Читать книгу Cuando atrapas un tigre - Tae Keller - Страница 6
Оглавление—¿Qué quieres decir con que no está aquí? —susurro. Por un momento, siento pánico: el tigre se la comió. Pero me digo que debo guardar la calma.
Mamá suspira.
—No lo sé. No lo sé.
No puedo decir si está preocupada o molesta; la lluvia baja por sus ojos y sus labios, haciendo que sus emociones se vean borrosas. Ojalá supiera cómo se siente para así saber cómo debería sentirme yo.
Sam juguetea con el pomo de cobre de la puerta, tratando de que gire. Pero aquella puerta tozuda permanece cerrada.
—¿Y…? —Sam mira fijamente a mamá, luego a mí. Con su cabello liso y su espeso delineador de ojos que baja en rayas negras por sus mejillas, parece un tigre mojado—. Vamos a tener que esperar aquí. En la lluvia. ¿Por un tiempo indeterminado?
Mamá se limpia las gafas con su camiseta empapada, lo que no es de mucha ayuda.
—No. No lo creo. Esperen un momento —levanta un dedo y enseguida corre hacia un costado de la casa.
—¿Adónde se fue? —le pregunto a Sam. Ahueco las manos sobre la cabeza, tratando de formar un techo protector, pero no sirve de nada—. ¿Y dónde está Halmoni?
Sam no responde. Alcanzamos a ver que mamá se detiene debajo de la ventana de la sala. Le da un golpecito a una esquina del panel, pasa las manos sobre el alféizar, luego un golpe más fuerte justo debajo del cristal.
—Bueno, esto es algo completamente normal —dice Sam, con la voz plena de sarcasmo.
Mamá abre la ventana de un empujón. Nos mira antes de izarse a sí misma y caer cabeza abajo dentro de la casa.
—¡Cielos! —digo en voz muy baja—. Nunca había visto a mamá hacer algo así.
Sam menea la cabeza.
—Cielos es la palabra correcta. Apuesto a que ella hacía esto todo el tiempo cuando era adolescente —me mira como si no pudiera decidir si fruncir el ceño o echarse a reír, y yo sé exactamente cómo se siente, porque imaginar a mamá como una adolescente es ridículo, pero también da un poco de miedo. Es muy extraño pensar en mamá antes de que nosotras existiéramos.
Pero Sam sonríe y mi corazón se relaja.
—Probablemente se escapaba para ir de fiesta con sus amigos.
Asiento. Cuando Sam está contenta, su cara de luna se ilumina y de nuevo parece mi hermana. Me acerco un poco más a ella, pero sólo un poquito, para que no se dé cuenta.
Arruga la nariz y pregunta:
—¿Tú crees que se escapaba para encontrarse con chicos?
—No creo que haya salido con nadie antes de papá —no puedo imaginar a mamá con ningún otro hombre que no sea papá. O, la verdad, no puedo imaginarla con nadie, porque no me quedan recuerdos de mamá y papá juntos.
Me doy cuenta al instante de que fue un error decir eso, porque el brillo en el rostro de Sam se apaga en el acto. Aprieta la mandíbula y mira hacia otro lado.
—Qué ingenua eres —murmura.
Pensar en papá es diferente para Sam que para mí. Ella es lo suficientemente mayor para recordarlo. Sam tenía siete años cuando papá murió en un accidente de automóvil. Yo tenía sólo cuatro.
—Sam… —comienzo a decir, pero no sé cómo terminar la frase.
Antes yo podía hablar con ella. Podía contarle todo. Si esto hubiera sucedido hace un par de años, le habría dicho, ACABO DE VER UN TIGRE EN MEDIO DE LA CARRETERA. Se lo habría gritado porque ya no habría sido capaz de guardarlo sólo para mí.
—Acabo de ver… —lo intento de nuevo. Pero las cerraduras de la puerta me interrumpen desde el otro lado de la casa. Sueltan un cántico mientras mamá las hace girar, las desliza y abre.
—De prisa, de prisa —nos dice a Sam y a mí, como si fuera posible mojarnos más de lo que ya estamos.
Sam y yo entramos, dejando huellas de agua en el vestíbulo, charcos del tamaño de un lago sobre el piso de madera.
La casa de Halmoni parece un recuerdo. La sala y la cocina se aprietan alrededor de una mesa de comedor color púrpura y una chimenea que no funciona. Un viejo reloj de pared repite su tic tac en el rincón más alejado de la sala.
Sobre la repisa de la chimenea, dos leones de piedra abrazan una fotografía de mamá, invitando a que la riqueza entre en su vida. En el otro extremo, una rana cuida una foto en la que estamos Sam y yo, la rana encargada de proteger nuestra felicidad. Y por todas partes —en cestas colgadas del techo, posados en la barra de la cocina, metidos en tazones— hay manojos de hierbas y varillas de incienso, para expulsar la mala energía.
Cuando aspiro con fuerza el olor de la casa, aquella fragancia a trigo negro, fideos, salvia y detergente de lavar ropa, siento un aroma a hogar.
Sam no está tan contenta. Cruza los brazos sobre el pecho y frunce el ceño.
—Mmm —dice—. ¿Y eso qué es?
Sigo la dirección de su mirada. Al otro lado de la sala se encuentran el dormitorio de Halmoni, el baño y dos escaleras: una que sube al dormitorio del ático y otra que baja al sótano. Pero ahora, frente a la puerta que da al sótano, apilados como una barricada, se interponen una torre de cofres coreanos tallados y un montón de cajas de cartón.
Mamá sacude la cabeza.
—Es muy extraño, ¿verdad? ¿Por qué habrá hecho eso? —se muerde la uña y pasea la mirada por el recinto. Por un segundo, alcanzo a detectar en sus ojos una mirada de preocupación.
Mi entusiasmo inicial se desvanece. Aquello es muy raro. Esas cosas no deberían estar allí. Y Halmoni no está en casa.
Algo frío y oscuro se asienta en mi estómago.
—¿Dónde está Halmoni? —pregunto.
Mamá me mira y me habla con suavidad.
—Ah, no te preocupes. Estoy segura de que simplemente está de compras o visitando a sus amigas. Ya sabes cómo es ella —su sonrisa es a la vez triste y esperanzadora—. ¿Te alegras de estar aquí, Lily?
Algo está pasando, algo que mamá no nos dice. Quisiera preguntarle de qué se trata, pero no quiero borrarle la sonrisa, de manera que asiento y guardo silencio.
Mamá está a punto de decir algo más, pero en ese momento un escalofrío me agarra por los hombros y me sacude.
Ella se da cuenta y pestañea un par de veces, como si acabara de acordarse de lo empapadas que estamos todas.
—Ah, claro. Voy a buscar ropa para cambiarnos.
Todas las maletas están en el auto, y ninguna de las tres quiere enfrentarse de nuevo a la lluvia, así que mamá recorre el pasillo y entra en la habitación de Halmoni.
Cuando sale, sus manos están llenas de toallas y camisones de seda, y Sam y yo tomamos los dos que están más arriba. El camisón naranja pálido reluce y entre mis manos cambia de tono como una puesta de sol. Hasta las pijamas de Halmoni son hermosas.
—Voy a subirle a la calefacción —dice mamá—. Espérenme aquí.
Pero por supuesto, Sam no espera. En cuanto mamá vuelve a entrar a la habitación de la abuela, Sam esquiva cajas y muebles, y sube corriendo a nuestro dormitorio, dejando a su paso charcos de agua.
Salgo detrás de ella, pero me detengo. No quiero ser la Pequeña Eggi que sigue a su unya a todas partes. Pero al final, por supuesto, de todos modos sigo sus pasos.
Arriba, la habitación del ático es crujiente y acogedora, con un techo puntiagudo, un espejo de cuerpo entero con marco de madera y dos camas cubiertas por colchas descoloridas. Cuando Sam y yo vivimos aquí, juntábamos las camas y nos acurrucábamos juntas, intercambiando historias en medio de la oscuridad.
Ahora las camas están en lados opuestos de la habitación, separadas por la amplia ventana.
Sam tira al suelo la ropa mojada, se limpia en la toalla los restos de su maquillaje oscuro y se pone el camisón con lentejuelas negras que eligió. Luego se deja caer en su cama. El colchón la saluda con un gemido, y entonces extiende la mano detrás del marco de la cama para enchufar su celular antes de volverse hacia mí.
—¿Qué estás haciendo aquí? Se suponía que debías esperar abajo.
Sam siempre actúa como si las órdenes de mamá sólo aplicaran para mí, lo cual es molesto, pero ya estoy acostumbrada.
Suspiro y me seco con una toalla antes de ponerme mi propio camisón. La tela suave y cálida me produce un escalofrío que recorre toda la piel, liberando el frío instalado en mis huesos. Aspiro con fuerza, esperando encontrar el aroma a leche que siempre tiene Halmoni, pero sólo me llega un vago olor a jabón.
Sam frunce el ceño, todavía esperando a que yo salga de la habitación, pero en lugar de hacerlo me siento en mi cama.
—¿No te parece que este sitio se siente extraño? —le digo. Paso la mano por la colcha de la cama mientras hablo, teniendo cuidado de no mirarla a la cara—. Con Halmoni desaparecida y todas esas cosas bloqueando el sótano y la vibración del sitio. ¿Como si pasara algo malo?
—En primer lugar, Halmoni no está desaparecida. Simplemente está fuera de casa. No seas tan dramática. En segundo lugar, sí. La vibra es extraña. Pero la casa de Halmoni siempre se siente así —a un costado de Sam su celular se ilumina y comienza a cargarse, como si estuviera desperezándose al despertar de una siesta. Lo levanta y observa cómo empieza a iluminarse, y me presta atención sólo a medias—. ¿Te acuerdas de la última vez que nos mudamos aquí? —me pregunta.
—Más o menos —contesto. Después de la muerte de papá vivimos aquí durante tres años. Yo nací en California, pero mis primeros recuerdos tomaron forma en esta casa.
Sam está examinado velozmente en su celular los remitentes de los mensajes, de manera que no espero que me responda, pero de repente suelta el aparato y levanta la mirada para hablarme.
—Al principio me gustaba estar aquí porque Halmoni nos cuidaba cuando estábamos tristes y ayudó a que mamá saliera adelante. Pero siempre estaba haciendo cosas raras sin explicarle nada a nadie. Halmoni está llena de secretos. Esta casa está llena de secretos.
Me muerdo el labio.
—¿Como cuáles?
Sam pone los ojos en blanco.
—No lo sé. Ése no es el punto. El punto es que estamos aquí en lugar de estar en California y odio este sitio. Odio estar aquí.
Las palabras de Sam son tan hirientes que me lastiman.
—No digas eso.
Tal como lo recuerdo, a Sam y a mí nos encantaba vivir aquí. Estábamos tristes por lo de papá, por supuesto, pero no todo era malo. Las dos nos contábamos historias en la habitación del ático, comíamos pasteles de arroz en la cocina, creábamos mundos imaginarios en el sótano. Estábamos juntas.
Quisiera preguntarle: ¿Te acuerdas?
Pero ella sigue hablando.
—Simplemente no es justo, Lily. Mamá quería vivir cerca de Halmoni, lo cual está muy bien y todo lo que quieras, pero ni siquiera nos preguntó qué pensábamos nosotras. Ni siquiera tuvimos tiempo de despedirnos de la gente. ¿No estás al menos un poquito enfadada?
Para ser sincera sí estoy, quizás, un poquito enfadada. Pero también me siento contenta de estar aquí.
Me aclaro la garganta. Respiro profundamente. Trago saliva.
—Creo que quizá… deberías ser un poco más amable con mamá —las palmas de mis manos empiezan a sudar. Estoy entrando en un terreno peligroso. Por lo general, no confronto a Sam. Somos hermanas, y se supone que las hermanas siempre están del mismo lado.
Sam pone los ojos en blanco.
—¿Lo dices en serio, Lily? No puedo creer que la estés defendiendo.
—Yo solamente… —empiezo a decir y me interrumpo. No puedo quitarme de la cabeza la expresión en el rostro de mamá. Cuando estaba abajo, buscando a Halmoni, parecía tan frágil. No como se supone que deben verse las mamás. No entiendo cómo Sam no se dio cuenta.
—¿Tú solamente qué? —pregunta Sam y me clava la mirada. Al ver que no contesto suelta un suspiro y dice—. Escúpelo de una vez, Lily. No tienes que ser tan misteriosa y tan calladita todo el tiempo. Te estás comportando como una CATYC.
CATYC es la palabra que usa Sam para Chica Asiática Tímida y Callada. Un estereotipo, claro. Sam se esfuerza tanto por no serlo que usa lápiz labial negro y se tiñe un mechón de cabello y dice en voz alta hasta el más pequeño pensamiento que le viene a la mente.
Le digo: Solamente estoy tratando de ayudar. Le pregunto: ¿No te das cuenta de lo mucho que mamá lo está intentando? Le digo: No sé por qué estás tan enojada conmigo.
Pero en realidad no digo nada de eso. Las palabras se me atascan en la garganta. Sam está enojada todo el tiempo, y todo lo que yo digo la hace estallar.
Vuelve a poner los ojos en blanco.
—Da igual. Para ti siempre soy la mala de la película sólo porque digo lo que pienso. No deberías tener tanto miedo de mecer un poco el bote, ¿sabes?
Lo que Sam no se da cuenta es que ya está zarandeando el bote. Si lo hago yo también, se va a volcar. Nos ahogaríamos todas.
Escucho la lluvia que golpea sobre el techo, y paso una mano por la colcha.
—Deberías estar contenta. Te gusta estar con Halmoni —le digo. Al menos creo que eso es verdad. A Sam ya no parece gustarle nada. Excepto su celular, quizá.
Se encoge de hombros.
—Ése no es el punto. El punto es: ¿voy a tener que vivir aquí, sin ningún amigo, sólo con mi madre y mi abuela? Es demasiado.
—Y con tu hermana —le digo, en voz tan baja que a duras penas puedo escucharme a mí misma. Tan tímida como una CATYC—. Yo también estoy aquí.
Sam tiene lista una respuesta hiriente, me doy cuenta. Pero mis palabras la detienen. Sus hombros se relajan.
—Sí —dice.
Es sólo una palabra muy pequeña, pero la pronuncia con delicadeza y entonces mi corazón se despeja y una calidez se extiende por todo mi cuerpo, hasta llegar a los dedos de los pies y las yemas de los dedos de las manos.
—Sí —respondo. En ese momento casi me parece que podría contarle a mi hermana sobre el sueño-espejismo-espíritu del tigre.
Pero en ese instante, en la planta baja, la puerta se abre de golpe. Halmoni está en casa.