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El orfanato

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Pasado un tiempo, mamá Cándida volvió a casarse porque en esos lares y en esos tiempos no era bueno que las mujeres estén solas. Mala fue la sensación, malo fue el sentimiento que le provocó esa unión. Aún en sus jóvenes e inexpertos años, sintió el presagio.

Un día como otros tantos, en la volanta, iban sentados doña Cándida, Elma y su padrastro. No entendía por qué debía ir sentada en el medio. Trataba de no respirar, solo mirar el camino. En ese recorrido desde el rancho hasta el pueblo y desde el pueblo hasta el rancho, se sintió muy observada y uno que otro roce imperceptible para su mamá, pero bien incómodo para ella, hicieron que, al estar a solas con su madre, le comente lo sucedido.

Doña Cándida, como muchas veces ocurre, y más aún en ese rincón del mundo, decidió no prestarle mucha atención al reclamo de su hija.

La próxima vez que su padrastro trató de tocarla huyó despavorida de su hogar, lejos de su mamá, lejos del lugar que la vio crecer, pero que en algún momento de su vida volvería a ese único hogar que conocía y que añoraría hasta el último día de su vida.

Deambuló sin rumbo. Con el corazón doblemente destrozado. Hasta que llegó a la casa de su tía, hermana de su mamá. Doña Cándida, al ser informada, fue a buscarla para llevarla a casa. Elma decidió emitir una sentencia a su madre “yo o ese hombre”.

Doña Cándida no lo pensó dos veces, y la llevó al orfanato. Ese lugar desconocido era una gran casona descolorida, amplios patios, amplias habitaciones. Un gran jardín de flores silvestres descuidado. Allí las recibió el director y la aceptaron de inmediato, como rebelde.

Cómo lloró esa noche. Sintió nuevamente el dolor del abandono, de la soledad, del desamparo. Lloró amargamente la muerte de su padre, por su catre, por su caballo, todo daba vueltas en su cabeza como un torbellino. Se preguntaba por qué Dios decidió que su vida fuese tan triste, al fin cansada se durmió.

Al día siguiente, había decidido mirar al futuro y luchar por él. Era nueva en ese lugar frío y gris. Allí se encontró con otras pupilas con historias parecidas, abrió su corazón hacia los más pequeños, los cuidaba como si fuesen sus hermanitos. Los mantenía limpios, lavaba ropas, cosía, cocinaba. Ahí puso todo su esfuerzo en ganarse el respeto de sus compañeras, la atención de las celadoras y el director del internado. En poco tiempo se destacó por su laboriosidad e higiene y aprendió que ser una de las mayores no la favorecía.

Pasaban los años y ya estaba perdiendo las esperanzas de que una familia la eligiese. Aunque se esmerara por ser la mejor, era una de las mayores. Su estatura y desarrollo, al momento en que venían los matrimonios a buscar un niño, no la favorecían. Eran ofrecidos como mercadería, los paraban uno al lado del otro, por un lado las niñas, y a continuación los varones, de mayor a menor. Los matrimonios llegaban, pasaban delante de ellos y los observaban, si alguno era de su agrado, le colocaban el índice en la cabeza como señal de aceptación.

Con el paso del tiempo aprendió a no encariñarse con los bebés, ni con los más pequeños, porque eran ellos siempre los elegidos.

Pero su fe era grande, y Dios no la desamparaba… una mañana después de tantas, el director la llamó para informarle que un matrimonio de profesionales necesitaban una persona de confianza para cuidar a sus niños, pero que irían a Formosa, y que él pensó en ella, y que la eligió por su honestidad y porque en estos años había demostrado ser la más trabajadora. Aunque no era lo que hubiese querido, ser parte de una familia, tener la posibilidad de encontrar su lugar en el mundo, era su oportunidad de salir con un sueldo y en casa de una familia respetable.

Así se despidió de sus compañeras y se fue a vivir a una casa muy bonita, llena de lujos, se sentía bendecida. Tenía una pieza para ella sola. Su cama, sus sábanas, su ropa. Todo le indicaba que había elegido bien y que desde ese momento su vida cambiaría. Trabajaba más de lo que su patrona le pedía. Pasaron los meses. Cuidaba a las niñas como su propia vida, estaba atenta a todo lo que necesitaban.

El tiempo pasaba velozmente. Una tarde, en una de sus caminatas con las niñas, la señora decidió acompañarlas. Allí le comunicó que la familia, en un par de meses, iban a mudarse para Concordia, Entre Ríos, y que debía decidir si viajar o volver al orfanato. A Elma le faltaban meses para cumplir 21 y ser mayor de edad.

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