Читать книгу El lugar de los secretos - Тана Френч - Страница 12

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Esta vez las prisas entre clases fueron diferentes. Corrillos de alumnas apoyadas en las paredes, cabezas brillantes muy juntas por todas partes. El bajo tamborileo de un centenar de cotilleos simultáneos pronunciados a toda velocidad. El alboroto cortado por lo sano y las alumnas escabulléndose cuando se daban la vuelta como látigos y nos veían acercarnos. Se había corrido el rumor.

Encontramos a un grupo de maestros tomando el almuerzo en la sala de profesores. Era un espacio agradable, con una máquina de café y reproducciones de cuadros de Matisse, un entorno amable para propiciar el buen humor. La maestra de Educación Física fue quien se había encargado de supervisar el tablón el día anterior y juró por activa y por pasiva que lo había comprobado después de las clases de arriba abajo. Había detectado dos tarjetas nuevas: la del perro negro y una de una alumna que estaba ahorrando la paga semanal para hacerse un aumento de pechos. Lo típico, añadió: al principio de colocar el tablón había docenas de tarjetas nuevas cada día, amontonadas las unas sobre las otras, pero poco a poco la avalancha había ido remitiendo. De haber habido una tercera, se habría dado cuenta.

Ojos recelosos nos siguieron mientras abandonábamos la sala de profesorado; ojos recelosos y un hogareño aroma a estofado de vacuno y, acaso demasiado pronto, poco antes de quedar fuera del alcance de nuestros oídos, un estallido de voces susurrantes y siseos que mandaban callar.

—Menos mal —comentó Conway, haciendo caso omiso de los murmullos—. Eso nos ayudará a acotar la búsqueda.

—Podría haberla colgado ella misma —apunté yo.

Conway subió las escaleras de dos en dos en dirección al despacho de McKenna.

—¿La maestra? No, a menos que sea idiota. ¿Por qué se iba a poner en la lista? Podría haber colgado la tarjeta ahí cualquier día, cuando no le tocara la supervisión a ella, y dejar que la encontrara otra persona: así no habría nada que la vinculara. Está descartada, por lo menos desde mi punto de vista.

La secretaria del pelo rizado de McKenna tenía la lista a punto para entregárnosla, mecanografiada e impresa, y servida con una sonrisa. «Orla Burgess, Gemma Harding, Joanne Heffernan y Alison Muldoon: permiso para pasar el primer período de estudio de la tarde en el aula de Arte (18.00-19.15). Julia Harte, Holly Mackey, Rebecca O’Mara y Selena Wynne: permiso para pasar el segundo período de estudio de la tarde en el aula de Arte (19.45-21.00)».

—¡Caramba! —exclamó Conway, arrebatándome la lista de las manos y apoyando un muslo contra el escritorio de la secretaria para revisarla—. ¿Quién lo habría dicho? Necesitaré hablar con las ocho, por separado. Y quiero que las saquen de clase ahora mismo y las pongan bajo supervisión ininterrumpida hasta que yo haya concluido. —No tenía sentido permitirles que se pusieran de acuerdo en qué historia contar o que eliminaran pruebas, si es que no lo habían hecho ya—. Ocuparé el aula de Arte y quiero que esté presente una maestra, cómo se llama, la profesora de Francés: Houlihan.

El aula de Arte estaba disponible y Houlihan se reuniría con nosotros en cualquier momento, en cuanto encontraran a alguien que la sustituyera para impartir su clase. McKenna había dado órdenes: «si la policía pide algo, se le proporciona».

No necesitábamos a Houlihan. Para entrevistar a un sospechoso menor sí es preciso contar con la presencia de un adulto cualificado, pero para entrevistar a un testigo menor, cada cual decide. Si te puedes saltar ese extra, lo haces: hay cosas que los niños pueden contarte y no te contarían delante de su mamá... o de una profesora.

Si solicitas la presencia de un adulto es porque tienes motivos. Yo solicité la presencia de la asistente social durante el interrogatorio de Holly porque estaba solo con una adolescente y por quién era su padre. Conway tenía sus motivos para querer a Houlihan. Y también los tenía para solicitar conducir los interrogatorios en el aula de Arte.

—Mira esto —dijo, cuando estábamos en la puerta, y señaló con la barbilla El lugar de los secretos, al otro lado del pasillo—. Cuando nuestra chica pase por delante, lo mirará.

—A menos que tenga un gran autocontrol —apunté yo.

—Si lo tuviera, no habría colgado la tarjeta.

—Pero ha tenido suficiente autocontrol como para esperar un año.

—Sí. Y ahora se está resquebrajando.

Conway abrió la puerta del aula de Arte de un empujón. Acababan de limpiarla: la pizarra estaba borrada y las largas mesas verdes, despejadas. Fregaderos resplandecientes y dos tornos de alfarero. Caballetes, marcos de madera apilados en una esquina; olor a pintura y a arcilla. Al fondo de la sala, altos ventanales ofrecían vistas del verde campo de los terrenos de la escuela. Noté a Conway recordando su aula de Arte: un rollo de papel y un puñado de pinturas llenas de pelos.

Colocó tres sillas en un lateral, formando más o menos un círculo. Sacó un puñado de lápices pasteles de un cajón y los esparció por las mesas, a la par que iba descolocando las sillas a golpes de cadera. El sol inundaba la estancia con un toque luminoso y la quietud propia de los días calurosos.

Yo permanecí junto a la puerta, observando.

—La última vez la cagué —me dijo Conway, como si le hubiera preguntado—. Realizamos los interrogatorios en el despacho de McKenna, con ella en calidad de testigo. Los tres sentados en una fila detrás de su escritorio, como si fuéramos un Tribunal de la Libertad Condicional, mirando fijamente a las chicas, y acobardándolas al mismo tiempo.

Un último repaso a los pasillos. Se volvió hacia la pizarra, localizó un trozo de tiza amarilla y empezó a garabatear algo sin sentido.

—Fue idea de Costello. «Algo formal», dijo, que pareciera que las llamaban para hablar con la directora, pero mucho más grave. Había que meterles el miedo en el cuerpo, dijo. Y a mí me sonó bien, me pareció que tenía sentido: no eran más que unas crías, niñas acostumbradas a hacer lo que se les dice; con redoblar la autoridad, cederían... o eso pensamos.

Lanzó la tiza sobre la mesa de la maestra y borró los garabatos con el borrador, dejando alguna que otra palabra recortada y las marcas del mismo. Motas de polvo de tiza se arremolinaron en un rayo de luz diurna que había a su alrededor.

—Pero ya entonces yo sabía que no funcionaría —continuó—. Yo ahí sentada como si me hubieran metido un palo por el culo, sabiendo a cada segundo que transcurría que nuestras oportunidades se iban al garete. Pero todo sucedió muy rápido, no fui capaz de determinar cómo hacerlo de otro modo, y luego fue demasiado tarde. Y a Costello..., aunque fuera yo quien firmara el caso, no podía mandarlo a paseo.

Arrancó unos trocitos de un rollo de papel blanco, los arrugó y los lanzó sin comprobar dónde caían.

—Aquí están en su propio hábitat. Un entorno agradable y relajado, nada de formalidades, no hay por qué tener la guardia alta. Y a Houlihan no le tienen miedo, se pasan toda la clase preguntándole cómo se dice testículo en francés para ver cómo se ruboriza, y eso cuando se percatan de su presencia. No va a poder meterles el miedo en el cuerpo.

Conway abrió la ventana con ímpetu y dejó que entrara una bocanada de agradable aire fresco y de olor a hierba recién segada.

—Esta vez, si la cago, la cagaré a mi manera —dijo ella.

Allí estaba mi diana, en línea para hacer blanco.

—Si quieres que estén relajadas, déjame hablar a mí —propuse.

Me miró fijamente. No pestañeé. Conway apoyó el culo en el alféizar. Se mordisqueó el moflete por dentro y me repasó de pies a cabeza. A sus espaldas, vagos gritos de urgencia llegaban desde el campo de juegos, la pelota de fútbol volaba por los aires.

—De acuerdo —contestó—. Tú hablas. Pero si yo abro la boca, tú te callas hasta que haya terminado. Si te digo que cierres la ventana significa que se ha acabado tu turno y que te tomo el relevo a partir de ese momento y no vuelves a pronunciar ni una sola palabra hasta que yo te diga que lo hagas. ¿Entendido?

Clic y en el bolsillo.

—Entendido —respondí.

Noté el soplo de aire suave y dorado ascenderme por la nuca y me pregunté si sería allí, en aquella estancia impregnada de ecos y de madera vetusta resplandeciente, donde finalmente se me presentaría la oportunidad de luchar para volver a abrir aquella puerta. Quería memorizar el aula. Rendirle homenaje a alguien.

—Quiero que nos cuenten qué hicieron ayer por la tarde. Y quiero que les saques la tarjeta sin previo aviso, que las sorprendas, para ver cómo reaccionan. Si dicen: «No he sido yo», quiero saber quién creen que pudo ser. ¿Puedes hacerlo?

—Diría que sabré manejarme, sí.

—Madre mía... —dijo Conway, sacudiendo la cabeza como si no creyera lo que estaba oyendo—. Intenta no arrodillarte en el suelo y lamerles las botas.

—Si les enseñamos la tarjeta, la escuela entera sabrá de su existencia antes de que sea la hora de regresar a casa —comenté.

—¿Crees que no lo sé? Eso es precisamente lo que pretendo.

—¿No te preocupa?

—¿El qué? ¿Que nuestro asesino se ponga nervioso y venga en busca de la chica que ha escrito la tarjeta?

—Pues sí.

Conway le dio un golpecito al borde de la persiana, un golpecito suave, con un solo dedo, y una ola recorrió las lamas.

—Quiero que pase algo —sentenció—. Y eso provocará que empiecen a suceder cosas. —Se apartó del alféizar, se acercó a las tres sillas que había en el pasillo y devolvió una a su mesa correspondiente—. ¿Te preocupa la muchacha que escribió la postal? Pues hay que encontrarla antes de que lo haga otra persona.

Llamaron a la puerta una sola vez con los nudillos y, como no podía ser de otra manera, Houlihan asomó la cabeza con cara de conejilla asustada y ceceó:

—Detectives, ¿querían verme?

La pandilla de Joanne Heffernan fue la primera que apareció alborotando por El lugar de los secretos: empezamos por ellas. Arrancamos con Orla Burgess.

—Eso hará que a Joanne se le retuerzan las braguitas de diseño —comentó Conway cuando Houlihan salió a buscar a la muchacha—, por no ser ella la mejor apuesta. Si se enoja lo suficiente, se volverá descuidada. Y Orla tiene el cerebro de un mosquito. Si la sorprendemos con la guardia baja, nos abalanzamos sobre ella y, si tiene algo, lo soltará. ¿Qué?

Me había pillado intentando no sonreír.

—Pensaba que esta vez íbamos a crear un ambiente relajado, no intimidatorio.

—¡Vete a la mierda! —me espetó Conway, pero también se le dibujó una media sonrisa, aunque se mordió los labios para contenerla—. Ya lo sé: soy una zorra despiadada. Puedes estar contento. Si fuera una pusilánime, no estarías en este circo.

—No me quejo.

—Más te vale no hacerlo —me advirtió Conway— o me apuesto lo que sea a que hay algún caso sin esperanza de los años setenta que podría utilizar para poner a prueba tus técnicas de relajación. Si quieres ser tú quien hable, siéntate. Yo observaré a Orla cuando entre y comprobaré si mira el tablón en busca de la tarjeta.

Me acomodé en una de las sillas preparadas, con aire tranquilo, informal. Conway se dirigió a la puerta.

Unos pasos rápidos descendiendo por los escalones del pasillo y Orla en el umbral de la puerta, contoneándose, intentando no soltar una risita. No era guapa, no era alta, no tenía cuello ni cintura, y tenía una nariz demasiado grande como para compensar sus carencias, pero lo intentaba. Cabello rubio alisado artificialmente y bronceado de bote. Se había hecho algo en las cejas.

La rápida fracción de sacudida de cabeza de Conway, tras la muchacha, me dijo que Orla no había comprobado El lugar de los secretos.

—Gracias —agradeció Conway a Houlihan—. ¿Por qué no se sienta allí? —Y con ello barrió a Houlihan al final del aula y la colocó en un rincón antes de que esta fuera capaz de emitir algo más que una respiración entrecortada.

—Orla —la saludé—. Soy el detective Stephen Moran. —Mis palabras consiguieron que se le escapara una risita nerviosa. Soy un genio de la comedia—. Siéntate —le indiqué, mientras señalaba con una mano la silla situada frente a la mía.

Conway se apoyó en una mesa, cerca de mi hombro, pero no demasiado cerca. Orla la miró con cara bobalicona mientras se acercaba a sentarse. Conway es de esas mujeres que no deja indiferente, pero la cría pareció no notar siquiera su existencia.

Orla se sentó y se tapó las rodillas con la falda.

—¿Es otra vez por lo de Chris Harper? O sea, ¿han descubierto quién...? Ya saben. ¿Quién...?

Voz de mocosa. Tono agudo, lista para soltar un chillido o una sonrisa afectada. Ese acento con el que hablan hoy en día, como de actor malo fingiendo hablar con acento americano.

—¿Por qué? ¿Hay algo que quieras contarnos acerca de Chris Harper? —pregunté yo.

Orla estuvo a punto de caerse de la silla del susto.

—¿Qué? ¡No! ¡Claro que no!

—Porque, si tienes algo nuevo que aportar, ahora es el momento de hacerlo. Lo sabes, ¿verdad?

—Sí, claro que lo sé. Si supiera algo, se lo diría. Pero de verdad que no sé nada.

Una sonrisa como un tic, involuntaria, húmeda por la esperanza y el temor.

Si quieres sacarle algo a un testigo, tienes que averiguar lo que quiere. Entonces se lo das a espuertas. Y eso es una cosa que a mí se me da bien.

Orla quería caerle bien a la gente y que le prestaran atención. Quería gustar.

Suena estúpido, y lo es, pero me llevé una decepción. Me vi abandonado, con una fea sensación como de querer vomitar. Al ver aquel lugar me había hecho una serie de expectativas. Aquellos techos altos y aquel aire voluble que olía a sol y a jacintos. Esperaba algo especial, algo extraordinario. Esperaba algo moteado y resplandeciente que no hubiera visto nunca.

Aquella chica: igual que cien de las chicas con quienes yo había crecido y con quienes había puesto kilómetros de distancia, tan lamentable como todas ellas, solo que con un acento falso y más dinero invertido en su dentadura. No era nada especial; en absoluto.

No quería mirar a Conway. No conseguía desembarazarme de la sensación de que ella sabía exactamente lo que me estaba pasando por la cabeza y se estaba riendo. Y no de una forma sana.

Sonreí a Orla. Una sonrisa generosa, cálida y amistosa. Me incliné hacia delante.

—No te preocupes. Solo albergaba esa esperanza. Por si acaso, ¿entiendes?

Mantuve la sonrisa hasta que Orla me sonrió.

—Sí.

Agradecida, patéticamente agradecida. Alguien, probablemente Joanne, utilizaba a Orla como saco de boxeo cuando estaba de mala leche.

—Pero tenemos que formularte unas cuantas preguntas, cuestiones rutinarias, nada importante. ¿Estás preparada para responderme? ¿Quieres ayudarme?

—Sí, claro.

Orla seguía sonriendo. Conway se sentó en la mesa y sacó su cuaderno de notas.

—Eres fantástica —le dije—. Hablemos acerca de ayer por la tarde. Durante el primer período de estudio, ¿estabas en el aula de Arte?

Una mirada defensiva a Houlihan.

—Teníamos permiso.

Su única preocupación acerca de la tarde anterior era no tener problemas con los profesores.

—Sí, eso ya lo sabemos. Explícanos una cosa, ¿cómo se consigue ese permiso?

—Se lo solicitamos a la señorita Arnold, la matrona.

—¿Quién se encargó de solicitárselo? ¿Y cuándo?

Una mirada inexpresiva.

—Yo no fui.

—¿De quién fue idea pasar las horas extraescolares aquí?

Más cara de pez.

—Mía tampoco.

Me la creía. Tenía la sensación de que la mayoría de ideas no eran de Orla.

—De acuerdo —respondí yo con otra sonrisa—. Explícame cómo fue todo. Una de vosotras obtuvo la llave de la puerta que enlaza ambos edificios de la señorita Arnold...

—Me la dio a mí, justo antes de que se iniciara el primer período de estudio. Y entonces subimos aquí. Éramos Joanne, Gemma, Alison y yo.

—¿Y luego?

—Trabajamos en un proyecto. Un trabajo de Arte y otro tema mezclado: el nuestro es Arte y Estudios Informáticos. Está allí.

Señaló con el dedo. Apoyado en un rincón había un retrato de una mujer de un metro y medio de alto, un prerrafaelita que yo ya había visto antes en algún lugar, pero no conseguí ubicarlo. Estaba aún a medio hacer, a base de cuadraditos de papel de colores; la otra mitad seguía siendo una retícula vacía, con un código diminuto en cada cuadrado que les indicaba qué color debían pegar encima. El traslado había modificado la mirada soñadora de la mujer y la había convertido en una persona estrábica y de aspecto nervioso, peligroso.

—Va sobre cómo las personas se ven a sí mismas de manera diferente a causa de los medios de comunicación e Internet, ¿sabe? —aclaró Orla—. O algo por el estilo: no fue idea mía. Dividimos la pintura en cuadraditos en el ordenador y ahora estamos recortando fotografías de revistas para pegarlas en ellos. Nos está llevando una eternidad, por eso necesitábamos utilizar las horas de estudio. Y cuando se acabó nuestro tiempo, regresamos al ala de internas y yo le devolví la llave a la señorita Arnold.

—¿Alguna de vosotras salió del aula mientras estabais aquí?

Orla intentó recordar, para lo cual tuvo que respirar por la boca unas cuantas veces.

—Yo fui al lavabo —contestó, al cabo de un rato—. Y Joanne. Y Gemma salió al pasillo porque quería telefonear a alguien en privado. —Una risita disimulada: un chico—. Y Alison también salió a llamar, pero a su madre.

Todas habían salido.

—¿En ese orden?

Mirada hueca.

—¿Qué?

Por todos los diablos.

—¿Recuerdas quién salió primero?

Pensar, pensar, pensar, respirar por la boca.

—Creo que Gemma. Luego yo, luego Alison y luego Joanne, pero no estoy segura.

Conway se movió. Cerré la boca al instante, pero ella no abrió la suya; simplemente se sacó del bolsillo una fotografía de la postal y me la entregó. Volvió a sentarse en la mesa, apoyó un pie en una silla y se concentró de nuevo en su cuaderno. Ondulé la foto entre mis dedos índice y pulgar un instante.

—Al venir aquí, pasaste por delante de El lugar de los secretos, y volviste a pasar de camino al lavabo y al regresar. Y de nuevo cuando te marchaste de aquí por la tarde, ¿no es cierto?

Orla asintió.

—Sí —dijo sin mirar casi la fotografía ni establecer ninguna conexión entre esta y lo que le estaba preguntando.

—¿Te paraste a mirarlo en alguna de esas ocasiones?

—Sí. Cuando regresé del lavabo. Para ver si había algo nuevo. No toqué nada.

—¿Y lo había? ¿Algo nuevo?

—Eh... eh... Nada.

El labrador y el aumento de pechos, según la profesora de Educación Física. Si Orla no los había visto, era posible que tampoco hubiera visto la otra tarjeta.

—¿Y qué me dices de ti? ¿Alguna vez has colgado tarjetas en el tablón?

Se revolvió en la silla y contestó con un evasivo:

—Quizá.

Le sonreí.

—Sé que son privadas. No te pido los detalles. Solo dime una cosa: ¿cuándo colgaste la última?

—Hará un mes más o menos.

—Entonces, ¿esta tarjeta no es tuya?

Le coloqué la foto en la mano, boca arriba, antes de que intuyera mi intención. Rogué que no fuera suya. Necesitaba demostrarle a Conway lo que era capaz de hacer. Cinco minutos y una respuesta fácil no me iban a llevar a ningún sitio, salvo, quizá, de regreso a Casos Abiertos. Necesitaba pelear.

Además, en un rincón recóndito y cerrado a cal y canto, los detectives siguen pensando a la vieja usanza. Si abates a un depredador, te llenas de su sangre. Si arponeas a un leopardo, te vuelves más valiente y más rápido. Todo aquel lustre del San Kilda, atravesar sus vetustas puertas de roble como si hubiera nacido allí, sin esfuerzo: eso era lo que yo quería. Quería lamerme la sangre de mi enemigo en mis puños magullados.

Aquella tonta, con olor a desodorante y cotilleos baratos, no era lo que yo tenía en mente. Sería como abatir al hámster gordo de un crío. Orla miró la fotografía fijamente, mientras interiorizaba de qué se trataba. Entonces soltó un chillido, un gemido agudo y plano, como el de un juguete de plástico al apretarlo.

—Orla —le dije, tajante, antes de que pudiera recomponerse—. ¿Colocaste tú esa tarjeta en El lugar de los secretos?

—¡No! O sea, claro que no. ¡Lo juro por Dios! ¡No! Yo no sé qué le pasó a Chris. Lo juro por Dios.

Me la creía. Sostenía la fotografía en la distancia, como si fuera a hacerle daño; y aquella mirada fija con los ojos como platos yendo de mí a Conway y a Houlihan, implorando ayuda. No era nuestra chica. Eran solo los dioses de los detectives que me habían lanzado una presa fácil para empezar.

—Entonces lo hizo alguna de tus amigas... ¿Quién fue? —le pregunté.

—¡No lo sé! Lo juro, que me muera si no ahora mismo.

—¿Alguna de ellas ha mencionado alguna vez que supiera algo acerca de Chris?

—Claro que no. Nosotras pensábamos que había sido el guarda... Solía sonreírnos todo el tiempo, era asqueroso, y además lo arrestaron por posesión de drogas, ¿no es cierto? Pero no sabemos nada en absoluto. O por lo menos, yo no lo sé. Y si alguna de las otras lo sabe, nunca me ha dicho nada. Pregúntenles a ellas.

—Eso haremos —repliqué yo, con voz suave, tranquilizadora. Sonrisa—. No te preocupes. No has hecho nada malo.

Orla se estaba sosegando. Miraba embobada la fotografía, empezaba a gustarle tenerla en la mano. Quise arrebatársela. Pero la dejé sostenerla un rato más, que se divirtiera.

Me dije a mí mismo: «las personas que no te caen bien son una baza a tu favor, porque no pueden engañarte con tanta facilidad como las que te caen bien».

La cabeza de Orla sufrió una descarga de veinte vatios.

—Probablemente ni siquiera fuera una de nosotras. Julia Harte y su pandilla vinieron justo después. Probablemente lo hicieran ellas.

—¿Crees que puedan saber lo que le sucedió a Chris?

—Supongo que no. Quiero decir, quizá sí, pero no creo. O sea, que igual se lo inventaron.

—¿Por qué iban a hacer algo así?

—Pues porque sí. O sea, porque son rarísimas.

—¿Ah, sí? —Me incliné hacia delante, con las manos enlazadas, todo confidencialidad, listo para escuchar su cotilleo—. ¿De verdad?

—Bueno, antes nos caían bien, pero hace ya mucho de eso. Ahora no les hacemos ni caso, ¿sabe a qué me refiero? —Orla levantó las manos en un gesto de desprecio.

—¿En qué sentido te parecen raras?

Era demasiado preguntar. Una mirada cortocircuitada, como si le pidiera que realizara un cálculo mental rápido.

—Pues raras.

Esperé.

—O sea, que se creen muy especiales—. El primer atisbo de algo que imprimía vida al rostro de Orla: malicia—. Se creen que pueden hacer lo que quieran.

Me hice el intrigado. Y aguardé un poco más.

—A ver, por ejemplo, ¿vale? Debería haberlas visto en el baile de San Valentín. Parecían unas chifladas. O sea, ¡Rebecca iba con tejanos! Y Selena llevaba puesto algo que ni siquiera sé lo que era, parecía salida de una obra de teatro... —Aquella risita aguda y cortante de nuevo, esta vez se me clavó en el oído—. Todo el mundo se quedó flipando, como diciendo: «¡Se les ha ido la olla!». Por favor, había chicos en el baile. Todo el Colm estaba allí. Todo el mundo se las quedó mirando. Y Julia y todas ellas fingieron que la cosa no iba con ellas. —La mandíbula abierta de par en par—. Entonces fue cuando nos dimos cuenta de que no eran más que unas tías raras.

Volví a sonreírle amistosamente.

—¿Eso fue en febrero?

—El febrero pasado. El año pasado. —Antes de lo de Chris—. Y le prometo que desde entonces cada vez han ido a peor. Este año Rebecca ni siquiera vino al baile de San Valentín. ¡No llevan maquillaje! Bueno, en la escuela no nos está permitido —una mirada de inocencia a Houlihan—, pero es que a veces ni siquiera lo llevan cuando salen al Court..., el centro comercial. Un día, hace unas semanas, estábamos un montón de gente allí y va Julia y dice que se vuelve a la escuela. Entonces uno de los chicos le preguntó: «¿Por qué?». Y Julia va y le contesta que le duele el vientre por la...

Orla me lanzó una mirada. Se mordió el labio inferior y se encogió como si quisiera desaparecer entre sus hombros.

—Tenía dolores menstruales —remató Conway.

Orla estalló en risitas histéricas, se puso roja como un pimiento y empezó a resoplar como una posesa. Esperamos. Logró recomponerse.

—Sí, pero es que lo dijo. Tal cual. Todos los chicos se pusieron: «¡Argg, qué asco! ¡No hace falta ser tan explícita!». Y Julia se limitó a despedirse con la mano y se marchó. ¿Entienden a qué me refiero? Se comportan como si pudieran hacer lo que les apetezca. Ninguna de ellas tiene novio, aunque no es ninguna sorpresa, ¿no?, y fingen que no les importa. —Orla había pillado carrerilla. Se le iluminaba la cara y se le encogían los labios—. ¿Y han visto el pelo que lleva Selena? O sea... ¿Saben cuándo se lo cortó por última vez? Justo cuando mataron Chris. ¿Cómo se puede ser tan creída?

Me estaba poniendo la cabeza como un bombo.

—Un momento. ¿Lleva un peinado de creída? ¿Por qué?

La barbilla de Orla se desvaneció donde debería de haber estado el cuello. Esta vez regresó con una nueva mirada, taimada, cautelosa.

—Pues como si hubiera estado saliendo con Chris. Se lo cortó como si fuera una muestra de duelo o algo por el estilo. Y nosotras nos pusimos del palo: «Tía, ¿de qué vas?».

—¿Qué os hace pensar que salía con Chris?

Más ladina. Más cautelosa.

—Nada. Solo lo pensamos.

—¿Ah, sí? ¿Los habíais visto besarse? ¿Cogerse de la mano?

—¿Cómo? No. No habrían sido tan explícitos.

—¿Por qué no?

Un destello de algo: miedo. Orla había metido la pata, o creía haberlo hecho.

—No lo sé. Pero supongo que, si no les hubiera importado que todo el mundo supiera que salían juntos, no lo habrían mantenido en secreto. A eso... a eso es a lo que me refiero.

—Pero si lo mantenían tan en secreto que nunca se comportaban como si salieran juntos, ¿qué os llevó a pensar que sí lo hacían?

Esa mirada embobada de fusibles fundidos otra vez.

—¿Qué?

Virgen Santa. Lo que tiene que aguantar uno. Rebobiné. Con voz agradable y muy despacito, le dije:

—¿Por qué creéis que Chris y Selena salían juntos?

Mirada vacía. Reacción de encogimiento. Orla no iba a asumir ningún riesgo más.

—¿Por qué querrían mantenerlo en secreto?

Mirada vacía. Otro gesto de apocamiento.

—¿Y qué hay de ti? —preguntó Conway—. ¿Tienes novio?

Orla se mordió el labio inferior y emitió una risita nerviosa.

—¿Lo tienes?

Se revolvió en su silla.

—Más o menos. Pero es que, o sea, es complicado...

—¿Quién es?

Otra risita nerviosa.

—Te he hecho una pregunta.

—Un chico del Colm. Se llama Graham, Graham Quinn. Pero no es que estemos saliendo, saliendo... O sea, que no vayan ahora y le digan que yo he dicho que es mi novio, ¡por favor! Lo es en cierta manera, pero...

—Ya lo capto —la cortó Conway, tan tajante que incluso Orla entendió que tenía que callarse—. Gracias.

—Si pudieras elegir una sola cosa que explicarme acerca de Chris Harper, ¿cuál sería? —inquirí yo.

Aquella mirada. Se me estaba agotando la paciencia para aguantar aquellas miradas bobaliconas.

—¿Como qué?

—Como lo que sea. Lo que tú consideres más importante.

—¿Por ejemplo que era guapísimo?

Una risita tonta. Le arrebaté la foto.

—Gracias —contesté—. Eso nos servirá.

Aguardé un segundo. Orla no dijo nada. Conway no dijo nada. Estaba sentada de nuevo sobre la mesa, escribiendo o garabateando, no acertaba a descifrarlo con el rabillo del ojo. No pensaba mirarla como si le estuviera pidiendo que me echara una mano.

Houlihan carraspeó, un compromiso entre preguntar y guardar silencio. Me había olvidado de ella.

Conway cerró su cuaderno de notas.

—Gracias, Orla —le dije—. Es posible que necesitemos volver a hablar contigo. Entre tanto, si se te ocurre algo que pudiera sernos de utilidad, lo que sea, aquí tienes mi tarjeta. Llámame a cualquier hora. ¿Entendido?

Orla miró mi tarjeta como si le hubiera pedido que entrara en mi furgoneta blanca.

—Gracias. Volveremos a hablar pronto —la despidió Conway, y, mirando a Houlihan, quien se sobresaltó, añadió—: Tráiganos a Gemma Harding.

Sonreí a Orla varias veces. Las acompañé a ambas hasta la puerta. Conway dijo:

O sea, totalmente...

O sea, totalmente, ¿qué cojones? —respondí yo.

Estuvimos a punto de mirarnos. Y casi estallamos en carcajadas.

—No es nuestra chica —dijo Conway.

—¡Qué va!

Esperé. No pregunté, no pensaba darle esa satisfacción, pero necesitaba saberlo.

—Ha estado bien —opinó ella.

Estuve a punto de respirar hondo, pero supe contenerme a tiempo. Me guardé la fotografía en el bolsillo, listo para el siguiente asalto.

—¿Hay algo que creas que debo saber acerca de Gemma?

Conway sonrió.

—Se cree una bomba sexual. No paraba de inclinarse hacia delante para enseñarle a Costello el escote. El pobre diablo no sabía adónde mirar. —La sonrisa desapareció—. Pero esta no tiene ni un pelo de tonta. Dista mucho de serlo, de hecho.

Gemma era como una versión estirada de Orla. Alta y delgada (intentaba ser flaca, pero no tenía constitución para ello). Guapa, muy guapa, pero con esa mandíbula su rostro se iba a volver masculino antes de cumplir los treinta. Pelo rubio alisado artificialmente, bronceado falso, cejas finísimas. No miró a El lugar de los secretos, pero Conway ya había aclarado que no era tonta.

Se acercó a la silla como si estuviera desfilando por una pasarela. Se sentó y cruzó las piernas, con un ademán ostentoso. Arqueó el cuello.

Pese a lo que me había explicado Conway, tardé un segundo en percatarme, a través de aquel uniforme de la escuela y de aquellos dieciséis años. Gemma quería gustarme. No porque yo le gustara (eso ni siquiera se le había pasado por la cabeza), sino por el mero hecho de estar allí.

También fui a la escuela con docenas de chicas como ella. Nunca les seguí el juego.

Noté el ojo de Conway como un clavo ardiendo que me atravesaba la espalda de la chaqueta y se me clavaba en el omóplato. Volví a recordármelo a mí mismo: nada especial significa nada que no puedas manejar.

Le ofrecí a Gemma una sonrisa lenta, perezosa. Apreciativa.

—¿Eres Gemma, verdad? Soy el detective Stephen Moran. Encantado de conocerte.

Asimiló la situación. Una sonrisa insignificante en las comisuras de los labios, casi imperceptible, pero visible.

—Tengo unas preguntas rutinarias que hacerte.

—Claro. Lo que usted quiera.

Ese lo que usted quiera recalcado con un énfasis un tanto excesivo. Y la sonrisa aumentada. Así de fácil.

Gemma contó la misma historia que Orla, con el mismo acento americano de mala actriz. Hablaba arrastrando las palabras, aburrida, era demasiado guay para estar en la escuela. Balanceo con el pie. No me quitaba el ojo de encima para asegurarse de que yo tampoco lo hacía. Si hablar sobre la tarde anterior le disparaba la adrenalina, lo disimulaba muy bien.

—Realizaste una llamada telefónica mientras estabais aquí —dijo Conway.

—Sí. Llamé a mi novio.

Gemma paladeó la última palabra. Lanzó a Houlihan una mirada para comprobar si se alertaba: durante las horas de estudio tenían prohibido utilizar el teléfono.

—¿Cómo se llama? —preguntó Conway.

—Phil McDowell. Estudia en el Colm.

Cómo no. Conway se sentó de nuevo.

—Y saliste a hablar con él —dije yo.

—Salí al pasillo. Teníamos que hablar de cosas. De cosas privadas.

Una sonrisa oblicua dirigida a mí, y un mohín, como si yo formara parte de su secreto o pudiera hacerlo.

Le sonreí.

—¿Le echaste un vistazo a El lugar de los secretos mientras estabas fuera?

—No.

—¿No? ¿No te interesa?

Gemma se encogió de hombros.

—Casi todo son estupideces. Básicamente, las tarjetas dicen: «Ay, todo el mundo me odia porque soy única». O sea, que no lo son para nada. Además, cuando alguien cuelga algo sustancial, enseguida corre el rumor. No hace falta mirar el tablón.

—¿Alguna vez has colgado tú una tarjeta?

Otro encogimiento de hombros.

—Al principio de instalar el tablón. Solo por hacer gracia. Ni siquiera las recuerdo todas. Nos inventamos algunas. —Houlihan la miró con preocupación por el rabillo del ojo. Gemma se dio una palmadita en la muñeca—. Mala chica. —Se divertía.

—¿Y qué me dices de esta?

Le pasé la fotografía a Gemma.

Gemma dejó de balancear el pie. Las cejas le llegaron al nacimiento del pelo. Al cabo de un segundo, muy despacio, dijo:

—¡Ma-dre mí-a!

Una reacción sincera. El modo en que se le aceleró la respiración y se le oscurecieron los ojos, rasgando toda aquella sensualidad construida con tanto esmero, revelaba algo: su reacción era real. No era nuestra chica. Dos descartadas.

—¿La colgaste tú? —pregunté.

Gemma sacudió la cabeza. Seguía repasando la tarjeta, intentando encontrarle algún sentido.

—¿No? ¿Ni siquiera por hacer una gracieta?

—No soy tonta. Mi padre es abogado. Sé que esto no tiene ninguna gracia.

—¿Se te ocurre quién ha podido colgarla?

Negación con la cabeza.

—¿Y si tuvieras que adivinarlo?

—No lo sé. De verdad. Me sorprendería que lo hubieran hecho Joanne, Orla o Alison, pero no puedo jurar que no lo hicieran, desde luego. Lo único que digo es que, si lo hicieron, no me lo dijeron.

Ya teníamos a dos de dos dispuestas a arrojar a sus amigas al barro para no salir salpicadas. Encantador.

—Pero ayer por la tarde vino más gente a esta aula, después de nosotras —añadió Gemma.

—Holly Mackey y sus amigas.

—Sí. Ellas.

—Ellas. ¿Cómo son?

Gemma me miraba, recelosa. Me tendió la fotografía.

—No lo sé. La verdad es que no nos hablamos con ellas.

—¿Por qué no?

Se encogió de hombros.

Le brindé una sonrisa con un destello.

—Déjame adivinar. Me apuesto lo que sea a que vuestra pandilla es muy popular entre los chicos. Y Holly y sus amigas os cortaban el rollo, ¿me equivoco?

—No son de nuestro estilo.

Los brazos cruzados. Gemma no había mordido el anzuelo.

Había gato encerrado. Orla quizá se tragara todo aquello de que Selena no llevaba el atuendo adecuado para el baile, o quizá no, pero Gemma sabía la verdad. Entre aquellas dos pandillas había ocurrido algo.

Si Conway quería forzarla un poco más, que lo hiciera ella misma. No era mi trabajo. Yo era Don Encantador, el poli bueno con quien se puede hablar. Si desperdiciaba esa baza, Conway podía prescindir de mí sin problemas.

Guardó silencio.

—Está bien —dije yo—. Hablemos sobre Chris Harper. ¿Tienes alguna idea de qué le sucedió?

Se encogió de hombros.

—Fue un psicópata, ¿no? El guarda aquel, Fulano de Tal, el tipo al que arrestó la policía. O algún loco suelto. ¿Cómo podría saberlo yo?

Seguía con los brazos cruzados. Me incliné hacia delante y le dediqué una sonrisa de bar de madrugada.

—Gemma. Habla conmigo. Probemos esto: elige una sola cosa que quieras contarme acerca de Chris Harper. Una cosa importante.

Gemma meditó. Estiró su larga pierna, la que tenía cruzada, y se acarició la espinilla con la mano; volvía a tenerla en mis manos. La observé, para dejarla atraparme. Me moría de ganas por apartarme unos centímetros de ella. Habría besado a Conway por el mero hecho de existir. Gemma era una muchacha peligrosa, y lo sabía.

—Chris era la última persona en el mundo a quien habrías pensado que podían asesinar —dijo.

—¿Ah, sí? Y eso, ¿por qué?

—Porque le caía bien a todo el mundo. Toda la escuela estaba loca por él. Había chicas que decían que no les gustaba, pero era solo porque querían hacerse las especiales o porque sabían que no tenían ni la más mínima oportunidad con él. Y todo el Colm quería ser amigo suyo. Por eso he dicho que tuvo que ser un loco suelto quien lo matara. Nadie habría ido detrás de Chris a propósito.

—¿A ti te gustaba? —le pregunté.

Otro encogimiento de hombros.

—Como he dicho: nos gustaba a todas. No era nada relevante. Me gustan muchos chicos.

Una sonrisita velada, íntima.

Se la devolví.

—¿Saliste con él alguna vez? ¿Os habíais enrollado?

—No.

Respuesta inmediata, precisa.

—¿Por qué no? Si te gustaba... —Pequeño énfasis en el te: «Me apuesto lo que sea a que puedes conseguir a cualquier muchacho que te propongas».

—Por ningún motivo en especial. Simplemente, nunca nos enrollamos. Fin de la historia.

Gemma se estaba cerrando de nuevo. Ahí también había gato encerrado.

Conway no la presionó, yo tampoco. Aquí tienes mi tarjeta, por si se te ocurre algo, y todo eso. Conway ordenó a Houlihan que nos trajera a Alison Muldoon. Le brindé a Gemma una sonrisa rayana en un guiño y ella salió bamboleándose por la puerta y volvió la mirada para asegurarse de que la estuviera observando.

Respiré sonoramente y me enjugué la boca para arrancarme aquella sonrisa.

—No es nuestra chica —dije.

—¿De qué iba todo eso sobre una sola cosa acerca de Chris? —quiso saber Conway.

Ella había tenido un año entero para conocerlo. Yo solo unas cuantas horas. Toda información que pudiera obtener sería bienvenida.

Nada me obligaba a conocer a Chris. No era mi caso, no era mi víctima. Solo había ido allí a batir mis pestañas, sonreír cuando tocaba y conseguir que las chicas hablaran.

—¿A qué venía eso de los novios? —respondí yo con otra pregunta.

Conway bajó de la mesa y se plantó delante de mi cara, rauda.

—¿Me estás cuestionando?

—Estoy preguntando.

—Soy yo quien hace las preguntas. No al contrario. Si vas al servicio, puedo preguntarte si te has lavado las manos después, si me apetece. ¿Entendido?

Aquella risa contenida había desaparecido por completo.

—Necesito saber qué pensaban de Chris —aclaré—. No tiene sentido que yo les hable de lo encantador que era y les diga que un muchacho así merece que se le haga justicia, si estoy dirigiéndome a alguien que lo odiaba a muerte.

Conway me miró fijamente durante otro minuto, dominante. Yo le sostuve la mirada. Pensé en que quedaban otras seis chicas por interrogar y adónde sería capaz de llegar Conway sin mí. Rogué al cielo que ella estuviera pensando lo mismo.

Se acomodó en la mesa.

—Alison —dijo—. A Alison le aterroriza fallarle a cualquiera, a mí incluida. Voy a mantener la boca cerrada, a menos que tú la pifies. Procura no hacerlo.

Alison era como una versión encogida de Gemma. Bajita, flacucha, con los hombros hacia delante. Inquieta, no dejaba de retorcerse la falda con los dedos. Pelo rubio alisado artificialmente, bronceado falso, cejas delgadísimas. No miró El lugar de los secretos ni de refilón.

Pero sí reconoció a Conway. Conway se apartó de en medio rápidamente cuando Alison atravesó la puerta, e intentó desaparecer, pero la chica la esquivó con el cuerpo de todos modos.

—Alison —la saludé enseguida, con voz serena, para distraerla—. Soy Stephen Moran. Gracias por venir. —Una sonrisa. Tranquilizadora, esta vez—. Siéntate.

No me devolvió la sonrisa. Alison posó el borde de su trasero en el filo de la silla y se me quedó mirando. Rasgos chupados de jerbo, una ratita blanca. Me habría gustado alargar los dedos y emitir chasquidos con la lengua. En lugar de ello, dije con voz amable:

—Tenemos unas cuantas preguntas rutinarias que formularte; solo nos llevará unos minutos. ¿Puedes contarme qué hiciste ayer por la tarde? ¿Empezando por el primer período de estudio?

—Estuvimos aquí. Pero no hicimos nada malo. Si han robado o roto algo, o lo que sea, yo no fui. Lo juro.

Una vocecilla aguda a juego con su físico, alzándose en una especie de lloriqueo. Conway tenía razón: Alison tenía miedo, temor de estarla fastidiando, de que todo lo que hiciera, dijera o pensara estuviera mal. Quería que yo la tranquilizara y le dijera que todo estaba en orden. Lo había visto en la escuela, en un millón de testigos, les dabas una palmadita en la nuca y les decías cuanto buscaban oír.

—Ah, ya lo sé —le dije para sosegarla—. No falta nada ni se trata de eso. Nadie ha hecho nada malo. —Una sonrisa—. Solo estamos verificando un asunto. Lo único que necesito es que me describas qué hicisteis ayer por la tarde. Eso es todo. ¿Podrías hacer eso por mí?

Asentimiento.

—De acuerdo.

—Fenomenal. Será como un examen en el que te sabes todas las respuestas y nada puede salir mal. ¿Qué te parece?

Una sonrisita diminuta de agradecimiento. Un pasito minúsculo hacia la relajación.

Necesitaba que Alison se tranquilizara antes de mostrarle la foto. Aquello era lo que me había permitido obtener respuestas de Orla y de Gemma: la comodidad que les había transmitido y luego la sorpresa al sacarles de golpe la imagen.

Alison me volvió a repetir la misma historia, pero a trocitos y fragmentos que necesité irle sonsacando. Contármela la hizo tensarse aún más. No hubo manera de saber si tenía un motivo para ello, fuera bueno o malo.

Verificó el orden que Orla nos había dado sobre quién había salido del aula de Arte y cuándo: Gemma, Orla, ella y Joanne, si bien sonaba mucho más segura que Orla.

—Eres muy observadora —le dije, con aprobación—. Es lo que más nos gusta. He acudido rogando por encontrar a alguien justo como tú, ¿sabes?

Otra sonrisa esmirriada. Otro pasito.

—A ver si me alegras el día. Dime que echaste un vistazo a El lugar de los secretos en algún momento —la insté.

—Sí. Cuando salí para ir a... Lo miré al regresar. —Una mirada rápida a Houlihan—. Pero solo un momento. Luego me vine directa aquí a realizar el trabajo.

—Ay, maravilloso. Justo lo que esperaba oír. ¿Y viste alguna tarjeta nueva?

—Sí. Había una con un perro tan, tan mono, por favor... Y alguien puso una de... —Una sonrisa nerviosa y la cabeza gacha—. Ya sabe.

Esperé. Alison se retorció.

—Eh... de... del pecho de una mujer. ¡Pero con una camiseta!, me refiero. No... —Una risita aguda y dolorosa—. Y decía algo así como: «Estoy ahorrando para comprarme unas como estas cuando cumpla los dieciocho».

Observadora, una vez más. Iba con el miedo a cuestas. Parecía un animalillo, una presa, siempre alerta para detectar posibles amenazas.

—¿Y ya está? ¿Ninguna otra novedad?

Alison negó con la cabeza.

—Solo esas.

Si decía la verdad, corroboraba lo que ya pensábamos: que Orla y Gemma estaban descartadas.

—Muy bien —le dije—. Perfecto. Y cuéntanos: ¿tú has colgado alguna vez una tarjeta?

Se escabulló con la mirada.

—No hay nada de malo en que lo hayas hecho —le dije yo—. Para eso está el tablón; sería un desperdicio que nadie lo utilizara.

Aquel tic con forma de sonrisa de nuevo.

—Bueno..., sí. Un par de veces... Cuando... cuando he estado preocupada por algo de lo que no podía hablar, a veces yo... Pero dejé de hacerlo hace mucho tiempo. Tenía que ser tan cautelosa y luego siempre tenía miedo de que alguien adivinara que eran mías y se enfadara conmigo porque lo había explicado ahí, en lugar de decírselo a ella. Así que dejé de hacerlo. Y descolgué mis tarjetas.

Alguien. Alison había tenido miedo de alguien de su propia pandilla.

No iba a conseguir que se relajara más, y no lo estaba demasiado.

Le dije, como si tal cosa:

—¿Esta postal es tuya?

La fotografía. Alison ahogó un grito. Se tapó la boca con la mano libre. A través de ella se oyó un zumbido.

Miedo, pero no de leerla: sino de que la hubieran cazado, de que un asesino anduviera suelto, de que alguien supiera quién era, el acto reflejo ante una sorpresa, hagan sus apuestas. «Le aterroriza fallar a cualquiera», había dicho Conway. La desdibujó como la lluvia incesante sobre un parabrisas, y la volvió opaca.

—¿La colgaste tú? —le pregunté.

—¡No! No, no, no..., yo no. Lo juro por Dios...

—Alison —le dije, apaciguador, rítmico. Me incliné hacia delante para retirarle la foto, pero permanecí junto a ella—. Alison, mírame. Si lo hiciste, no hay nada de malo en ello. ¿De acuerdo? Quien haya colgado esto ha hecho lo correcto, y le estamos agradecidos. Simplemente necesitamos hablar con ella.

—No fui yo. Yo no fui. Yo, no. Por favor...

No iba a sonsacarle nada más. Con presionarla tan solo conseguiría perder la siguiente oportunidad, además de aquella.

Conway seguía desaparecida en un rincón, jugando a ser invisible mientras me observaba. Calibraba la situación.

—Alison —le dije—. Te creo. Pero tengo que preguntártelo. Por mera rutina. Eso es todo, ¿de acuerdo?

Finalmente Alison volvió a mirarme.

—De manera que no fuiste tú. ¿Se te ocurre quién pudo ser? ¿Alguien te ha mencionado alguna vez que sospechara algo acerca de lo que le ocurrió a Chris?

Negación con la cabeza.

—¿Piensas que pudo tratarse de alguna de tus amigas?

—No lo creo. No lo sé. No. Pregúnteles a ellas.

Empezaba a deslizarse de nuevo por la pendiente del pánico.

—Eso era todo cuanto quería saber —repliqué—. Lo estás haciendo genial. Dinos una cosa: conoces a Holly Mackey y sus amigas, ¿verdad?

—Sí.

—Cuéntame algo sobre ellas.

—Son raras. Muy raras.

A Alison se le tensaron los brazos a la altura de los codos. Sorpresa: la pandilla de Holly le daba miedo.

—Eso nos han dicho, sí. Pero nadie parece ser capaz de explicarnos en qué consiste su rareza. Imagino que si alguien puede aclarárnoslo, esa eres tú.

Sus ojos clavados en los míos, indecisos.

—Alison —añadí con voz suave. Pensé en mostrarme fuerte, protector, convertirme en la encarnación de sus deseos. No parpadeé—. Si sabes algo, tienes que decírmelo. Nunca descubrirán que salió de ti. Nadie lo descubrirá. Te lo juro.

Alison dijo, encorvada hacia delante, en un susurro, encogida para que su voz no llegara a Houlihan:

—Son brujas.

Eso sí era una novedad. Casi podía escuchar a Conway preguntarse a sí misma: «Pero ¿qué coño dice?».

Asentí.

—Entiendo —dije—. ¿Cómo lo has descubierto?

Por el rabillo del ojo divisé a Houlihan sacando medio cuerpo de la silla. Estaba demasiado lejos para oírnos. Y no se acercaría. Si lo intentaba, Conway la detendría.

A Alison se le había acelerado la respiración solo por la conmoción de haber dicho aquello.

—Antes eran normales, ¿sabe? Pero luego se volvieron raras. Todo el mundo se dio cuenta.

—¿Sí? ¿Cuándo sucedió eso?

—A principios del año pasado, diría. Hace un año y medio o así. —Antes de lo de Chris; antes de aquel baile de San Valentín en el que incluso Orla había detectado algo—. Corren muchos rumores sobre por qué cambiaron.

—¿Como, por ejemplo?

—Cosas. Como que son lesbianas. O que abusaron de ellas cuando eran niñas; eso lo oí yo. Pero nosotras pensamos que son brujas.

Me miró temerosa.

—¿Y por qué? —quise saber yo.

—No lo sé. Porque sí. Simplemente lo pensamos. —Alison se encorvó un poco más hacia delante, sobre lo que quiera que estuviera ocultando—. Quizá no debería habérselo explicado.

Su voz se había reducido a un susurro. Conway había dejado de escribir, por si acababa ahogándola del todo. Tardé un segundo en caer en la cuenta: Alison creía que se había expuesto a un maleficio.

—Alison. Estás haciendo lo correcto contándonoslo. Te protegerá.

No parecía convencida.

Noté a Conway removerse. Mantenía la boca cerrada, como había prometido, pero lo hacía armando un gran estrépito.

—Solo un par de preguntas más —añadí—. ¿Sales con alguien?

Un rubor repentino que estuvo a punto de ahogarla. Alison farfulló unas palabras que no fui capaz de descifrar.

—¿Puedes repetirlo?

Un gesto de negación. Agachó la cabeza y clavó los ojos en sus rodillas. Se abrazó a sí misma. Alison pensaba que la iba a señalar con el dedo y a reírme de ella por no tener novio.

Sonreí.

—Así que todavía no has encontrado al chico adecuado, ¿no es cierto? Haces bien en esperar. Hay mucho tiempo para eso.

Farfulló algo más.

Le pregunté (que se jodiera Conway, ella ya tenía su respuesta, yo quería la mía):

—Si tuvieras que escoger una sola cosa que explicarme acerca de Chris, ¿qué sería?

—¿Cómo?... Apenas lo conocía. ¿No puede preguntárselo a las demás?

—Lo haré, por supuesto. Pero tú eres mi observadora. Me encantaría saber qué es lo que más recuerdas de él.

Esta vez su sonrisa fue automática, un acto reflejo que no ocultaba nada.

—Se hacía notar. No solo yo sabía que existía, sino todo el mundo —explicó Alison.

—Y eso, ¿por qué?

—Era... No sé, tan guapo. Y lo hacía todo bien: jugaba bien al rugby y al baloncesto, se le daba bien hablar y hacía reír a todo el mundo. Y una vez lo escuché cantar y lo hacía superbien. Todo el mundo le decía que debería presentarse a las audiciones de Operación Triunfo... Pero no era solo eso. Era... más que ninguna otra persona. Tenía un halo especial. Podías entrar en una habitación con cincuenta personas dentro y el único a quien veías era a Chris.

Una inflexión melancólica en su voz, en la forma de dejar caer los párpados. Gemma tenía razón: a todo el mundo le había gustado Chris.

—¿Qué crees que le sucedió?

Mi pregunta hizo que Alison se encogiera.

—No lo sé.

—Ya sé que no lo sabes. Y no pasa nada. Pero tú qué consideras que pudo ocurrirle. Eres mi observadora, ¿recuerdas?

Una sonrisa velada como un fantasma.

—Todo el mundo dijo que fue el encargado de mantenimiento.

Ninguna reflexión propia, o bien intentaba eludir el tema.

—¿Eso es lo que opinas?

Se encogió de hombros. No me miraba.

—Supongo que sí.

Dejé que se hiciera el silencio. Ella también. Era todo lo que iba a obtener. Tarjeta, discurso, sonrisa. Alison se escabulló por la puerta como si el aula estuviera en llamas. Houlihan salió agitada tras ella.

—Esa se nos ha escapado —dijo Conway, con la vista puesta en la puerta, no en mí.

No la supe interpretar. No atiné a descifrar si pretendía decirme: «La has pifiado».

—Presionarla más no habría servido de nada. He asentado los cimientos de una relación; si hablo de nuevo con ella, podré avanzar algo más, incluso obtener una respuesta —respondí.

Conway deslizó los ojos lateralmente para mirarme.

—Si hablas de nuevo con ella... —dijo.

Aquel gesto sarcástico en la comisura de los labios, como si mi obviedad le hubiera alegrado el día.

—Cierto —respondí yo—. Si...

Conway abrió su cuaderno por una página en blanco.

—Joanne Heffernan —dijo—. Joanne es una víbora. Disfruta.

Joanne era como mirar a las otras tres y hacer una media de todas. Había anticipado encontrarme con un monumento, un paradigma de la modernidad. Altura media. Complexión media. Del montón. Cabello rubio alisado artificialmente, bronceado falso, cejas finísimas. Ni una mirada de soslayo a El lugar de los secretos.

Solo con su forma de estar —su cadera ladeada, su barbilla gacha y sus cejas enarcadas— decía: «Impresióname». Decía: «Aquí mando yo».

Joanne quería hacerme creer que era importante. No: concederle que era primordial.

—Joanne —la saludé, al tiempo que me ponía en pie para recibirla—. Soy Stephen Moran. Gracias por venir.

Mi acento. Joanne procesó en su archivo mis erres sonoras. Y me lanzó sin remilgos al cajón inferior. Una parpadeo de desdén.

—No he tenido más alternativa, ¿no es cierto? Y, ya que estamos, tenía cosas que hacer a última hora. No esperaba pasármela sentada fuera del despacho aburrida hasta la muerte y sin que me permitieran hablar.

—Lo lamento mucho. No era nuestra intención hacerte esperar. De haber sabido que los otros interrogatorios iban a tardar tanto... —Le coloqué la silla—. Siéntate.

Frunció el labio al ver a Conway de pasada: «Usted».

—Bien —dije cuando nos hubimos sentado—. Tengo unas cuantas preguntas rutinarias. Vamos a preguntarle las mismas cosas a un montón de personas, pero agradecería de veras saber qué opinas tú. Podría ayudarnos muchísimo.

Respetuosa. Con las manos enlazadas, como si fuera la Princesa del Universo y nos estuviera haciendo un favor.

Joanne me examinó. Ojos azules claros y planos, un poco demasiado anchos. Y con menos parpadeos de lo habitual.

Finalmente asintió. Misericordiosa, compasiva conmigo.

—Gracias —le agradecí. Gran sonrisa, de humilde servidor.

Por el rabillo del ojo detecté a Conway revolverse, una sacudida repentina; probablemente intentara no vomitar.

—Si no te importa, ¿podríamos empezar por revisar lo que hiciste ayer por la tarde? ¿Podrías relatármelo desde que empezó el primer período de estudio?

Joanne me contó la misma historia que las otras. Despacio, con claridad, con palabras sencillas, para los plebeyos. Y le preguntó a Conway, que andaba garabateando:

—¿Le da tiempo a anotarlo? ¿O necesita que hable más despacio?

Conway le sonrió de oreja a oreja.

—Si necesito que hagas algo, te lo haré saber. Créeme.

—Gracias, Joanne —dije yo—. Un gesto muy considerado por tu parte. Dime una cosa: mientras estabas aquí, ¿le echaste un vistazo a El lugar de los secretos?

—Sí, lo miré por encima cuando fui al lavabo. Solo para ver si había algo interesante.

—¿Y lo había?

Joanne se encogió de hombros.

—Lo mismo de siempre. Un aburrimiento.

Nada de labradores ni de tetas.

—¿Alguna de esas tarjetas es tuya?

Una mirada rápida a Houlihan.

—No.

—¿Seguro?

—¿Cómo? Claro que sí.

—Te lo pregunto porque una de tus amigas ha mencionado que os habíais inventado unas cuantas hace tiempo.

La mirada de Joanne se tornó gélida.

—¿Quién ha dicho eso?

Abrí las manos, humilde.

—No puedo revelarte esa información. Lo siento.

Joanne se mordisqueaba el carrillo por dentro, cosa que hacía que la cara se le desfigurara hacia el lado. Las otras lo iban a pagar muy caro.

—Si ha dicho que lo hice yo sola, es una mentirosa de categoría. Lo hicimos entre todas. Y las quitamos del tablón. Además, ¿qué importancia tiene? Parece como si fuera lo más grave del mundo. Solo estábamos divirtiéndonos.

Conway tenía razón: en aquel tablón había tantas mentiras como secretos. McKenna lo había colocado allí con un fin y las chicas lo utilizaban con otro.

—¿Y qué me dices de esta? —pregunté.

La fotografía en su mano.

Joanne abrió la boca de par en par. Reculó en la silla.

—¡Madre mía! —chilló.

Se tapó la boca con la mano.

No podía ser más falsa.

No significaba nada. Algunas personas son así: todo lo que dicen suena a mentira. No es que sean magníficas mentirosas, lo que ocurre es que no les sale contar la verdad. Y uno es incapaz de discernir la verdad de la mentira en sus palabras.

Esperamos a que acabara. Atrapamos la última mirada que nos dedicó, entre gemiditos, para comprobar si nos había impresionado.

—¿La colgaste tú en El lugar de los secretos? —le pregunté.

—¡¿Perdón?! ¡Claro que no! ¿Es que no ve que estoy, literalmente, en shock?

Se presionaba el pecho con una mano. Fingió que le costaba respirar. Conway y yo la observamos con interés. Houlihan se puso en pie. Un gorjeo.

Conway le dijo sin mirarla:

—Siéntese tranquila. Está perfecta.

Joanne le lanzó una mirada envenenada. Dejó de respirar entrecortadamente.

—Así que no se trata de ninguna tarjeta de broma, ¿no? —le pregunté—. No tendría nada de malo; no habéis jurado que solo colgaríais ahí secretos reales. Pero necesitamos saberlo.

—Ya se lo he dicho: no. ¿De acuerdo?

Recular implicaba despedirme de mi oportunidad de descartarlas a todas salvo a una, y de escuchar cómo aquella cerradura se abría.

Joanne me miraba como si fuera una mierda que se le hubiera adherido al zapato. Estaba a un paso de lanzarme en la misma papelera que a Conway.

—Claro —dije yo. Recuperé la foto y me la guardé—. Solo quería asegurarme. ¿Cuál de tus amigas crees que ha sido?

Algo infeccioso y fulgurante en los ojos de Joanne; algo real. Furia, ira. Y luego nada.

—Eh... —Una negación con el dedo. Y una sonrisita—. Es imposible que ninguna de ellas haya colgado esto.

Estaba cien por cien segura. No se atreverían.

—Entonces ¿quién lo habrá hecho?

—Eh... Eso no es asunto mío.

—Por supuesto que no. Pero es evidente que tú sabes todo lo que ocurre en esta escuela. Si merece la pena escuchar las conjeturas de alguien, esa eres tú.

Sonrisa de satisfacción: Joanne aceptaba el cumplido. La había recuperado.

—Si fue alguien que estuvo en la escuela ayer por la tarde, hubo algunas personas que reservaron el aula de estudios después de nosotras: Julia, Holly, Selena y Menganita.

—¿Sí? ¿Crees que saben algo acerca de lo que le ocurrió a Chris?

Se encogió de hombros.

—Quizá.

—¡Qué interesante! —exclamé yo. Un asentimiento ausente, serio—. ¿Y hay algo en concreto que te induzca a pensarlo?

—Bueno, no tengo pruebas. Ese es su trabajo. Solo digo que es posible.

—Me gustaría conocer tu opinión sobre otra cosa más. Cualquier idea podría sernos de ayuda. ¿Quién crees que asesinó a Chris?

—¿No fue el encargado de mantenimiento? ¿Willy? —preguntó Joanne—. Bueno, no sé si se llamaba de ese modo, así es como lo llamaba todo el mundo porque corría el rumor de que le había ofrecido a una chica pastillas de éxtasis si ella... —Una mirada rápida a Houlihan, que empezaba a dar la impresión de que aquel día estaba aprendiendo mucho, y nada bueno—. Bueno, yo no sé si era un pervertido o solo un camello, pero en cualquier caso, ¡puaj! Pensaba que la policía lo había detenido porque sabía que era él pero no tenía suficientes pruebas.

El mismo argumento que Alison: podría ser lo que creía de verdad o bien una cortina de humo inteligente.

—¿Y crees que Holly y sus amigas podrían tener esas pruebas? ¿Cómo es posible?

Joanne se sacó un mechón de pelo de la coleta y lo examinó para comprobar si tenía las puntas abiertas.

—Supongo que ustedes creerán que son unos angelitos y que nunca toman drogas. Por supuesto, Rebecca, ella es tan inocente, ¿verdad?

—Aún no la conozco. ¿Se drogan?

Otra mirada rápida a Houlihan. Y un encogimiento de hombros.

—No digo que lo hagan. O sea, ni tampoco que hubieran hecho nada con el encargado de mantenimiento, con Willy. —Una sonrisa de suficiencia dibujándose en la comisura de sus labios—. Lo único que digo es que son raras a rabiar y que no sé qué hacen ni qué dejan de hacer. Eso es todo.

Le habría encantado pasarse todo el día jugando a aquel jueguecito, soltando pistas como pedos y apartándose del hedor.

—Cuéntame algo sobre Chris, una sola cosa. Lo que sea que te pareciera más destacado en él.

Joanne reflexionó. Algo desagradable le hizo encoger el labio superior.

Y en el momento más indicado, señaló:

—No me sentiría nada cómoda metiéndome con él.

Me miró por debajo de las pestañas.

Me incliné hacia delante. Serio, decidido, con las cejas interrogantes mientras centraba la mirada en la noble jovencita que guardaba el secreto que podía salvar al mundo. Y con la voz más profunda que fui capaz de modular, dije:

—Joanne. Sé que no eres el tipo de persona que va criticando a los muertos, pero hay veces en que la verdad importa más que la bondad. Y este es uno de esos momentos.

Casi oía cómo la música de fondo de mi propia banda sonora marcaba un crescendo. Noté a Conway, junto a mi hombro, reprimiendo una risotada.

Joanne respiró hondo. Se preparaba para un gesto de valentía, para sacrificar su conciencia personal sobre el altar de la justicia. Falsedad por todas partes, todo sonaba postizo, incluso Chris Harper parecía un personaje que yo me hubiera inventado.

—Chris —dijo Joanne. Un sollozo. Un poco triste, un poco compasiva—. Pobre Chris. Para ser un chico tan guapo, tenía un gusto patético.

—¿Te refieres a Selena Wynne? —le pregunté.

—Bueno, yo no quería dar nombres, pero ya que lo saben...

—Bueno, lo que ocurre es que nadie afirma haber visto a Chris y Selena haciendo nada que revelara que eran pareja. Nadie los ha visto besarse, ni cogerse de la mano, ni siquiera irse por ahí los dos solos. De manera que ¿qué te lleva a creer que salían juntos?

Un pestañeo rápido.

—Prefiero no decirlo.

—Joanne, entiendo que intentas hacer lo correcto, y lo aprecio de verdad. Pero necesito que me digas qué viste u oíste. Todo.

A Joanne le gustaba contemplar cómo me esforzaba. Era como saber que lo que ocultaba merecía la pena. Fingió reflexionar, mientras se pasaba la lengua por los dientes, lo cual no la favorecía, precisamente.

—De acuerdo —dijo al fin—. A Chris le gustaba gustar a las chicas. Entiende lo que quiero decir, ¿verdad? Por ejemplo, siempre intentaba que todas las chicas de la estancia estuvieran pendientes de él. Y, de repente, de la noche a la mañana, empezó a pasar de todo el mundo, salvo de Selena Wynne. Y ya me dirán ustedes, no quiero ser mala, pero siempre he sido sincera y Selena no tiene nada de especial, ¿no creen? Actúa como si lo fuera, aunque por desgracia a la mayoría de la gente no le gustan..., ya sabe... —Joanne me lanzó una sonrisita de complicidad y dibujó dos grandes pechos en el aire con ambas manos—. O sea, que no daba crédito. Pensaba que era una de esas apuestas estúpidas de las películas en las que intentan avergonzar a alguien, porque, de otro modo, me habría muerto literalmente de vergüenza ajena por Chris.

—Pero eso no indica que salieran juntos. Quizás a él le gustara y a ella, no.

—Perdone. No creo. O sea, que ella habría sido una suertuda de haberse llevado a Chris. Y, además, Chris no era el tipo de chico que pierde el tiempo si no llega a ningún sitio. No sé si entiende a qué me refiero.

—¿Por qué iban a mantenerlo en secreto?

—Probablemente él no quisiera que se supiera que estaba saliendo con eso. Y de verdad que no le culpo por ello.

—¿Es ese el motivo por el que no os lleváis bien con la pandilla de Selena? —quise saber—. ¿Porque Chris y ella salían juntos?

Un paso en falso. Aquel fulgor de nuevo en los ojos de Joanne, tan fríos y violentos que casi me hicieron echarme hacia atrás.

—Escuche, por mí como si a Chris Harper le gustaban los hipopótamos. Me parecía gracioso, pero aparte de eso, no era asunto mío en absoluto.

Asentí varias veces con la cabeza de forma humilde: conforme, lo había captado, me había puesto en mi sitio, no volvería a ser descarado otra vez.

—De acuerdo. Tiene sentido. Pero entonces, ¿por qué no os lleváis bien?

—Porque no existe una ley que diga que tengamos que llevarnos bien con todo el mundo. Y porque yo elijo con quién quiero salir y no me apetece hacerlo con hipopótamos y tías raras. Gracias, pero no.

No era más que una pequeña alimaña, igualita a las pequeñas alimañas de mi escuela y de tantos otros colegios. Las había a patadas. Iban baratas en todo el mundo. No había ningún motivo por el que aquella en concreto tuviera que darme ganas de vomitar.

—Entendido —le dije, sonriendo como un lunático.

Conway preguntó:

—¿Tienes novio?

Joanne se tomó su tiempo. Un compás de espera —«¿Alguien ha dicho algo?»— y luego volvió lentamente la cabeza hacia Conway.

Conway sonrió. No de manera agradable.

—Perdone, pero eso pertenece a mi vida privada.

—Pensaba que estabas aquí para ayudar en la investigación —apuntó Conway.

—Y así es. Pero no veo en qué sentido mi vida privada es asunto de esta investigación. ¿Podría explicármelo, por favor?

—No —dijo Conway con desdén—. No me sale de las narices. Sobre todo porque me es más fácil ir al Colm y averiguarlo.

Intenté salir en defensa de las dos.

—No creo que Joanne nos obligue a hacer tal cosa, detective. Sobre todo porque sabe que cualquier información que tenga puede sernos de gran ayuda.

Joanne reflexionó sobre mis palabras. Volvió a poner cara de no haber roto un plato en su vida. Y con tono misericordioso me informó:

—Salgo con Andrew Moore. Su padre es Bill Moore, probablemente hayan oído hablar de él.

Un constructor, uno de los que salieron en los telediarios por estar en la bancarrota y ser multimillonario al mismo tiempo. Puse gesto de estar impresionado, como correspondía.

Joanne comprobó la hora en su reloj.

—¿Quieren saber algo más sobre mi vida amorosa? ¿O hemos acabado ya?

—Adiós —le dijo Conway. Y a Houlihan—: Rebecca O’Mara.

Acompañé a Joanne hasta la puerta. Se la sostuve abierta para franquearle el paso. Observé a Houlihan correr aprisa tras ella por el pasillo, sin que Joanne se dignara a mirarla.

—Y otra que aún anda suelta —dijo Conway.

Su voz no revelaba nada. De nuevo, no tenía modo de saber si lo que quería decir era: «Será mejor que afines la puntería».

Cerré la puerta y dije:

—Hay cosas que está planteándose contarnos, pero no quiere hacerlo aún. Y eso encaja con nuestra chica de la tarjeta.

—Sí. O eso o quiere hacernos creer que oculta algo. Convencernos de que sabe seguro que Chris y Selena salían juntos, o lo que sea, cuando en realidad no sabe nada.

—Podemos hacerla venir de nuevo y presionarla un poco más.

—No. Por ahora no. —Conway me observó regresar a mi silla y sentarme. Y dijo rudamente—: Lo has hecho bien, mejor de lo que lo habría hecho yo.

—Sí, parece que la práctica en lamer culos ha sido útil al final.

Una mirada irónica de Conway, pero breve. Iba a guardarse a Joanne para más adelante. Por ahora prefería avanzar.

—Rebecca es el vínculo débil de esta pandilla. Tímida a muerte; se puso como un pimiento y casi se hizo un nudo cuando le preguntamos por su nombre, y no conseguimos que dijera nada más alto que un susurro. Ponte los guantes de niño.

De nuevo la campana, pasos ajetreados y voces. Hacía rato que había pasado la hora de la comida. Podría haberme zampado de un mordisco una hamburguesa grasienta de tamaño gigante o lo que quiera que sirvieran en aquel refectorio, probablemente un solomillo orgánico y ensalada de rúcula. Pero no pensaba decir que tenía hambre hasta que lo dijera Conway. Y ella no iba a hacerlo.

—Ten cuidado con esta pandilla hasta que le encuentres el tranquillo. Son muy distintas —me advirtió.

El lugar de los secretos

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