Читать книгу El lugar de los secretos - Тана Френч - Страница 13

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Una tarde a principios de noviembre, el aire empieza a resplandecer con pequeños estallidos placenteros de frío y humo de pasto. Están las cuatro en su calvero rodeado de cipreses, remoloneando en mitad del encantador tiempo libre de que disponen entre las clases y la cena. A Chris Harper (al otro lado del muro y muy lejos, ni siquiera una brizna de pensamiento en la mente de ninguna de ellas) le quedan seis meses, una semana y cuatro días.

Se hallan desperdigadas por la hierba, tumbadas boca arriba, con las piernas cruzadas y los pies colgando. Llevan sudaderas con capucha, bufandas y botas Ugg, pero retrasan la ocasión de tener que ponerse el abrigo de invierno. Es de día y de noche al mismo tiempo: una parte del cielo resplandece en rosa y naranja; en la otra, una débil luna llena pende recortada sobre un azul cada vez más intenso. El viento se mueve a través de las ramas de los cipreses, reclamando un silencio lento y apaciguador. La última clase ha sido Educación Física y han jugado a voleibol; tienen los músculos distendidos y agradablemente cansados. Hablan sobre los deberes.

—¿Habéis escrito ya los sonetos de amor, chicas? —pregunta Selena.

Julia gruñe. Se ha dibujado una línea de puntos en la muñeca con un bolígrafo Bic debajo de la cual está escribiendo: «En caso de emergencia, cortar por aquí».

—«Y si os parece que no tenéis... ejem... la experiencia necesaria... ejem... en temas de amor romántico —dice Holly, imitando la sonrisa tímida y afectada del señor Smythe—, podríais imaginar el amor que siente un niño por su madre o... ejem... cómo sería amar a... ejem... Dios...».

Julia hace el gesto de meterse dos dedos en la garganta.

—Yo le voy a dedicar el mío al vodka.

—Te enviarán a la hermana Ignatius a hacer terapia —dice Becca, sin saber a ciencia cierta si Julia habla en serio.

—¡Yupi!

—Yo estoy encallada en el mío —comenta Selena.

—Listas —propone Holly. Se acerca el pie a la cara para examinar un rasguño en la bota—: «El viento, el mar, las estrellas, la luna, la lluvia; el día, la noche, el pan, la leche, el tren». Un verso pentámetro yámbico inmediato.

Verso pentámetro yámbico inmediato —repite Julia—. Gracias por el soneto más aburrido de la historia, aquí tienes tu muy deficiente.

Holly y Selena se miran de reojo. Julia lleva dos semanas comportándose como una antipática; y con todo el mundo sin excepción, así que no es por algo que alguna de ellas haya hecho.

—Lo que me pasa a mí es que no quiero explicarle a Smythe nada sobre nadie a quien amo —dice Selena, pasando por alto la constatación—. ¡Puaj!

—Pues habla de un lugar o de algún objeto —le propone Holly. Se lame el dedo y se frota la marca de la bota, que desaparece—. Yo lo he hecho sobre el piso de mis abuelos. Y ni siquiera he dicho que fuera su casa, solo una casa.

—Yo acabo de terminar el mío —dice Becca—. Lo he hecho sobre una muchacha a cuya ventana acude un caballo cada noche, ella se descuelga por la ventana y lo monta. —En sus ojos desenfocados, la luna se ha desdoblado en dos, traslúcidas y superpuestas.

—¿Qué tiene que ver eso con el amor? —pregunta Holly.

—Ella ama a ese caballo.

—Pervertida —dice Julia.

Le suena el móvil. Se lo saca del bolsillo y lo sostiene encima de su rostro, escudriñándolo contra la puesta de sol. Si hubiera sido una hora antes, cuando se estaban quitando el uniforme en la habitación e interpretando a Amy Winehouse, mientras decidían si cruzar al otro lado de la calle para ver el partido de rugby de los muchachos; si hubiera sido una hora antes, cuando se encontraban en el refectorio, desparramadas sobre la mesa, pellizcando las últimas migas de pastel seco después de relamerse las puntas de los dedos, ninguna de ellas habría imaginado jamás lo que acababan de rozar: qué otros yoes, vidas y muertes avanzaban feroces e imparables por sus vías, a solo un tiro de piedra. Los terrenos del colegio están llenos de recovecos donde se agrupan pandillas de niñas, todas ellas en llamas y asombradas por el amor incipiente que sienten las unas por las otras y por su cercanía, cada vez más intensa; ninguno de los demás grupos notará la fuerza de ese viraje cuando las vías cambien y su propia fuerza las impela a salir disparadas hacia otro paisaje. Cuando Holly reflexione sobre ello mucho tiempo después, y las cosas empiecen a asentarse y vuelvan a estar enfocadas por fin, pensará que de alguna manera se podría decir que Marcus Wiley mató a Chris Harper.

—Quizá me limite a hacerlo sobre flores bonitas —comenta Selena. Se cruza la cara con un mechón de cabello, que el último sol convierte en una red de luz dorada, y examina los árboles a través de él—. O sobre gatitos. ¿Creéis que le importará?

—Me apuesto lo que sea a que alguien hace uno sobre One Direction —dice Holly.

—¡Aaah! —exclama Julia de forma repentina y demasiado alto, asqueada y enfadada.

Las otras se apoyan en los codos.

—¿Qué? —pregunta Becca.

Julia vuelve a guardarse el teléfono en el bolsillo, se enlaza las manos tras la nuca y se queda mirando fijamente al cielo. Las aletas de la nariz se le mueven con cada respiración, demasiado aprisa. Está roja hasta el cuello del jersey. Y Julia nunca se sonroja.

El resto la observa. Holly se cruza con la mirada de Selena y señala a Julia con la mejilla: «¿Has visto quién...?». Selena sacude la cabeza, solo un milímetro.

—¿Qué pasa? —pregunta Holly.

—Marcus Wiley es un bellaco, eso es lo que pasa. ¿Alguna pregunta más?

—¡Pues vaya! Eso ya lo sabíamos —replica Holly.

Julia hace como si oyera llover.

—¿Qué significa bellaco? —pregunta Becca.

—No preguntes —le dice Holly.

—Jules —le dice Selena con voz cariñosa. Se tumba boca abajo para quedar al lado de Julia. Tiene el pelo brillante y despeinado, con briznas de hierba y escamas de ciprés enmarañadas por aquí y por allá, y la espalda de la sudadera arrugada tras haber estado tumbada sobre ella—. ¿Qué te ha dicho?

Julia aparta la cabeza de Selena, pero responde:

—No ha dicho nada. Me ha enviado una fotografía de su polla. Porque es un anormal. ¿De acuerdo? ¿Y ahora podemos seguir hablando de los sonetos?

—Jopé —exclama Holly.

Selena tiene los ojos como platos.

—¿En serio?

—No, me lo he inventado. Sí, en serio.

La luz del atardecer se percibe distinta, una lenta caricia como de uñas arañando por cada centímetro de piel desnuda.

—Pero si casi no lo conoces —comenta Becca perpleja.

Julia vuelve la cabeza hacia ella como un látigo y se la queda mirando de hito en hito, con los dientes afilados, como si fuera a morderla a la primera de cambio, pero entonces Holly estalla en carcajadas. Al cabo de un segundo, Selena se le une, y al final hasta Julia ríe, dejando caer la cabeza sobre la hierba.

—¿Qué? —quiere saber Becca.

Pero las otras ya están en otra parte, les tiembla el cuerpo de tanto reír. Selena está hecha un ovillo, se coge la barriga de la risa.

—¡Ha sido la forma en que lo has dicho!

—¡Y la cara que has puesto! —añade Holly con la respiración entrecortada—. «Pero si apenas os han presentado, querida, ¿cómo es posible que haya querido compartir a su pequeña amiguita contigo?» —dice, imitando el acento inglés de Becca, que se ruboriza y se echa a reír también.

Julia ulula al cielo:

—Yo diría que ni siquiera hemos tomado el té aún... ni... ni unos sándwiches de pepino juntos...

Y Holly logra espetar:

—Las pollas nunca deben servirse hasta haber compartido unos sándwiches de pepino...

—Madre mía —dice Julia, enjugándose los ojos, cuando la risa al fin se desvanece—. Becsie, cariño, ¿qué haríamos sin ti?

—No era tan gracioso —se defiende Becca, aún roja y sonriendo, sin tener claro si debería sentirse abochornada.

—Probablemente, no —dice Julia—. Pero eso no es lo importante.

Se apoya en un codo de nuevo y busca el teléfono en su bolsillo.

—Veamos —dice Holly, sentándose y acercándose a toda prisa a Julia.

—Voy a borrarla.

—Primero déjanosla ver.

—Eres una pervertida.

—Yo también quiero —se apunta Selena alegremente—. Si a ti te ha dado un susto de muerte, nosotras también queremos asustarnos.

—Venga, no seáis tan chistosas —dice Julia—. Es una fotografía de una polla, no una experiencia sadomaso.

Pero pulsa varios botones hasta encontrar la foto.

—Becs —dice Holly—. ¿Vienes?

—¡Puaj! No.

Becca gira la cabeza para no ver la fotografía ni por accidente.

—Aquí la tenéis —dice Julia, y pulsa Abrir.

Holly y Selena se inclinan hacia el teléfono, rozándose el hombro. Julia finge mirar, pero deja la mirada vagar más allá del teléfono, en las sombras. Selena nota como si se le contrajera la columna y se inclina más hacia delante.

No sueltan risitas ni gritan, tal como hacían cuando las miraban por Internet. Aquellos penes estaban emperifollados y eran de plástico, como una Barbie, y era imposible imaginarse que estuvieran acoplados a un hombre de verdad. Pero este es distinto: más pequeño y empinado como un dedo corazón grueso, como una amenaza en medio de una maraña de pelo moreno y duro. Casi pueden olerlo.

—Si esto fuera lo mejor que yo pudiera ofrecer —comenta Holly con frialdad transcurrido un momento—, no iría por ahí exhibiéndola.

Julia no alza la vista.

—Deberías responderle al mensaje con un: «Lo siento, no veo bien qué hay en la foto: es demasiado pequeño» —propone Selena.

—¿Y que me envíe un primer plano? No, gracias. —Pero a Julia se le curva hacia arriba la comisura de los labios.

—Ven aquí, Becs —le dice Holly—. No corres ningún riesgo, a menos que tengas un microscopio.

Becca sonríe, agacha la cabeza y la sacude, todo al mismo tiempo. La hierba se retuerce bajo sus piernas y le hace cosquillas.

—Bueno —dice Julia—. Y ahora, pervertidillas, si ya habéis visto bastante este micropene por hoy... —Pulsa Borrar con una floritura y le enseña el dedo al teléfono—. Adiós, muy buenas.

Un pitido cortito y desaparece. Julia guarda el móvil y vuelve a tumbarse. Al cabo de un momento, Holly y Selena regresan a sus sitios, mirando alrededor en busca de qué decir, pero no se les ocurre nada. La luna brilla cada vez más, a medida que cae la tarde.

Al cabo de un rato, Holly dice:

—Oye, ¿sabéis dónde está Cliona? Está en la biblioteca buscando un soneto para copiar que Smythe no conozca.

—La van a pillar —conjetura Becca.

—Es tan típico de ella —comenta Selena—. ¿No sería más fácil limitarse a escribir el soneto?

—Por supuesto que sí —responde Holly—. Siempre le pasa lo mismo. Acaba currando más de la cuenta para hacer los deberes que si se limitara a resolverlos por ella misma.

Dejan espacio para que Julia aporte algo. Al no hacerlo, el espacio se ensancha. La conversación decae y se desvanece.

La fotografía no ha desaparecido. El débil olor nauseabundo que ha dejado sigue impregnando el aire. Becca respira superficialmente, por la boca, pero se le seca la lengua.

Julia dice, mirando al cielo moteado como una acuarela:

—¿Por qué los chicos piensan que soy una guarra?

Se está sonrojando otra vez.

—Tú no eres ninguna guarra —responde Selena en voz baja.

—Ya sé que no lo soy. Pero entonces ¿por qué actúan como si lo fuera?

—Porque les gustaría que lo fueras —sentencia Holly.

—Les gustaría que todas lo fuéramos. Pero yo no veo que nadie os envíe a vosotras fotografías de pollas.

Becca se mueve.

—Ha sido en los últimos tiempos —dice.

—Desde que me enrollé con James Gillen.

—No, no por eso. Muchas chicas se morrean con chicos y a los chicos no les importa. Es desde antes de eso. Desde que empezaste a pasártelo bien con Finn, Chris y todos ellos. Porque haces chistes, porque dices cosas... —Se le apaga la voz.

—¡No me jodas! —exclama Julia.

Pero ve que Holly y Selena asienten, y entonces cae en la cuenta y todo encaja.

—Por hablar así, por ejemplo —dice Selena.

—¿Pretendéis decirme que preferirían que fuera una guarra hipócrita remilgada como Heffernan, que dejó que Bryan Hynes le metiera el dedo en el baile de Halloween porque estaba bebido, pero pone el grito en el cielo si cuentas un chiste verde? ¿Entonces sí me respetarían?

—Más o menos, sí —responde Holly.

—¡A la mierda! ¡Que se jodan! No pienso hacerlo. Yo no quiero ser así.

Su voz suena cruda, de persona mayor.

Nubes delgadas atraviesan la luna y da la sensación de que esta se mueve o de que todo el mundo se inclina bajo ellas.

—Entonces no lo hagas —sentencia Selena.

—¿Y qué hago? ¿Resignarme a que me sigan volcando este tipo de mierda? Pues suena fantástico. ¿A alguien se le ocurre alguna otra genialidad?

—Quizá no sea por eso —dice Becca, deseando haber mantenido la boca cerrada—. Quizás esté totalmente equivocada. Tal vez pretendiera enviársela a otra persona cuyo nombre empezara con J, como Joanne o cualquier otra, y se haya equivocado...

Julia dice:

—Cuando me morreé con James Gillen... —la oscuridad se condensa bajo los cipreses al sonar su voz—... intentó meterme mano por debajo de la camiseta, cosa que ya esperaba que hiciera... Os juro que no sé por qué todos los tíos tienen la misma fijación con las tetas. ¿Es que sus madres no los amamantaron suficiente tiempo o qué les pasa? —No mira a sus amigas. Las nubes se mueven más veloces ahora, y la luna parece acelerar su desplazamiento por el cielo—. Y como no me apetecía que James Gillen me manoseara y, si he de ser honesta, solo me estaba morreando con él porque es mono y quiero practicar, le dije: «Ey, creo que esto es tuyo», y le devolví su asquerosa zarpa, ¿vale? Y James, que es todo un caballero, pues va y decide que lo más indicado es apoyarme contra la verja y magrearme, pero esta vez de verdad, no un pequeño achuchón ni nada por el estilo, y, cómo no, vuelve a meter la mano donde estaba. Y va y me dice algo increíblemente predecible en la línea de: «Pero si te gusta; vamos, no finjas ser virgen, si todo el mundo sabe cómo eres» y blablablá. ¿Qué os parece? Encantador, ¿no?

El aire se ha vuelto gélido y abrasador al mismo tiempo, febril.

Se lo han dicho por activa y por pasiva, decenas de veces, en clases abochornantes, en conversaciones vergonzosas con los padres: cuándo tienen que hablar con un adulto. Pero a ninguna de ellas se les pasa la idea por la cabeza. Eso que se abre ante ellas no tiene nada que ver con esas conversaciones tan escrupulosas. Esa mezcla de rabia rugiente y vergüenza que tiñe cada célula, la idea que trepa por ellas de que ahora sus cuerpos pertenecen a los ojos y las manos de otras personas, en lugar de a sí mismas: es algo nuevo.

—Maldito indeseable —exclama Holly, notando que el latido del corazón y la respiración se le aceleran—. Cabrón de mierda. Espero que se muera de cáncer.

Selena estira una pierna para tocarle el pie a Julia con el suyo. Esta vez, Julia aparta el pie.

—¿Y qué hiciste? ¿Le...? ¿Te...? —balbucea Becca.

—Le arreé un rodillazo en las pelotas, cosa que funciona, por si alguna vez os encontráis en la misma situación. Y luego, cuando regresamos aquí, me duché para quitarme la sensación de encima, porque no la soportaba.

Lo recuerdan. Jamás lo conectaron con James Gillen (Julia de pasada, levantando un hombro: «No merecía la pena; ha sido como morrearse con un perro baboso»). Pero ahora, en ese espacio de su nuevo conocimiento que echa humo, se les antoja una obviedad como una bofetada en la cara.

—Y no sé qué pensaréis vosotras, pero yo, que soy muy inteligente, me imagino que a James Gillen no le debía apetecer demasiado contarle al resto del Colm que lo único que se llevó aquella tarde fue unas pelotas magulladas, de manera que les explicó que era una guarra insaciable. Y por eso el puto Marcus Wiley cree que me encantará recibir una foto de su polla. Y esto no va a quedar aquí, ¿lo sabéis, verdad?

Selena, con un hilo de incertidumbre que le quiebra la voz, dice:

—Ya se les pasará. En unas cuantas semanas...

—No. No se les pasará.

Silencio, y la luna observando. Holly se plantea descubrir algún secreto asqueroso sobre James Gillen y difundirlo hasta que todo el mundo estalle en carcajadas cuando se cruce con él y acabe suicidándose. Becca intenta pensar en cosas que regalarle a Julia: chocolate y poemas divertidos. Selena imagina un libro amarillento con una caligrafía rocambolesca, un cántico con rima asonante, hierbas atadas y olor a cabello quemado; un escalofrío las encierra a las cuatro y las vuelve impermeables. Julia se concentra en buscar animales en las nubes y clava las uñas en la tierra a través de varias capas de hierba, hasta tener cúmulos de mugre incrustados en la carne.

No tiene armas para combatir aquello. El aire está magullado e hinchado, palpita en blanco y negro, listo para rasgarse por la mitad.

Julia dice, dura y sentenciosa como una puerta cerrada de un portazo:

—No pienso volver a enrollarme con ningún chico del Colm nunca.

—Eso es como decir que nunca más te vas a acercar a ningún tío —dice Holly—. Los chicos del Colm son los únicos a quienes conocemos.

—Pues entonces no volveré a acercarme a ningún chico hasta la universidad. No me importa. Es mejor que tener a otro de esos gilipollas explicándole a todo el mundo qué se siente al manosear mis tetas.

Becca se sonroja.

Selena lo escucha como un tintineo único de plata en el cristal, vibrando en el aire. Se sienta de golpe y suelta:

—Entonces yo tampoco.

Julia la mira con furia.

—No tengo una pataleta y por eso digo: «Ay, me siento herida. No me voy a enrollar con nadie nunca más». Hablo en serio.

Con voz serena y segura, Selena replica:

—Yo también.

Bajo la luz del día habría sido distinto. Con luz diurna o interior, jamás habrían actuado así. Indefensas y asfixiadas, hubieran notado la rabia reconcomiéndolas por dentro. La mácula en la piel las quemaría en lo más profundo, y les dejaría marca.

Las nubes se han disuelto, pero la luz de la luna avanza cada vez más rápida, describiendo un círculo alrededor de ellas.

—Y yo tampoco —dice Becca.

Julia enarca una ceja, con gesto medio irónico. Becca no encuentra las palabras para explicar que no es nada y que quiere que sea más, que traería lo más grande del mundo para colocarlo en el centro de su círculo y prenderle fuego, si pudiera, para merecerlo, pero entonces Julia le dedica una pequeña sonrisa y un guiño cómplice.

Todas tienen los ojos posados en Holly. A Holly le ha venido una imagen de su padre, de su sonrisa al esquivarle cuando intenta que le responda a algo: «nunca te dejes atar, no hasta que estés del todo segura, y ni siquiera entonces».

Las otras, resplandecientes en blanco contra los árboles oscuros, triples, a la espera. La suave curvatura en sombra bajo la barbilla de Selena, el ángulo de la muñeca de Becca en el punto en donde se apoya sobre su mano en la hierba, el extraño mohín de tristeza en la comisura de los labios de Julia: cosas que Holly recordará de memoria cuando tenga cien años, cuando el resto del mundo haya desaparecido de su mente. Algo le palpita en las palmas de las manos y la atrae hacia ellas. Un atisbo que cambia, un dolor en espiral como de volutas de humo de algo que podría ser sed pero que no lo es, que se le atraganta en la boca y bajo el esternón. Está ocurriendo algo.

—Me apunto —dice.

—Pero bueno, ¡madre mía! —exclama Julia—. Ya lo estoy viendo: van a decir que somos una especie de secta lesbiana que monta orgías.

—¿Y qué? —pregunta Selena—. Que digan lo que quieran. No nos afectará para nada.

Un silencio sobrecogedor mientras lo asimilan. El pensamiento les va a mil por hora. Imaginan a Joanne contoneándose y desdeñando a sus amigas en el Court para conseguir gustar a los alumnos del Colm, ven a Orla aullar indefensa en su empapada almohada después de que Andrew Moore y sus amigos la hayan destripado, y se ven a ellas mismas desesperadas por saber estar en los sitios, por decir las cosas correctas y vestir como corresponde bajo la mirada devoradora de los chicos, y piensan: «Nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca más. Libérate como un superhéroe que hace saltar por los aires las esposas. Clávaselo en la cara y aguarda a ver cómo explota. Mi cuerpo, mi mente, mi forma de vestir, mi forma de caminar y mi forma de hablar son cosa mía y solo mía».

La fuerza de esa idea, zumbando en su interior a la espera de ser descubierta, hace que les tiemblen los huesos.

—Seremos como las amazonas —dice Becca—. Nunca tocaban a los hombres y no les importaba lo que dijeran de ellas—. Si un hombre intentaba propasarse, acababa...

Un segundo en el que se arremolinan flechas y destellos de sangre.

—¡Ey! —estalla Julia, pero ha recuperado la alegría y su sonrisa auténtica, la que la mayoría de personas nunca alcanza a ver—. Tranquilas. Esto no es para siempre. Solo hasta que acabemos la escuela y podamos quedar con chicos humanos de verdad.

Acabar la escuela está a años luz y les resulta inimaginable, palabras que nunca se harán realidad. Aquello es para siempre.

—Tenemos que hacer un juramento —propone Selena.

—¡Venga ya! —exclama Julia—. Pero ¿quién hace esas cosas...?

Pero solo lo dice como un acto reflejo, que se acaba diluyendo en el aire y desvaneciéndose entre las sombras, sin que ninguna de las demás oiga sus palabras.

Selena extiende su mano y la coloca con la palma hacia abajo sobre la hierba y los rastros ocultos de los insectos nocturnos.

—Lo juro —dice.

Los murciélagos chillan en el aire, en plena oscuridad. Los cipreses se inclinan sobre ellas para contemplarlas, decididos, favorables. Su ajetreo y susurros elevan a las niñas, arrebatándolas.

—De acuerdo —dice Julia. Le sale una voz más fuerte de lo normal, tanto que la sorprende; le palpita el corazón tan rápido que tiene la sensación de que va a despegarla del suelo—. Hagámoslo.

Coloca la mano palma abajo encima de la de Selena. La palmadita resuena en el calvero.

—Lo juro.

Becca coloca su delgada mano, ligera como un diente de león, un poco girada sobre la de Julia, deseando con fervor y demasiado tarde haber mirado aquella fotografía también y haber visto lo que las otras.

—Lo juro.

Y Holly:

—Lo juro.

Las cuatro manos forman un nudo envuelto en la luz de la luna, con los dedos entrelazados; las abren todo lo que pueden, para abarcar las manos de todas sus amigas y apretarlas. Una pequeña risa sin aliento.

Los cipreses susurran un murmullo largo y satisfecho. La luna permanece inmóvil.

El lugar de los secretos

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