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Todas las historias de Halmoni comienzan de la misma manera, con la versión coreana de “érase una vez, hace mucho tiempo”:

Hace mucho, mucho tiempo, cuando el tigre caminaba como un hombre…

En nuestra casa en California, en las semanas anteriores a las visitas de Halmoni, Sam y yo nos susurrábamos una a la otra esas palabras. Cada vez que yo las escuchaba, sentía un escalofrío.

Contábamos los días hasta la llegada de nuestra halmoni, hasta esa primera noche, cuando corríamos a la habitación de invitados y nos acurrucábamos en la cama con ella, una a cada lado, como un par de sujeta libros.

—Halmoni —le decía yo en un susurro—, ¿nos cuentas una historia?

Sonreía, atrayéndonos a sus brazos y a su imaginación.

—¿Cuál historia?

La respuesta era siempre la misma. Nuestra historia favorita.

—La de Unya —decía Sam. Hermana mayor.

—Y Eggi —agregaba yo—. Hermana menor. La historia del tigre.

Esa historia siempre se sentía especial, como si un secreto centelleara debajo de las palabras.

—Atrápenlo —nos decía, y entonces Sam y yo extendíamos las manos en el aire, apretando los puños como si estuviéramos agarrando las estrellas.

Es una de esas cosas de Halmoni, pretender que hay historias escondidas en las estrellas.

Esperaba unos instantes, dejando que los segundos se hincharan, y Sam y yo podíamos oír los latidos del corazón, ansiosas de que empezara la historia. Luego, la abuela tomaba un respiro hondo y nos contaba sobre el tigre.

El problema es que el tigre de sus historias era un depredador terrible y engañoso. Pero el tigre en la carretera no tenía ese aspecto. No creo que quisiera comerme, aunque sí creo que quería… algo.

No tengo tiempo de averiguarlo, porque ya pasó la zona de avistamiento de tigres y ahora atravesamos lentamente Sunbeam. Por fin llegamos a la casa de Halmoni. Es una cabaña pequeña, en las afueras del pueblo, en la cima de una colina, frente a la biblioteca, rodeada de bosques.

Mamá enfila el auto hacia el largo camino de entrada y avanzamos sobre la crujiente grava hasta llegar a lo alto.

Después de estacionar, apoya la cabeza en el volante y suelta un hondo suspiro; da la impresión que se fuera a quedar dormida allí mismo. Luego toma aire y se endereza.

—Bien —dice, enganchando su brazo alrededor del reposacabezas, girando para mirarnos a las dos a la vez. Se pone una sonrisa en el rostro, tratando de mostrarse alegre, de borrar todos los altercados y todo el estrés del viaje.

—Malas noticias: dejé los paraguas en California —sonríe, como si fuera algo muy gracioso, para echarse a reír a carcajadas—. Así que vamos a tener que hacer un sprint hasta la puerta de la casa.

Me quedo mirando la casa de Halmoni, asombrada. Es el tipo de lugar que simplemente parece mágico, encaramado en lo alto, con hiedra de color casi negro reptando a lo largo de las paredes de ladrillo descolorido, ventanas que parpadean con la luz y, por supuesto, para llegar a la puerta de entrada hay un millón de escaleras, poco más o menos.

Ni el menor parecido con nuestro apartamento en California, de color blanco vainilla, en un edificio nuevo. Con ascensor.

—¿Quieres que subamos corriendo todas esas escaleras en medio de la lluvia? —pregunta Sam, con un tono de espanto que uno podría pensar que mamá le pidió que se bañara en un pozo de baba de caracol.

Mamá finge otra sonrisa.

—¿Qué importa un poquito de lluvia? ¿Cierto, Lily?

Mi respuesta sería sencilla: Sí, cierto. Quiero entrar en la casa y preguntarle a Halmoni sobre el tigre. Pero en nuestra familia no existen las preguntas sencillas. Esto es una trampa. Me está pidiendo que tome partido entre ella y Sam.

Me encojo de hombros.

Mamá no me deja escapar tan fácilmente.

—¿Cierto, Lily? —su sonrisa vacila, como si estuviera en peligro de hacerse añicos. Hay bolsas debajo de sus ojos y un profundo pliegue entre las cejas.

Éste no es el aspecto normal de mamá. Por lo general, es tan esmerada, todo en el lugar correcto, todo en orden.

—Cierto —digo.

Sam hace una mueca como si yo le acabara de propinar una patada.

—Muy bien, esto zanja el asunto —dice mamá con alivio, colocando una mano en la manija de la puerta—. En sus marcas, listas…

Abre la puerta de golpe, sale de un brinco, cierra de un portazo y echa a correr. De inmediato, queda empapada. No está subiendo nada rápido, pero está haciendo un gran esfuerzo: los puños que suben y bajan, los hombros encorvados, la cabeza inclinada hacia delante como si fuera un toro a punto de embestir la casa de su madre.

—¡Qué ridícula se ve! —dice Sam.

Y no es sólo un comentario malvado de Sam. Es la verdad.

Sin ninguna razón aparente, mamá está moviendo los brazos como un molinillo, y en ese momento me echo a reír. Luego Sam también ríe y entonces nos miramos. Por un instante somos hermanas, burlándonos de las vergüenzas que nos hace pasar mamá.

Quisiera tomar este instante y estirarlo hasta el infinito

Pero Sam se da media vuelta, levanta su celular y su cargador, y los mete entre el sostén para protegerlos.

—No queda más remedio que correr —dice.

Quisiera decirle Quédate, pero en lugar de ello asiento y salimos a toda prisa del auto.

Nunca, jamás, había sentido una lluvia como ésta. Es insistente y fría, demasiado fría para julio; todavía no hemos salido del camino de entrada de la casa de la abuela y ya mis zapatos están calados de agua y los jeans se sienten cada vez más pesados.

Sam suelta aullidos mientras corre, y yo también aúllo. Porque esto es divertido y al mismo tiempo terrible. Me arden los ojos por el agua y a duras penas puedo ver; el golpe helado de la lluvia alcanza hasta mis entrañas.

Para cuando llegamos a lo alto de las escaleras —jadeando, chorreando— he exprimido todo el aire de mis pulmones y mi corazón está a punto de estallar.

Mamá nos espera en la puerta de la casa, lo cual es muy amable de su parte, supongo, pero un poco extraño también, porque debería abrirla y entrar.

Sacude la cabeza y frunce el ceño.

—Halmoni no responde —dice—. No está aquí.

Cuando atrapas un tigre

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