Читать книгу El lugar de los secretos - Тана Френч - Страница 8
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ОглавлениеA Conway le gustaban los coches de la Brigada. Y los conocía bien. De entre los de la flota, se dirigió directamente a un MG negro retro, una maravilla. Un detective jubilado se lo legó a las fuerzas del orden en su testamento, su orgullo y felicidad. El encargado de la flota no habría dejado que Conway le pusiera las manos encima si ella no hubiera sabido manejarse. «Las transmisiones andan mal, detective, lo siento en el alma, pero tenemos un Volkswagen Golf fantástico ahí mismo»... Conway lo saludó con la mano y él le lanzó las llaves.
Conducía el MG como si fuera su caballo de toda la vida. Nos dirigimos rumbo al sur, donde vive la gente pija, con Conway mordisqueando rauda las esquinas de aquel remolino de callejones y tocando el claxon cuando alguien no se daba el piro con la rapidez suficiente.
—Que te quede clara una cosa —me dijo—: aquí mando yo. ¿Te molesta recibir órdenes de una mujer?
—No.
—Eso dicen todos.
—Yo lo digo de verdad.
—Bien. —Frenó de sopetón frente a una cafetería de esas con aspecto de vender productos integrales cuyos escaparates pedían a gritos un lavado—. Tráeme un café. Solo, sin azúcar.
No tengo el ego tan débil; no se desplomará sin un entrenamiento diario. Fuera del coche, dos cafés para llevar, incluso le saqué una sonrisa a la deprimida camarera.
—Aquí tienes —dije, mientras me deslizaba en el asiento del copiloto.
Conway le dio un sorbito.
—Está asqueroso.
—Has escogido tú el sitio. La suerte es que no lo hayan elaborado con brotes de soja.
Estuvo a punto de sonreír, pero reprimió la sonrisa.
—Sí que lo han hecho. Tíralo a la basura. Los dos, el tuyo y el mío; no quiero que el coche apeste.
La papelera estaba al otro lado de la calle. Salí, esquivé el tráfico, alcancé la papelera, esquivé el tráfico de nuevo y volví a meterme en el coche. Empezaba a entender por qué Conway seguía trabajando en solitario. Pisó el acelerador antes de que hubiera metido la pierna y cerrado la puerta.
—Bueno —dijo, algo más amable, pero solo un poco—. Conoces el caso, ¿verdad? ¿Lo básico al menos?
—Sí.
Hasta los perros callejeros conocían los detalles básicos.
—Sabes que no atrapamos a nadie. ¿Algún pajarito te ha dicho algo acerca de por qué?
Los pajaritos piaban todo tipo de cosas, pero yo me limité a decir:
—En algunos casos ocurre.
—Topamos con un muro, ese es el porqué. Ya sabes cómo va esto: tienes la escena del crimen y un montón de testigos entre los que escoger y cuentas también con la vida de la víctima, y más te vale que una de esas tres cosas te dé alguna pista. Pues nos dieron un montón de nada. —Conway detectó un hueco del tamaño de una bici en el carril por el que circulaba y embutió el coche por él de un volantazo—. Básicamente, nadie parecía tener un motivo para querer asesinar a Chris Harper. Era un buen chico, en todos los sentidos. Es lo que suele decirse, pero en esta ocasión creo que lo decían de verdad. Dieciséis años, en cuarto curso del San Colm, interno; de hecho, su familia vive a la vuelta de la esquina, prácticamente, pero su padre consideró que no disfrutaría «del todo de la experiencia de estudiar en el Colm» a menos que estuviera internado. Los colegios como ese sirven para hacer contactos; haz los amigos correctos en el Colm y nunca en la vida tendrás que trabajar por menos de cien mil libras al año.
El gesto de la boca de Conway revelaba lo que pensaba acerca de eso.
—Cuando hay muchos críos juntos, pueden darse situaciones desagradables —tercié yo—. ¿No detectasteis nada raro en el radar?
Cruzamos el canal, nos adentramos en el barrio de Rathmines.
—Nada. Chris era un chaval popular en la escuela, con un montón de amigos y sin enemigos. Alguna que otra pelea, pero lo normal en los críos de esa edad, es lo que hacen; nada destacable, nada que nos llevara a ningún sitio. No tenía novia o, al menos, no oficialmente. Tenía tres ex (hoy en día empiezan pronto), pero no estamos hablando de amor, sino de besuqueos en el cine y luego cada uno por su lado; todas las rupturas habían sido hacía más de un año y sin resentimiento, hasta donde nosotros fuimos capaces de averiguar. Se llevaba bien con los profesores; según dijeron, a veces alborotaba en clase, pero era solo porque tenía demasiada energía, no por malicia. De inteligencia normal, ni un genio ni un lerdo; y se esforzaba también lo normal. Se llevaba bien con sus padres, cuando los veía, que era pocas veces. Tenía una hermana, mucho más pequeña, y congeniaban. Los instigamos a todos, no porque creyéramos que ocultaban algo, sino porque eran lo único con que contábamos. Y fue en vano. Nada en absoluto.
—¿Algún vicio?
Conway sacudió la cabeza.
—Ni siquiera eso. Sus compañeros dijeron que podía fumarse un cigarrillo esporádico en una fiesta, o un porro, y que se emborrachaba de vez en cuando, cuando tenían acceso a bebida, pero no se encontraron restos de alcohol en el cadáver. Tampoco tenía drogas en el organismo y no las encontramos entre sus enseres. Ningún enlace a páginas de juego en Internet. Un par de webs porno en el historial del ordenador, en casa de sus padres, pero ¿a quién le sorprende? Eso es lo peor que hizo, hasta donde nosotros logramos establecer: unas cuantas caladas de porro e imágenes de coños en la red.
De perfil se la veía tranquila. Las cejas un poco caídas, concentrada en el volante. Pero cualquiera habría dicho que no le supuso ningún problema haber acabado con aquel montón de nada: los dados habían salido así, no era personal.
—Ni móvil, ni pistas ni testigos; al cabo de un tiempo andábamos mordiéndonos la cola, interrogando a las mismas personas una y otra vez, y obteniendo las mismas respuestas. Teníamos otros casos; no podíamos permitirnos invertir más meses calentándonos la cabeza con aquel. Al final lo cerré. Lo dejé en suspenso, a la espera de que apareciera algo como esto.
—¿Cómo acabaste dirigiendo el caso? —pregunté.
Conway pisó a fondo el acelerador.
—¿Te refieres a cómo puede ser que una muchachita acabara con un caso de este calibre entre las manos? Debería haberme limitado a delitos domésticos, ¿no?
—No. Lo digo porque eras novata.
—¿Y qué más da? ¿Insinúas que por eso no resolvimos el caso?
No lo llevaba bien. Lo disimulaba lo bastante como para que sus compañeros de Departamento no se le subieran a la chepa, pero estaba lejos de haberlo encajado.
—No, en absoluto. Lo que quiero decir es que...
—Porque, si no, ya puedes irte a la mierda. Puedes bajarte del coche ahora mismo y regresar a Casos Abiertos en autobús.
De no haber estado conduciendo, me habría enseñado el dedo corazón.
—No. Lo que digo es que con un caso como este, con un chaval muerto y una escuela pija, en el Departamento sabían que sería importante. Costello era el que más tiempo llevaba en el cuerpo. ¿Cómo puede ser que no lo firmara él?
—Porque yo me lo había ganado. Porque Costello sabía que soy una detective de primera. ¿Lo entiendes?
La aguja seguía moviéndose, sobrepasaba el límite.
—Entendido —repliqué yo.
Un poco de paz. Conway soltó un poco el acelerador, pero no demasiado. Habíamos llegado a Terenure Road; una vez que el MG ganó un poco de espacio, empezó a demostrar lo que era capaz de hacer. Tras dejar transcurrir un silencio prudencial, comenté:
—Este coche es una joya.
—¿Lo has conducido alguna vez?
—Todavía no.
Asentimiento esquivo con la cabeza, como si coincidiera con lo que pensaba acerca de mí.
—Para ir a un lugar como el San Kilda hay que entrar por la puerta grande. —La mano, por encima de la cabeza—. Hay que ganarse el respeto.
Eso me reveló algo acerca de Antoinette Conway. Yo habría escogido un viejo Polo, con demasiados kilómetros y demasiadas capas de pintura, aunque no las suficientes como para disimular las abolladuras. Si te presentas como una persona humilde, pillas a la gente con la guardia baja.
—Es de ese tipo de sitios, ¿eh?
Se le retrajo el labio.
—Virgen Santa. Pensé que me iban a hacer pasar por una cámara de descontaminación para quitarme el acento. O que me iban a lanzar el uniforme de una mujer de la limpieza y señalarme la dirección de la entrada del servicio. ¿Sabes cuánto pagan de tasas? Empiezan pagando ocho mil libras al año. Y eso si las alumnas no están internas y no realizan actividades extraescolares, como coral, piano, teatro... ¿En tu escuela impartían esas cosas?
—Nosotros jugábamos al fútbol en el patio.
A Conway le gustó mi respuesta.
—Una mocosa de mierda: entro en la sala de interrogatorios y grito su nombre para que pase, y va y me dice: «Eh, ahora mismo no puedo acudir, tengo clase de clarinete en cinco minutos». —Se le volvió a rizar la comisura del labio. Fuera lo que fuera lo que le había contestado a la cría, lo había disfrutado—. Su interrogatorio duró una hora. No quieres sopa, pues dos tazas.
—Y la escuela —quise saber yo— ¿es pija y buena o solo pija?
—Yo no enviaría allí a mi hija ni aunque me tocara la lotería. Pero... —Encogió un hombro—. Las clases son reducidas. Y obtienen un montón de premios Jóvenes Científicos. Todo el mundo luce una dentadura perfecta, nadie sale con un bombo y todas esas pequeñas alimañas con pedigrí acaban yendo a la universidad. Así que supongo que es una escuela buena, si te parece bien que tu hija se convierta en una estúpida arrogante.
—El padre de Holly es policía —dije yo—. Dublinés. Del barrio de Liberties.
—Ya lo sé. ¿Crees que se me pasó por alto?
—No la enviaría ahí si fuera a convertirse en una estúpida arrogante.
Conway asomó el morro del MG tras un semáforo en rojo. Verde: pisó a fondo.
—¿Crees que le gustas a Holly? —preguntó.
Estuve a punto de soltar una carcajada.
—Era solo una niña: tenía nueve años cuando nos conocimos y diez cuando fue a juicio. Después de aquello no había vuelto a verla, hasta hoy.
Conway me lanzó una mirada que revelaba que el niño allí era yo.
—Te sorprenderías... ¿Es mentirosa?
Reflexioné sobre el pasado.
—A mí no me mintió. O, al menos, yo no le pillé ninguna mentira. Por aquel entonces era una buena niña.
—Es una mentirosa —sentenció Conway.
—¿Qué dijo?
—No lo sé. Yo tampoco la pillé. Quizá no me mintiera a mí. Pero las chicas de su edad mienten. Todas sin excepción.
Estuve a punto de decir: «La próxima vez que me vayas a hacer una pregunta trampa, ahórratela para un sospechoso». En su lugar, comenté:
—Me importa un carajo si es o no mentirosa, siempre que a mí no me mienta.
Conway subió otra marcha. Al MG le encantó.
—Dime —añadió—. ¿Qué te ha contado tu amiguita Holly acerca de Chris Harper?
—La verdad es que no mucho. Que era un chaval más. Que lo conocía de verlo por ahí.
—De acuerdo. ¿Crees que decía la verdad?
—Todavía no lo he decidido.
—Pues ya me lo dirás cuando lo hagas. Te voy a explicar por qué les dedicamos una atención especial a Holly y sus amigas. Son una pandilla de cuatro, o al menos lo eran entonces: Holly Mackey, Selena Wynne, Julia Harte y Rebecca O’Mara. Uña y carne. —Cruzó los dedos—. Otra muchacha de su clase, Joanne Heffernan, dijo que la víctima había salido con Selena Wynne.
—Entonces ¿creéis que era eso lo que estaba haciendo en el San Kilda? ¿Que se había colado allí para citarse con ella?
—Sí. Hay un dato que no dimos a conocer, así que intenta no soltarlo en los interrogatorios: llevaba un condón en el bolsillo. No llevaba nada más, ni cartera, ni teléfono (estaban en su habitación), solo un condón. —Conway alargó el cuello, giró el volante, adelantó a un Volkswagen que avanzaba al ritmo de un caracol y esquivó a un camión que venía de cara justo a tiempo. Al camionero no le hizo ninguna gracia—. ¡Jódete, imbécil...! Y había flores sobre el cadáver, eso tampoco lo revelamos. Jacintos, esas flores azules rizadas con una fragancia dulzona muy intensa, ¿sabes? Cuatro tallos. Las habían cogido de un macizo de los terrenos de la escuela, no muy lejos del escenario del crimen, de manera que el asesino pudo colocarlas allí, pero... —Se encogió de hombros—. ¿Un chaval en la escuela de su novia después de medianoche con un condón y flores? Yo diría que le habían prometido algo.
—¿Se demostró que la escena del crimen fue la escuela, verdad? ¿Que no lo tiraron allí después de muerto?
—Imposible. El golpe le abrió la cabeza por la mitad. Había un montón de sangre. Por la manera como fluyó, la Policía Científica estableció que había permanecido inmóvil después de que lo golpearan. No lo habían arrojado ahí ni había intentado buscar ayuda arrastrándose; ni siquiera trató de levantar la mano para tocarse la herida. No tenía sangre en las manos. Un ¡bang! —chasqueó los dedos— y lo dejaron tieso.
—Me apuesto lo que sea a que Selena Wynne aseguró que no tenía planes de reunirse con él aquella noche —dije yo.
—Por supuesto. Y sus tres amigas dijeron lo mismo. Selena no iba a reunirse con él y no salía con él, solo lo conocía de por ahí. Las sorprendió que les sugiriera algo parecido.
La voz de Conway tenía un matiz seco. No sonaba convencida.
—¿Qué dijeron los amigos de Chris Harper?
Un bufido.
—«Ehhhh, no lo sé», principalmente. Son chavales de dieciséis años. Obtendrías más información yendo al zoo e interrogando a los chimpancés. Uno de ellos era capaz de formular frases enteras: Finn Carroll, pero no tenía demasiado que contarnos. No se quedaban despiertos por la noche para hacerse confesiones, como hacen las chicas. Dijeron que sí, que a Chris le gustaba Selena, pero que también le gustaban un montón de chavalas y que a muchas les gustaba él. Hasta donde ellos sabían, él y Selena nunca habían ido más lejos.
—¿Tenéis algo que lo contradiga? ¿Contactos a través de los móviles o de Facebook?
Conway sacudió la cabeza.
—No había llamadas ni mensajes de texto entre ellos, y tampoco nada en Facebook. Todos esos chavales tienen cuenta en Facebook, pero los internos las utilizan principalmente durante las vacaciones; ambas escuelas bloquean las webs de redes sociales en los ordenadores y no permiten utilizar teléfonos inteligentes, no vaya a ser que la pequeña Philippa se escape con un pervertido a quien haya conocido a través de Internet durante sus horas en el colegio. O aún peor: el pequeño Philip. Imagínate la demanda.
—Entonces lo único que tenemos es la prueba de Joanne Heffernan.
—Heffernan no tenía pruebas. Lo único que nos dijo fue: «Entonces lo vi observarla y a ella mirarlo a él y, en otra ocasión, él le dijo algo, así que no hay duda de que estaban enrollados». Todas sus amigas juraron que pensaban lo mismo, pero lo harían aunque no fuera verdad. Heffernan es una víbora venenosa. Su pandilla son todas muchachas guays y ella es la abeja reina. El resto le tiene pavor. Si cualquiera de ellas se atreve a parpadear sin que ella le dé permiso, la dejarían en la estacada y Heffernan y las demás se pasarían el día machacándola hasta acabar los estudios. Así que dicen lo que les ordena.
—¿Y la pandilla de Holly? ¿También son guays?
Conway frenó en otro semáforo en rojo y tamborileó dos dedos en el volante, al ritmo del intermitente.
—Son una pandilla extraña —contestó al fin—. No son las típicas hijas de puta mandonas, y tampoco pertenecen a la cuadrilla de Heffernan. Pero yo diría que Heffernan no se atreve a meterse con ellas. Le echó un cubo de mierda a Selena a la primera oportunidad que tuvo y casi se le mojaron las bragas de emoción al hacerlo, pero no sería capaz de enfrentarse a ellas cara a cara. No son el colmo de la popularidad, pero están bien consideradas.
Algo en mi cara, el esbozo de una sonrisa.
—¿Qué?
—Que hablas como si fueran pandillas de chicas del este de Los Ángeles. Como si llevaran cuchillas de afeitar ocultas en el pelo.
—Poco les falta —contestó Conway, al tiempo que desviaba el MG de la carretera principal—. Muy poco.
Las casas se volvieron más altas y alineadas con respecto a la calle. Coches grandes, nuevos, relucientes; no se ven muchos de esos hoy en día. Verjas eléctricas por todas partes. En un jardín delantero había una estatua hecha de hormigón armado que recordaba al asa de una taza, pero de un metro y medio de altura.
—Entonces ¿te creíste la historia de Selena? ¿No puede ser que alguien tuviera celos de que saliera con Chris por un lado o por el otro?
Conway aminoró la velocidad, no demasiado, para circular por la zona residencial. Pensaba.
—No digo que me creyera lo de Selena. Ya la verás; yo creo que no tiene fuerza para hacer algo así, al menos no del todo. Lo que le ocurre a Heffernan es que si la envidia fuera tiña: Selena es el doble de guapa que ella... Pero no significa que me cayera bien. Ni siquiera que la creyera. Lo único que digo es que había algo, algo extraño.
Y allí estaba, probablemente: la razón por la cual me había permitido ir con ella. Algo en el rabillo de su ojo, que desaparecía cuando miraba de frente. Costello tampoco había sido capaz de captarlo. Conway pensaba que quizás un par de ojos frescos sirviera de ayuda; tal vez, los míos.
—¿Pudo haberlo matado una adolescente? Me refiero a si es físicamente posible.
—Sí. Desde luego. El arma, cosa que tampoco salió a la luz, fue una azada que cogieron del cobertizo del guarda. Un solo golpe le atravesó el cráneo a Chris Harper y le llegó al cerebro. Los de la Científica dijeron que, con el largo mango y la cuchilla afilada, no se necesitaba demasiada fuerza. Una niña podría haberlo hecho fácilmente, si tenía un buen swing.
Empecé a formular una pregunta, pero Conway tomó un desvío tan repentino y sin luz intermitente que a punto estuve de perderme el momento en el que atravesamos la entrada: al otro lado, unas verjas altas de hierro negro, la caseta de piedra del guarda, el arco de hierro con la inscripción «St. Kilda’s College» labrada en dorado. Frenó una vez franqueada la verja, lo que me permitió echar un buen vistazo.
El camino de acceso estaba formado por un semicírculo de guijarros blancos alrededor de una suave pendiente de hierba verde segada que se extendía hasta el infinito. En la cumbre de la cuesta se erguía la escuela.
Antaño la casa de los ancestros de alguien, una mansión con mozos de cuadra que sujetaban caballos de carruajes en plena danza, con damiselas de cintura de avispa paseando del brazo por los prados. ¿Qué tendría: unos doscientos años? ¿Tal vez más? Era un edificio alargado, de piedra gris clara, con tres niveles de altas ventanas en sentido vertical y más de una docena en horizontal. Un pórtico sostenido por esbeltas columnas rematadas en capiteles con volutas; una balaustrada en la azotea, pilares curvos y delicados cual jarrones. Era la perfección hecha edificio; todo armonioso, equilibrado, hasta el último detalle. El sol se fundía sobre él, despacio, como la mantequilla en una tostada.
Quizá debería haberlo detestado. Yo había asistido a una escuela pública, con aulas en pabellones prefabricados destartalados; teníamos que dejarnos el abrigo puesto cuando se estropeaba la calefacción, cosa que pasaba cada invierno, y tapar las manchas de moho con mapas geográficos. Nos retábamos a tocar las ratas muertas que encontrábamos en los lavabos. Quizás al contemplar aquel colegio, debería haber sentido ganas de cagarme en el pórtico.
Pero era muy bello. Y a mí me encantan las cosas bellas, siempre me han gustado. Nunca he entendido por qué debería odiar todo aquello que me gustaría haber tenido. Siempre he creído que debía amarlas aún más si cabe. Que es preciso esforzarse para acercarse a ellas. Aferrarse con fuerza... hasta encontrar un modo de apoderártelas.
—Mira eso —dijo Conway, reclinándose en su asiento, con los ojos entornados—. Es la primera vez en mi vida en que lamento ser poli. Cuando veo un montón de mierda de este calibre me gustaría rociarlo con gasolina y prenderle fuego.
Me observaba, para comprobar mi reacción. Me estaba poniendo a prueba.
Podría haber aprobado fácilmente. Haber soltado pestes sobre las niñas mimadas pijas y mi vida en una casa de protección oficial. Podía haberlo hecho. ¿Por qué no? Llevaba mucho tiempo deseando entrar en Homicidios. Esforzarse para acercarse a ellas. Aferrarse con fuerza... hasta encontrar un modo de apoderártelas.
Conway no era alguien de quien quisiera hacerme amigo.
—Es espectacular —dije.
Su cabeza reclinada hacia atrás, la boca esbozando una mueca que podría haber sido una sonrisa, de no haber sido otra cosa. ¿Decepción?
—Les vas a encantar —opinó—. Venga, vamos a buscarte un culito pijo que lamer.
Pisó el acelerador y ascendimos por el camino de entrada a toda pastilla, disparando guijarros con las ruedas.
El aparcamiento estaba a la derecha, apantallado por unos árboles altos de un color verde oscuro; diría que eran cipreses; deseé entender más de árboles. No había Mercedes resplandecientes, pero tampoco cafeteras; los maestros podían permitirse conducir algo decente. Conway aparcó en un espacio reservado.
Era poco probable que nadie en el San Kilda viera el MG, a menos que hubieran estado mirando por una de las ventanas frontales cuando atravesamos la verja. Conway lo había escogido por ella misma; por cómo le apetecía llegar, que la vieran llegar. Volví a reescribir lo que pensaba de ella, una vez más.
Salió del coche con agilidad, se echó el bolso al hombro (no llevaba un bolsito de mujer, sino un bolso de piel negra, más masculino que muchos de los maletines de los muchachos de Homicidios).
—Primero iremos a ver la escena del crimen para que extraigas tus propias conclusiones. Acompáñame.
Atravesamos la fría cortina de sombra bajo la pantalla arbolada. Un sonido parecido a un suspiro sobre nuestras cabezas; Conway miró hacia arriba de repente, pero era solo el viento que soplaba a través de las densas ramas. A nuestra izquierda, cuando volvimos a emerger al sol, encontramos la fachada posterior de la escuela. A la derecha, otra magnífica ladera de hierba bordeada por un seto de baja altura.
El edificio principal tenía dos alas, cada una de las cuales se extendía desde la fachada posterior por un extremo. Es posible que se hubieran añadido más tarde, pero se había respetado el estilo. La misma piedra gris, la misma intervención ligera en los ornamentos; alguien más interesado en las líneas que en las florituras.
Conway dijo:
—Aulas, vestíbulo, oficinas, todo lo relacionado con el colegio ocupa el edificio principal. Aquella —el ala más cercana— acoge los aposentos de las monjas. Entrada separada, ninguna puerta que conecte con la escuela; el ala se cierra con llave durante la noche, pero todas las monjas tienen llaves y una habitación privada. Cualquiera de ellas podría haber salido a hurtadillas y golpeado a Chris Harper. Solo queda una docena, la mayoría de ellas roza los cien años y no hay ninguna por debajo de los cincuenta; ahora bien, como he dicho antes, no hacía falta ser culturista para matarlo.
—¿Algún móvil?
Escudriñó las ventanas. El sol rebotaba en ellas y nos deslumbraba.
—Las monjas están como una chota. Quizás una de ellas vio al muchacho meterle mano por debajo del jersey a alguna de las alumnas y se figuró que era un esbirro de Satán que había venido a corromper a inocentes.
Atravesó el plácido prado en diagonal en dirección opuesta al edificio. Ningún letrero advertía «prohibido pisar el césped», pero parecía que lo hubiera. Dos cabezas de ganado como nosotros en un lugar como aquel: en cualquier momento podía salir un guarda forestal de entre los árboles y perseguirnos por aquellos terrenos, con perros de caza mordisqueándonos el trasero de los pantalones.
—La otra ala la ocupan las internas. Por la noche permanece cerrada como la concha de una monja, y las alumnas no tienen llaves. Las ventanas de la planta baja lucen barrotes. La puerta se halla en la parte posterior, pero por la noche se activa la alarma. Un acceso conecta con la escuela en la planta baja, y ahí es donde el asunto se pone interesante. Las ventanas de la escuela no poseen barrotes. Ni tampoco están protegidas con alarma.
—¿Y no se cierra la puerta que las conecta?
—Sí, por supuesto. Permanece cerrada día y noche. Pero si hay algo importante, como por ejemplo que una alumna olvide los deberes en su habitación o necesite un libro de la biblioteca para acabar algún proyecto, puede pedir la llave. La secretaria de la escuela, la enfermera y la matrona (no bromeo, hay una matrona) tienen llave. Y en enero del año pasado, cuatro meses antes de lo de Chris Harper, la llave de la enfermera desapareció.
—¿Y no cambiaron la cerradura?
Conway puso la vista en el cielo. La incredulidad no solo se reflejaba en su rostro, sino también en su forma de moverse, en la espalda erguida, en el balanceo de sus hombros y en su expresión iracunda.
—¿Sería lo lógico, verdad? Pues no. La enfermera guardaba la llave en una estantería, justo encima de la papelera; pensó que se le habría caído y que la habrían tirado con la basura. Solicitó que le hicieran una copia nueva y se olvidó del asunto, tralará, todo va como la seda, hasta que aparecimos haciendo preguntas. Te lo juro por mi madre, no sé quién es más inocente en este lugar: si las alumnas o el personal. ¿Qué pasaría si una interna tuviera la llave? Podría abrir la puerta que conecta con la escuela cualquier noche, salir por una ventana y hacer lo que le viniera en gana hasta que decidiera regresar por aquí a la hora del desayuno.
—¿No hay guarda de seguridad?
—Sí que lo hay. Vigilante nocturno, lo llaman; les debe de parecer que suena más elegante. Se sienta en la caseta que hemos dejado atrás al entrar y hace la ronda cada dos horas. Pero no hay que ser ningún genio para esquivarlo. Espera a ver las dimensiones de los terrenos de la escuela. Ven aquí.
Una verja en el seto, volutas de hierro forjado, un largo y frágil crujido cuando Conway la abrió. Tras ella había una pista de tenis, un campo de fútbol y, a continuación, más hierba, esta vez perfectamente cuidada para parecerlo un poco menos; sin llegar a ser silvestre, pero simulándolo. Un batiburrillo de árboles que había tardado siglos en crecer: abedules, robles, sicómoros. Senderitos de guijarros serpenteando entre los macizos de flores plantados con lavanda y florecillas amarillas. Todas las hierbas eran silvestres, tan suaves al tacto que podían atravesarse sin problema con la mano.
Conway chasqueó los dedos frente a mi cara.
—Concéntrate.
—¿Cómo duermen las internas? ¿En dormitorios comunes o en habitaciones individuales?
—Las de primer y segundo año, en dormitorios de seis. Las de tercero y cuarto, en habitaciones de cuatro. Las de quinto y sexto, en habitaciones dobles. De manera que sí, si decidieras escabullirte, al menos tendrías que preocuparte de tu compañera de habitación. Pero aquí viene lo bueno: a partir de tercer año, decides con quién compartir. De manera que es probable que tu compañera de cuarto esté de tu parte.
A un lado de la pista de tenis, donde las redes estaban sueltas, un par de pelotas rodaron hasta un rincón. Seguí notando las ventanas de la escuela clavadas en el cogote.
—¿Cuántas internas hay?
—Sesenta y tantas. Pero estrechamos el cerco. La enfermera le dio a una de ellas la llave el martes por la mañana y la cría se la devolvió. El viernes, a la hora de comer, alguien se la pidió pero había desaparecido. La consulta de la enfermera permanece cerrada con llave cuando ella no está; ella jura que siempre se cerciora de hacerlo para evitar que cualquiera se acabe pinchando Benylin o lo que sea que guarde ahí dentro. De manera que, si alguien le birló la llave, se trató de una persona que acudió a la enfermería entre el martes y el viernes.
Conway apartó una rama de su camino, tomó uno de los senderos y se internó en el bosque. Las abejas se afanaban con una flor de manzano. Los pájaros piaban sobre nuestras cabezas, nada de urracas ruidosas, solo pajarillos felices cotilleando entre sí.
—En el registro de la enfermera figuraban cuatro nombres. Una cría llamada Emmeline Locke-Blaney, de primer año, interna; le dábamos tanto miedo que casi se meó encima; no la veo capaz de haber ocultado nada. Catríona Morgan, alumna de quinto año, pero no interna, lo cual no la exime de culpa, pues podría haberle dado la llave a una compañera interna, aunque no acostumbran a formar camarilla; las externas y las internas no suelen mezclarse demasiado. —Había transcurrido un año y aún se sabía todos los nombres de memoria. Chris Harper le había llegado hondo; de acuerdo—. Alison Muldoon, una interna de tercer año, una de las perritas falderas de Heffernan. Y Rebecca O’Mara.
—La pandilla de Holly Mackey otra vez.
—Sí. ¿Entiendes por qué no estoy convencida de que tu amiguita te esté contando todo lo que sabe?
—¿Por qué fueron a enfermería? ¿Lo comprobasteis?
—Emmeline era la única con un motivo verificable: se hizo un esguince en el tobillo jugando al hockey, al polo o a lo que sea y hubo que vendárselo. Las otras tres tenían dolor de cabeza o de regla o mareos o cualquier otra chorrada. Podría ser verdad o solo una excusa para escaquearse de clase o... —Conway arqueó la ceja—. Les recetaron un par de analgésicos y un ratito de reposo, justo en la camilla que hay cerca de la estantería donde se guarda la llave.
—Y todas dijeron que no la habían tocado.
—Lo juraron por su vida. Tal como he dicho, me creí a Emmeline. En cuanto al resto... —Aquella ceja de nuevo. El sol que se filtraba a través de las hojas le rayaba las mejillas como una pintura de guerra—. La directora juró y perjuró que ninguna de las jóvenes blablablá y que la llave tenía que haber acabado en la papelera, pero pese a ello cambió la cerradura de la puerta que conecta ambas alas. Más vale tarde que nunca. —Conway se detuvo y señaló con el dedo—. Mira. ¿Ves aquello?
Un edificio alargado de baja altura situado a nuestra derecha y visible a través de los árboles, con un pequeño patio delantero. Bonito. Viejo, pero con el ladrillo descolorido bien cepillado.
—Eso solían ser los establos donde se guardaban los caballos del señor y la señora. Ahora es el cobertizo de los encargados del mantenimiento de sus altezas; se necesita a tres de ellos para conservar este lugar. Allí es donde estaba la azada.
Ni un movimiento en el patio. Hacía largo rato que me preguntaba dónde quedaba todo el mundo. Como mínimo habría varios centenares de personas en aquella escuela y, sin embargo: nada. Algún que otro repiqueteo en la distancia, tinc, tinc, tinc, de metal contra metal. Eso era todo.
—¿Y el cobertizo se cierra con llave? —inquirí.
—No. Hay un armario dentro donde guardan el herbicida y el veneno para las avispas y demás, y eso sí se cierra con llave. Pero en los establos puedes entrar si quieres, tú mismo. A esta gente jamás se le ocurrió que prácticamente todo lo que guardan ahí es un arma letal: palas, azadas, cizallas, desbrozadoras; podrías borrar de la faz de la tierra a medio colegio con lo que tienen ahí dentro... o conseguir una buena pasta traficando con ello. —Conway esquivó con la cabeza una nube de pequeños mosquitos y reemprendió la marcha por el sendero—. Se lo dije a la directora y ¿quieres saber qué me contestó? «Las niñas que vienen a este colegio no son la clase de personas con esos pensamientos, detective». Puso cara como si yo acabara de escupir en la alfombra. Maldita idiota. Con un chaval ahí tumbado, muerto de un golpe, y se atreve a decirme que su mundo entero está hecho de frapuchinos y clases de chelo, y que nadie en esta casa ha tenido nunca un mal pensamiento. ¿Entiendes a qué me refiero cuando digo que son ingenuas?
—Eso no es ingenuidad. Es una respuesta meditada. En un lugar como este mandan los de arriba. Si la directora dice que todo es perfecto, nadie se atreverá a decir que no lo es... Y eso no está bien.
Conway volvió la cabeza hacia mí por completo, con curiosidad, como si estuviera viendo algo nuevo. Me sentí a gusto por estar caminando junto a una mujer que me miraba directamente a los ojos, a mi misma altura, y cuyos pasos cubrían la misma longitud que los míos. Me resultaba fácil. Por un segundo, deseé que nos cayéramos bien.
—¿Te refieres a que no resulta conveniente para la investigación? ¿O en general?
—A ambas cosas, pero lo que quiero decir es que no está bien a secas. Es peligroso.
Pensé que iba a querer bajarme del burro por parecer tan dramático. En su lugar, asintió y dijo:
—Exacto.
Tras un quiebro del sendero, salimos de entre los gruesos árboles a unas motas de sol.
—Mira allí. De ese lugar cogieron las flores —me explicó Conway.
Azul, de un azul que te cambiaba la mirada como si nunca antes hubieras visto ese color. Jacintos: miles de ellos, descendiendo por una suave ladera bajo los árboles, como si los estuvieran vertiendo desde una cesta enorme sin fondo. Solo con su fragancia podría haber tenido visiones.
—Asigné a dos uniformados a ese macizo de flores —me explicó Conway—. Revisaron cada tallo en busca de los rotos. Se pasaron ahí dos horas. Probablemente sigan odiándome con toda su alma, pero me importa un bledo, porque encontraron los tallos. Cuatro, estaban ahí mismo, cerca del borde. Los muchachos del Laboratorio confirmaron que el corte de los tallos coincidía con el de las flores que había sobre el cadáver de Chris. No al cien por cien, pero casi.
Ante aquel macizo de flores, lo vi todo claro. Allí, en aquel lugar donde parecía que jamás podría suceder nada malo en el ancho mundo: la última vez que aquellas flores florecieron, Chris Harper había acudido en busca de algo. Debió de olerlas, la cosa más clara a su alrededor, lo último que percibió, cuando todo lo demás se había disuelto.
—¿Dónde estaba él? —pregunté.
—Allí —respondió Conway señalando con el dedo.
A un metro del camino aproximadamente, algo más arriba de la pendiente, más allá del césped y de unos arbustos recortados en forma de bola, un bosquecillo de aquellos árboles altos, quizá cipreses, densos y oscuros, rodeaba un calvero. La hierba en su interior había podido crecer silvestre. Una nube de espigas secas flotaba sobre ella.
Conway me condujo bordeando el macizo de flores, ladera arriba. Notaba la pendiente en los muslos. El aire en aquel claro era más frío. Intenso.
—¿Era muy de noche? —quise saber.
—No. Cooper (conoces a Cooper, ¿verdad?, ¿el forense?), Cooper dijo que murió en torno a la una de la madrugada, hora arriba, hora abajo. Era una noche clara, había luna llena, y la luna estaría en su punto más alto poco después de la una. Máxima visibilidad, para una madrugada, claro está.
Me bullían cosas en la cabeza. Chris estirándose con las manos llenas de azul, entornando los ojos para distinguir una forma rápida en el calvero bajo la luz de la luna. ¿Su chica o...? Y a un tiempo, las imágenes contrarias: alguien quieto entre las sombras, con los pies entre las flores. ¿Un hombre? ¿Una mujer? Observando la cara de Chris mientras miraba a ambos lados en medio del claro entre los cipreses, contemplándolo esperar, aguardando a que dejara de mirar.
Entre tanto, Conway me esperaba observándome. Me recordó a Holly. A ninguna de las dos le habría gustado la comparación, pero aquella mirada de soslayo, examinadora, como en un juego de serpientes y escaleras... «Ándate con cuidado», decía: «pisa bien y podrás seguir avanzando, pero un paso en falso y volverás a la casilla de salida».
—¿Desde qué ángulo lo golpeó la azada? —pregunté.
La pregunta correcta. Conway me agarró del brazo y me condujo unos dos metros más cerca del centro del calvero. Me sujetaba con fuerza, no con la propia de un policía cuando detiene o de una mujer cuando quiere decirte que le gustas, simplemente con fuerza; era perfectamente capaz de arreglar un coche o de encajarle un puñetazo a alguien si era preciso. Me dio media vuelta y me colocó frente a las flores y el sendero, de espaldas a los árboles.
—Estaba más o menos aquí.
Algo zumbó, un abejorro o un cortacésped en la distancia, no supe distinguirlo; la acústica llegaba arremolinada, reverberando. Espigas secas ondulaban alrededor de mis tobillos.
—Alguien se le acercó por detrás o hizo que volviera la vista. Alguien que debía de estar de pie más o menos por esta zona.
Cerca de mí, por la espalda. Volví la cabeza. Ella levantó una azada imaginaria sobre su hombro izquierdo, con ambas manos y la dejó caer con todo el peso de su cuerpo. En algún punto tras los alegres sonidos primaverales, el zumbido sibilante y el golpe estremecieron el aire. Aunque Conway no sostenía nada entre las manos, me agité.
La comisura del labio de Conway dibujó un arco ascendente. Levantó sus manos vacías.
—Y cayó —dije yo.
—Lo golpeó aquí. —Me colocó el canto exterior de la mano en la nuca, bastante arriba y a la izquierda de la línea central, en diagonal de izquierda a derecha—. Chris era unos cinco centímetros más bajo que tú: medía un metro setenta y ocho. El asesino no tenía por qué ser alto. Más de un metro cincuenta y menos de uno ochenta, eso es todo lo que Cooper pudo determinar por el ángulo de la herida. Es probable que fuera diestro.
La hierba crujió bajo sus pies al apartarse de mí.
—¿Y la hierba ya estaba así? —quise saber yo.
De nuevo la pregunta acertada, buen chico.
—No. La han dejado crecer después... tal vez para honrar su recuerdo o quizá sencillamente a los de mantenimiento este lugar les ponga los pelos de punta, no lo sé. Nadie ve este calvero, así que supongo que no deteriora la imagen de la escuela. Cuando sucedió, la hierba estaba como en el resto de los terrenos: segada. Si llevaras zapatos de suela blanda, podrías caminar por ella sin hacer ruido, fácilmente.
Y sin dejar huellas, o, al menos, ninguna que la Policía Científica pudiera utilizar. Los senderos eran de grava: allí tampoco hubo huellas.
—¿Dónde encontrasteis la azada?
—En el cobertizo, en su sitio. La identificamos porque encajaba con el arma que Cooper había descrito. A los del Laboratorio les llevó unos cinco segundos confirmarlo. La asesina o el asesino, quienquiera que fuese, había intentado limpiar la hoja clavándola en la tierra un par de veces, bajo uno de los cipreses, y la había frotado contra la hierba. Un gesto inteligente, más que limpiarla con un trapo, porque luego tienes que deshacerte del trapo. Pero aun así quedaron muchos restos de sangre.
—¿Alguna huella?
Conway negó con la cabeza.
—Las de los empleados de mantenimiento. Tampoco había epiteliales de nadie más, así que fue imposible detectar el ADN. Nos figuramos que la chica llevaba guantes.
—«La chica» —dije yo.
Conway respondió:
—Es lo que tengo: un montón de chicas y no demasiados hombres. El año pasado barajamos la teoría de que algún pervertido se colara aquí para masturbarse oteando las ventanas de las chicas o jugando con sus raquetas de tenis o lo que fuera; que Chris acudió a reunirse con alguien y sorprendió al hombre. Pero no encaja con las pruebas. ¿El tipo se la sostenía con una mano y en la otra llevaba la azada? Inviable. Pero a mucha gente pareció gustarle esa posibilidad. Mucho mejor que no pensar que la asesina fuera una niña rica... de una escuela tan preciosa como esta.
Otra vez aquella mirada de soslayo. Un nuevo examen. Un rayo cruzado de sol le iluminó los ojos y les confirió un tono ámbar, como los de un lobo.
—No fue alguien de fuera —sentencié yo—. No con esa tarjeta. De haberlo sido, ¿a qué vendría tanto secretismo? ¿Por qué no iba a limitarse la chica a telefonearte y confesarte cuanto sabía? Si no se lo está inventando todo, entonces sabe algo acerca de alguien de la escuela. Y tiene miedo.
—Y la pasamos por alto en el primer asalto —agregó Conway.
Su voz estaba teñida por un matiz de tristeza. Conway no solo era dura con los demás.
—Quizá, no —dije yo—. Estas crías son jóvenes. Si una de ellas vio u oyó algo, es posible que no entendiera lo que significaba, al menos no entonces, sobre todo si guardaba relación con el sexo o las relaciones personales. Esta generación lo sabe todo, ha visto webs pornográficas y probablemente conozca más posturas que tú y yo juntos, pero en cuestión de relaciones, está completamente pez. Es posible que una alumna viera algo y entendiera que era importante, pero no supiera por qué. Ahora, un año mayor y con un poco más de sentido común, ese dato la hace revisar el pasado y, de repente, las piezas encajan.
Conway reflexionó sobre mis palabras.
—Podría ser —concedió. Pero la capa de tristeza continuaba inamovible: no se perdonaba con facilidad—. No importa. Incluso aunque no supiera que disponía de esa información, nuestro trabajo consiste en averiguarlo por ella. Estaba ahí —señaló con un gesto de la cabeza hacia atrás, en dirección a la escuela—, nos sentamos frente a ella, la entrevistamos y la dejamos marchar. Te aseguro que no me siento nada satisfecha.
Aquello parecía poner fin a nuestra conversación. Al ver que no añadía nada más, empecé a encaminarme hacia el sendero, pero Conway no se movió. Con los pies separados y las manos en los bolsillos, permaneció allí, mirando fijamente los árboles. Con la barbilla erguida, como si fueran el enemigo.
Sin mirarme, dijo:
—Conseguí dirigir el caso porque pensamos que era pan comido. Aquel primer día, cuando los tipos de la morgue ni siquiera habían levantado el cadáver, hallamos medio kilo de éxtasis en los establos, en la parte trasera del armario donde guardan los artículos venenosos. Encontramos restos en el organismo de uno de los encargados de mantenimiento: debía de probarlos antes de suministrarlos. Y en el San Colm, en el baile de Navidades, encontraron a un par de críos con pastillas de éxtasis; jamás dimos con el camello, los muchachos no lo delataron. Chris no era uno de ellos, pero aun así... Pensamos que era nuestro día de suerte: dos casos resueltos por el precio de uno. Chris se habría escabullido para comprarle drogas al tipo de mantenimiento, una pelea por dinero y ¡bang!
Ese largo estremecimiento de nuevo, por encima de nuestras cabezas. Esta vez lo vi, moviéndose entre las ramas. Como si los árboles nos escucharan, como si les diéramos pena, como si nos compadecieran o ya hubieran oído todo aquello miles de veces antes.
—Costello... Costello era un tipo sensato. Los del Departamento solían echar pestes de él, aseguraban que era un cabrón penoso, pero era un hombre decente. Me dijo: «Fírmalo tú. Conviértelo en tu carta de presentación». Seguramente por entonces ya sabía que iba a jubilarse este año, así que no necesitaba resolver ningún caso importante. Y yo, sí.
Su voz era baja, como si estuviéramos en una habitación cerrada, pequeña. Se expandía a través de la generosa luz del sol. Noté las dimensiones de la quietud y la hierba a nuestro alrededor, su respiración, la altura de aquellos árboles más altos que la escuela. Más vetustos.
—El encargado de mantenimiento tenía una coartada. Había invitado a unos colegas a su casa para jugar al póquer y tomar unas cervezas; dos de ellos se quedaron a dormir en el sofá. Lo detuvimos con cargos por posesión e intención de venta, pero el homicidio... —Conway sacudió la cabeza—. Debí haberlo sospechado —añadió. No lo explicó—. Debí haber sabido que no iba a ser tan fácil.
Una abeja se estrelló en el blanco de la pechera de su camisa; confundida, se aferró a ella. Conway bajó la cabeza de golpe, pero permaneció completamente inmóvil. La abeja se arrastró hasta franquear el botón superior y saltó por el borde de la tela, en busca de la piel. Conway respiró lenta y superficialmente. Vi cómo sacaba la mano del bolsillo y la alzaba.
Cuando la abeja recuperó el sentido, echó a volar, en dirección al sol. Conway se sacudió una mota de suciedad de la camisa, donde se había posado la abeja. Luego giró sobre sus talones y comenzó a descender por la ladera, mientras dejaba atrás los jacintos y se incorporaba al camino.