Читать книгу El lugar de los secretos - Тана Френч - Страница 5
PRÓLOGO
ОглавлениеHay una canción que suena una y otra vez en la radio, pero Holly nunca oye más que fragmentos sueltos. «Recuerda, oh, recuerda cuando éramos jóvenes...»,1 canta una voz femenina joven, clara y apremiante, con un ritmo animado y ligero que incita a mover los dedos de los pies y hace que el corazón se acelere al son de la música, y luego se acaba sin más. Holly quiere preguntar a sus amigas «¿Qué canción es?», pero nunca escucha un trozo lo bastante largo como para poder formular la pregunta. La canción se le escurre entre los dedos, suena cuando están inmersas en una conversación importante o cuando hay que echar a correr para tomar el autobús; y para cuando la situación vuelve a serenarse, se ha acabado y solo queda el silencio... o Rihanna o Nicki Minaj, que lo rompen.
En esta ocasión le llega desde un coche, un descapotable al que le han quitado la capota para aprovechar el máximo de sol posible en ese repentino estallido de verano que podría desvanecerse mañana mismo. El sonido se desliza por encima del seto hasta los columpios que hay en el parque, donde las amigas sostienen en alto sus helados medio derretidos para evitar manchar las bolsas donde guardan sus compras para la vuelta al cole. Holly, en el columpio, con la cabeza echada atrás para escudriñar el cielo, observa el péndulo de luz solar a través de sus pestañas y se endereza para escuchar.
—Esa canción... —empieza a decir—, ¿qué...?
Justo en ese momento a Julia se le cae una gota de helado en el pelo mientras da vueltas en el carrusel y grita «¡Joder!»; y para cuando agarra el pañuelo que le presta Becca, lo empapa con un poco del agua de la botella de Selena y se limpia la mancha pegajosa del pelo, sin dejar de decir barbaridades —básicamente para hacer sonrojar a Becca, a juzgar por la pícara mirada de soslayo que le dedica a Holly, como por ejemplo que parece que le haya hecho una mamada a alguien con mala puntería—, el descapotable ya se ha ido.
Holly se termina el helado y se deja caer hacia atrás en el columpio, agarrándose de las cadenas, con las puntas del pelo casi rozándole el suelo, mientras observa a sus amigas del revés y de lado. Julia se ha recostado en el carrusel y lo hace girar lentamente con los pies; el carrusel chirría, pero es un chirrido perezoso y regular, tranquilizador. A su lado, Selena está tumbada boca abajo, removiendo ociosa el contenido de su bolsa de la compra y dejando que sea Jules quien se ocupe de empujar el carrusel. Becca está enredada en la estructura para trepar, comiéndose el helado poquito a poco, con la punta de la lengua, intentando que le dure el máximo tiempo posible. Ruidos de tráfico y gritos de chicos llegan por encima del seto, dulcificados por el sol y la distancia.
—Faltan doce días —anuncia Becca, y observa al resto de sus amigas para comprobar si les hace ilusión.
Julia alza su cucurucho a modo de brindis y Selena brinda con ella utilizando su cuaderno de matemáticas.
Holly no se olvida de la enorme bolsa de papel que hay junto al armazón de los columpios, un placer incluso cuando no piensa en ella. Le entran a uno ganas de hundir dentro la cara y ambas manos para acariciar esa prístina novedad con las yemas de los dedos y olfatearla intensamente: una carpeta de anillas brillante con las esquinas intactas, bonitos lápices de colores con las puntas tan afiladas que servirían para extraer sangre y un juego de reglas en el que todas las rayitas de las medidas se ven limpias y nuevas. Y este año hay también material nuevo: esponjosas toallas amarillas ribeteadas con cinta y un edredón de grandes rayas blancas y amarillas, intacto aún en su envoltorio de plástico.
—Pío, pío, pío —trina un pajarillo en medio del calor.
El aire es límpido y desdibuja los bordes de los objetos. Selena, con la vista clavada en el cielo, no es más que una perezosa melena y una sonrisa creciente.
—¡Bolsas de rejilla! —exclama Julia de repente mientras mira el cielo sofocante.
—¿Mmmm? —pregunta Selena con la vista sobre sus pinceles dispuestos en abanico.
—En la lista de material para las internas ponía: «Dos bolsas de rejilla para el servicio de lavandería». O sea, ¿dónde se compran? ¿Y para qué sirven? Creo que no he visto una bolsa de rejilla en mi vida.
—Son para que tus prendas estén todas juntas en la lavadora —aclara Becca. Becca y Selena llevan estudiando en un internado desde que tenían doce años—. Así no acabas poniéndote las apestosas bragas de otra alumna.
—Mi madre me consiguió una la semana pasada —explica Holly mientras se sienta—. Le puedo preguntar dónde la compró.
Al pronunciar tales palabras, le viene a la mente el aroma de la colada al sacarla de la secadora en casa y ella y su madre sacudiendo una sábana para doblarla entre las dos, con Vivaldi sonando de fondo a todo volumen. De pronto, por un momento espantoso que le produce vértigo, la idea del internado la hace sentir como si tuviera un aspirador dentro que succiona hasta que su pecho se convierte en una cueva. Querría llamar a sus padres a gritos, aferrarse a ellos y suplicarles que la dejen quedarse en casa para siempre.
—Hol —le dice Selena en voz baja, sonriendo mientras sube al carrusel al pasar por delante de ella—. Nos lo vamos a pasar genial.
—Sí —responde. Becca la observa, agarrada a la barra de la estructura para trepar, erizada de repente por la preocupación—. Ya lo sé.
Y la sensación ha desaparecido. Solo queda un residuo, flotando en el aire y abrasándole el pecho por dentro: aún está a tiempo de cambiar de opinión, de actuar antes de que sea demasiado tarde, corre, corre, corre, regresa a casa y entierra la cabeza bajo la almohada.
—Pío, pío —canta el pajarito con voz sonora, burlón e invisible.
—Me pido una cama junto a la ventana —dice Selena.
—Nada de eso —replica Julia—. No es justo pedirse nada cuando ni Hol ni yo sabemos siquiera cómo son las habitaciones. Tendréis que esperar a que las veamos.
Selena se ríe de ella, mientras dan vueltas lentamente entre sombras de hojas desdibujadas por el calor.
—A ver, tú ya sabes cómo es una ventana, ¿no? Pues o te la pides o no.
—Lo decidiré cuando llegue allí. Vete haciendo a la idea.
Becca sigue observando a Holly con el ceño fruncido, devorando el cucurucho como un conejito con aire ausente.
—Yo me pido la cama más alejada de la de Julia —dice Holly. Las alumnas de tercer año comparten habitaciones de cuatro: estarán las cuatro juntas—. Ronca como un búfalo que se ahoga.
—¡Que te den! Yo no ronco. Duermo como una delicada princesa de cuento de hadas.
—Sí que roncas, a veces —confirma Becca, y se sonroja ante su propio atrevimiento—. La última vez que me quedé a dormir en tu casa en realidad notaba tus ronquidos, como si toda la habitación vibrara con ellos.
Julia le enseña el dedo corazón y Selena suelta una carcajada. Holly le sonríe y vuelve a morirse de ganas de que llegue el domingo que viene.
—Pío, pío —gorjea el pajarillo otra vez, esta vez perezosamente, un gorjeo desdibujado por el sueño. Y se desvanece.