Читать книгу Un amor para recordar - El hombre soñado - Un extraño en mi vida - Teresa Southwick - Страница 7
Capítulo 3
ОглавлениеEMILY llevaba a Annie en brazos mientras cruzaba el patio del centro médico. Cal iba a su lado cargando con la bolsa de pañales. Una parte de ella no podía evitar pensar en él como en un caballero andante. Pero su lado inteligente le decía que eso no era así.
Le había ofrecido dinero, por el amor de Dios. Como si creyera que quería algo más que no fuera la seguridad de su hija en caso de que el bulto en el pecho resultara ser cáncer. Utilizar la carta del dinero era como sacar la tarjeta roja y decir que no confiaba en ella. Como si necesitara más pruebas, le había hecho a Annie un frotis en la boca para obtener una muestra de ADN. Parecía como si a Cal le doliera hacerla llorar, pero la niña, igual que su madre, no daba señales de perdonar ni de olvidar, y aquel día no quería saber nada de él.
La cita era a las nueve en punto, y llegaban diez minutos antes. El patio sombreado estaba fresco a aquella hora del día, teniendo en cuenta que estaban en julio. En el centro había una gran jardinera con rocas y plantas de colores.
Emily se detuvo y señaló la última puerta a la derecha.
—Ésta es la consulta de Rebecca Hamilton. No sé si van a recibirme a mi hora.
—Soy médico. Ya lo sé —dijo Cal con ironía.
—Tú trabajas en urgencias, pero ella es una ginecóloga muy ocupada. Sus citas siempre se cambian por culpa de los partos. Los niños llegan cuando quieren.
—¿A qué hora nació Annie? —preguntó Cal—. Las gafas de sol oscuras le ocultaban los ojos y la expresión, lo que tal vez fuera mejor.
—A la siete de la mañana —dijo pasándole la mano a su hija por el cuello—. Una hora respetable. Escucha, voy a darte unos consejos para cuando entre en la consulta. Todo indica que a Annie no le va gustar que la deje contigo. Tu misión, si es que la aceptas, es que esté lo más contenta posible.
Emily estrechó a su hija con más fuerza.
—Si intenta bajarse, bájala. Deja que haga lo que quiera siempre y cuando no moleste a los demás o se haga daño. Intenta distraerla con un juguete. He traído sus favoritos, una taza con tetina y galletas. No te preocupes por el estropicio de la sala de espera.
—¿Estropicio?
—Ya lo verás.
—De acuerdo —asintió Cal.
—¿Sabes cambiar un pañal?
—¿Me has escrito las instrucciones?
—Muy gracioso —Emily no pudo evitar sonreír. Su sentido del humor fue lo primero que la atrajo de él—. Bastará con un sí o un no.
—Creo que seré capaz de hacerlo.
—Si no deja de llorar, sácala de la sala de espera. Le encanta estar al aire libre y con suerte eso la distraerá. En caso contrario, ve al mostrador de recepción. Grace, la recepcionista, irá a buscarme a la consulta.
—De acuerdo —Cal se colgó al hombro el tirante de la bolsa de pañales con más seguridad.
Emily sabía que la bolsa pesaba, pero él no parecía notarlo. En cambio a ella, el peso de Annie estaba empezando a provocarle dolor de espalda. Si pudiera pasarle la niña a Cal… pero eso provocaría un desastre. Mejor no hacerlo a no ser que fuera absolutamente necesario.
—De acuerdo —Emily aspiró con fuerza el aire y se dirigió hacia el camino de cemento que llevaba a la consulta—. Adelante.
En la sala de espera había aire acondicionado, y sólo había una mujer mayor esperando, lo que significaba que la doctora iba bien de hora. Emily firmó su entrada y luego se sentó cerca de la puerta de la consulta. Colocó a Annie en su regazo y Cal tomó asiento a su lado.
La señora les sonrió.
—Su hija es adorable.
—Gracias, a mí también me lo parece —sonrió Emily.
—Es igualita a su padre —continuó la mujer—. Forman ustedes una familia encantadora.
Si habían conseguido pasar por una familia, entonces se merecían un Oscar. Aquélla era la primera salida que hacían los tres, y no por razones alegres. Por suerte se abrió la puerta en aquel instante y salió Grace Martinson. Emily había llegado a conocerla bastante bien durante sus visitas prenatales.
La pelirroja de ojos verdes vestida con bata azul sonrió.
—Hola, Emily, enseguida estamos contigo. ¿Señora Wilson?
La mujer se puso de pie y entró en la consulta. A Emily le dio un vuelco el estómago por la aprensión. Todas las investigaciones decían que el ochenta por ciento de los bultos del pecho resultaban ser benignos, pero ¿y si ella formaba parte del otro veinte por ciento? Estrechó con fuerza a su hija hasta que la niña se revolvió en señal de protesta. ¿Qué sería de su pequeña si algo le ocurriera? La madre de Emily no se merecía tampoco un premio, pero al menos había estado allí.
Miró a Cal de reojo. Se había colocado las gafas en la cabeza y estaba increíblemente guapo. Él tendría que cuidar a su hija solo. Antes de que pudiera darle las últimas indicaciones, volvió a abrirse la puerta y salió Grace.
—Te toca, Emily.
—De acuerdo —ella se puso de pie con Annie en brazos y le dio un beso a su hija en la mejilla. Luego miró a Cal—. También te toca a ti.
Él asintió y estiró los brazos. Emily le pasó a la niña y se preparó para el grito de protesta que llegó al instante.
—Saldré en cuanto pueda —le dijo Grace cerrando la puerta.
Emily fue hasta la sala de observación, donde le pidieron que se desnudara de cintura para arriba y se pusiera una bata. Mientras lo hacía, deseó que el llanto de su hija disminuyera, pero no tuvo esa suerte. Escuchó cómo la puerta de entrada se abría y se cerraba. Cal estaba siguiendo sus indicaciones y había salido con Annie.
Se sentía como la peor madre del planeta. Todo era culpa suya. No sería tan traumático si Annie conociera a Cal y aquello era algo que lamentaría toda su vida. Emily abrió la puerta que daba a la sala de observación y se topó con Grace.
—Annie está muy enfadada.
—Ya lo oigo —contestó la otra mujer pesarosa.
—¿No podría entrar en la sala de observación? Creo que, si puede verme, se calmará.
—De acuerdo, iré a buscarles.
Emily se sentó en la camilla con las piernas colgando. Unos instantes más tarde escuchó a Annie llorar más fuerte que antes justo cuando Cal entraba con ella.
—Lo siento —dijo tendiéndole a la niña—. ¿Quieres que me vaya?
—No —no quería quedarse sola, y Annie ya no contaba. Se había quedado dormida cuando su madre la acunó suavemente—. ¿Puedes tenerla ahora? No pasará nada. Cuando se duerme no hay quien la despierte.
Cal asintió y tomó a la niña, que efectivamente no se inmutó. Unos instantes más tarde entró una doctora. Rebecca Hamilton era una mujer rubia de ojos marrones de veintitantos años.
—Hola, Emily —dijo colocándose las gafas con más firmeza en la pecosa nariz.
—Te presento a Cal Westen —dijo Emily—. Él también es médico.
—Le conozco por su buena reputación profesional, doctor —dijo la joven asintiendo antes de mirar a Emily—. ¿Así que te has traído apoyo moral?
—Algo así. Es el padre de Annie.
—Ya veo —Rebecca no dio señales de sorprenderse—. Bueno, vamos allá.
Hizo la exploración habitual con el estetoscopio y luego le tomó el pulso y la tensión. Después se colocó entre Emily y Cal mientras le abría la bata para examinarle el pecho izquierdo.
—Aquí está —dijo frunciendo el ceño.
—¿Es cáncer? —preguntó Emily aspirando con fuerza el aire.
—No vayas por ahí —le advirtió Rebecca—. No tenemos ningún motivo para creerlo. Podría ser un quiste, o un tumor benigno.
—¿Mamografía? —preguntó Cal.
Rebecca lo miró de reojo antes de volver a centrarse en Emily.
—Como eres tan joven, me gustaría empezar con un ultrasonido. No es tan invasivo, no duele y no produce radiación. Con eso debería bastar para saber si el bulto es una masa o un quiste. En ese caso ya no habría que hacer más pruebas ni habría nada que temer.
Emily miró a Cal, que seguía sujetando a Annie, plácidamente dormida. Sintió una oleada de emoción.
—¿Tú qué opinas?
—La doctora Hamilton tiene razón. Vayamos paso a paso.
—Me parece bien.
—Entonces me encargaré de todo —asintió la doctora—. Le diré a Grace que te pida cita en el departamento de diagnóstico por imágenes del hospital. Ése es el primer paso. No tienes de qué preocuparte —Rebecca le pasó el brazo por los hombros—. Todo va a salir bien.
Cuando estuvieron a solas, Cal dejó escapar un suspiro. Parecía como si hubiera hecho doble guardia en urgencias con resfriado y fiebre.
—¿Cómo estás?
—Seguramente mejor que tú —dijo mirándole—. Quiero irme a casa.
—Saldré con Annie a la sala de espera para que puedas vestirte.
—Gracias, Cal.
Y no lo decía sólo porque la dejara a solas. Se alegraba mucho de que la hubiera acompañado. Demasiado. Y alegrarse demasiado significaba que tenía sentimientos persistentes dentro de ella. Cuando tomó la decisión de contarle lo de la niña, estaba convencida de que no era así. Pero ahora sabía que se había equivocado. Los sentimientos dormidos eran como las brasas que quedaban tras un incendio forestal, podían volver a prenderse con suma facilidad.
Carl no sabía qué pensar ni cómo sentirse tras haber salido el día anterior de la consulta del médico. Ésa era la única razón que se le ocurría para haberse pasado por su apartamento sin avisar. Tras aparcar al otro lado de la calle, llamó a la puerta de Emily y esperó. Al ver que no había respuesta, volvió a llamar y entonces se abrió la puerta de al lado.
Apareció la pelirroja Lucy Gates. Detrás de ella se escuchaba llorar a un niño.
—¿Qué quieres? —le preguntó con brusquedad.
—He venido a ver a Emily. Y Annie.
—Emily no está en casa —respondió la joven con desconfianza.
Lucy lo miraba con hostilidad. El niño seguía llorando sin cesar.
—¿Quién llora así?
—Es Henry, el hijo de mi compañera de piso, Patty. Está enfermo.
—¿Qué le pasa?
—Probablemente sea un catarro —la joven se encogió de hombros.
—¿Tiene fiebre? —preguntó Cal.
—Sí, un poco.
—¿Quieres que le eche un vistazo?
—¿Eres médico? —preguntó una voz detrás de Lucy—. ¿Pediatra?
Carl asintió y entró en el apartamento, que era una réplica del de Emily. Una joven rubia que tendría la edad de Lucy avanzó hacia él con un niño pequeño lloroso en brazos.
—Yo soy Patty. Y éste es Henry. Si eres médico… ¿podrías examinarlo? —preguntó con la preocupación reflejada en sus ojos azules.
—Claro.
Otro bebé, Oscar, recordó, estaba en una colcha al lado del sofá rodeado de animales de peluche. El niño parecía limpio y bien alimentado.
Cal se acercó y Patty.
—Hola, amigo —le dijo al niño lloroso que tenía en brazos—. ¿No te encuentras bien?
Cal le palpó el cuello en busca de nódulos, pero no encontró nada anormal.
—Le acabo de tomar la temperatura —dijo Patty—. Tiene treinta y ocho.
Cal asintió.
—No es tanto. ¿Tienes una linterna? Me gustaría mirarle la garganta.
—Hay una en la cocina —dijo Patty entrando y abriendo un cajón.
—Déjala en la encimera y veamos si podemos conseguir que abra mucho la boca—. ¿Qué edad tiene?
—Dieciocho meses.
Patty hizo lo que le decían y, cuando Cal se acercó, Henry comenzó a llorar, lo que significaba que estaba abriendo mucho la boca. Él acercó la luz y le vio la garganta un poco roja.
—No tengo otoscopio para verle los oídos —se lamentó Cal—. ¿Se ha estado tocando las orejas?
—No —Patty acarició la frente de su hijo—. Tuvo una infección de oído a los seis meses, y desde entonces he estado atenta. Pero no está siendo él mismo ahora.
Cal tampoco tenía estetoscopio, así que apretó la oreja contra el pecho del niño para escuchar alguna señal de dificultad respiratoria, pero todo parecía normal.
—¿Qué le pasa? —preguntó Patty.
—Creo que es sólo un resfriado.
—Eso fue lo que yo dije —intervino Lucy.
—¿Hay alguna medicina que pueda tomar? —quiso saber Patty fulminando a su compañera de piso con una mirada.
—Un antipirético le hará sentirse más cómodo. El antibiótico no ayudará porque tengo la impresión de que se trata de un virus —que Henry seguramente le habría transmitido ya a su compañerito de piso—. ¿Ha mostrado Oscar señales de encontrarse mal?
—Todavía no —aseguró Lucy—. Pero lo estoy observando. Estamos intentando mantenerlos todo lo separados que podamos.
—Eso sería lo mejor. Y lavaos las manos con asiduidad —Cal asintió—. En cuanto a otro tipo de medicación, no es necesaria. Si toma antibióticos sin que le hagan falta, desarrollará una tolerancia a ellos y no funcionarán cuando de verdad los necesite.
—De acuerdo —Patty asintió—. ¿Hay algo más que yo pueda hacer?
—Que tome líquidos. Soda diluida. Zumo. Agua. Asegúrate de que moja los pañales. Eso significará que está bien hidratado.
—Eso he estado haciendo —le dijo Patty.
—Y si le sube la fiebre a treinta y nueve, llévalo a la sala de urgencias del Centro Médico Misericordia para que le eche un vistazo.
—No podemos permitirnos ir allí —aseguró Patty con expresión sombría—. No tenemos seguro médico. Si alguno de los dos tiene que ir a urgencias, no sé qué vamos a hacer.
—Emily sabrá qué hacer —intervino Lucy—. Ella siempre encuentra solución.
—No sé qué haríamos sin ella —reconoció Patty.
Las dos chicas hablaban de Emily Summers como si tuviera alas y caminara sobre el agua. Pero Cal sabía que no era así. Los ángeles no mentían respecto a tener un hijo. Alguien llamó a la puerta con los nudillos y Lucy fue a abrir.
—Hola, Emily.
—Hola, ¿qué tal está Henry?
—El médico dice que seguramente sea sólo un resfriado —explicó la adolescente.
—¿El médico? —Emily entró llevando a Annie en brazos—. ¿Cal?
—Hola —Annie balbuceó algo y trató de bajarse, pero su madre la sujetó con fuerza. Mejor, porque no debía acercarse mucho a Henry—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Pasaba por el barrio —mintió él.
—Ya —su tono indicaba claramente que no se lo había creído ni por un momento. Sin entrar del todo, Emily le pasó una bolsa blanca a Lucy—. Te he traído aspirina infantil.
—Gracias.
—Espero que Henry empiece a sentirse mejor pronto —dijo mirando al niño con simpatía—. Tengo que llevar a mi hija a casa.
Cal la siguió y luego miró hacia las adolescentes.
—Si tenéis alguna pregunta…
—Gracias, doctor —dijo Patty.
—De nada.
Cal siguió a Emily hasta su apartamento, que estaba en la puerta de al lado. Cuando se inclinó para recoger un juguete, la atención de Cal se centró en su cuerpo bien formado. En su vestido de algodón blanco sin mangas con sandalias bajas a juego. Parecía un ángel. Aunque había suficiente perversión en su oscuro y alborotado cabello como para aumentarle el latido del corazón. Aquellos mechones sedosos que le rodeaban el rostro le recordaban las veces que le había acariciado el pelo mientras le hacía el amor. Sintió un nudo en el estómago, y tuvo ganas de estrechar a Emily contra sí, como en los viejos tiempos. Luego le echó un buen vistazo a la expresión de su rostro.
—¿Qué estás haciendo aquí? —volvió a preguntarle ella—. Los dos sabemos que este barrio no está en tu ruta.
—He pasado a ver a Annie
«En gran parte».
Emily dejó a su hija en el suelo.
—Hubiera estado mejor que llamaras primero.
Lo habría hecho si hubiera planeado la visita.
—Lo tendré en cuenta.
Como si hubiera bastado con verbalizar su protesta, la indignación desapareció de Emily.
—Gracias por echarle un vistazo a Henry. Las chicas apenas pueden sobrevivir con el dinero de la fundación.
—¿Y dónde están los padres de los niños? —preguntó Cal.
—Lucy no lo ha visto desde que le dijo que estaba embarazada. Sus padres la echaron cuando les dio la noticia —aseguró Emily con desaprobación—. El padre de Henry, Jonas Blackford, está ganando lo mínimo trabajando en uno de los hoteles de la ciudad, y además está yendo a clase en la universidad. La educación es la única manera de salir adelante y conseguir una vida mejor para su hijo. Contribuye económicamente todo lo que puede y pasa todos lo días a ver al niño. No están casados, pero hacen lo que pueden para criar juntos a Henry. Eso es digno de respeto.
¿Lo era? Cuando se comete un error, hay que intentar hacer lo correcto. Así le habían educado sus padres. Annie lo estaba mirando mientras mordía unas llaves de colores de juguete. Luego se las sacó de la boca y las agitó antes de arrojarlas y arrastrarse hacia donde ellos estaban hablando. Era la primera vez que se acercaba voluntariamente a Cal.
Él sonrió, y la niña, que lo miraba parpadeando, le devolvió la sonrisa. Una sensación cálida y enorme se apoderó de él, y fue seguida de una cascada de ternura infinita. También experimentó el deseo de mantenerla a salvo de cualquier cosa que pudiera hacerle daño.
—Ya sabes que lo que tiene Henry seguramente sea contagioso —dijo—. Annie debe mantenerse lejos.
—Por supuesto. Pero es muy difícil —dijo estirando el brazo para colocarla en posición sentada—. Le encantan esos niños. Los tres son como hermanos.
Un instante más tarde, de la boca de Cal surgieron las palabras antes de que se parara a pensar en ellas.
—Annie y tú deberíais venir a vivir conmigo.