marcada a fuego.

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