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VIII
ОглавлениеEpidemia ocurrida en la ciudad y campo de Atenas en el verano siguiente. — Nuevos aprestos belicosos y desesperación de los atenienses.
Al comienzo del verano siguiente43 los peloponesios y sus aliados entraron otra vez en territorio del Ática por dos partes como hicieron antes, llevando por capitán a Arquidamo, hijo de Zeuxidamo, rey de los lacedemonios; y habiendo establecido su campo, robaban y talaban la tierra. Pocos días después sobrevino a los atenienses una epidemia muy grande, que primero sufrieron la ciudad de Lemnos y otros muchos lugares. Jamás se vio en parte alguna del mundo tan grande pestilencia, ni que tanta gente matase. Los médicos no acertaban el remedio, porque al principio desconocían la enfermedad, y muchos de ellos morían los primeros al visitar a los enfermos. No aprovechaba el arte humana, ni los votos ni plegarias en los templos, ni adivinaciones, ni otros medios, de que usaban, porque en efecto valían muy poco; y vencidos del mal, se dejaban morir. Comenzó esta epidemia (según dicen) primero en tierras de Etiopía, que están en lo alto de Egipto: y después descendió a Egipto y a Libia; se extendió largamente por las tierras y señoríos del rey de Persia; y de allí entró en la ciudad de Atenas, y comenzó en el Pireo, por lo cual los del Pireo sospecharon al principio que los peloponesios habían emponzoñado sus pozos, porque entonces no tenían fuentes. Poco después invadió la ciudad alta, y de allí se esparció por todas partes, muriendo muchos más.
Quiero hablar aquí de ella para que el médico que sabe de medicina, y el que no sabe nada de ella, declare si es posible entender de dónde vino este mal y qué causas puede haber bastantes para hacer de pronto tan gran mudanza. Por mi parte diré cómo vino; de modo que cualquiera que leyere lo que yo escribo, si de nuevo volviese, esté avisado, y no pretenda ignorancia. Hablo como quien lo sabe bien, pues yo mismo fui atacado de este mal, y vi los que lo tenían. Aquel año fue libre y exento de todos los otros males y enfermedades, y si algunos eran atacados de otra enfermedad, pronto se convertía en esta. Los que estaban sanos, veíanse súbitamente heridos sin causa alguna precedente que se pudiese conocer. Primero sentían un fuerte y excesivo calor en la cabeza; los ojos se les ponían colorados e hinchados; la lengua y la garganta sanguinolentas, y el aliento hediondo y difícil de salir, produciendo continuo estornudar; la voz se enronquecía, y descendiendo el mal al pecho, producía gran tos, que causaba un dolor muy agudo: y cuando la materia venía a las partes del corazón, provocaba un vómito de cólera, que los médicos llamaban apocatarsis, por el cual con un dolor vehemente lanzaban por la boca humores hediondos y amargos; seguía en algunos un sollozo vano, produciéndoles un pasmo que se les pasaba pronto a unos, y a otros les duraba más. El cuerpo por fuera no estaba muy caliente ni amarillo, y la piel poníase como rubia y cárdena, llena de pústulas pequeñas: por dentro sentían tan gran calor, que no podían sufrir un lienzo encima de la carne, estando desnudos y descubiertos. El mayor alivio era meterse en agua fría, de manera que muchos que no tenían guardas, se lanzaban dentro de los pozos, forzados por el calor y la sed, aunque tanto les aprovechaba beber mucho como poco. Sin reposo en sus miembros, no podían dormir, y aunque el mal se agravase: no enflaquecía mucho el cuerpo, antes resistían a la dolencia, más que se puede pensar. Algunos morían de aquel gran calor, que les abrasaba las entrañas a los siete días, y otros dentro de los nueve conservaban alguna fuerza y vigor. Si pasaban de este término, descendía el mal al vientre, causándoles flujo con dolor continuo, muriendo muchos de extenuación.
Esta infección se engendraba primeramente en la cabeza, y después discurría por todo el cuerpo. La vehemencia de la enfermedad se mostraba, en los que curaban, en las partes extremas del cuerpo, porque descendía hasta las partes vergonzosas y a los pies y las manos. Algunos los perdían: otros perdían los ojos, y otros, cuando les dejaba el mal, habían perdido la memoria de todas las cosas, y no conocían a sus deudos ni a sí mismos. En conclusión, este mal afectaba a todas las partes del cuerpo; era más grande de lo que decirse puede, y más doloroso de lo que las fuerzas humanas podían sufrir. Que esta epidemia fuese más extraña que todas las acostumbradas, lo acredita que las aves y las fieras que suelen comer carne humana, no tocaban a los muertos, aunque quedaban infinidad sin sepultura: y si algunas los tocaban, morían. Pero más se conocía lo grande de la infección en que no aparecían aves, ni sobre los cuerpos muertos, ni en otros lugares donde habían estado; ni aun los perros que acostumbran a andar entre los hombres más que otros animales; de lo cual se puede bien conjeturar la fuerza de este mal.
Dejando aparte otras muchas miserias de esta epidemia, que ocurrieron a particulares, a unos más ásperamente que a otros, este mal comprendía en sí todos los otros, y no se sufría más que él: de suerte, que cuanto se hacía para curar otras enfermedades, aprovechaba para aumentarlo, y así unos morían por no ser bien curados, y otros por serlo demasiado; no hallándose medicina segura, porque lo que aprovechaba a uno, hacía daño a otro. Quedaban los cuerpos muertos enteros, sin que apareciese en ellos diferencia de fuerza ni flaqueza; y no bastaba buena complexión, ni buen régimen para eximirse del mal.
Lo más grave era la desesperación y la desconfianza del hombre al sentirse atacado, pues muchos, teniéndose ya por muertos, no hacían resistencia ninguna al mal. Por otra parte, la dolencia era tan contagiosa, que atacaba a los médicos. A causa de ello muchos morían por no ser socorridos, y muchas casas quedaron vacías. Los que visitaban a los enfermos, morían también como ellos, mayormente los hombres de bien y de honra que tenían vergüenza de no ir a ver a sus parientes y amigos, y más querían ponerse a peligro manifiesto que faltarles en tal necesidad. A todos contristaba mal tan grande, viendo los muchos que morían, y los lloraban y compadecían. Mas sobre todo, los que habían escapado del mal, sentían la miseria de los demás por haberla experimentado en sí mismos; aunque estaban fuera de peligro, porque no repetía la enfermedad al que la había padecido, a lo menos para matarle; por lo cual tenían por bienaventurados a los que sanaban, y ellos mismos por la alegría de haber curado presumían escapar después de todas las otras enfermedades que les viniesen.
Además de la epidemia, apremiaba a los ciudadanos la molestia y pesadumbre por la gran cantidad y diversidad de bienes muebles y efectos que habían metido en la ciudad los que se acogieron a ella, porque habiendo falta de moradas, y siendo las casas estrechas, y ocupadas por aquellos bienes y alhajas, no tenían donde revolverse, mayormente en tiempo de calor como lo era. Por eso muchos morían en las cuevas echados, y donde podían, sin respeto alguno, y algunas veces los unos sobre los otros yacían en calles y plazas, revolcados y medio muertos; y en torno de las fuentes, por el deseo que tenían del agua. Los templos donde muchos habían puesto sus estancias y albergues estaban llenos de hombres muertos, porque la fuerza del mal era tanta que no sabían qué hacer. Nadie se cuidaba de religión ni de santidad, sino que eran violados y confusos los derechos de sepulturas de que antes usaban, pues cada cual sepultaba los suyos donde podía. Algunas familias viendo los sepulcros llenos por la multitud de los que habían muerto de su linaje, tenían que echar los cuerpos de los que morían después en sepulcros sucios y llenos de inmundicias. Algunos, viendo preparada la hoguera para quemar el cuerpo de un muerto, lanzaban dentro el cadáver de su pariente o deudo, y le ponían fuego por debajo; otros lo echaban encima del que ya ardía y se iban.
Además de todos estos males, fue también causa la epidemia de una mala costumbre, que después se extendió a otras muchas cosas y más grandes, porque no tenían vergüenza de hacer públicamente lo que antes hacían en secreto, por vicio y deleite. Pues habiendo entonces tan grande y súbita mudanza de fortuna, que los que morían de repente eran bienaventurados en comparación de aquellos que duraban largo tiempo en la enfermedad, los pobres que heredaban los bienes de los ricos, no pensaban sino en gastarlos pronto en pasatiempos y deleites, pareciéndoles que no podían hacer cosa mejor, no teniendo esperanza de gozarlos mucho tiempo, antes temiendo perderlos en seguida y con ellos la vida. Y no había ninguno que por respeto a la virtud, aunque la conociese y entendiese, quisiera emprender cosa buena, que exigiera cuidado o trabajo, no teniendo esperanza de vivir tanto que la pudiese ver acabada, antes todo aquello que por entonces hallaban alegre y placentero al apetito humano lo tenían y reputaban por honesto y provechoso, sin algún temor de los dioses o de las leyes, pues les parecía que era igual hacer mal o bien, atendiendo a que morían los buenos como los malos, y no esperaban vivir tanto tiempo, que pudiese venir sobre ellos castigo de sus malos hechos por mano de justicia, antes esperaban el castigo mayor por la sentencia de los dioses, que ya estaba dada, de morir de aquella pestilencia. Y pues la cosa pasaba así, parecíales mejor emplear el poco tiempo que habían de vivir en pasatiempos, placeres y vicios. En esta calamidad y miseria estaban los atenienses dentro de la ciudad, y fuera de ella los enemigos lo metían todo a fuego y a sangre. Traían a la memoria muchos antiguos pronósticos y respuestas de los oráculos de los dioses que apropiaban al caso presente y entre otros un verso que los ancianos decían haber oído cantar y que había sido pronunciado en respuesta del oráculo de los dioses, que decía:
Vendrá la guerra doria Creed lo que decimos Y con ella vendrá limos.
Sobre lo cual disputaban antes de ocurrir la epidemia, porque unos decían que por la palabra «limos» se había de entender el hambre, y otros aseguraban que quería significar la epidemia; hasta que llegó esta y todos le aplicaron el dicho del oráculo. Y a mi ver, si ocurriese aún alguna otra guerra en tierra doria, acompañada de hambre, también lo aplicarían a ella. Recordaban igualmente la respuesta que había dado el oráculo de Apolo a la demanda de los lacedemonios tocante a esta misma guerra, porque habiéndole preguntado quién alcanzaría la victoria, respondió que los que guerreasen con todas sus fuerzas y poder y que él les ayudaría44. Esta respuesta fue también objeto de juicios contradictorios, porque la epidemia comenzó cuando los peloponesios entraron aquel año en tierra de los atenienses, y no hizo daño en el Peloponeso, a lo menos de cosa que de contar sea, reinando principalmente en Atenas, de donde se esparció a otras villas y lugares, según estaban más o menos poblados.
En lo tocante a la guerra, los peloponesios después de quemar y talar las tierras llanas, fueron a la región llamada Paralia, que quiere decir marítima, y la talaron hasta el monte Laurio, donde están las minas de plata de los atenienses. Primeramente arrasaron la comarca que está hacia el Peloponeso, y después la de la parte de Eubea y Andros; mas no por esto Pericles, capitán de los atenienses, dejaba de perseverar en la opinión que había tenido el año anterior de que no saliesen contra los enemigos. Después que entraron en tierra de Atenas, hizo aparejar cien barcos para ir a talar la tierra de los peloponesios. En ellos metió cuatro mil hombres de a pie, y en otros navíos hechos para llevar caballos hizo embarcar trescientos hombres de armas con sus caballos. Estas naves se construyeron en Atenas con madera de las viejas, y en su compañía fueron los de Quíos y los de Lesbos con otros cincuenta navíos de guerra. Así partió Pericles del puerto de Atenas con esta armada, cuando los peloponesios estaban en la tierra marítima de Atenas, llegando primeramente a tierra de Epidauro, que está en el Peloponeso, la cual robaron y talaron, y pusieron cerco a la ciudad con esperanza de tomarla: mas viendo que perdían el tiempo en balde, partieron de allí y fueron a las regiones de Trecén, de Halias y de Hermíone, en las cuales hicieron lo mismo que en tierra de Epidauro. Todos estos lugares están en el Peloponeso, a la orilla del mar. Partidos de allí fueron a la comarca de Prasias, que es la región marítima en Lacedemonia, y la robaron y talaron, tomando la ciudad por fuerza. Hecho esto volvieron a tierra de Atenas, de donde los peloponesios habían ya salido por miedo a la epidemia, que continuaba en la ciudad y fuera de ella. Al saber los peloponesios por los prisioneros la infección y peligro de aquella pestilencia, y viendo sepultar los muertos, partieron aceleradamente de la tierra después de haber estado cuarenta días en ella, durante cuyo tiempo la robaron y arrasaron.
En este mismo verano, Hagnón, hijo de Nicias, y Cleopompo, hijo de Clinias, que eran compañeros de Pericles en el mando de la armada, partieron por mar con el mismo ejército que Pericles había llevado y traído, para ir contra los calcídeos, que moran en Tracia, y hallando en el camino la ciudad de Potidea, que aún estaba cercada por los suyos, hicieron llegar a la muralla sus aparatos y la combatieron con todas sus fuerzas para tomarla. Mas todo aquel nuevo socorro y el otro ejército que estaba antes sobre ella no pudieron hacer nada, a causa de la epidemia que se propagó entre ellos, traída por los que vinieron con Hagnón. Sabiendo este que Formión, que estaba sobre Calcídica con mil seiscientos hombres, había partido de allí, dejó a los que sitiaban Potidea y tornó a Atenas, habiendo perdido mil cuarenta hombres de a pie de los cuatro mil que embarcó en Atenas, todos muertos por la epidemia.
En este verano los peloponesios vinieron otra vez al Ática y acabaron de destruir lo que habían dejado la primera, por lo cual los atenienses, viéndose así apremiados, de fuera por guerras y dentro con epidemia, comenzaron a cambiar de opinión y a maldecir a Pericles, diciendo que él había sido autor de aquella guerra, y que era causa de todos sus males, inclinándose a pedir la paz a los lacedemonios. Mas después de muchas embajadas enviadas de una y otra parte no pudieron tomar ninguna resolución, por lo cual, no sabiendo qué hacer en este caso, volvían a culpar a Pericles, quien, viendo que estaban atónitos y con gran pesar de la mala andanza de sus cosas, y que habían hecho cuanto él les aconsejó desde el principio, siendo todavía caudillo y capitán general de la armada, les mandó reunir y les amonestó y exhortó a que tuviesen buena esperanza, y procurando convertir su ira en mansedumbre y su miedo en confianza, habloles de esta manera: