Читать книгу El lugar de los secretos - Тана Френч - Страница 9
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ОглавлениеEl Court es el mejor y el mayor centro comercial de grandes dimensiones que se encuentra a una distancia practicable a pie del San Kilda y el San Colm, el envoltorio ideal para cada momento de la vida en el que no hay un adulto de rostro amargado revoloteando alrededor, dispuesto a abalanzarse a las primeras de cambio. El Court atrae como un imán gigante al que acude todo el mundo. Aquí puede pasar cualquier cosa, en la resplandeciente franja de felicidad comprendida entre las clases y la hora de la cena; tu vida podría elevarse del suelo y convertirse en algo completamente nuevo y resplandeciente. Bajo una aturdidora luz blanca, todos los rostros brillan con luz tenue, pronuncian palabras sordas y rompen a reír a carcajadas que es posible percibir a través de una nube de sonidos, y cualquiera de ellas podría ser esa risa que te detiene el corazón y que tanto has anhelado; todo lo que hayas imaginado podría estar esperándote aquí, si vuelves la cabeza en el momento oportuno, si te cruzas la mirada con quien corresponde, si suena justo la canción que esperas a través de los altavoces que te rodean. El aroma dulce a rosquillas recién horneadas llega desde el quiosco, tan penetrante que uno podría chuparse los dedos.
Octubre acaba de empezar. Chris Harper se pelea con Oisín O’Donovan sobre el borde de la fuente que hay en el centro del Court, con la boca abierta de par en par en una carcajada, mientras los otros muchachos del Colm los rodean y azuzan a gritos. A Chris Harper le queda poco más de siete meses de vida.
Becca, Julia, Selena y Holly se encuentran al otro lado de la fuente, con cuatro paquetes de chucherías abiertos entre ellas. Julia tiene un ojo puesto en los muchachos del Colm mientras habla de manera rápida y concisa, explicándoles a sus amigas una historia posiblemente cierta sobre cómo, durante el verano, ella y una amiga inglesa, más un par de muchachos franceses, embaucaron a los porteros de una discoteca súper de moda en Niza y consiguieron colarse dentro. Holly come Lacasitos y escucha, con una ceja arqueada que insinúa: «Sí, claro»; Selena está tumbada en el maltrecho borde de mármol negro de la fuente, con la barbilla apoyada en las manos, de tal modo que el cabello le cae como una cortina sobre el hombro hasta casi rozar el suelo. Becca está tentada de inclinarse hacia delante, formar un cuenco con las manos y recogerlo antes de que toque la mugre y un chicle que hay incrustado en el piso.
Becca detesta el centro comercial. Al principio del primer año de escuela, cuando las internas tenían que esperar un mes antes de que les permitieran abandonar los terrenos del colegio —hasta que se sentían demasiado hastiadas como para intentar escapar, supone—, era lo único de lo que oía hablar: que si el Court por aquí y el Court por allá, que si todo será maravilloso cuando vayamos al Court... Ojos resplandecientes y manos esbozando imágenes como si fuera un castillo deslumbrante con pistas de patinaje y cascadas de chocolate. Las alumnas algo mayores regresaban dándose aires, envueltas en aroma a capuchino y a pintalabios de prueba, balanceando con un dedo las bolsas de la compra, llenas de lápices de colores, meciéndose aún al ritmo atronador de la música enlatada. Aquel sitio resultaba mágico, el lugar radiante que te hacía olvidar la amargura de tus profesoras, las hileras de camas en los dormitorios comunes y los comentarios insidiosos que no entendías. Todo desaparecía allí como por arte y gracia del Espíritu Santo.
Eso fue antes de que Becca conociera a Julia, a Selena y a Holly. Estaba tan triste que cada mañana le desconcertaba su tristeza. Solía telefonear a su madre entre sollozos y tragando saliva de manera sonora, sin preocuparle que la oyeran, suplicándole volver a casa. Su madre suspiraba y le decía que en poquísimo tiempo, cuando hubiera hecho amigas con las que poder hablar acerca de chicos, cantantes y moda, se lo pasaría en grande, y Becca colgaba el teléfono aún más desconcertada por sentirse incluso peor. Por aquel entonces, el centro comercial sonaba como el paraíso al que aspirar en mitad de aquel mundo espantoso.
Y finalmente acudió allí y no era más que un maldito centro comercial. El resto de las alumnas de primer año prácticamente babeaban; Becca, en cambio, miró aquella masa noventera de hormigón gris sin ventanas y se preguntó si, de haberse tirado hecha un ovillo al suelo allí mismo y haberse negado a moverse, la habrían enviado a su casa por enajenada mental.
Entonces la chica rubia que había a su lado, Serena o algo así (Becca estaba demasiado ocupada sintiéndose desdichada como para memorizar nada), lanzó una larga mirada reflexiva a la planta superior del Court y le dijo:
—Sí que hay una ventana, ¿la ves? Apuesto a que, si fueras capaz de encontrarla, desde allí podrías ver medio Dublín.
Y efectivamente, así era. Allí estaba, rendido a sus pies: el mundo mágico que les habían prometido, ordenado y hogareño como en los cuentos de hadas. Había coladas tendidas inflándose en las cuerdas de los tendederos y niñitos jugando a la pelota en un jardín, un parque verde con los macizos de flores del rojo y el amarillo más vivos que existían en el mundo, un anciano y una anciana se habían detenido a charlar bajo una lámpara de hierro forjado y formas curvas, mientras sus perros, con las orejas en punta por la alegría, enrollaban las cadenas y se hacían un nudo. La ventana se encontraba entre un punto de pago del aparcamiento y una papelera inmensa, y los adultos que abonaban sus tiques del parking solían lanzar a Becca y Selena miradas recelosas, hasta que, al final, un guarda de seguridad apareció y las echó del Court, pese a que no parecía estar seguro de por qué, pero había merecido muchísimo la pena.
Así las cosas, dos años después, Becca sigue odiando el Court. Detesta la vigilancia a la que te someten en cualquier momento desde todos los ángulos, con los ojos puestos en ti como si se tratara de un enjambre de bichos, cavando y royendo, siempre en torno un corrillo de alumnas cotilleando sobre la blusa que llevas puesta o una pandilla de chicos repasándote de arriba abajo. Nadie nunca permanece quieto en el Court, la gente no para de girarse y volver la vista atrás, de contemplar a quienes observan, intentando poner la pose más interesante. Y nadie guarda silencio nunca: hay que estar parloteando todo el rato o uno parece un perdedor, pese a que, en realidad, es imposible mantener conversaciones verdaderas porque cada cual está pensando en sus cosas. Quince minutos en el Court y Becca tiene la sensación de que si alguien la tocara se electrocutaría.
Al menos antes, cuando tenían doce años, se ponían el abrigo encima del uniforme y salían. Pero este año todo el mundo se acicala para ir al Court como si fueran a la ceremonia de los Óscar. En el Court, las muchachas lucen sus desconcertantes curvas nuevas y se pavonean para que los demás les pongan nota, y nadie se arriesga a que la respuesta sea un cero patatero. Hay que llevar el pelo liso por completo o bien cepillado en una maraña cuidadosamente estudiada, además de pasearse con un bronceado falso, un kilo de maquillaje en la cara y medio paquete de sombra gris en cada ojo, vistiendo unos tejanos ajustadísimos y ultrasuaves y unas botas Ugg o zapatillas deportivas, porque, de lo contrario, alguien podría diferenciarte del resto de las personas y, por descontado, eso te convertiría en una perdedora sin paliativos. Lenie, Jules y Holly no están tan mal de la chaveta, pero aun así se retocan el colorete cuatro veces y se revisan en el espejo desde veinte ángulos distintos, mientras que Becca se mueve nerviosamente junto a la puerta, como si tuviera muelles en los pies, antes de que al fin acaben saliendo. Becca no se maquilla para ir al Court porque odia el maquillaje y porque la idea de pasarse media hora preparándose para sentarse en un muro delante de una tienda de rosquillas le cortocircuita el cerebro. No imagina una estupidez mayor.
Va al centro comercial porque sus amigas van. Qué persiguen yendo allí es para Becca un misterio insondable. Siempre fingen pasárselo en grande, hablan en voz más alta de lo normal, gritan y ríen por chorradas. Pero Becca sabe cómo son cuando están felices, y no es así. Sus rostros, cuando regresan al internado más tarde, se le antojan más avejentados y tensos, manchados por los restos de expresiones impresas con demasiado fingimiento, que se resisten a desaparecer.
Hoy está más nerviosa que de costumbre. Comprueba la hora en el teléfono cada dos minutos y no para de removerse, como si el mármol le hiciera daño en los huesos. Julia ya le ha dicho en dos ocasiones:
—Jopé, ¿quieres parar de una vez?
—Perdona —ha murmurado Becca, pero un minuto después volvía a removerse.
Se siente así de nerviosa porque a dos metros de ellas, en el borde de la fuente, están las daleks. Becca odia todo lo relacionado con las daleks, hasta el último detalle. Las odia por separado —detesta el gesto de Orla cuando se queda boquiabierta, el contoneo del trasero de Gemma al caminar, la mirada de cachorrillo asustado e inocente de Alison y la mera existencia de Joanne— y las odia también en conjunto. Y hoy las desprecia incluso más porque tres de los muchachos del Colm que se encontraban al otro lado de la fuente se han acercado a sentarse con ellas, de manera que las daleks son incluso más todo que nunca. Cada vez que uno de los chicos dice algo, las cuatro estallan en risotadas y fingen estar a punto de caerse para que los chavales tengan que agarrarlas. Alison no deja de inclinar la cabeza hacia un lado para mirar a un muchacho rubio y saca la punta de la lengua entre los dientes. Cualquiera diría que padece un daño cerebral irreversible.
—Así que —dice Julia— Jean-Michel nos señala a mí y a Jodi y suelta: «[...] Y ellas son Candy y Jinx. Acaban de ganar la edición irlandesa de Operación Triunfo!», lo cual es una estrategia bastante inteligente, porque, como no existe, era imposible que los porteros supieran quién había sido el ganador de verdad, pero yo pensé que había metido la pata y nos iban a enviar a la mierda... —Julia se esfuerza por hablar mal y soltar de vez en cuando una palabrota, pero no acaba de colar del todo—. Y, sorpresa, los porteros van del palo: «¿Ah, sí? Pues que nos canten algo».
—Oh, oh —dice Becca.
Intenta hacer caso omiso de las daleks y concentrarse en Julia. Su amiga siempre cuenta anécdotas interesantes, aunque haya que restarles un diez o un veinte por ciento, y Becca nunca esté completamente segura de estar restando lo suficiente.
Julia arquea una ceja.
—Vaya, muchísimas gracias.
Becca se encoge.
—Me refería a que...
—Tranqui, Becs. Sé que canto fatal. Precisamente eso es lo interesante.
Becca se sonroja y decide tomarse otro puñado de Lacasitos para disimular la vergüenza.
—Así que yo digo: estamos bien jodidas, ¿qué se supone que vamos a cantar Jodi y yo? A las dos nos gusta Lady Gaga, pero ¿qué se supone que vamos a hacer? ¿Decir que el primer single de Candy y Jinx es «Bad Romance»?
Selena se muere de risa. Los chicos del Colm las miran.
—Por suerte, Florian es más listo que Jean-Michel. Entonces va y dice: «¿Estáis de coña? Tienen un contrato que cumplir. Si cantan una sola nota, nos van a meter una demanda que vais a flipar».
Holly no ríe. Se diría que no ha oído ni una palabra. Tiene la cabeza inclinada hacia un lado, como si estuviera escuchando otra cosa.
—¿Hol? —la increpa Selena—. ¿Estás bien?
Holly asiente mirando hacia atrás, a las daleks. Julia pospone el resto de su historia para más adelante. Las cuatro fingen estar fascinadas escogiendo exactamente las chucherías que quieren de los paquetes mientras escuchan.
—Sí que lo está —dice Joanne, al tiempo que le da un golpecito en la pierna a Orla con el pie. Orla suelta una risita y esconde la barbilla entre los hombros—. Míralo. Le gustas tanto que es patético.
—No es verdad.
—Pero ¿qué dices? ¡Claro que sí! Se lo dijo a Dara y ella a mí.
—Es imposible que yo le guste a Andrew Moore. Dara estaría de broma.
—¿Qué? ¿Perdona? —La voz de Joanne se tiñe de un matiz frío instantáneo que hace que Becca se remueva de nuevo junto a la fuente. Detesta tenerle tanto miedo a Joanne, pero no puede evitarlo—. ¿Crees que Dara me tomaría por tonta? Pues yo no lo creo, guapa.
—Jo tiene razón —dice Gemma arrastrando las palabras. Está tumbada con la cabeza en el regazo de uno de los chicos, con la espalda arqueada para que le sobresalgan más las tetas y él las vea. El chaval intenta desesperadamente fingir que no quiere mirarle el escote—. Andrew babea por ti.
Orla se retuerce de satisfacción, con el labio inferior succionado entre los dientes.
—Lo que pasa es que es demasiado tímido para decírtelo —añade Joanne, de nuevo con voz dulce—. Eso es lo que me dijo Dara. No sabe qué hacer. —Y le pregunta al chaval alto de pelo castaño que está sentado a su lado—: ¿A que sí?
El chaval contesta:
—Sí. Desde luego —a la espera de estar dando en el clavo.
Joanne le dedica una sonrisa con la que le dice: «buen chico».
—Piensa que no tiene nada que hacer contigo —añade Gemma—. Pero no es cierto, ¿verdad?
—¿Verdad que a ti te gusta?
Orla emite una especie de maullido.
—¡Madre mía! ¡Te gusta! ¡Te gusta Andrew Moore!
—¡Es el tío más bueno del planeta!
—¡A mí me gusta!
—¡Y a mí! —Joanne le da un golpecito a Alison—. Y a ti también, ¿verdad, Ali?
Alison parpadea.
—Eh... ¿sí?
—¿Lo ves? Me muero de los celos.
Incluso Becca sabe quién es Andrew Moore. Al otro lado de la fuente, es el alumno del Colm que está en el centro: rubio, con hombros de jugador de rugby, habla muy alto y empuja a sus amigos. El padre de Andrew Moore pagó a Pixie Geldof3 para que hiciera de DJ en la fiesta de dieciséis cumpleaños de su hijo el mes pasado.
Orla consigue balbucear:
—Supongo que me gusta. Quiero decir que...
—Claro que te gusta.
—A todo el mundo le gusta.
—Eres una tía con suerte.
Orla sonreía de oreja a oreja.
—¿Entonces podrías...? Madre mía... ¿Podrías decírselo a Dara para que él se lo dijera a Andrew...?
Joanne sacude la cabeza con ademán de tristeza.
—No funcionaría. Es tan tímido que ni aun así se te acercaría. Vas a tener que ser tú quien le diga algo a él.
Tras ese comentario, Orla estalla en un paroxismo de contoneos y zozobras, a la par que se tapa la cara con las manos.
—Pero ¿qué dices? Soy incapaz. Yo... ¡No puedo!
Joanne y Gemma son todo seriedad, Alison parece confundida, pero los chavales ríen disimuladamente, atónitos. Holly, de espaldas a ellos, abre los ojos de par en par y hace una mueca con la que les pregunta a sus amigas: «¿Os lo podéis creer?».
—La hostia puta —dice Julia mirando los M&Ms, en voz demasiado baja como para que Joanne la escuche—. Con amigas como esas...
Becca tarda un segundo en entender lo que está pasando.
—¿Creéis que le están mintiendo?
Joanne siempre ha sido el tipo de persona que ni siquiera necesita odiarte para portarse como una desgraciada contigo: hace maldades porque sí, sin motivo alguno, y luego sonríe con petulancia cuando pones cara de asombro. Pero esto es distinto. Orla es su amiga.
—Hola. Bienvenida al mundo. Por supuesto que están mintiendo. ¿Crees que a Andrew Moore le gustaría esa cosa? —pregunta Julia inclinando la cabeza hacia Orla, que está roja como un pimiento y tiene el rostro deshecho de tanta risa histérica y, a decir verdad, no luce su mejor aspecto.
—¡Qué persona tan desagradable! —se exclama Becca. Agarra con fuerza el paquete de Lacasitos con una mano y nota cómo el corazón le late con fuerza—. No se puede hacer eso.
—¿Ah, no? Pues espera y verás.
—Lo están haciendo para impresionarlos —comenta Holly, señalando con la cabeza a los tres muchachos—. Son unas fanfarronas.
—¿Y están impresionados? ¿De verdad les gustan las chicas que se comportan así? ¿Con sus propias amigas?
Holly se encoge de hombros.
—Si les pareciera tan espantoso, dirían algo.
—Esta es tu oportunidad perfecta —dice Joanne, lanzándole una sonrisa de complicidad al tipo alto—. Ve allí y le dices: «A mí también me gustas». Es lo único que tienes que hacer.
—Yo no puedo hacer eso, ¿qué dices? Soy incapaz...
—Claro que puedes. Oye, estamos en el siglo XXI. ¿Has oído hablar del poder de las mujeres? Las mujeres ya no tenemos que esperar a que los hombres nos pidan para salir. Ve y hazlo. Piensa en lo contento que se pondrá.
—Te llevará a la parte trasera del Court —dice Gemma, al tiempo que mueve su cuerpo lánguidamente en el borde de la fuente—, te rodeará con sus brazos y empezará a besarte...
Orla se retuerce hasta hacerse un nudo y suelta una risita incontenible.
—Cinco libras a que se atreve a decírselo —apuesta Julia—. ¿Alguien se apunta?
Selena dice en voz queda, mirando hacia Andrew Moore:
—Como lo haga, él le va a responder de un modo horrible.
—Se va a comportar como un auténtico canalla —conviene Julia, y se echa un par de Mentos a la boca, como si estuviera en el cine, mientras contempla la escena con interés.
—Vámonos —propone Becca—. Yo no quiero presenciar esto. Es espantoso.
—Es durísimo. Pero yo sí quiero verlo.
—Será mejor que te des prisa —dice Joanne, con sonsonete, y le da otra patadita en la pierna a Orla—. Por mucho que le gustes, no te va a esperar hasta la eternidad. Si no vas allí ahora mismo, se irá con cualquier otra.
—Cinco libras me vendrían de maravilla —dice Holly. Se da media vuelta y dice—: ¡Eh! ¡Orla! —Y, cuando Orla consigue desanudarse y alzar la vista hacia ella, roja y sonriendo como una boba, Holly le espeta—: Te están tomando el pelo. ¿De verdad crees que si Andrew Moore quisiera estar con alguien, no se la iba a camelar por timidez? ¿En serio?
—¿Perdona? —espeta Joanne, sentándose recta y lanzándole a Holly una mirada de odio—. No recuerdo haberte preguntado tu opinión.
—No, perdóname tú. Estás hablando a voz en grito en medio del Court. Si no me queda más remedio que escucharte, sí puedo formular una opinión sobre lo que dices. Y mi opinión es que Andrew Moore ni siquiera sabe que Orla existe.
—Y mi opinión es que eres una pueblerina más fea que Picio que debería estar en una escuela pública donde las personas normales no tendrían que escuchar tus estúpidas opiniones.
—¡Guau! —exclama el chaval en cuyo regazo Gemma tiene la cabeza apoyada—. ¡Una pelea de chicas!
—¡Genial! —exclama el muchacho alto sonriendo—. ¡Adelante!
—El padre de Holly es detective —les explica Julia a los chicos—. Arrestó a la madre de Joanne por prostituirse. Aún está un poco resentida.
Los muchachos estallan en carcajadas. Joanne se acerca y abre la boca para soltar alguna barbaridad (Becca ya se estremece), cuando, al otro lado de la fuente, el nivel de ruido aumenta. Andrew y tres de sus amigos sostienen a otro sobre el agua, balanceándolo de los tobillos y las muñecas, mientras que el chaval grita y lucha por liberarse.
Todos tienen el ojo puesto en las chicas, para asegurarse de que los ven.
—¡Madre mía! —Joanne le da un empujón tan violento a Orla que casi la tira a la fuente—. ¿Lo has visto? ¡Te estaba mirando directamente a ti!
Orla mira a Holly. Holly se encoge de hombros.
—Lo que ella diga.
Orla la mira de hito en hito, paralizada. Es evidente que la cabeza le da tantas vueltas que le cuesta pensar, incluso dentro de sus limitaciones.
—¿Qué miras? —pregunta Julia—. Yo he venido a ver el espectáculo.
—Holly tiene razón, Orla —le dice Selena con voz tranquila—. Si le gustaras, te diría algo.
Gemma las observa, divertida, desde el regazo del muchacho.
—O quizás estáis celosas —dice.
—Claro que sí... Porque Andrew Moore no les pondría la mano encima ni soñando —espeta Joanne—. ¿A quién vas a creer, a nosotras o a ellas?
Orla está desconcertada. Por un segundo, su mirada estúpida y desesperada tropieza con la de Becca. Becca sabe que debería decir algo: «No lo hagas, te va a hacer pedazos delante de todo el mundo...».
—Porque, si confías en ellas más que en nosotras —añade Joanne con la frialdad suficiente como para congelarle el rostro a Orla—, quizás ellas deberían ser tus mejores amigas a partir de ahora.
Esa frase saca a Orla de su embobamiento. Incluso ella sabe cuándo estar asustada.
—¡No, claro que no! ¡No confío más en ellas! Confío en vosotras. —Y le dedica a Joanne una sonrisa húmeda, como de perrito faldero—. De verdad.
Joanne mantiene la mirada fría un instante, mientras Orla se retuerce de los nervios; finalmente, le sonríe, una sonrisa condescendiente con la que le perdona la vida.
—Ya lo sé. No soy tonta. Venga, ve. —Y empuja la pierna de Orla con el pie, haciéndola saltar del borde de la fuente.
Orla la mira por última vez, agonizante. Joanne, Gemma y Alison asienten para infundirle ánimos. Orla rodea la fuente para dirigirse al otro lado, con tal vacilación que su caminar parece un baile de puntillas.
Joanne mira al muchacho alto, dejando caer la cabeza hacia un lado, y sonríe. Él le devuelve la sonrisa, desliza su mano por la cintura de ella, y más abajo, mientras observan a Orla acercarse a Andrew Moore.
Becca está tumbada boca arriba en el frío y pegajoso mármol y mira las cúpulas del techo del Court, situadas cuatro plantas por encima de ellas, para no tener que contemplar lo que va a ocurrir. Las personas que, invertidas, se desplazan a toda prisa por los balcones se antojan diminutas y precarias, como si en cualquier momento fueran a perder pie y caer en picado, con los brazos abiertos, para terminar estrellándose de cabeza en el techo. Desde el otro lado de la fuente, le llega el estallido de una risotada, como el rugido de un depredador, y luego unos gritos de mofa:
—¡¡Caramba, Moore, eres un tío con suerte!!
—¡Venga, Andy, las feas son las que mejor la chupan!
—¡Un polvo por compasión! ¡Fóllatela, pobrecilla!
Y más cerca, los chillidos y risas malvadas de Joanne, Gemma y Alison.
—Me debes cinco libras —dice Julia.
Becca mira hacia la planta superior, en la esquina donde están ocultas las máquinas para pagar el parking. A su lado se vislumbra una pequeña franja de luz diurna. Espera que haya allí un par de alumnas de primer grado, asomando el cuello por la ventana, y que el dulce y ancho mundo que se extiende a sus pies les quite de la cabeza la inmundicia de este lugar. Espera que no las expulsen del centro comercial. Y espera también que, de camino a la salida, prendan fuego a un trozo de papel, lo metan en la papelera y reduzcan el Court a cenizas.