Читать книгу El lugar de los secretos - Тана Френч - Страница 11

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Tras el Court se extiende un campo o algo parecido; al menos lo llaman así: el Campo, con una risita disimulada por lo que suele pasar en él. Corresponde a los terrenos en los que se suponía que debía construirse otra ala del Court: iban a instalar allí una tienda de ropa Abercrombie & Fitch, pero entonces llegó la recesión. En su lugar, ahora hay una extensión vallada de hierbajos crecidos y descuidados, con parches de tierra dura aún visibles a través de las cicatrices producidas por las excavadoras que iniciaron las obras; un par de pilas de bloques aislantes de hormigón olvidados, los cuales empiezan a desmoronarse porque siempre hay gente subida en ellos, y una máquina misteriosa oxidada. En una esquina han soltado del poste la verja metálica, que ahora puede doblarse en ambos sentidos para cruzar por debajo, si no se está demasiado gordo, pero no hay muchas personas gruesas merodeando por este lugar de todos modos.

El Campo es la cara oculta del Court, el lugar donde ocurre todo aquello que no puede suceder en el Court. Los alumnos del Colm y las alumnas del Kilda rodean el Court como si tal cosa, con aire inocente, silbando, y se escabullen allí. Casi todos sus pobladores son emos,5 que se creen, demasiado profundos como para visitar un centro comercial (siempre hay una pandilla de ellos junto a la verja posterior oyendo Death Cab for Cutie en los auriculares de su iPod, incluso cuando hace un frío que pela o llueve a cántaros), pero también otras personas se dejan caer por allí. Si acabas de robar una botella de vodka en un comercio sin titubear o le has birlado medio paquete de cigarrillos a tu padre, si tienes un par de porros o un puñado de pastillas de tu madre, es el lugar para traerlas. Las malas hierbas son lo bastante altas como para que nadie fuera de la verja pueda verte, no si estás sentado o tumbado, y probablemente lo estés.

De noche suceden otras cosas. Algunas tardes quienes acuden aquí encuentran una docena de condones usados o un puñado de jeringuillas. En una ocasión alguien encontró sangre, un largo reguero de sangre que atravesaba un trozo de tierra desierta, y un cuchillo. Pero nadie dijo nada. Al día siguiente, el cuchillo había desaparecido.

Es finales de octubre; una inesperada tarde rubia y sonriente asoma la cabeza en mitad de una retahíla de días lluviosos y fríos, y todo el mundo se acuerda del Campo. Una pandilla de alumnos de cuarto año del Colm ha conseguido que el hermano mayor de uno de ellos le compre unas cuantas botellas de dos litros de sidra y un par de cajetillas de cigarros; ha corrido el rumor y ahora mismo debe de haber unas veinte personas desperdigadas en la maraña de álsines o encaramadas a los bloques aislantes de hormigón. Los dientes de león van a la deriva y las punzantes hierbas canas empiezan a dar flores amarillas. El sol se funde sobre ellas y ahuyenta el frío viento.

En el salón de maquillaje del Court se forma una nueva cola: todas las muchachas quieren que las maquillen. Tienen el rostro agarrotado y pesado, pues temen sonreír, por si acaso se les agrieta el maquillaje o se les corre, pero creen que merece la pena cómo las hace sentir. Nunca antes se habían sentido así. Ni siquiera antes de darle el primer sorbito a la sidra o la primera calada a un cigarro; se pavonean, atrevidas, con sus nuevos andares estudiados, con la cabeza bien alta, y el gesto altivo e inescrutable, poderoso. A su lado, los muchachos parecen casi desnudos y más jóvenes. Para compensar la diferencia, suben el volumen de sus voces y se llaman marica unos a otros con mayor frecuencia. Unos cuantos lanzan piedras a una cara sonriente con la lengua fuera que alguien ha pintado con espray en el muro trasero del Court, y prorrumpen en rugidos y lanzan puñetazos al aire cuando alguien hace diana; y un par de ellos anda empujándose a ver quién se cae antes de la máquina oxidada. Las muchachas, para asegurarse de que todo el mundo sabe que no están mirando, sacan sus teléfonos móviles y se sacan fotos las unas a las otras. Las daleks hacen mohines y se encaraman sobre una pila de bloques de hormigón; Julia, Holly, Selena y Becca están tumbadas entre la maleza.

Chris Harper se encuentra detrás, con una camiseta azul recortándose contra el azul del cielo mientras hace equilibrismos, con los brazos abiertos, sobre otra pila de bloques de hormigón, y mira con los ojos entornados en dirección a Aileen Russell mientras se ríe de algo que ha dicho. Está a unos dos metros y medio de distancia de Holly y Selena, que andan abrazándose y frunciendo la boca con su nuevo pintalabios, listas para un besuqueo que deje a todo el mundo boquiabierto. Becca entorna sus pobladas pestañas y su boca pintada con barra labial Rojo Fiero mientras mira a la cámara con sorpresa fingida y sobreactúa el papel de fotógrafa («Muy bien, supersexy, dadme más...»), pero no saben que él está ahí. Notan que hay alguien, la efervescencia y el ímpetu de su juventud, del mismo modo que notan las zonas calientes de esa juventud palpitando por todo el Campo; pero si cerraras los ojos y les preguntaras quién anda ahí, ninguna de ellas sería capaz de nombrar a Chris. A Chris le quedan seis meses, tres semanas y un día de vida.

James Gillen se desliza junto a Julia, con una botella de sidra en la mano.

—Venga, va —le dice—. ¿De verdad?

James Gillen es un tío bueno, en un sentido oscuro y resbaladizo; se le dibuja una curva en la boca que te pone a la defensiva: siempre parece estar riéndose de algo, y una nunca atina a saber si es de ella. A muchas chicas les gusta; Caroline O’Dowd está tan enamorada de él que incluso compró un desodorante Lynx Excite, el que usa Gillen, y se rocía con él un mechón de cabello cada día para poderlo oler siempre que le apetezca. Si la miras durante la clase de Matemáticas, la encuentras olisqueándose el pelo, con la boca abierta, como si tuviera un coeficiente intelectual de un veinte.

—Hola —lo saluda Julia—. Y: ¿qué?

James echa un vistazo al teléfono de Julia.

—Estás muy guapa. No necesitas una foto que te lo diga.

—Claro que no, Sherlock. Y tampoco necesito que lo hagas tú.

James hace oídos sordos.

—Yo sí sé de qué me gustaría tener unas cuantas fotos —dice, y sonríe mientras le mira las tetas a Julia.

Es evidente que espera que ella se sonroje y se cierre la cremallera de la sudadera, o que lance un chillido y se haga la indignada. Cualquiera de las dos reacciones representaría una victoria para él. Becca se ruboriza en nombre de Julia, pero esta no piensa darle tal satisfacción.

—Créeme, colega —le dice—, no sabrías cómo manejarlas.

—No son tan grandes.

—Y tus manos tampoco. Y ya sabes lo que dicen de los tipos que tienen las manos pequeñas.

A Holly y a Selena les entra la risa floja.

—Joder —exclama James, arqueando una ceja—. Joder, qué directa eres, tía...

—Mejor ser directa que retrógrada —replica Julia, cierra su teléfono y se lo guarda en el bolsillo, lista para lo que venga a continuación.

—Eres tan desagradable —comenta Joanne desde su bloque de hormigón, arrugando la naricilla con un gesto mono. Y dirigiéndose a James—: La verdad es que me cuesta creer que diga algunas cosas...

Pero Joanne no está de suerte: James le ha echado el ojo a Julia, no a ella, al menos hoy. Le dedica a Joanne una sonrisa que podría significar cualquier cosa y le da la espalda.

—Va. ¿Qué me dices? —le propone a Julia—. ¿Quieres un poco? —Y le tiende la botella de sidra.

Julia siente una repentina punzada triunfal. Le lanza a Joanne una sonrisa hiperdulce, por encima del hombro de James.

—Claro —responde, y agarra la botella.

A Julia no le gusta James Gillen, pero eso no es lo importante, al menos no aquí fuera. En el Court, dentro del centro comercial, cualquier mirada con la que te tropieces podría significar Amor con mayúsculas, un amor de esos que hace que repiquen las campanas y estallen los fuegos artificiales, todo ello entre el dulce brotar de la música y prismas que rebotan luces con los colores del arco iris, y podría ser ese misterio insondable que crepita en todos los libros, en todas las películas y en todas las canciones, podría representar ese hombro único en el que apoyar la cabeza, entrelazando tus dedos con los suyos mientras apoya suavemente los labios en tu cabello y vuestra canción atruena en los altavoces. Podría suponer el corazón que se abrirá ante ti para ofrecerte sus secretos jamás revelados, un corazón dotado de recovecos con la forma perfecta para almacenar, a su vez, todos los tuyos.

Pero aquí, en el Campo, no va a ser Amor, ni ese misterio del cual hablan todas las cosas, sino precisamente el enorme misterio del cual todo el mundo elude hablar. Las canciones se esfuerzan por soltártelo en la cara, pero lo único que hacen es lanzar las palabras correctas al aire y esperar a que suenen lo bastante sucias como para llenarte la cabeza a pájaros, tanto que no seas capaz de formular más preguntas. No pueden explicarte cómo va a ser, cuando sea, el día que sea; ni tampoco pueden decirte qué es. No está en las canciones; está ahí fuera, en la vida, en el Campo. En la nuez de Adán y en el vaho del aliento de todo el mundo, en el hedor de los zuzones y en la leche de los tallos rotos de diente de león que se te adhiere a los dedos. Está en la música de los emos, que se eleva a través de la tierra y te hace temblar hasta la rabadilla. Dicen que Leanne Naylor no regresó para el quinto curso porque se quedó embarazada en el Campo y que ni siquiera sabía quién era el padre.

De manera que el hecho de que a Julia no le guste James Gillen es irrelevante. Lo relevante aquí fuera es la dura y bella curva de los labios del chaval y la sombra de barba incipiente en su mentón; y el hormigueo que le enciende las venas de la muñeca a Julia cuando los dedos de ambos tocan la botella. Julia le sostiene la mirada a James, lame una gota que ha quedado en la boca de la botella, con la punta de la lengua, y le dedica una sonrisa cuando él abre los ojos de par en par.

—¿Y para nosotras no hay? —quiere saber Holly.

Julia le pasa la botella sin mirarla. Holly pone los ojos en blanco y le da un buen trago antes de pasársela a Selena.

—¿Quieres un cigarrillo? —le pregunta James a Julia.

—¿Por qué no?

—¡Vaya! —dice James, sin molestarse siquiera en darse unas palmaditas en los bolsillos antes—. Se me debe de haber caído el paquete allí. Mea culpa.

Se pone en pie y le tiende la mano a Julia.

—Bueno —dice Julia, dudando solo durante una décima de segundo—. Entonces tendré que ir a ayudarte a buscarlos.

Se agarra de la mano de James y él la ayuda a levantarse. Julia le arrebata la botella de sidra a Becca y guiña un ojo mientras le da la espalda a James, y se marchan caminando, el uno al lado del otro, hasta desaparecer entre las altas hierbas mecidas por el viento.

El sol se abre para recibirlos y vuelve a cerrar las pestañas detrás de ellos; se pierden en su resplandor y se desvanecen. Algo a medio camino entre el sentimiento de pérdida y el pánico puro recorre a Becca por dentro. Tiene que contenerse para no gritarles que regresen... antes de que sea demasiado tarde.

—James Gillen —dice Holly, medio irónica, medio impresionada—. Madre mía.

—Si empieza a salir con él —comenta Becca—, no volveremos a verla. Como Marian Maher, que ya ni siquiera habla con sus amigas. Lo único que hace es sentarse ahí a enviarse mensajitos de texto con Comosellame.

—Jules no va a salir con él —le dice Holly—. ¿Con James Gillen? ¿Estás de broma o qué?

—Pero ¿qué...? Entonces ¿qué...?

Holly se encoge de un hombro únicamente: es demasiado complicado para explicarlo.

—No te preocupes. Solo va a morrearse con él.

—Yo no pienso hacer eso. Yo no me voy a enrollar con un chico a menos que me guste de verdad —explica Becca.

Se produce un silencio. Un chillido y una risotada, en algún lugar del Campo, y una alumna de quinto curso se levanta de un brinco para perseguir a un muchacho que agita sus gafas de sol sobre su cabeza; un aullido de victoria cuando alguien hace diana en la cara del grafiti.

—En ocasiones me gustaría que las cosas continuaran siendo como hace cincuenta años —comenta Holly de repente—, que nadie follara con nadie hasta estar casados y que se montara un escándalo si te atrevías a besar a un chico.

Selena está tumbada con la cabeza apoyada en la chaqueta, revisando sus fotos.

—Si te acostabas con un chico o incluso fingías que algún día ibas a plantearte hacerlo, podías acabar encerrada en una lavandería de las Hermanas Magdalenas el resto de tu vida —dice.

—Yo no he dicho que fuera perfecto. Lo que digo es que al menos todo el mundo sabía lo que se suponía que debía hacer. No tenían que averiguarlo por sí solos.

—Pues entonces decide que no vas a follar con nadie hasta que te cases —remata Becca. Normalmente, la sidra le gusta, pero esta vez le ha dejado en la lengua un regusto espeso con sabor a rancio—. Y así lo sabrás y no tendrás que averiguarlo.

—A eso es a lo que me refiero —comenta Selena—. Al menos nosotras tenemos la opción de elegir. Si quieres estar con alguien, lo haces, y si no, pues no.

—Sí —responde Holly. No suena convencida—. Supongo que sí.

—No lo haces.

—Bueno, eso si no eres una frígida y una estirada.

—Yo no soy ni frígida ni estirada —se defiende Becca.

—Claro que no. Ya lo sé. Yo no he dicho que lo seas. —Holly le está arrancando los lóbulos a la hoja de un zuzón, con cuidado, uno a uno—. Lo que me pregunto es... ¿por qué no hacerlo, entiendes? ¿Por qué se monta tanto lío si lo haces si no existe ninguna razón para no hacerlo? En el pasado, la gente se abstenía porque pensaban que estaba mal. Yo no creo que esté mal. A mí solo me gustaría...

La hoja del zuzón se está desmontando; la rasga por la mitad y mete los trocitos entre la broza.

—Olvidadlo —dice—. El imbécil de James Gillen al menos nos podía haber dejado la sidra. Ellos no van a bebérsela.

Selena y Becca no responden. Su silencio se aposenta y endurece.

—No te atrevas —la voz sobreexcitada y aguda de Aileen Russell aúlla tras ellas—, no te atrevas o verás... —pero se amortigua en la superficie del silencio y sisea en la luz del sol hasta desaparecer.

A Becca le parece que aún le llega el olor del Lynx Sperminator o comoquiera que se llame el maldito desodorante.

—Hola —la saluda una voz junto a ella.

Becca vuelve la cabeza para mirar de quién se trata.

Un chavalito con granos se le ha ido acercando con sigilo entre la maleza. Le conviene un buen corte de pelo y parece tener unos once años, cosas ambas que Becca reconoce en ella misma, pero está bastante segura de que aquel chaval va a segundo o quizás incluso a primero. Decide que está bien: seguramente no pretende enrollarse con nadie; incluso podría ser divertido recoger unas cuantas piedras con él y unirse a los chicos que se hallan lanzándolas a la cara del grafiti.

—Hola —le repite el chaval. La voz no se le ha quebrado.

—Hola —responde Becca.

—¿Tu padre era un ladrón? —le pregunta.

—¿Qué? —replica Becca.

El chaval recita, de un tirón, balbuceando:

—Entonces, ¿quién robó las estrellas y te las puso en los ojos?

Mira a Becca esperanzado. Ella le devuelve la mirada; no se le ocurre nada que decir. El chico decide tomárselo como un incentivo. Se le acerca más y busca a tientas la mano de Becca entre la maleza. Becca aparta la mano.

—¿Alguna vez te ha funcionado eso? —le pregunta.

El chaval parece herido.

—A mi hermano le funciona —responde.

Entonces Becca tiene una revelación: el chaval piensa que es la única chica en el Campo que podría estar lo bastante desesperada como para enrollarse con él. Ha decidido que es la única que está a su nivel.

Le gustaría ponerse en pie de un brinco y hacer el pino, o que alguien la retara a una carrera a toda prisa y bien lejos que los dejara destrozados a ambos: cualquier cosa que convirtiera su cuerpo en algo relacionado con lo que es capaz de hacer y no con el aspecto que tiene. Becca es veloz, siempre lo ha sido, sabe hacer la rueda y saltos mortales hacia atrás y es capaz de trepar a cualquier sitio; antes se divertía haciéndolo, pero ahora lo único que importa es que aún no tiene tetas. Sus piernas, estiradas, parecen renqueantes e inútiles, compuestas por un puñado de líneas que no dibujan nada en absoluto.

De repente, el chaval de los granos se inclina hacia ella. Becca tarda un instante en caer en la cuenta de que intenta besarla; se gira justo a tiempo para meterle un mechón de pelo en la boca.

—No —le dice.

Él se sienta, alicaído.

—Vaya —dice—. ¿Por qué no?

—Porque no.

—Perdona —le dice el chaval, que se ha puesto rojo como un pimiento.

—Creo que tu hermano te estaba tomando el pelo —le dice Holly, sin intención de sonar malvada—. No creo que esa frase le haya funcionado nunca a nadie. No es culpa tuya.

—Supongo que no —replica el muchacho, hecho polvo.

Es evidente que solo sigue ahí porque la vergüenza de regresar junto a sus amigos se le antoja demasiado espantosa para contemplarla siquiera. A Becca le gustaría enroscarse como un bichito y cubrirse de hierba hasta desaparecer. El maquillaje la hace sentir como si alguien la hubiera sujetado a la fuerza y le hubiera pintado un jajaja en el rostro.

—Ten —le dice Selena al chaval, al tiempo que le entrega su teléfono—. Sácanos una foto. Así podrás regresar junto a tus amigos y parecerá que te habíamos pedido que nos hicieras un favor. ¿Te parece bien?

El chaval le lanza una mirada de pura gratitud animal.

—Sí —responde—. Muy bien.

—Becs —la llama Selena, y abre un brazo para abrazarla—. Ven aquí.

Al cabo de un segundo, Becca se acerca arrastrando los pies. Lenie la rodea con el brazo, con fuerza; Holly se inclina hacia ella por el otro hombro; nota la calidez de la piel de sus amigas a través de las camisetas y las capuchas, su solidez. Su cuerpo la aspira como si fuera oxígeno.

—Decid Luissss —dice el chaval con acné, y se arrodilla. Suena mucho más alegre.

—Espera —dice Becca. Se frota con el dorso de la mano la boca, con fuerza, extendiéndose el pintalabios duradero y supermate Rojo Fiero por el rostro, como si fuera una franja ancha de una pintura de guerra—. Ya está —dice, con una gran sonrisa—. Luissss. —Y escucha el clic del teléfono cuando el muchacho pulsa el botón.

Tras ellas, Chris Harper grita:

—¡Allá vamos!

Con la banda sonora del grito de Aileen Russell, Chris se endereza, sube a los bloques de hormigón y salta haciendo una voltereta hacia atrás con el cielo como telón de fondo. Aterriza tambaleándose; el impulso lo lleva a derrapar por los zuzones, sobre su espalda, hasta una zona de tonos verdes temblorosos y dorados. Allí permanece tumbado, con las piernas abiertas y sin respirar, contemplando el bromista cielo azul y riendo a carcajada limpia.

El lugar de los secretos

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