Читать книгу El lugar de los secretos - Тана Френч - Страница 6

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Fue ella quien vino a buscarme. La mayoría de las personas mantienen las distancias. Un murmullo disperso en un número de colaboración ciudadana: «En 1995 vi...», un mensaje anónimo, y un «clic» como respuesta si uno pregunta. Una carta impresa y enviada desde una población distinta a la que figura en la carta, con el papel y el sobre impolutos. Si queremos dar con esas personas, tenemos que salir de caza. Pero ella, fue ella quien vino a mí.

No la reconocí. Había llegado a lo alto de las escaleras y me dirigía a la sala de la brigada a toda prisa. Era una mañana de mayo, pero parecía estival, con un sol glorioso que se filtraba a través de las ventanas de la recepción e iluminaba las desconchadas paredes de yeso de la sala. Se me había metido una canción en la cabeza e iba tarareándola.

La vi, por supuesto que la vi. En el sofá de piel cuarteada que había en la esquina, con los brazos y las piernas cruzados, balanceándose a la altura del tobillo. Una larga cola de caballo de color rubio platino; un inmaculado uniforme escolar: falda plisada verde y azul marino y chaqueta azul marino. «Será la hija de alguien —pensé— que espera a su padre para que la lleve al dentista. Quizá sea la hija del superintendente. En cualquier caso, es hija de alguien que cobra más dinero que yo». Y no solo por el escudo de la chaqueta, sino por cómo estaba encorvada, con elegancia, con la barbilla alzada como si aquel lugar fuera suyo y toda la burocracia le importara un pimiento. Cuando pasé por delante de ella, la saludé con la cabeza —por si era la hija de algún jefe— y me dirigí hacia la puerta de la sala de la brigada.

No sé si me reconoció. Quizá no. Habían transcurrido seis años y entonces ella era solo una niña. De mí solo quedaba mi cabello pelirrojo. Debía de haberse olvidado de mí. O quizá sí me reconoció y se mantuvo impasible por algún motivo.

Dejó que la recepcionista la anunciara:

—Detective Moran, hay alguien que pregunta por usted —dijo mientras señalaba con el bolígrafo hacia el sofá—. La señorita Holly Mackey.

El sol inundó mi rostro al girar sobre mis talones y me di cuenta entonces: ¡claro! Debería haber reconocido aquellos ojos. Grandes, de un azul luminoso, y también aquel arco delicado de los párpados: un aire gatuno, una muchacha pálida como una joya en una pintura antigua, un secreto.

—Holly —la saludé al tiempo que le tendía la mano—. ¡Hola! Ha pasado mucho tiempo.

Tardó un segundo en pestañear, mientras lo asimilaba todo sobre mí sin darme nada a cambio. Luego se puso en pie. Seguía encajando la mano como una niñita, retirándola demasiado pronto.

—Hola, Stephen —respondió.

Tenía una voz bonita. Clara y relajada, no un chillido de dibujos animados. Su acento: de clase alta, pero no el típico acento pijo afectado. Su padre no le habría permitido que lo tuviera. Le habría arrancado el uniforme y la habría metido a estudiar en un colegio público si hubiera hablado así en casa.

—¿En qué puedo ayudarte?

Bajó la voz:

—Tengo algo para ti.

Me sentí perdido. Eran las nueve y diez de la mañana y Holly llevaba puesto el uniforme, lo cual significaba que estaba saltándose las clases en una escuela donde seguramente su ausencia no pasaría desapercibida. No venía a traer ninguna carta de agradecimiento llegada con años de retraso.

—¿Ah, sí?

—Bueno, aquí no.

La mirada de soslayo que le lanzó a nuestra recepcionista delataba que buscaba intimidad. Tenía que andarme con cuidado: era una adolescente. Y en este caso todavía más porque era la hija de un detective. Pero ella era Holly Mackey: si metieras a alguien que ella no quisiera, podía amargarte el día.

—Busquemos un sitio donde podamos hablar —propuse.

Yo trabajaba en el Departamento de Casos Abiertos. Cuando vienen a vernos testigos, les gusta creer que su testimonio no cuenta demasiado, que en realidad no se trata de una investigación de homicidios, o al menos no de una de verdad, con esposas y armas de fuego, nada que vaya a ponerte la vida patas arriba como un torbellino. Prefieren algo pasado y atenuado por el tiempo, con los bordes desgastados y difusos. Nosotros les seguimos el juego. Nuestra sala de interrogatorios principal tiene el aspecto de una agradable sala de espera de dentista. Los sofás son blanditos, hay persianas venecianas y una mesa de centro de vidrio con revistas con las esquinas dobladas. El café y el té son bastante malos. No hay necesidad de advertir la presencia de una videocámara en una esquina ni el vidrio de visión unilateral que hay detrás de una de esas persianas. No dices nada si tú no quieres y ellos tampoco. «No va a notar ningún dolor, señor, en cinco minutos le dejaremos irse a casa».

Llevé a Holly allí. Cualquier otro crío se habría estado retorciendo durante todo el camino, moviendo la cabeza de un lado a otro, pero nada de aquello era nuevo para Holly. Recorrió el pasillo como si fuera el de su casa.

La observé durante todo el camino. Estaba convirtiéndose en toda una mujercita. Altura media o quizás algo por debajo de la media. Delgada, muy delgada, pero con una delgadez natural; no tenía el aspecto de una muerta de hambre. Quizás empezaban a dibujársele las curvas. No era ningún bombón, al menos no todavía, pero tampoco mostraba nada que fuera desagradable —ni granos, ni aparatos en los dientes, ni ningún rasgo que le resaltara en la cara por su fealdad— y aquellos ojos la diferenciaban de cualquier otra rubia y hacían que la miraras dos veces.

¿Le habría pegado su novio, quizá? ¿Le habría metido mano? ¿La habría violado? ¿Por qué Holly acudía a mí en lugar de a algún extraño del Departamento de Delitos Sexuales? «Tengo algo para ti». ¿Alguna prueba?

Cerró la puerta de la sala de interrogatorios a su espalda, con un simple giro de muñeca y un portazo. Echó un vistazo a su alrededor.

Encendí la cámara, apretando el interruptor como si tal cosa y dije:

—Siéntate.

Holly permaneció en pie. Pasó un dedo por las zonas desgastadas de la tapicería verde del sofá.

—Esta sala es más agradable que las que teníais antes.

—¿Qué tal te va?

Seguía mirando la estancia y no a mí.

—Bien. Normal.

—¿Te apetece una taza de té? ¿Café?

Negación con la cabeza.

Esperé.

—Te has hecho mayor. Antes parecías un estudiante —comentó Holly.

—Y tú parecías una niñita que traía su muñeca a los interrogatorios. Se llamaba Clara, ¿verdad? —Al oír el nombre volvió la vista hacia mí—. Yo diría que los dos nos hemos hecho mayores.

Sonrió por primera vez. El primer atisbo de aquella sonrisa, la que yo recordaba. Entonces tenía un aire triste, algo que siempre me había sorprendido. Aún lo tenía.

—Me alegro de verte —dijo.

Cuando Holly tenía nueve o diez años fue testigo en un caso de homicidio. Yo no me ocupaba de aquel caso, pero fue conmigo con quien quiso hablar. Fui yo quien le tomó declaración; yo quien la preparó para testificar en el juicio. No quería hacerlo, pero lo hizo. Tal vez su padre, el detective, la obligara a hacerlo. Tal vez. Pero ni siquiera cuando solo tenía nueve años me engañé pensando que le tenía tomada la medida.

—Yo también —contesté.

Una respiración rápida, un ligero encogimiento de hombros y un asentimiento para sí misma, como si una pieza acabara de encajar. Dejó la mochila de la escuela en el suelo. Se metió el pulgar bajo la solapa para mostrarme el escudo del colegio.

—Ahora voy al Kilda.

Me observó.

Limitarme a asentir habría parecido insolente. El San Kilda es la clase de colegio del que la gente como yo se supone que no ha oído hablar nunca. Y no lo conocería, de no haber sido por un adolescente fallecido.

Se trata de una escuela femenina de secundaria privada, situada en una zona residencial arbolada. De monjas. Hace un año, dos de las monjas salieron a dar un paseo a primera hora de la mañana y hallaron a un muchacho que yacía en un bosquecillo, en un recoveco de los terrenos de la escuela. Al principio pensaron que estaba dormido, quizá borracho. Revolucionadas, intentaron despertarlo para echarle una reprimenda y descubrir a qué virtuosa jovencita había estado corrompiendo. La voz de una de las monjas tronó:

—¡Jovencito!

Pero el muchacho no se movió.

Era Christopher Harper, tenía dieciséis años y estudiaba en la escuela de chicos que había una calle y dos altos muros más allá. En algún momento de la noche anterior alguien le había aplastado la cabeza.

Mano de obra suficiente para construir un edificio de oficinas, horas extra suficientes para pagar la hipoteca, papel suficiente para montar una presa en un río. Un bedel sospechoso, empleado de mantenimiento: descartado. Un compañero de clase que había tenido una pelea con la víctima: descartado. Extranjeros siniestros de la zona que empezaron a dar miedo a los lugareños: descartados.

Y luego nada. No hubo más sospechosos, ni ningún motivo que explicara qué hacía Christopher en los terrenos del San Kilda. Y luego menos horas extras, menos efectivos y más nada. No se puede decir en voz alta, no cuando la víctima es un chaval, pero el caso quedó archivado. Hoy por hoy, todo aquel papeleo se hallaba en el sótano del Departamento de Homicidios. Tarde o temprano, los medios de comunicación azuzarían a los mandamases y el caso volvería a llamar a nuestra puerta, destinado a entrar a la «taberna de la última oportunidad».

Holly se alisó la solapa.

—Sabes lo de Chris Harper, ¿verdad? —preguntó.

—Claro —contesté—. ¿Tú ya estudiabas en el San Kilda cuando sucedió?

—Sí. Estudio allí desde primer curso. Ya estoy en cuarto.

Y lo dejó ahí, obligándome a avanzar paso a paso. Una pregunta equivocada y ella se iría, me dejaría tirado en la cuneta: le parecería demasiado viejo, otro adulto inútil que no la entendía. La tanteé con cuidado.

—¿Eres interna?

—Sí, los dos últimos años sí. Pero solo de lunes a viernes. El fin de semana vuelvo a casa.

No recordaba la fecha.

—¿Estabas allí la noche de aquel suceso?

—La noche que asesinaron a Chris.

Un destello azul de fastidio. De tal palo, tal astilla, era hija de su padre: no tenía paciencia para andarse con rodeos o, por lo menos, no le gustaba que lo hicieran los demás.

—La noche del asesinato de Chris —repetí yo—. ¿Estabas allí?

—No estaba allí, desde luego. Pero sí estaba en la escuela.

—¿Viste algo? ¿Escuchaste algo?

Otra vez fastidio, esta vez con una chispa más intensa.

—Eso ya me lo preguntaron los detectives de Homicidios. Nos lo preguntaron a todos unas mil veces.

—Pero podrías haber recordado algo desde entonces —aventuré yo—. O podrías haber cambiado de opinión y querer explicar algo que entonces preferiste ocultar.

—No soy tonta. Sé cómo funciona todo esto, ¿recuerdas?

Ya estaba de pie, lista para dirigirse hacia la puerta.

Cambio de estrategia.

—¿Conocías a Chris?

Holly calló.

—De verlo por ahí. Nuestras escuelas organizan actividades juntas y acabamos conociéndonos todos. No éramos amigos íntimos ni nada de eso, pero mi pandilla había salido con la suya algunas veces.

—¿Cómo era?

Se encogió de hombros.

—Un chico.

—¿Te caía bien?

Otro encogimiento de hombros.

—Normal.

Conozco un poco al padre de Holly, Frank Mackey, trabaja en el Departamento de Agentes Secretos. Si le vas de cara, se agacha, te esquiva y se te acerca por el lado; y si le atacas por el lado, te embiste con la cabeza gacha.

—Has venido porque quieres que sepa algo. No voy a jugar a las adivinanzas contigo, Holly, porque no tengo posibilidad de ganar. Si no estás segura de querérmelo decir, entonces vete y piénsatelo bien. Si lo estás, suéltalo de una vez.

Aquel era más el estilo de Holly. Estuvo a punto de sonreír de nuevo; en lugar de hacerlo, asintió.

—Hay un tablón —dijo—. En la escuela. Un tablón de anuncios. Está en la planta superior, en la pared situada frente al aula de arte. Lo llamamos el Lugar de los Secretos. Si tienes un secreto, como por ejemplo, que odias a tus padres o que te gusta un chico o lo que sea, puedes escribirlo en una tarjeta y colgarlo ahí.

Carecía de sentido preguntar por qué alguien iba a querer hacer tal cosa. Adolescentes: es imposible entenderlas. Tengo hermanas. He aprendido a seguirles la corriente.

—Ayer por la tarde, mis amigas y yo estuvimos en el aula de arte... trabajando en un proyecto. Yo me olvidé el teléfono al salir, pero no me di cuenta hasta que apagaron las luces, por lo que ya no podía subir a buscarlo. Así que lo primero que he hecho es regresar esta mañana, antes de desayunar.

Me lo contaba de corrido, sin pestañear, sin un titubeo, como si lo hubiera ensayado. De haber sido otra muchacha, habría dicho que era mentira. Pero Holly tenía práctica y era hija de quien era; hasta donde yo sabía, su padre le tomaba declaración cada vez que llegaba tarde a casa.

—He echado un vistazo al tablón al pasar por delante —continuó Holly. Se agachó sobre su mochila y abrió la cremallera.

Y allí estaba: la mano dubitativa sobre la carpeta verde. El segundo adicional en el que mantuvo el rostro sobre la mochila, apartado de mí, con la cola de caballo cayéndole por encima, ocultándolo. Los nervios que había estado esperando. Después de todo, no había sido pan comido para ella.

Entonces se enderezó y me miró a los ojos con una expresión inescrutable. Me tendió la carpeta verde con la mano y la soltó en cuanto la toqué, tan rápidamente que estuvo a punto de caérseme.

—He encontrado esto en el tablón.

En la carpeta se leía «Holly Mackey, 4L, Estudios de Conciencia Social» garabateado. En el interior, un sobre de plástico transparente. Dentro había una chincheta en una esquina y un trozo de cartulina.

Reconocí aquel rostro más rápido de lo que había reconocido el de Holly. Se había pasado semanas ocupando las portadas de todos los diarios, todas las pantallas de televisión y el boletín informativo de todos los departamentos.

Esa otra foto era distinta. Se lo veía volviendo la vista atrás, por encima del hombro, recortado contra un fondo borroso de hojas amarillas otoñales, riendo con la boca abierta. Era guapo. Su cabello, castaño y brillante, caía en un tupé despeinado hacia delante, como el de los miembros de los actuales grupos de música adolescentes, hasta tapar unas cejas oscuras que le descendían por las sienes y le conferían un aspecto de cachorrillo. Tez clara y mejillas sonrosadas; unas cuantas pecas diseminadas por los pómulos, pero no demasiadas. Una mandíbula que habría acabado siendo imponente de haber tenido tiempo para ello. Una sonrisa amplia que le arrugaba la piel en torno a los ojos y la nariz. Entre presumido y tierno. Joven, un prototipo de todo lo que suena a fresco cuando uno escucha la palabra «joven»: amoríos de verano, el héroe de los hermanos pequeños, carne de cañón.

Pegadas bajo su rostro, a lo ancho de su camiseta azul, había unas palabras recortadas de un libro, separadas entre sí como en una nota de rescate. Los bordes limpios, bien recortados.

«Sé quién lo mató».

Holly me observaba en silencio.

Le di la vuelta al sobre. Papel de carta blanco y liso, del que puede adquirirse en cualquier tienda para imprimir fotografías. Nada manuscrito, nada de nada.

—¿La has tocado? —le pregunté.

Puso los ojos en blanco.

—¡Claro que no! Entré en el aula de arte y cogí eso, el sobre, y un cúter. Saqué la chincheta con el cúter y la metí junto con la cartulina en el sobre.

—Bien hecho. ¿Y luego?

—Me lo escondí bajo la blusa hasta que volví a mi habitación y allí lo metí en la carpeta. Entonces dije que me encontraba mal y me metí de nuevo en la cama. Después de que viniera la enfermera a verme, me he escapado a hurtadillas y he venido aquí.

—¿Por qué? —pregunté.

Holly me miró atónita, dibujando un gesto interrogativo con las cejas.

—Porque pensé que os interesaría saberlo. Si no es así, pues tiradlo y ya está, y yo regresaré a la escuela antes de que descubran que me he escapado.

—Claro que me interesa. Estoy encantado de que hayas encontrado esto. Lo que quiero saber es por qué no se lo has llevado a uno de tus profesores o a tu padre.

Alzó la vista hacia el reloj de pared y, al hacerlo, se percató de la presencia de la cámara de vídeo.

—¡Mierda! Eso me recuerda que la enfermera volverá a pasar durante la pausa y, si no estoy allí, van a poner el grito en el cielo. ¿Puedes telefonear a la escuela y decir que eres mi padre y que estoy contigo? Cuéntales que mi abuelo se está muriendo y que, cuando me has llamado para contármelo, he salido corriendo sin decírselo a nadie porque no quería que me enviaran a ver a la psicóloga de la escuela para hablar acerca de mis sentimientos.

Lo tenía todo planificado.

—Voy a telefonear a la escuela, pero no voy a decir que soy tu padre. —Un suspiro exasperado por parte de Holly—. Me limitaré a explicarles que tenías algo que querías entregarnos y que has hecho lo que debías. Eso debería ahorrarte las broncas. ¿Te parece bien?

—Lo que sea. ¿Puedes decirles al menos que no me está permitido hablar sobre ello? Para que no me atosiguen cuando regrese...

—Desde luego. —Chris Harper seguía riendo mientras me miraba, con energía suficiente en aquel giro de su cuerpo como para alumbrar medio Dublín. Volví a meterlo dentro de la carpeta y la cerré—. ¿Has hablado con alguien de esto? ¿Con tu mejor amiga, quizá? No pasa nada si lo has hecho, pero necesito saberlo.

Una sombra se deslizó por la curva del pómulo de Holly e hizo que su boca se volviera más madura y compleja. Esa sombra ocultó algo bajo su voz.

—No. No se lo he contado a nadie.

—De acuerdo. Ahora voy a hacer esa llamada telefónica y luego te tomaré declaración. ¿Quieres que esté presente alguno de tus padres?

Volvió a prestarme atención.

—Oh, no, por Dios. ¿Tiene que haber alguien presente? ¿No puedo hacerlo sola?

—¿Qué edad tienes?

Pensó en mentir. Descartó la idea.

—Dieciséis años.

—Pues necesitamos a un adulto cualificado para que yo no pueda intimidarte.

—No me intimidas.

No se andaba con tonterías.

—Ya lo sé. Pero aun así... Quédate aquí y prepárate una taza de té si te apetece. Regresaré en dos minutos.

Holly se desplomó en el sofá y se hizo un ovillo: encogió las piernas y las rodeó con sus brazos. Se llevó la punta de la cola de caballo a la boca y empezó a mordisquearla. En el edificio hacía un calor sofocante, como siempre, pero ella parecía tener frío. No me miró al salir.

En la Unidad de Delitos Sexuales, dos plantas más abajo, siempre hay una asistenta social de guardia. Le pedí que estuviera presente mientras le tomaba declaración a Holly. Y luego, en el pasillo, le pregunté si podía llevar en coche a la chica de regreso al San Kilda... Holly habría querido clavarme un cuchillo cuando lo hice.

—Así, en la escuela estarán seguros de que has estado con nosotros y no pensarán que has hecho llamar a tu novio. Te estoy ahorrando molestias —le aclaré. Su mirada me reveló que confiaba en mí.

No me preguntó qué sucedería a continuación, qué íbamos a hacer con aquella tarjeta. Lo sabía perfectamente. Se limitó a decir:

—Hasta pronto.

—Gracias por venir. Has hecho lo correcto.

Holly no contestó. Me dedicó un asomo de sonrisa y un leve saludo con la mano, entre sarcástico y sincero.

Me quedé observando aquella espalda erguida avanzar por el pasillo, con la asistenta social caminando como un pato a su lado mientras intentaba darle conversación, hasta que me di cuenta: no había respondido a mi pregunta. Eché a andar a toda prisa y, como un patinador que avanza deslizándose entre la gente, le di alcance.

—Holly.

Se dio la vuelta. Agarraba con una mano la correa de la mochila que llevaba colgada a un hombro. Se mostraba recelosa.

—No me has contestado lo que te he preguntado antes. ¿Por qué me lo has traído a mí?

Holly me analizó. Tenía una mirada desconcertante, como la de los retratos que parecen observarte constantemente.

—Cuando sucedió aquello —dijo—, todo el mundo se pasó todo el año cuidándome entre algodones. Parecía que creyeran que, si decían una palabra fuera de lugar, me podía dar un ataque de nervios y acabaría con una camisa de fuerza y escupiendo espuma por la boca. Incluso papá me trataba así. Fingía que no pasaba nada, pero yo notaba que estaba constantemente preocupado. Era como ¡ahhh! —Gritó entre dientes de pura furia, con las palmas de las manos abiertas y rígidas como estrellas de mar—. Tú fuiste el único que no actuó como si yo estuviera a punto de empezar a pensar que era una cobarde. Parecías decirme: «Vale, esto es una mierda, pero a la gente le pasan cosas peores todo el tiempo y sobrevive. Y ahora, acabemos con esto de una vez».

Es muy, muy importante mostrar sensibilidad con los testigos jóvenes. Asistimos a talleres y cosas por el estilo; si estamos de suerte, hasta hay presentaciones en PowerPoint. Yo recuerdo lo que era ser un chaval. Y a la gente se le olvida. Un poquito de sensibilidad: fantástico. Un poquito más: maravilloso. Pero otro poco más y te arriesgas a encajar un puñetazo en la garganta sin previo aviso.

—Ser testigo de un homicidio es una putada. Para cualquier persona. Pero tú lo llevaste mejor que la mayoría —le dije yo.

No hubo sarcasmo en su sonrisa esta vez. Había muchas otras cosas, y en abundancia, pero no sarcasmo.

—¿Puede explicarle a la gente de la escuela que no creo que sea ninguna cobarde? —le preguntó Holly a la asistenta social, quien puso cara de ser ultrasensible para disimular su desconcierto—. Ni siquiera un poco... —Y se marcharon.

Un dato sobre mí: tengo planes.

Lo primero que hice, después de despedirme de Holly y la asistenta social, fue buscar el caso Harper en el sistema.

Detective jefe: Antoinette Conway.

A nadie debería escandalizar que hubiera una mujer trabajando en Homicidios, ni siquiera haría falta mencionarlo. Pero muchos de los muchachos de mayor edad están chapados a la antigua, y muchos de los jóvenes también. La igualdad tiene el grosor de una hoja de papel, desaparece rascándola solo con una uña. Corre el rumor de que a Conway le cayó aquel caso grande por andar liada con algún mandamás y porque cumplía los requisitos que hay que cumplir: un poquito de más por aquí y por allá, y una cara que no era el prototipo irlandés de patata macilenta. Una tez pálida, una nariz y unos pómulos pronunciados y cabello moreno. Es una pena que no estuviera en una silla de ruedas, dice el mismo rumor; de lo contrario, a estas alturas ya sería inspectora.

Yo conocía a Conway antes de que se hiciera famosa, al menos de vista. En la escuela de formación estaba dos cursos por debajo de mí. Era una muchacha alta, con el pelo cepillado hacia atrás y sujetado en una coleta. Tenía la constitución de una corredora, con extremidades largas y largos músculos. Caminaba con la barbilla levantada y los hombros bien abajo. Muchos hombres revoloteaban alrededor de Conway como moscas la primera semana: intentaban que se sintiera cómoda, trabar amistad o simplemente ser amables con ella. El hecho de que no brindaran la misma atención a las muchachas con otro aspecto era mera coincidencia. Fuera lo que fuese lo que les dijo a sus compañeros, después de aquella primera semana dejaron de tirarle los tejos. Y empezaron a echar pestes de ella.

Le aventajaba en dos años durante la formación. Solo tardó un año más que yo en quitarse el uniforme. Llegó a Homicidios al mismo tiempo que yo me incorporé al Departamento de Casos Abiertos.

El Departamento de Casos Abiertos está bien. Muy bien, de hecho, para un tipo como yo: un dublinés de clase obrera, el primero de mi familia que pasa la Selectividad en lugar de aprender un oficio. Me había quitado el uniforme a los veintiséis años y había dejado la Unidad General de Policía para entrar en Anticorrupción a los veintiocho, gracias a la mediación del padre de Holly. Me incorporé al Departamento de Casos Abiertos la semana en que cumplí treinta años, espero que sin ayuda de nadie, porque miedo me habría dado... Ahora tengo treinta y dos. Es hora de continuar escalando.

Casos Abiertos está bien. Homicidios es mejor.

El padre de Holly no podría interceder por mí en la unidad ni aunque yo quisiera. El jefe de Homicidios lo odia a muerte. Y a mí tampoco es que me adore.

En el caso en el que Holly fue testigo, fui yo quien atrapó al homicida. Fui yo quien le leyó sus derechos, quien le puso las esposas y quien firmó la orden de arresto. No era más que un recién llegado, debería haber pasado a un compañero cualquier caso interesante que se hubiera cruzado en mi camino; debería haber regresado a la sala de incidentes, como un buen chico, a mecanografiar declaraciones de personas que no habían visto nada. Pero fui yo quien atrapó al asesino. Me lo merecía.

Otra cosa acerca de mí: sé aprovechar las oportunidades cuando se me presentan.

Atrapar a aquel tipo, junto con el empujoncito de Frank Mackey, me permitió dejar la Unidad General. Aquel éxito me abrió las puertas de Casos Abiertos. Y aquel éxito también me cerró las puertas de Homicidios.

Lo entendí tan pronto como escuché el chasquido de las esposas. «Tiene derecho a guardar silencio; cualquier cosa que diga podrá ser utilizada en su contra», y supe que acababa de entrar en la lista negra de Homicidios, para permanecer en ella al menos durante el futuro inmediato. Sin embargo, el haber dejado que fuera otro quien hiciera el trabajo me habría conducido directamente a la lista de olvidados para siempre y me habría pasado décadas mecanografiando declaraciones de otras personas que tampoco habían visto nada. «Todo lo que diga quedará registrado por escrito y puede ser utilizado como prueba en un juicio». Clic.

Cuando se presenta una oportunidad hay que aprovecharla. Estaba seguro de que aquella puerta volvería a abrirse, tarde o temprano.

Siete años después, la verdad empezaba a golpear.

Homicidios es un establo de purasangres. Homicidios es una opción deslumbrante, un murmullo suave que actúa como un músculo perfeccionado y te corta la respiración. Homicidios es un galón en la manga, como el de una unidad de élite del ejército, como un gladiador que anuncia hasta el final de sus días: «Es uno de los nuestros. Uno de los mejores».

Yo quiero pertenecer a Homicidios.

Podría haberle enviado la tarjeta y la declaración de Holly a Antoinette Conway con una nota y olvidarme del tema. O, para ser más educado, podría haberla telefoneado en cuanto Holly sacó aquella tarjeta y haberle entregado ambas cosas para que fuera ella quien se encargara del asunto.

Pero de eso ni hablar. Aquella era mi oportunidad. Mía y solo mía.

El segundo nombre que figuraba en el caso Harper: Thomas Costello. Un viejo caballo de tiro de Homicidios. Un par de centenares de años en la brigada, un par de meses jubilado. Cuando queda un hueco en la brigada de Homicidios, yo me entero. Antoinette Conway aún no había elegido a un nuevo compañero. Todavía actuaba en solitario.

Fui a ver a mi jefe. No se le escaparon mis intenciones, pero le gustó la idea de lo que podría reportarnos participar en la resolución de un caso de perfil alto. Le gustó lo que eso significaría en el presupuesto del año próximo. También le gustaba yo, pero no lo suficiente como para echarme de menos. No le suponía ningún problema transferirme a Homicidios para que le entregara a Conway su tarjeta de Feliz Miércoles en persona. «No tengas prisa en volver», me dijo el jefe. Si Homicidios me quería para aquel caso, podía quedarme.

Conway no iba a quererme para aquel caso, pero no le quedaba otra alternativa.

Conway se hallaba en un interrogatorio. Me senté ante un escritorio vacío de la sala de la brigada de Homicidios y me puse a charlar con los muchachos. No había mucho tiempo para chácharas: Homicidios es un departamento ajetreado. Nada más entrar se te acelera el pulso. Suenan los teléfonos y los ratones de los ordenadores, y hay un trajín constante de gente entrando y saliendo; sin prisa, pero sin pausa. Con todo, algunos de los muchachos sí se tomaron un rato para darme un par de consejillos. «¿Buscas a Conway?». «Pensaba que ya estaba servida, porque lleva toda la semana sin tocarle las pelotas a nadie; eso sí, no me imaginaba que fuera gracias a un tío». «Gracias por ayudar al equipo, chaval». «¿Ya te has vacunado?». «¿Traes el traje de sumiso?».

Eran todos algo mayores que yo e iban un poco mejor vestidos. Sonreí y mantuve la boca cerrada, más o menos.

—Jamás habría dicho que le gustasen los pelirrojos.

—Al menos yo tengo pelo, tío. A nadie le gustan los perdedores calvos.

—Pues en casa tengo una mujercita preciosa a la que le encanta.

—Eso no es lo que me dijo anoche.

Más o menos.

Antoinette Conway apareció con un fajo de papeles; cerró la puerta de un codazo. Se dirigió a su escritorio.

Seguía manteniendo aquel paso raudo; o la seguías o te quedabas atrás. Igual de alta que yo, un metro ochenta y dos centímetros, y a propósito: con unos tacones de cinco centímetros capaces de aplastarte el dedo de un pisotón. Traje de chaqueta, con pantalón negro, no parecía barato, de patrón ceñido; no se esforzaba por ocultar la silueta de aquellas largas piernas, ni su prieto trasero. Solo con su forma de cruzar aquella sala, te estaba preguntando: «¿Algo que decir?», de media docena de maneras distintas.

—¿Ha confesado, Conway?

—No.

—Vaya... Estás perdiendo facultades.

—No es sospechoso, imbécil.

—¿Y has dejado que eso te detuviera? Una buena patada en las pelotas y en bandeja: confesión.

No era un toma y daca habitual. Se palpaba la tensión en el ambiente, el aire cortante. No sabría decir si era cosa de ella, del día que me había tocado presenciar o, sencillamente, lo normal en aquella unidad. Homicidios es distinto. El corazón se te acelera y se te endurece; la cuerda floja está más alta y es más estrecha. Un paso en falso y estás vendido.

Conway se desplomó en su butaca y se dispuso a consultar algo en el ordenador.

—Ha venido a verte tu novio, Conway.

Hizo caso omiso del comentario.

—¿No le vas a dar un morreo?

—¿De qué mierdas hablas?

El bromista señaló con el pulgar hacia mí.

—Todo tuyo.

Conway se me quedó mirando. Ojos oscuros y fríos; boca gruesa que no cedió ni un milímetro. No iba maquillada.

—¿Sí?

—Stephen Moran. Casos Abiertos. —Le pasé el sobre con las pruebas por encima del escritorio. Y agradecí a Dios no haberme contado entre quienes le tiraron los tejos en formación—. Me ha llegado esto hoy.

No le cambió el semblante al ver la tarjeta. La repasó bien, por ambas caras, y leyó la declaración.

—Ella —dijo, al leer el nombre de Holly.

—¿La conoces?

—La interrogué el año pasado. Un par de veces. No le saqué ni una palabra; pequeña víbora arrogante. Todas lo son en esa escuela, pero ella era de las peores. Peor que arrancar dientes.

—¿Crees que sabía algo? —pregunté.

Un mirada dura y la hoja de la declaración en alto.

—¿Cómo lo has conseguido?

—Holly Mackey fue testigo en un caso en el que trabajé durante 2007. Nos caímos bien. Mejor de lo que yo pensaba, al parecer.

Conway enarcó una ceja. Había oído hablar acerca del caso, lo cual significaba que había oído hablar de mí.

—Entendido —dijo. Su tono no revelaba nada, ni para bien ni para mal—. Gracias.

Impulsó su butaca hacia atrás y marcó un número de teléfono. Se colocó el auricular bajo la mandíbula y se recostó en la butaca, mientras releía la declaración.

Tosca, así habría calificado mi madre a Conway. «Esa tal Antoinettehabría dicho mirándola de reojo con la barbilla clavada en el cuello— es un poco tosca». Y no en alusión a su personalidad, o no solo a eso, sino a sus orígenes. El acento la delataba, y la mirada. Dublín, un barrio pobre; a solo un paseo de donde yo crecí, quizá, y al mismo tiempo a kilómetros de distancia. Edificios de protección social. Grafitis de aspirantes a terroristas del IRA y charcos de orines. Yonquis. Personas que jamás en su vida se habían presentado a un examen pero se conocían al dedillo las matemáticas del subsidio del paro. Tipos que no habrían aprobado la elección laboral de Conway.

Hay gente a quien le gustan las cosas toscas. Le parecen interesantes, le encuentran el punto a la calle; sujetos que deciden incorporar a su vocabulario la jerga callejera. Pero esa tosquedad no resulta tan seductora cuando se crece en sus márgenes o toda la familia de uno nada como un perro enloquecido para mantenerse a flote en medio de la marea. A mí me gustan las cosas suaves, suaves como el terciopelo.

Me recordé a mí mismo: no es necesario ser el mejor colega de Conway. Basta con ser lo bastante útil como para entrar en el radar de su jefe, y luego seguir medrando.

—Sophie. Soy Antoinette. —Se le relajaba la boca cuando hablaba con alguien que le caía bien; se le dibujaba una especie de curva en la comisura que decía: «estoy lista para lo que sea», como en un desafío. La hacía parecer más joven, alguien con quien intentarías hablar en un bar, si tenías agallas—. Sí, bien, ¿Y tú?... Te voy a enviar una foto... No, del caso Harper. Necesito las huellas dactilares, pero ¿te importaría echarle un vistazo también a la fotografía? Comprueba con qué la tomaron, dónde y con qué la imprimieron. Toda información será bienvenida. —Inclinó el sobre para mirarlo más de cerca—. Le han pegado unas palabras... con letras recortadas, como en las típicas notas de rescate. A ver si puedes averiguar de dónde las han recortado, ¿de acuerdo?... Sí, ya lo sé. Óbrame un milagro. Hasta pronto.

Colgó. Se sacó un smartphone del bolsillo y tomó fotografías de la tarjeta: frontal, posterior, primer plano, plano general, detalles. Se dirigió a una impresora que había en un rincón para imprimirlas. Se volvió hacia su escritorio y me vio.

Me miró fijamente forzándome a apartar la vista. No lo hice.

—¿Sigues aquí?

—Quiero trabajar contigo en este caso —le dije.

Una carcajada contenida.

—Ya me lo imagino.

Se dejó caer de nuevo en la butaca y sacó un sobre de un cajón de su escritorio.

—Tú misma has dicho que no conseguiste nada de Holly Mackey y sus compañeras. En cambio, yo le caigo lo bastante bien o confía lo suficiente en mí como para traerme esto. Y si habla conmigo, hará que sus compañeras también lo hagan.

Conway reflexionó sobre ello. Hizo girar la butaca a un lado y a otro.

—¿Qué puedes perder? —le pregunté.

Quizá fuera mi acento. La mayoría de los policías han nacido en una granja en un pueblecito y no les gustan los dublineses listillos que se creen el centro del universo, cuando todo el mundo sabe que Dublín es una mierda pinchada en un palo. O quizá le gustara lo que había oído decir de mí. Sea como fuere, escribió un nombre en el sobre y deslizó la tarjeta en su interior. Y anunció:

—Voy a la escuela a echarle un vistazo a ese tablón de anuncios y a mantener unas cuantas charlas. Puedes acompañarme si quieres. Si me eres de utilidad, hablaremos sobre lo que ocurrirá a continuación. En caso contrario, regresas a Casos Abiertos sin rechistar.

Me abstuve de soltar un «¡Sí!» de alegría.

—Suena bien —me limité a decir.

—¿Tienes que llamar a tu mamá para comentarle que no vas a regresar a casa?

—Mi jefe está al corriente. Ningún problema.

—De acuerdo —dijo Conway. Apartó la butaca hacia atrás de un empujón—. Te pondré al día de camino. Yo conduzco.

Alguien silbó con admiración a nuestra espalda, cuando salíamos por la puerta. Oleada de risitas. Conway no miró atrás.

El lugar de los secretos

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