Читать книгу El lugar de los secretos - Тана Френч - Страница 10

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La puerta principal era de madera noble y oscura y estaba maltrecha. Por un segundo, después de que Conway la abriera de un empujón, aquella quietud desértica permaneció. Una escalera de madera oscura ascendía en forma de caracol. Los rayos del sol dibujaban haces sobre el damero de losas desgastadas que cubría el suelo.

Entonces sonó la campana por doquier. Las puertas se abrieron de par en par y por ellas salieron en estampida un sinfín de pies, mareas de niñas, todas vestidas con el mismo uniforme azul marino y verde parloteando a la vez.

—Maldita sea —exclamó Conway, alzando la voz para que pudiera oírla—. Justo a tiempo. Acompáñame.

Ascendió por las escaleras abriéndose paso a empellones por entre la oleada de cuerpos y libros. Tenía una espalda firme como la de un boxeador. Parecía alguien de Asuntos Internos y, al mismo tiempo, un dentista practicando una endodoncia.

Subí las escaleras tras ella. Regueros de niñas fluían en torno, con sus melenas y risas al viento. El ambiente se percibía pleno y radiante, elevado, atravesado por el sol desde ángulos imposibles; el astro describía volutas a lo largo de las barandillas como si fuera agua, robaba los colores y los hacía girar en el espacio, y me elevaba a mí, me aferraba por todas partes y me hacía ascender. Me noté distinto, cambiante. Como si se tratara de mi primer día, si tal cosa fuera concebible. Noté el peligro, pero era un peligro mío, invocado por un mago en una torre especialmente para mí; como si mi suerte, mi dulce suerte, complicada y urgente, diera vueltas en el aire poco antes de caer... ¿cara o cruz?

Nunca había estado en un lugar como aquel, pero tuve la sensación de remontarme al pasado. Tenía esa capacidad de atracción, como si un imán tirara de ti a lo largo de tus huesos. Me hizo pensar en palabras en las que no había reflexionado desde que fuera un joven que se pasaba el día leyendo libros que sacaba de la biblioteca del Ilac Centre, cavilando que eso me abriría las puertas a unas paredes como aquellas. Delicuescente. Numinoso. Tiempos mejores. Yo, larguirucho y torpe y soñador, lejos de mi barrio para que nadie pudiera verme, atolondrado por la emoción de estar haciendo algo atrevido.

—Empezaremos por la directora —anunció Conway en el descansillo, cuando volvimos a situarnos el uno junto al otro—. McKenna. Es una gilipollas. ¿Quieres saber qué fue lo primero que nos preguntó a Costello y a mí cuando llegamos a la escena del crimen? Si podíamos impedir que los medios de comunicación publicaran el nombre de la escuela. ¿Puedes creértelo? Le importaba un bledo el chaval muerto o recopilar información sobre quién pudo cometer el crimen; lo único que le importaba era que su escuela no saliera mal parada.

Unas muchachas nos esquivaron al pasar.

—¡Perdonen! —con voz aguda y sin aliento.

Un par de ellas volvió la vista para mirarnos, a uno de nosotros o a los dos, pero la mayoría se movía demasiado aprisa como para preocuparse de nuestra presencia. Abrían las taquillas a golpetazos. Incluso los pasillos eran bonitos, con techos altos y molduras de yeso y un tono verde pálido y cuadros en las paredes.

—Es aquí —dijo Conway, señalando la puerta con la cabeza—. Pon cara de cazador. —Y abrió la puerta de un empujón.

Una rubia con el pelo rizado que andaba revisando un archivo volvió la vista para mirarnos y accionó el botón de sonrisa de oreja a oreja al vernos, pero Conway se limitó a decir: «¡Hola!», y continuó caminando, la dejó atrás y atravesó la puerta interior. La cerró a nuestra espalda.

Allí dentro reinaba el silencio. Cubría el piso una alfombra gruesa. La estancia se había decorado con tiempo y dinero a espuertas para que pareciera el despacho de toda la vida de alguien: un escritorio antiguo con piel verde en el tablero, estanterías llenas por todas partes, un lienzo al óleo de una monja con un marco ornamentado que no era un lienzo al óleo. Solo la silla ejecutiva de diseño y el elegante ordenador portátil anunciaban a gritos que se trataba de un despacho.

La mujer que había sentada tras el escritorio dejó su bolígrafo sobre la mesa y se puso en pie.

—Detective Conway —dijo—. La estábamos esperando.

—No se le escapa nada, ¿eh? —observó Conway, dándose unos golpecitos en la sien. Agarró dos sillas de respaldo recto que había apoyadas contra la pared, las colocó frente al escritorio y se sentó—. Me alegra estar de vuelta.

La mujer pasó el comentario por alto.

—¿Y este es...?

—El detective Stephen Moran —me presenté.

—Ah —dijo la mujer—. Creo que ha hablado usted con la secretaria de la escuela esta mañana.

—Así es.

—Gracias por mantenernos informados. Yo soy la señorita Eileen McKenna, la directora de la escuela.

No me tendió la mano, así que yo tampoco se la tendí a ella.

—En ocasiones nos gusta contar con una mirada fresca —explicó Conway. Su acento se había vuelto más áspero.

—Ah. ¿Un especialista? —preguntó la señorita McKenna arqueando las cejas, pero al ver que nadie le respondía, no insistió. Volvió a tomar asiento. Yo me senté después. Enlazó las manos sobre el cuero verde—. ¿En qué puedo ayudarlos?

La señorita Eileen McKenna era una mujer corpulenta. No gorda, sino corpulenta, con esa solidez que adoptan las mujeres cincuentonas tras varios años de llevar la batuta: gran pechera, carnes prietas y bien sujetas, lista para navegar a través de cualquier tormenta sin mojarse. La imaginaba en el pasillo durante la hora del recreo, me figuraba a las niñas escabulléndose de ella incluso antes de saber que se acercaba. Mentón prominente, cejas pobladas. Cabello de hierro y gafas de acero. No sé mucho de moda femenina, pero sí detecto la calidad y el tweed verde de su ropa era bueno; las perlas tampoco parecían de bisutería.

—¿Cómo va la escuela? —inquirió Conway.

Se recostó en la silla, con las piernas abiertas y los codos también abiertos, intentando ocupar el máximo espacio posible en aquel despacho. Quisquillosa como ella sola. Había sucedido algo entre ambas, o quizá fuera asunto de mera química.

—Muy bien. Gracias.

—¿Sí? ¿En serio? Porque recuerdo que me dijo que este lugar estaba a punto de irse a... —Un movimiento de vuelo en picado con la mano y un largo silbido—. Que todos estos años de tradición y todas esas patrañas iban a irse a pique si los plebeyos insistíamos en hacer nuestro trabajo. Y yo que me sentía culpable... Me alegra saber que al final ha ido viento en popa.

La señorita McKenna dijo, dirigiéndose a mí y dejando a Conway al margen de la conversación:

—Como estoy segura que podrá suponer, a la mayoría de los padres le inquietó la idea de dejar a sus hijas internas en una escuela donde se había cometido un asesinato. Y el hecho de que el asesino todavía ande suelto no mejoró precisamente las cosas.

Una sonrisa artera dirigida a Conway. La callada por repuesta.

—Y aunque resulte irónico, tampoco ayudó la presencia continuada de la policía por estos lares ni los interrogatorios constantes; es posible que el objetivo fuera transmitir la sensación de que la situación estaba bajo control, pero de hecho, lo que hicieron fue impedir que se restituyera la normalidad. La intrusión persistente de los medios de comunicación, que la policía estaba demasiado ocupada para refrenar, exacerbó el problema. Veintitrés matrimonios desapuntaron a sus hijas del colegio. Casi todos los demás amenazaron con hacer lo mismo, pero conseguí convencerlos de que no sería lo más conveniente para sus hijas.

No me cabía duda alguna de que había sido así. Aquella voz: como de una Margaret Thatcher irlandesa, devolviendo el mundo a su lugar a empellones sin discusión posible. Me hizo sentir como si tuviera que disculparme por algo, aunque no atinaba a determinar por qué. Se necesitaba a un padre con nervios de acero para contradecir aquella voz.

—Durante varios meses todo pendió de un hilo. Pero el San Kilda ha sobrevivido a más de un siglo de altibajos. Y también lo ha hecho en esta ocasión.

—Sensacional —apuntó Conway—. Y, mientras sobrevivía, ¿no ha sucedido nada que debiéramos saber?

—De haberlo hecho, habríamos contactado con ustedes de inmediato. Y al hilo de la cuestión, detective, me gustaría preguntarle lo mismo.

—¿Ah, sí? Y eso, ¿por qué?

—Porque doy por supuesto —respondió la señorita McKenna— que esta visita está relacionada con el hecho de que Holly Mackey abandonara la escuela sin permiso esta mañana para hablar con ustedes.

Se dirigía a mí.

—No podemos desvelar los detalles —respondí yo.

—Y no espero que lo hagan. Pero de la misma manera que ustedes tienen el derecho de conocer todos los datos que puedan resultar relevantes para su trabajo, motivo por el cual siempre los he autorizado a hablar con las alumnas, yo también tengo derecho, es más, tengo la obligación, de saber todo cuanto pueda ser crucial para desempeñar el mío.

Una amenaza calibrada.

—Y yo se lo agradezco mucho. Le aseguro que en cuanto tengamos algún dato relevante se lo comunicaremos.

Un destello en sus gafas.

—Con el debido respeto, detective, me temo que tendré que ser yo quien juzgue qué es y qué no es relevante. Es imposible que ustedes tomen esta decisión en el nombre de una escuela y de una muchacha sobre las cuales apenas saben nada.

De nuevo aquella vibración que me decía que me estaban poniendo a prueba me taladraba, esta vez por ambas partes. La señorita McKenna se inclinó hacia delante para comprobar si era posible azuzarme; mientras tanto, Conway me observaba y me dejaba solo ante el peligro, con el fin de verificar exactamente lo mismo.

—No es la respuesta idónea, desde luego —convine yo—. Pero es todo lo que podemos hacer por el momento.

La señorita McKenna me sostuvo la mirada un rato más. Cuando por fin entendió que no tenía sentido presionarme, sonrió.

—Entonces tendremos que confiar en lo mejor que puedan hacer ustedes.

Conway se reacomodó en su silla.

—¿Por qué no nos explica qué es El lugar de los secretos?

En el exterior, la campana volvió a sonar. Se oyeron gritos vagos, pies corriendo de acá para allá, puertas de aulas cerrándose y, luego, el silencio.

El recelo parecía haberse encrespado como volutas de humo en los ojos de la señorita McKenna, pero su rostro permaneció impasible.

—El lugar de los secretos es un tablón de anuncios —respondió. Se tomó unos minutos para elegir bien las palabras—. Lo instalamos en diciembre, si no me equivoco. Las alumnas cuelgan en él tarjetas, en las cuales utilizan imágenes y pies de foto para transmitir sus mensajes de manera anónima. Muchas de las tarjetas son muy creativas. De esta forma, facilitamos a las alumnas un lugar donde poder expresar emociones que, de otro modo, no serían fáciles de manifestar.

—Un lugar donde pueden rajar de cualquiera que no les caiga bien —apuntó Conway—, sin preocuparse de tener que afrontar una bronca por meterse con esa persona. Y también pueden difundir cualquier rumor que les plazca sin que sea posible detectar el origen. Quizá soy demasiado lerda y no acabo de entenderlo bien, o quizás es que las jovencitas que estudian aquí jamás harían algo tan normal, pero a mí me parece una de las peores ideas que he oído en mucho tiempo. —Sonrisa de piraña—. Espero que no se ofenda.

La señorita McKenna contestó:

—Consideramos que era un mal menor. El pasado otoño, un grupo de alumnas creó una página web que desempeñaba la misma función. Y, en efecto, el tipo de comportamiento que usted ha descrito abundaba. Tenemos a una alumna cuyo padre se suicidó hace unos años. Fue su madre quien nos habló de la página. Alguien había publicado en ella una fotografía de la muchacha en cuestión bajo la cual podía leerse: «Si mi hija fuera así de fea, yo también me suicidaría».

Conway posó su mirada en mí: «Cuchillas de afeitar ocultas en el cabello. ¿Aún te sigue pareciendo tan bonito?».

Tenía razón. Me sorprendió más de lo previsto, me dejó tan noqueado como si me estuvieran clavando una astilla bajo la uña. Aquello no había venido del exterior, como Chris Harper. Se había incubado dentro de aquellas paredes.

—Como es comprensible —añadió la señorita McKenna—, tanto la madre como la hija estaban muy disgustadas.

—¿Y qué? —dijo Conway—. Haber bloqueado la web.

—¿Y la nueva que hubiera aparecido veinticuatro horas después, y la siguiente, y la siguiente a la siguiente? Las chicas necesitan una válvula de escape, detective Conway. ¿Recuerda que una semana o poco más después del incidente —una pequeña risotada de Conway: incidente— un grupo de estudiantes afirmó haber visto el fantasma de Christopher Harper?

—En los aseos femeninos —comentó Conway volviendo la cabeza en dirección a mí—. Tiene sentido; es el primer lugar que un chaval visitaría si fuera invisible, ¿no cree? Una docena de muchachas desgañitándose hasta perder el aliento, agarradas las unas a las otras, temblando. Casi tuve que abofetearlas para que me dijeran qué estaba sucediendo. Querían que entrara con mi arma y le disparara. ¿Cuánto costó serenarlas, en total? ¿Unas horas?

—Después de aquello —continuó la señorita McKenna, dirigiéndose de nuevo a mí—, por supuesto que podríamos haber prohibido mencionar a Christopher Harper. Y el fantasma habría reaparecido cada pocos días, posiblemente durante meses. En su lugar, organizamos varias sesiones de terapia de grupo para todas las alumnas, poniendo énfasis en técnicas para sobrellevar el dolor por una pérdida. Además, colocamos una fotografía de Christopher Harper en una mesilla fuera de la sala de reuniones, donde las estudiantes pudieran rezar una oración o dejar una flor o una tarjeta de recordatorio. Un lugar donde se les permitiera expresar su duelo de una manera apropiada y controlada.

—La mayoría de ellas ni siquiera lo conocía en persona —me aclaró Conway—. No tenían que expresar ningún duelo. Simplemente querían disponer de una excusa para comportarse como unas desequilibradas. Se merecían una patada en el culo, no una palmadita en la espalda y un «pobrecillas».

—Es posible —convino la señorita McKenna—. Pero el fantasma no volvió a aparecer.

Sonrió complacida consigo misma. Todo encaminado de nuevo, ordenadito y bajo control.

No era tonta. A tenor de lo que había explicado Conway, yo había esperado encontrarme con una mujer estirada y medio boba, teñida de rubio, de cierta edad, famélica hasta vestir una talla cero y cosida a una sonrisa congelada, una mujer que regentara la escuela a base de bravatas y contactos con los maridos. Pero aquella mujer no tenía ni un pelo de tonta.

—Por eso decidimos aplicar el mismo criterio con el tablón de anuncios —prosiguió la directora—. Desviamos el impulso hacia una válvula de escape controlable y controlada y, una vez más, los resultados han sido altamente satisfactorios.

No se había movido desde que se había sentado. La espalda erguida, las manos unidas. Impresionante.

Controlada —repitió Conway. Volteó en el aire una pluma que había sobre el escritorio, una Montblanc negra y dorada, y empezó a juguetear con ella—. ¿En qué sentido?

—Evidentemente, el tablón está sujeto a supervisión. Comprobamos que no se cuelgue en él material inapropiado antes de la primera clase, durante el recreo, a la hora de comer y, de nuevo, cuando concluyen las clases del día.

—¿Y alguna vez han encontrado material inapropiado?

—Por supuesto. No a menudo, pero sí esporádicamente.

—¿Como qué?

—Normalmente alguna variante de «Odio a Fulanita o Menganita», refiriéndose a otra alumna o a una maestra. Existe una regla que impide utilizar nombres o identificar a la otra persona, pero por descontado las reglas se quebrantan. Por lo general, de modo inofensivo, como por ejemplo dando el nombre del chico que la alumna que escribe encuentra atractivo o declarando una amistad eterna, pero también en algunas ocasiones de forma más cruel. Y, al menos en un caso, con el fin de ayudar, en lugar de hacer daño. Hace unos meses encontramos una tarjeta con la fotografía de un moratón y el siguiente pie de foto: «Creo que el padre de Fulanita de Tal le pega». Como es lógico, retiramos la tarjeta de inmediato, pero tratamos el tema con la muchacha implicada, con discreción, por supuesto.

—Por supuesto —repitió Conway. Lanzó la pluma haciéndola girar en el aire y la atrapó con facilidad—. Con discreción.

—¿Por qué instalar un tablón físico? —quise saber yo—. ¿Por qué no crear una web oficial del colegio, con una profesora en calidad de moderadora? De esa manera nunca se publicaría nada que pudiera herir los sentimientos de nadie. Es más seguro.

La señorita McKenna me inspeccionó, anotando mentalmente todos los detalles —buen abrigo, pero con un par de años de antigüedad, buen corte de pelo, pero una o dos semanas más largo de lo debido—, y preguntándose qué tipo de especialista era yo exactamente. Separó y volvió a juntar las manos. No recelaba de mí, no llegaba tan lejos, pero se andaba con tiento.

—Sopesamos esa posibilidad, sí. Varios maestros se inclinaban por ella, justo por el motivo que ha mencionado usted. Yo, en cambio, estaba en contra. En parte porque habría excluido a nuestras internas, que no disfrutan de acceso a Internet sin supervisión, pero primordialmente porque las jóvenes se deslizan entre estos mundos virtuales con mucha facilidad, detective. Pierden de vista la realidad. No creo que haya que alentarlas a utilizar la red más de lo necesario, y mucho menos convertirlo en el foco de sus secretos más intensos. Soy de la opinión de que deben mantenerse firmemente ancladas en el mundo real en la medida de lo posible.

Conway tenía la ceja arqueada: «¿Esto es el mundo real?».

La señorita McKenna la ignoró. Aquella sonrisa de nuevo. De satisfacción.

—Y tenía razón. No ha habido más páginas web. A decir verdad, las alumnas disfrutan de las complicaciones del proceso que tiene lugar en el mundo real: la necesidad de esperar un momento en el que nadie las vea colgar la tarjeta y de encontrar una excusa para visitar la tercera planta sin que nadie se dé cuenta. A las chicas les gusta revelar sus secretos, pero también les gusta ser reservadas. El tablón les proporciona un equilibrio perfecto entre ambas necesidades.

—¿Alguna vez ha intentado averiguar quién ha colgado una tarjeta? —pregunté yo—. Por ejemplo, si alguien confesara: «Tomo drogas», seguramente querrían ustedes averiguar quién lo ha escrito. ¿Qué estrategia adoptarían en tal caso? ¿Hay algún circuito cerrado de cámaras de vídeo, un CCTV, enfocado al tablón o algo por el estilo?

—¿Un CCTV? —Lo pronunció como si fuera una palabra extranjera, no sé si por diversión, en serio o fingiendo—. Esto es una escuela, detective, no una cárcel. Y las alumnas no suelen ser heroinómanas.

—¿Cuántas alumnas hay en el colegio? —quise saber.

—Casi doscientas cincuenta. Desde primer año hasta sexto, dos clases por curso, aproximadamente veinte alumnas por clase.

—El tablón lleva colgado unos cinco meses. Estadísticamente, durante ese tiempo, a unas cuantas de esas doscientas cincuenta niñas les ha sucedido algo en la vida que a ustedes les gustaría saber. Malos tratos, drogadicción, desórdenes alimenticios, depresión... —Tales palabras salieron de mi boca con extrañeza. Sabía que tenía razón, pero en aquella estancia sonaron como un escupitajo en la alfombra—. Y, como usted misma ha comentado, a las alumnas les gusta revelar sus secretos. ¿Me está diciendo que nunca ha encontrado nada más grave que un «la clase de francés es un plomazo»?

La señorita McKenna bajó la mirada hacia las manos, ocultándose tras sus párpados. Reflexionaba.

—Si es preciso identificar a la autora de una nota —contestó—, hemos averiguado cómo hacerlo. Una de las tarjetas mostraba un dibujo a lápiz del estómago de una niña. Habían cortado el dibujo en varios puntos con una cuchilla afilada. El pie de foto decía: «Ojalá pudiera arrancármelo de verdad». Obviamente, era preciso identificar a esa estudiante. La profesora de Arte nos facilitó algunas sugerencias en función del estilo del dibujo, otros maestros hicieron lo propio basándose en la letra manuscrita del pie de foto y, en menos de un día, sabíamos de quién se trataba.

—¿Y se estaba cortando? —preguntó Conway.

De nuevo aquellos párpados pesados cerrándose, confirmando las sospechas.

—Ya hemos resuelto la situación.

En nuestra tarjeta no había ningún dibujo, ni texto manuscrito. La muchacha de la cartulina con cortes quería que la encontraran. En cambio, la autora de la nuestra no, o no quería ponérnoslo fácil.

La señorita McKenna nos dijo, esta vez dirigiéndose a los dos:

—Creo que eso deja claro que el tablón es un motor positivo, no negativo. Incluso las tarjetas del estilo «Odio a Fulanita o a Menganita» resultan útiles al identificar a las alumnas que necesitamos observar para detectar señales de acoso, en una dirección u otra. Es nuestra ventana al mundo privado de las estudiantes, detectives. Si saben ustedes algo de muchachas adolescentes, entonces entenderán cuán valioso nos resulta.

—Suena a mortal de necesidad —replicó Conway. Volvió a cerrar la pluma y la hizo girar en el aire—. ¿Y comprobaron ese tablón tan valioso ayer por la tarde, después de que acabara la escuela?

—Cada día después de las clases. Ya se lo he dicho.

—¿Quién lo comprobó ayer?

—Tendrá que preguntárselo a los profesores. Lo deciden entre ellos.

—Lo haremos. ¿Saben las alumnas cuándo se comprueba?

—Estoy segura de que saben que se supervisa. Ven a los maestros mirándolo; no intentamos ocultarlo. Sin embargo, si lo que pregunta es si saben a qué horas exactas lo revisamos, le diré que eso no lo hemos hecho público.

Lo cual significaba que nuestra chica no tenía manera de saber que podíamos afinar nuestra búsqueda. Seguramente pensara que podía desvanecerse en el cauce de rostros luminosos que avanzaban dando trompicones por el pasillo.

—¿Permaneció alguna de las alumnas en el edificio principal de la escuela una vez concluidas las clases? —quiso saber Conway.

Silencio de nuevo. Y luego:

—Como posiblemente sepan, el año de transición,4 en cuarto curso, implica grandes cantidades de ejercicios prácticos: proyectos en grupo, experimentos, etc. Con frecuencia, los deberes de las alumnas de cuarto las obligan a acceder a recursos de la escuela, al aula de Arte y a los ordenadores.

—Con lo cual quiere decir que ayer por la tarde había en la escuela alumnas de cuarto curso. Nombres y horarios —dijo Conway.

Mirada fulminante de la directora. Y de nuevo, mirada fulminante de parte de la policía.

La señorita McKenna atajó:

—No quiero decir tal cosa. No está en mi conocimiento quién se hallaba en el edificio principal ayer. La matrona, la señorita Arnold, tiene la llave de la puerta que conecta la escuela con el ala de las internas y anota el nombre de todas las alumnas a quienes se les concede permiso para entrar en el edificio principal a deshoras; tendrán que preguntárselo a ella. Lo único que he dicho es que yo esperaría que hubiera como mínimo cuatro alumnas de cuarto curso cualquier tarde en la escuela. Entiendo que sienta usted la necesidad de hallar significados siniestros por todas partes, pero créame, detective Conway, no encontrará nada siniestro en el proyecto de Estudios de Medios de Comunicación de una pobre muchacha.

—Eso es precisamente lo que hemos venido a averiguar —respondió Conway. Se desperezó, sin remilgos, arqueando la espalda, levantando los brazos por encima de la cabeza y abriéndolos en cruz—. Con eso bastará por ahora. Necesitaremos un listado de las alumnas que accedieron ayer al edificio en horas extraescolares. Y rápido. Entre tanto, vamos a echar una vistazo a ese tablón tan valioso.

Dejó la pluma de nuevo en el escritorio con un movimiento ligero de la muñeca, como si lanzara una piedra a un río rozando el agua. Rodó por la piel verde y se detuvo a dos centímetros de las manos entrelazadas de la señorita McKenna. La señorita McKenna no se inmutó.

En la escuela reinaba el silencio, esa clase de silencio compuesto por un centenar de zumbidos distintos. En algún lugar, unas alumnas cantaban un madrigal; eran solo fragmentos, recorridos por dulces armonías en tonos agudos, interrumpidos y retomados cada par de pentagramas, cuando la maestra hacía alguna corrección. Prado verde y florido, fuentes claras, alegres arboledas y sombrías...

Conway sabía adónde nos dirigíamos. Planta superior, pasillo, puertas cerradas de aulas («Si x es igual a y, entonces...», «Et si nous n’étions pas allés...»). Ventana abierta al final del pasillo, brisa cálida y el olor a hierba colándose por ella.

—Aquí está —anunció Conway, al tiempo que giraba para internarse en un hueco.

El tablón debía de medir unos dos metros de ancho por metro de alto y parecía saltar de aquel nicho gritándote a la cara. Era como una cabeza perturbada, como la inmensa y chiflada mente de alguien disparando bolas de todos los colores en una máquina pinball a máxima velocidad, sin botón de pausa. Estaba lleno a reventar, hasta el último centímetro: fotografías, dibujos, pinturas superpuestos unos a otros, peleando por un poco de espacio. Rostros tachados con rotulador negro. Palabras por todas partes, garabateadas, impresas, recortadas.

Conway emitió un sonido, una respiración fuerte por la nariz que podría haber sido una risotada o un ruido de pura conmoción.

En la parte superior, escrito a lo ancho, con grandes letras negras y florituras de libro de fantasía, podía leerse: «EL LUGAR DE LOS SECRETOS».

Debajo, en letras más pequeñas, estas sin adornos: «Bienvenidas a El lugar de los secretos. Recordad que el respeto al prójimo es un valor fundamental en esta escuela. No modifiquéis ni retiréis las tarjetas de otras personas. Se descolgarán todas las tarjetas que identifiquen personalmente a alguien, así como las que resulten ofensivas u obscenas. Si a alguna de vosotras le inquieta el contenido de una tarjeta, hablad con vuestra profesora».

Tuve que cerrar los ojos un instante antes de poder empezar a separar con la mirada aquel frenesí de tarjetas personales. Un labrador negro: «Ojalá se muera el perro de mi hermano para que a mí me compren un gatito». Dedo índice: «¡DEJAD DE HURGAROS EN LA NARIZ CON LOS DEDOS CUANDO APAGÁIS LAS LUCES! ¡OS OIGO!». Un envoltorio de un cornete pegado con celo: «Con esto supe que te quería... y me da tanto miedo que tú también lo sepas». Una maraña de ecuaciones de álgebra, recortadas y pegadas unas sobre otras: «Mi amiga me deja que las copie porque nunca voy a entenderlas». Un dibujo de un bebé con chupete hecho con lápices de colores: «Todo el mundo culpó a su hermano, pero fui yo quien enseñó a mi primito a decir: ¡J***r!».

Conway dijo:

—«La tarjeta estaba enganchada sobre una compuesta por media postal de Florida en la parte de arriba y media postal de Galway en la de abajo. Dice: “Le digo a todo el mundo que este es mi lugar preferido porque es guay [...] Pero este es mi lugar favorito porque nadie aquí sabe que se supone que he de ser guay”. A mí también me gusta Galway, así que a veces miro esa postal cuando paso por delante del tablón. Por eso vi la fotografía de Chris».

Tardé un segundo en darme cuenta. Era la declaración de Holly: palabra por palabra, al menos según lo que yo acertaba a recordar. Conway detectó mi mirada de asombro y me miró con sarcasmo.

—¿Qué pasa? ¿Pensabas que era tonta?

—No, pero tampoco sabía que tuvieras tanta memoria.

—Pues mira y aprende.

Se apartó un poco del tablón y siguió escaneándolo. Una boca de labios gruesos pintados de rojo, con la dentadura a la vista: «Mi madre me odia porque cree que estoy gorda». Un cielo azul crepuscular, onduladas montañas verdes, una ventana iluminada con luz dorada: «Quiero volver a casa. Quiero volver a casa. Quiero volver a casa». En la planta inferior, el mismo verso delicado del madrigal, una y otra vez.

—Aquí está —dijo Conway. Apartó una fotografía de un hombre limpiando una gaviota manchada de petróleo: «¡Podéis insistir en que sea abogada, pero yo me voy a dedicar a ESTO!», y señaló una tarjeta: mitad Florida, mitad Galway. Estaba en la parte izquierda del tablón, cerca del borde inferior.

Conway se inclinó para acercarse.

—Tiene un agujerito —dijo—. Parece que tu amiguita no se lo ha inventado todo.

De haberlo hecho, no habría pasado por alto el agujero de la chincheta, Holly no.

—Eso parece, sí.

No tenía sentido llevársela para buscar huellas dactilares; no iba a demostrar nada. Conway añadió, volviendo a citar:

—«Ayer tarde no miré la postal de Galway mientras estábamos en el aula de Arte. No recuerdo cuándo fue la última vez que lo hice. Quizá la semana pasada».

—Si los maestros encargados de supervisar el tablón hicieron su trabajo, nuestras opciones se reducen a quien permaneciera en el edificio después de las clases. De otro modo...

—De otro modo, en un batiburrillo como este, una tarjeta podría haber pasado desapercibida durante días. No habría manera de acotar la búsqueda. —Conway dejó que la gaviota regresara a su sitio y retrocedió unos pasos para hacerse una imagen global del tablón de nuevo—. Tu amiguita, la señorita McKenna, puede ladrar tanto como quiera sobre válvulas de escape, pero en mi opinión esto es una idea enfermiza.

Era difícil rebatírselo.

—Vamos a tener que comprobarlas todas —apunté yo.

La vi reflexionar sobre ello: se iba a desembarazar de mí encargándome realizar todo el trabajo sucio e iba a quedarse con la parte buena. Al fin y al cabo, ella era la jefa.

—El modo más rápido de hacerlo es quitarlas todas e irlas revisando una a una. Así no nos saltaremos ninguna.

—Pero nunca conseguiremos volver a colocarlas en su sitio. ¿No te importa que las alumnas sepan que las hemos revisado?

—¡Me cago en la hostia! —exclamó Conway—. Ya estamos otra vez con la patraña de caminar sobre cáscaras de huevo, con cuidado de no estropear nada... Este caso siempre ha sido igual. Será mejor que las dejemos donde están. Tú empieza por aquel lado y yo empezaré por este.

Tardamos una buena media hora. No hablamos (si perdíamos de vista el lugar que ocupaba la tarjeta en aquel torbellino, podíamos llevarnos un buen sopapo), pero de todos modos trabajamos bien juntos. Eso es algo que se sabe. Los ritmos encajan y la otra persona no empieza a darte la murga por el simple hecho de existir. Yo estaba dispuesto a encargarme por entero del trabajo para asegurar que todo fuera como la seda (me veía de vuelta en Casos Abiertos si retrasaba a Conway o le resollaba en el oído), pero no hubo necesidad. Fue fácil; no requirió grandes esfuerzos. Otra punzada de aquella sensación optimista que había tenido en las escaleras: es tu día, estás de suerte, aprovéchalo si puedes.

Para cuando estábamos a punto de acabar, aquella sensación se había evaporado. Tenía mal sabor de boca y el estómago revuelto, como si hubiera tomado sidra caducada, con gas, fuerte y mala. No por haber encontrado demasiadas cosas aberrantes en aquel tablón, pues no era así; tanto Conway como McKenna tenían razón, cada una a su manera; nos hallábamos muy lejos de mi vieja escuela. Alguien había robado algo en una tienda (una caja de una máscara de pestañas: «He robado esto. ¡Lo siento!»); una alumna estaba muy enfadada con otra (una foto de un paquete de laxantes: «Ojalá pudiera meterte esto en la manzanilla»), pero nada peor que eso. De hecho, muchas de aquellas tarjetas contenían un mensaje dulce. Un niñito sonriendo mientras estrujaba un osito de peluche hecho trizas: «Echo de menos a mi osito. Pero esta sonrisa vale la pena». Seis tiras de cinta de distintos colores atadas en un nudo prieto y las puntas de cada una pegadas a la tarjeta con cera marcada con el pulgar: «Amigas para siempre». Algunas eran muy creativas, puro arte, incluso mejor del que suele verse en algunas galerías. Había una tarjeta recortada con la forma de un marco de ventana llena de copos de nieve: delicada como el encaje, debía de haber llevado horas componerla; fragmentos del rostro de una niña aparecían tras el marco, con demasiados copos de nieve por delante para reconocerla, gritando. Y unas letras diminutas recortadas en el borde: «Todos pensáis que me veis entera».

Eso era precisamente lo que me estaba dando aquel regusto a sidra pasada. Aquel soplo de aire dorado lo bastante transparente como para bebérselo, aquellos rostros transparentes, aquel parloteo alegre: me gustaba mucho. Me encantaba. Y, por debajo, bien oculto: esto otro. No se trataba de un caso aislado de algo torcido o de una excepción, ni tan solo de un puñado. Todos los mensajes lo eran.

Me pregunté, esperanzado, si no serían más que chorradas. Las chicas se aburrían y mataban el tiempo de esta forma. Luego pensé que quizás eso fuera igual de malo. Después, me dije: no.

—¿Cuántos mensajes crees que son verdad?

Conway me miró fijamente. Habíamos trabajado juntos, cada uno desde su lado; de haber llevado perfume, me habría llegado su olor. Lo único que había olido era jabón sin perfume.

—Unos cuantos. La mayoría, quizá. ¿Por qué?

—Dijiste que son todas unas mentirosas.

—Y lo son. Pero mienten para escabullirse de los problemas o llamar la atención, o incluso para parecer más interesantes de lo que son. En cambio, en chorradas como estas, el porcentaje de mentira es muy bajo. No tiene sentido mentir si nadie sabe quién eres.

—Sin embargo, de todos modos, crees que son chorradas.

—Por supuesto que sí.

Levantó con una uña una foto del protagonista de la saga Crepúsculo. El pie de foto decía: «Lo conocí durante las vacaciones y nos besamos. Fue maravilloso. Volveremos a encontrarnos el verano que viene».

—¿Qué porcentaje de mentira crees que hay ahí? —pregunté yo.

—Esa de ahí, yo diría que lanza pistas a sus compañeras cada vez que pasan por delante del tablón; de ese modo, están convencidas de que se trata de ella, pero se evita tener que contar una historia que es mentira de viva voz, para que no puedan llamarla embustera. Las otras... —Conway deslizó los ojos por el tablón y añadió—: Si a alguien le gustara causar problemas, algunas de estas tarjetas serían un buen caldo de cultivo.

Habían pulido por fin el madrigal, que ahora sonaba fluido, entero y perfecto. Pan divino gracioso, sacrosanto manjar que da sustento al alma mía...

—¿Incluso habiendo supervisión?

—Incluso así. Los maestros pueden observar cuanto quieran, pero no saben qué buscar. Las chicas son inteligentes: si quieren generar un problema, encontrarán modos de hacerlo que los adultos sean incapaces de detectar. Una amiga te cuenta un secreto y tú vas y lo cuelgas aquí. No te cae bien alguien, te inventas algo y lo cuelgas aquí como si fueras ella. ¿Ves esto? —Conway dio unos golpecitos sobre una boca con los labios pintados—. Una fotografía rápida de la foto de mamá que una alumna tiene colocada sobre la taquilla que hay junto a su cama y ya lo tienes: puedes decirle que su madre piensa que es una cerda y la odia por ello. Y puntuación extra si alguien reconoce la foto y cree que la alumna se está confesando.

—Qué agradable —comenté yo.

—Te lo advertí.

Dichoso fue aquel día, punto y hora, que tales dos especies Cristo mora...

—Y nuestra tarjeta —quise saber yo—. ¿Qué posibilidades existen de que contenga algo de verdad?

Me lo había preguntado desde el principio. No quería formularlo, no quería pensar en que todo aquello pudiera finalizar en un par de horas, con una cría llorando y expulsada, y yo regresando a Casos Abiertos con una colleja en la nuca.

—Un cincuenta por ciento —respondió Conway—. Quizá. Si alguien quisiera crear problemas, lo habría conseguido. Pero de momento, lo trataremos solo como un rumor. Ya casi has acabado, ¿verdad? Dentro de un momento volverá a sonar ese maldito timbre y nos van a arrollar.

—Sí —dije yo. Quería moverme. Me dolían los pies de estar quieto—. Ya he terminado.

Nos quedamos dos tarjetas. La fotografía de la mano de una chica bajo el agua, pálida y desdibujada: «Sé lo que hiciste». Y una fotografía de un calvero bajo un ciprés, con un bolígrafo BIC clavado en el suelo para marcar un punto concreto, sin pie de foto.

Conway las metió en los sobres de pruebas que sacó de su maletín y las guardó.

—Vayamos a hablar con quienquiera que sea el responsable que supervisó el tablón ayer. Luego conseguiremos el listado de las alumnas que estaban aquí y mantendremos una charla con ellas. Y será mejor que ese listado esté a punto... o se va a organizar una buena.

Cuando dimos media vuelta para marcharnos, después de haber pasado tanto rato en aquel angosto recoveco, el pasillo parecía medir un kilómetro de largo. Bajo el zumbido de las aulas y los trinos del lalalá, me pareció escuchar al tablón hablándonos desde atrás, bullendo.

El lugar de los secretos

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