Читать книгу El lugar de los secretos - Тана Френч - Страница 7
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ОглавлениеEl primer domingo de septiembre por la tarde, las alumnas internas regresan al San Kilda. Lo hacen bajo un cielo limpio y despejado cuyo azul podría seguir perteneciendo al verano, de no ser por la V de pájaros que practican despegues a un extremo de la postal. Llegan gritando con un triple signo de exclamación; saltan y se abrazan en los pasillos que huelen a vacío, a ensueño estival y a pintura reciente; llegan con una piel bronceada que ha empezado a pelarse y con anécdotas de las vacaciones que contar, con cortes de pelo nuevos y pechos incipientes que las hacen parecer extrañas y distantes al principio, incluso a ojos de sus mejores amigas. Transcurrido un rato tras la conclusión del discurso de la señorita McKenna, se han recogido las teteras industriales y las galletas, de buena calidad; los padres se han despedido de sus hijas entre abrazos y advertencias de última hora acerca de los deberes y los inhaladores; algunas estudiantes de primer año han llorado; se han traído a la escuela los últimos objetos olvidados, y el sonido de los automóviles se ha desvanecido del camino de acceso hasta disolverse en el mundo exterior. Quedan las internas, la directora, un par de miembros del personal a quienes ha tocado comerse el marrón, y la escuela.
A Holly le están sucediendo tantas cosas nuevas que lo mejor que puede hacer es seguir el ritmo, poner cara de póquer y esperar a que, antes o después, todo empiece a parecerle real. Ha arrastrado su maleta por los pasillos alicatados del ala de internas, con los cuales aún no se halla familiarizada, con el runruneo de las ruedas sonando en los rincones, hasta llegar a su nueva habitación. Ha colgado sus toallas amarillas en la percha y ha extendido sobre la cama el edredón a rayas amarillas y blancas, aún pulcramente arrugado y con el olor a nuevo y a plástico del embalaje. Ella y Julia ocupan las camas junto a la ventana; Selena y Becca al final les han cedido el privilegio de escoger. A través de la ventana, desde esta nueva perspectiva, los terrenos de la escuela presentan un aspecto distinto: un jardín secreto repleto de recovecos que aparecen y desaparecen, a la espera de ser explorados... si se es lo bastante rápido.
Incluso el refectorio se antoja un lugar nuevo. Holly solía visitarlo a la hora de la comida, cuando se convierte en una olla de grillos, entre tanto parloteo y prisas, y todo el mundo se grita de mesa a mesa y come con una mano mientras con la otra envía mensajes por el móvil. A la hora de la cena, el zumbido de la llegada se ha desvanecido y las internas se agrupan formando corrillos entre largas franjas de formica vacía, despatarradas en torno a sus platos de albóndigas y ensalada, mientras hablan entre susurros que vagan errantes por el ambiente. La luz parece más tenue y la estancia huele más fuerte, a carne cocida y vinagre, a algo entre sabroso y nauseabundo.
No todo el mundo murmulla. Joanne Heffernan, Gemma Harding, Orla Burgess y Alison Muldoon están sentadas a dos mesas de distancia, pero Joanne da por sentado que el mundo entero en cualquier lugar quiere escuchar cada una de las palabras que ella pronuncia y, aunque esté equivocada, nadie parece tener agallas suficientes como para decírselo.
—Tía, pero si salía en Elle... ¿Es que tú no lees? Se supone que es fantabuloso y, afrontémoslo, no quiero ser mala, pero una buena exfoliación te iría que ni pintada, ¿no crees, Orls?
—Jopé... —dice Julia, haciendo una mueca y frotándose la oreja que le queda más cerca de Joanne—. Decidme que no habla así de alto en los desayunos. No estoy de humor por la mañana.
—¿Qué es un exfoliante? —quiere saber Becca.
—Un producto para la piel —responde Selena.
Joanne y su pandilla siguen a pie juntillas los consejos de las revistas para tener la piel y el cabello perfectos, y mantener la celulitis a raya.
—Pues suena a algo de jardinería.
—Suena a arma de destrucción masiva —comenta Julia—. Y ellas son el ejército androide de la exfoliación y se limitan a seguir órdenes. Nos exfoliaremos.
Pone voz de dalek2 y habla fuerte a propósito para obligar a Joanne y a sus amigas a girarse, pero para entonces Julia sostiene en alto el tenedor con una albóndiga pinchada y le pregunta a Selena si cree que habrá un globo ocular dentro, fingiendo no haber visto a Joanne. Joanne escanea la escena con ojos impasibles y gélidos, y luego se da media vuelta, volteando su melena como si los paparazzi aguardaran agazapados para asomarse entre su comida.
—Nos exfoliaremos —repite Julia con voz de robot y al instante añade con su propia voz—: Hol, hace tiempo que te lo quería preguntar: ¿encontró tu madre al final las bolsas de rejilla?
Se esfuerzan por no estallar en risitas nerviosas.
Joanne espeta:
—Perdona, ¿me decíais algo?
—Las tengo en la maleta, sí —le responde Holly a Julia—. Cuando la deshaga, te... ¿Me preguntas a mí?
—A quien sea. ¿Hay algún problema?
Julia, Holly y Selena ponen cara de no haber roto un plato. Becca se llena la boca de patata para evitar que la bola de temor a punto de estallar en carcajadas le salga disparada y reviente.
—¿Que estas albóndigas dan asco? —plantea Julia, y se ríe un segundo demasiado tarde.
Joanne también se ríe, y el resto de las daleks la imitan, pero su mirada sigue siendo igual de gélida.
—Eres muy divertida —dice.
Julia arruga la nariz.
—Ayyy, gracias... Aquí estoy para servirte.
—Buena idea —replica Joanne—. Mantén ese objetivo. —Y retoma su cena.
—Nos exfolia...
En esta ocasión Joanne casi la pilla. Selena interviene justo a tiempo.
—Chicas, yo tengo bolsas de rejilla de sobra, si alguien necesita una. —El rostro entero se le deshace en una risita, pero está de espaldas a Joanne y habla con voz serena y segura, sin rastro de risa.
La mirada de láser de Joanne realiza un barrido por encima de sus cabezas y alrededor de las mesas, en busca de alguien que se atreva con ella.
Becca se ha tragado la comida demasiado pronto y eructa sonoramente. Se pone como un pimiento, pero les brinda a sus tres amigas la excusa perfecta que buscan tan desesperadamente: estallan en carcajadas, agarrándose las unas a las otras, con las caras casi pegadas a la mesa.
—Madre mía, pero qué desagradable eres —dice Joanne, frunciendo los labios en gesto repipi, mientras da media vuelta; sus amigas, bien entrenadas, también se dan media vuelta y fruncen los labios.
Pero solo consiguen agravar el ataque de risa. A Julia se le va un trozo de albóndiga por el conducto de la nariz, se pone como un tomate e intenta sonarse sonoramente en una servilleta de papel para expulsarla, y las otras casi se caen de la silla de tanto reír.
Cuando finalmente amainan las risas, caen en la cuenta de lo estúpido de la bromita. Siempre se han llevado bien con Joanne y su pandilla, lo cual es un gesto muy inteligente.
—¿A qué venía todo eso? —le pregunta Holly a Julia en voz baja.
—¿El qué? Si Joanne no dejaba de aullar pronto sobre ese estúpido tratamiento cutáneo, iban a fundírseme los tímpanos. Y, además, ha funcionado.
Las daleks forman un corrillo sobre sus bandejas, lanzan miradas recelosas a su alrededor y hablan en voz ostensiblemente baja.
—Pero seguro que se ha molestado —susurra Becca con los ojos como platos.
Julia se encoge de hombros.
—¿Y qué? ¿Qué se supone que va a hacer? ¿Ejecutarme? ¿Me he perdido el momento en el que me he convertido en su esclava?
—No, pero afloja un poco, eso es todo —comenta Selena—. Si quieres pelearte con Joanne, tienes todo el año por delante. No tiene por qué ser esta noche.
—Pero ¿qué problema hay? Nunca ha sido nuestra mejor amiga.
—Pero tampoco hemos sido nunca enemigas. Y ahora tienes que convivir con ella.
—Exactamente —replica Julia, girando su bandeja para poder comerse la macedonia—. Creo que voy a disfrutar de este año.
Tras un muro alto, una franja de calle arbolada y otro muro de distancia, los alumnos internos del Colm también se encuentran de regreso. Chris Harper ha extendido su edredón rojo sobre la cama, ha colocado su ropa en la balda del armario que le corresponde, canta una versión guarra del himno de la escuela con su nueva voz, más ronca, y sonríe cuando sus compañeros de habitación entran y le añaden coreografía. Ha colgado un par de pósteres encima de su cama, ha colocado la nueva fotografía enmarcada de su familia en su mesilla de noche, ha envuelto esa bolsa de plástico repleta de promesas en una toalla vieja y raída y la ha guardado bien oculta en su maleta, que ha colocado encima del armario, al fondo de todo. Después de comprobar en el espejo que la onda del flequillo está donde corresponde, baja al galope a cenar con Finn Carroll y Harry Bailey, entre gritos y risas estentóreas, ocupando todo el pasillo los tres, sacando bola y luchando en broma, como en un experimento, para averiguar quién de ellos se ha hecho más fuerte en el transcurso del verano. Chris Harper afronta el año con ilusión; se muere de ganas; tiene planes.
Le quedan ocho meses y dos semanas de vida.
—¿Y ahora qué hacemos? —pregunta Julia, una vez terminada la macedonia mientras devuelven las bandejas a los carros.
De la misteriosa cocina interior llega el estrépito de los platos fregados y una discusión en un idioma extranjero que podría ser polaco.
—Lo que queramos hasta la hora de estudiar —responde Selena—. En ocasiones vamos al centro comercial o, si los chicos de Colm están jugando al rugby, solemos ir a ver el partido, pero no tenemos permiso para salir de los terrenos de la escuela hasta el fin de semana que viene. Así que podemos ir a la sala común o...
Se dirige ya hacia la puerta principal, con Becca a su lado. Holly y Julia las siguen.
Afuera sigue habiendo luz. Los terrenos de la escuela son prados verdes que se pierden, capa sobre capa, en el infinito. Hasta entonces ha sido una zona en la que Holly y Julia supuestamente no debían entrar; no es que fuera ninguna transgresión, o no exactamente, pero la única oportunidad de que las escolares de diario los utilizasen era durante la hora de la comida, y nunca quedaba demasiado tiempo para eso. Ahora parece que haya caído la capa de vidrio esmerilado que los cubría: los colores saltan a la vista y Holly distingue los trinos de los pájaros, separados y vívidos, al tiempo que las volutas de sombra entre las ramas resultan hondas y frías como pozos.
—Venga, vamos —dice Selena, y echa a correr por el prado de detrás de la escuela como si fuera de su propiedad.
Becca corre tras ella. Julia y Holly también arrancan a correr, mientras se adentran en la vorágine verde y silban, hasta darles alcance.
Dejan atrás la verja de hierro forjado, se internan entre los árboles y, de repente, los terrenos se convierten en un remolino de senderillos cuya existencia Holly desconocía, caminitos que no conducen solo a un pequeño rincón junto al camino principal: manchas solares, revoloteos, ramas entrecruzadas sobre sus cabezas y estallidos de flores púrpura aparecen por el rabillo del ojo. Algo más arriba, desviada del camino, la falda plisada oscura de Becca y la melena dorada de Selena oscilan al unísono para describir un giro mientras ascienden por un cerro diminuto, dejan atrás unos arbustos que parecen podados con forma de bolitas por gnomos jardineros, y luego, tras unas motas oscuras y claras, vuelven a emerger al sol diáfano. Por un instante, Holly tiene que protegerse los ojos con las manos.
Es un calvero pequeño, apenas un círculo de hierba segada bordeado por altos cipreses. El aire se percibe allí distinto al instante y por completo, quieto y frío, con minúsculos torbellinos aquí y allá. Llegan a él distintos sonidos: el arrullo holgazán de una tórtola, el zumbido de los insectos trajinando en algún lugar... y desaparecen sin dejar ni una onda.
Selena dice, con la respiración entrecortada:
—Solemos venir aquí.
—Nunca nos habíais enseñado este lugar —observa Holly.
Selena y Becca se miran y se encogen de hombros. Por un instante, Holly casi se siente traicionada: Selena y Becca llevan dos años de internas, pero jamás se le había ocurrido que harían cosas juntas, ellas dos solas..., hasta que cae en la cuenta de que ahora ella también forma parte de todo eso.
—A veces tienes la sensación de que enloquecerás si no encuentras un lugar íntimo —explica Becca—. Por eso venimos aquí.
Se deja caer en la hierba hecha una maraña con sus esqueléticas piernas y alza la vista nerviosa hacia Holly y Julia. Junta las manos en forma de cuenco, muy prietas, como si les ofreciera aquel claro a modo de regalo de bienvenida y no supiera si es suficiente.
—Es fantástico —dice Holly. Huele la hierba cortada, la tierra fértil en las sombras; un rastro de algo salvaje, como si los animales trotaran en silencio a través de aquel camino de un lugar nocturno a otro—. ¿Y no viene nadie más?
—Cada cual tiene su propio lugar —contesta Selena—. Nosotras no vamos a los de las demás.
Julia se da la vuelta, echa la cabeza hacia atrás para contemplar cómo los pájaros giran en el círculo azul, se escinden y luego se reincorporan a la V.
—Me gusta —dice—. Me gusta mucho. —Y se deja caer en la hierba junto a Becca.
Becca sonríe y respira, y relaja las manos.
Se estiran y van desplazándose hasta que el sol se desliza fuera de su vista. La hierba es densa y brillante, como la piel de un animal, un goce para tumbarse.
—¡Qué pesadilla el discurso de McKenna! —exclama Julia—. «Sus hijas cuentan ya con un buen bagaje de partida, porque son ustedes personas cultas, personas preocupadas por la salud y formadas, personas fantásticas. Estamos encantados de continuar con su buen trabajo». Pasadme la bolsa para vomitar.
—Cada año pronuncia el mismo discurso —dice Becca—, palabra por palabra.
—En primer curso, mi padre casi se me lleva derechita de vuelta a casa debido a esa perorata —explica Selena—. Dice que es elitista.
El padre de Selena vive en una especie de comuna en Kilkenny y lleva ponchos tricotados a mano. Fue su madre quien eligió el San Kilda.
—Mi padre opinaba lo mismo —dice Holly—. Se lo he leído en la cara. Me daba pavor que hiciera algún comentario de los suyos al finalizar McKenna, pero mamá le ha cortado la inspiración.
—Claro que era elitista —observa Julia—. ¿Qué pasa? No hay nada de malo en ser elitista. Hay cosas mejores que otras; fingir lo contrario no te hace más abierto de miras, simplemente te convierte en alguien estúpido. Lo que a mí me ha dado ganas de vomitar ha sido el peloteo. Como si fuéramos productos que han cagado nuestros padres, y McKenna dándoles collejitas de apoyo y diciéndoles que han hecho un trabajo magnífico, y ellos moviendo la colita y lamiéndole la mano, a punto de mearse en su puerta. ¿Cómo puede saberlo? ¿Qué pasa si mis padres no han leído ni un libro en toda su vida y me alimentan a base de chocolatinas Mars fritas en abundante aceite en cada comida?
—No le importa lo más mínimo —responde Becca—. Lo único que le interesa es hacerles sentir bien por gastarse un montón de dinero en librarse de nosotras.
Un silencio súbito corta el ambiente. Los padres de Becca trabajan en Dubái la mayor parte del tiempo. Ni siquiera han regresado para el día de hoy; ha sido el ama de llaves quien ha acompañado a Becca a la escuela.
—Me alegro de que estéis aquí —dice Selena.
—A mí todavía no me parece real —comenta Holly, lo cual es una verdad a medias, pero es lo mejor que se le ocurre.
Le parece real a ráfagas, entre otras extensiones largas y granulosas de imágenes estáticas vertiginosas, pero se trata de ráfagas lo bastante vívidas como para expulsar las otras realidades de su cabeza y hacerla sentir como si siempre hubiera estado allí. Luego desaparecen.
—Pues a mí, sí —replica Becca.
Sonríe mirando al cielo. La magulladura se ha disipado de su voz.
—Ya te lo parecerá —la tranquiliza Selena—. Se tarda un tiempo.
Permanecen allí tumbadas, notando cómo sus cuerpos se hunden cada vez más en el calvero mientras cambian de ritmo para fusionarse con las cosas que las rodean: el toc toc toc de un pájaro en algún lugar, el lento deslizarse y parpadeo de los rayos de sol a través de las densas copas de los cipreses. Holly se da cuenta de que está repasando el día, tal como hace cada tarde en el autobús de camino a casa, seleccionando fragmentos para explicarlos: una anécdota divertida con cierto descaro para papá, algo para impresionar a mamá o, si Holly está enfadada con ella, como ocurre con frecuencia últimamente, algo para sobresaltarla y hacer que suelte un: «Por todos los santos, ¿por qué iba a querer nadie decir algo así...?», mientras Holly alza la vista al cielo. De repente cae en la cuenta de que no tiene sentido hacerlo. La imagen que cada día deja en su estela no va a cobrar forma con la sonrisa de papá ni las cejas interrogantes de mamá, ya no.
Ahora le darán forma sus amigas. Holly las mira y nota cómo el día de hoy se mueve y se amolda a unos contornos que recordará dentro de veinte años, y dentro de cincuenta: el día en que a Julia se le ocurrió lo de las daleks, y en que Selena y Becca llevaron a Julia y a ella por primera vez al claro que había entre los cipreses.
—Será mejor que regresemos pronto —comenta Becca sin moverse.
—Es temprano —opina Julia—. Habéis dicho que tenemos permiso para hacer lo que queramos.
—Nosotras sí, más o menos. Pero cuando eres nueva, se ponen hipernerviosas si no te ven todo el tiempo, como si pudieras escaparte o algo así.
Se ríen, en voz baja, en medio de aquel círculo de aire quieto. Y aquella ráfaga vuelve a sacudir a Holly: un hilo de graznidos de gansos salvajes atravesando el cielo, sus dedos entretejidos en la fría piel de la hierba, el parpadeo de las pestañas de Selena recortándose contra el sol y la sensación de que su vida siempre ha sido así y de que todo lo demás es un sueño en vigilia que se oculta tras el horizonte. Esta vez la ráfaga dura más.
Unos minutos más tarde, Selena apunta:
—Becs tiene razón. Deberíamos irnos. Si vienen a buscarnos...
Si una profesora viniera a aquel calvero... El mero pensamiento les provoca un escalofrío en la espalda y las hace ponerse en pie de un brinco. Después de sacudirse la hierba de la ropa, Becca le quita unas briznas a Selena del cabello y se lo peina con los dedos.
—De todos modos, yo tengo que acabar de deshacer la maleta —anuncia Julia.
—Y yo también —se suma Holly.
Holly piensa en el ala de las internas, en los altos techos que parecen listos para llenarse con las armonías de las voces de las monjas, frías y livianas. Tiene la sensación de que alguien distinto sobrevuela la cama a rayas amarillas y blancas, aguardando a que llegue su momento: una nueva Holly, una versión diferente de cada una de ellas. Nota el cambio penetrándole la piel y arremolinándose en los amplios espacios que separan sus átomos. De pronto comprende lo que Julia ha hecho a la hora de la cena, al incordiar a Joanne. Aquella marea también le estaba meciendo los pies; mientras ella trataba de abrirse paso para no dejarse llevar por la corriente y demostrar que tenía su propia opinión antes de que la engullera y la arrastrara para siempre.
—Sabes que puedes venir a casa siempre que quieras —le ha dicho su padre unas ochenta mil veces—. A cualquier hora, de día o de noche: una llamada de teléfono y estaré aquí en menos de una hora. ¿Entendido?
—Sí, lo sé, ya lo he entendido —ha respondido Holly otras ochenta mil—. Si cambio de opinión, te llamaré y regresaré a casa.
Hasta ahora no se le había ocurrido que quizá la cosa no funcionara así.